domingo, 16 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 22





—Alex se ha recuperado, pero fue muy valiente arriesgándose para salvar a esa gente —Paula estaba en una cafetería del centro de la ciudad, con su madre y sus hermanas.


Era viernes por la tarde, el día en que las mujeres de su familia solían reunirse, aunque hacía meses que ella no había sido invitada.


Paula había aprovechado un vacío en la conversación para hablar de su trabajo y contar la aventura de Alex, pero ninguna de ellas mostró ningún interés.


Hiciera lo que hiciera, aunque se esforzara por demostrar a su madre, a Cristina y a Judith cuánto las quería, no conseguía más que la reacción habitual: que la miraran como si fuera una extraterrestre.


Pedro había tenido que ir a trabajar a aquella parte de la ciudad y se había ofrecido a llevarla. Luego la recogería.


Pero Paula sentía que había sido una total pérdida de tiempo. Se quedó callada.


—He oído que tu puesto en el banco ha quedado libre —su madre dio un sorbo al café y se quedó mirando la taza en suspense, demostrando una vez más que no entendía a su hija.


—Espero que encuentren a la persona adecuada —dijo Paula en tensión, aunque al mismo tiempo se decía que tal vez no era justo irritarse con sus hermanas y su madre por el desinterés que mostraban hacia sus cosas.


«Pero es que mi madre intenta hacerme encajar en un molde que no me corresponde».


Ese pensamiento se cruzó con la imagen de Pedro tamborileando los dedos, tal y como Paula imaginó que estaría haciendo en aquel momento de haber sido testigo de la escena.


Su madre tomó el bolso en un gesto que indicaba que era hora de marcharse. Paula suspiró. Tendría que esperar a Pedro unos diez minutos.


—Antes de que te marches, mamá, quiero darte mi regalo de cumpleaños.


Paula tomó el cuadro envuelto en papel que había apoyado detrás de la silla. Había puesto en él todo su corazón. Se trataba de un paisaje de delicados colores, a juego con los tonos dominantes en el salón de su madre.


—Sé que tu cumpleaños no es hasta la semana que viene, pero quería que pudieras colgarlo ese día.


—Te has anticipado —su madre rasgó una esquina del papel, observó la pequeña parte que quedó a la vista y volvió a cubrirla—. Ah, uno de tus cuadros. Ya veré qué hago con él.


Paula se sintió destrozada. Tuvo la tentación de quitarle el cuadro, descubrirlo, y explicarle lo que significaba y el tiempo que le había dedicado, pero sabía que no tenía sentido. Nunca podría hacer nada qué la reconciliara con su familia. A nadie le gustaba que fuera diferente.


No tenía sentido seguir negando la evidencia. 


Pedro había sufrido eso mismo, pero de forma mucho más dramática. No era de extrañar que su dolor le impidiera abrir su corazón y arriesgarse a ser herido.


Forzó una sonrisa y se puso en pie. Pagó su parte en la caja y vio partir a su madre y a sus hermanas en distintas direcciones.


Paula sentía una presión en el pecho, allí donde llevaba tantos años intentando aceptar que no tenía una familia cariñosa, o que al menos no lo era con ella, y que mientras los demás se sentían cómodos con aquella frialdad, a ella le provocaba malestar e inseguridad.


—¿Paula? —Pedro posó la mano en su hombro—. Creía que tendría que esperarte.


—No te había visto —dijo ella, confiando en que él no hubiera podido ver en su rostro la desilusión que sentía—. ¿Has terminado de trabajar?


—Sí, me ha llevado menos tiempo del que calculaba. He estado mirando escaparates mientras te esperaba.


Paula alzó la barbilla y se obligó a sonreír.


—Gracias. Podemos irnos cuando quieras. Y gracias por haberme traído.


—No ha sido ninguna molestia —la voz de Pedro sonó extremadamente grave, que era el tono que usaba cuando se preocupaba por Paula.


Y que intuyera que no se encontraba bien la conmovió profundamente. Tanto, que lo ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo que desviar la mirada para que él no lo viera mientras caminaban hacia la furgoneta.


Creyó haber conseguido disimular hasta que Pedro, sentado tras el volante se volvió hacia ella antes de arrancar.


—¿Piensas contármelo o tengo que adivinar? —preguntó, mirándola inquisitivamente.


—Mamá ha echado un ojo a una esquina del cuadro, lo ha tapado y ha sugerido que habría preferido algo más práctico —no tenía sentido ocultar la verdad cuando Pedro la había adivinado por sí mismo—. Tampoco le ha hecho gracia que se lo diera por adelantado. Lo hago todo mal. Está claro que no aguantan que sea distinta al resto de la familia.


—Era un cuadro precioso al que le habías dedicado un montón de cariño y de tiempo. Además, los regalos de cumpleaños adelantados son los mejores —Pedro tamborileó sobre el volante, y su cabeza se giró hasta tres veces en un tic nervioso, antes de que añadiera—: Tu madre debía haberlo apreciado. Tenía que haber…


—¿Igual que tu padre te aceptó tal y como eras? —Paula fijó la mirada en una cola de gente que se había formado ante la puerta de un restaurante—. Mi familia tiene un sentido muy práctico de la vida y les cuesta relacionarse conmigo porque soy diferente. Mis gustos no coinciden con los suyos. Debería haber elegido otro regalo. La próxima vez, lo haré —suspiró—. Pero acabo de aprender una lección: no puedo pretender que mi relación con ellos cambie. Y eso hará que en el futuro, sufra menos.


—Ésa es una lección que alguien como tú no debería aprender nunca —los labios de Pedro se apretaban en un rictus de indignación contenida—. Tú eres cariñosa y buena. Mereces que te amen.


—La forma en que Carlos te trató te ha dejado en una situación parecida, aunque mucho más profunda. Ha determinado tu relación con el mundo, lo que estás dispuesto a… —iba a decir «compartir», pero se detuvo.


El rostro de Pedro reflejó al mismo tiempo sorpresa, desconcierto y un anhelo que hizo desear a Paula tomarlo en sus brazos y acunarlo.


Habría querido acurrucarse junto a él y olvidar el mundo exterior, pero sabía que la intensidad de ese sentimiento era peligrosa, así que cambió de tema.


—Bueno, da lo mismo. Será mejor que nos vayamos.


Pedro vaciló antes de señalar un restaurante que tenían delante.


—¿Te apetece cenar? Tenemos un largo recorrido hasta casa y Luciano me ha dicho que ahí tienen un marisco espectacular.


De haber percibido la más mínima compasión en Pedro, Paula hubiera rechazado la oferta. Pero sólo percibió el deseo de seguir en su compañía, aunque ese mismo deseo le inquietara tanto como a ella.


—¿Te gusta el marisco? —preguntó Paula.


—¡Me encanta! —dijo él enfáticamente.


—Muy bien. Cenemos. Pero sólo porque vamos a llegar tarde a casa —al menos pasarían más tiempo juntos y Pedro, aunque evitara toda intimidad con ella, nunca le transmitía la frialdad de su familia. Y si Paula necesitaba algo en ese momento era calidez humana.


—Perfecto —Pedro esbozó una sonrisa de alegría que no estaba seguro que debiera sentir.


EL ANILLO: CAPITULO 21




Pedro condujo apretando el volante con fuerza y con la mente puesta en su hermano. A Paula le encantaba verlo cuando se concentraba tanto, porque sólo llegaba a ese estado cuando sus sentimientos estaban implicados. Quizá no se daba cuenta, pero era innegable.


—Alex me dio muchos quebraderos de cabeza cuando lo saqué del orfanato —explicó Pedro, como si recordara en ese mismo momento—. En cuanto cumplió los dieciséis años vino a buscarnos a Luciano y a mí. Como yo era el mayor estaba más asentado —sonrió con tristeza—. Alex, siempre tan arrogante… Pero acabó amoldándose, y durante los últimos años he llegado a acostumbrarme a disfrutar de una situación económica saneada, a que estuviéramos a salvo…


Aquellos logros habían sido esenciales para tres hombres que durante años habían luchado contra su propio destino. Y juntos habían construido una casa común para permanecer unidos. Por eso para alguien como Paula, eran una familia ejemplar.


—Ojalá mi familia se pareciera más a la que formáis Alex, Luciano y tú —dijo, pensativa.


Su familia era incapaz de darle lo que debería proporcionarle automáticamente, por el mero hecho de serlo: amor. ¿No se darían cuenta de que los necesitaba? ¿Le devolverían el amor que tanto ansiaba si ella les daba todo del que era capaz?


Pedro aparcó y bajaron. Tuvieron que dejar el coche a cierta distancia. Pedro la tomó por el brazo y recorrieron la distancia al trote, sorteando a los curiosos que se arremolinaban en la acera.


Cuando ya llegaban, Pedro suspiró profundamente.


—El incendio no es en su edificio.


Sacó el móvil y llamó.


—No contesta.


Alcanzaron la zona acotada por una cinta de seguridad a tiempo de ver a varios bomberos tiznados de negro saliendo del edificio en llamas. La visión era aterradora: dos bomberos con máscaras con dos empleados de la fábrica en brazos, las llamas elevándose a su espalda, el ruido del edificio colapsando…


—Ahí está, gracias a Dios. Podía haber muerto —dio un paso adelante—. Esto no es lo mismo que jugar a esperar en las vías la llegada de un tren. El fuego es impredecible.


Tomó a Paula de la mano y pasó por debajo de la cinta de seguridad.


—¿Alex hacía eso? —Paula no necesitó escuchar una respuesta que sabía afirmativa.


Alguien les gritó que no podían pasar, pero Pedro no prestó atención. Mantenía la mirada fija en su hermano. Llevaba el rostro y el traje manchados de negro. Acababa de ayudar a una mujer a incorporarse levemente para darle de beber. Luego, con delicadeza, dejó su cabeza reposar de nuevo sobre el suelo, intercambió unas palabras con ella y cuando se acercó un camillero, le dejó su lugar.


—La mayoría de la gente hace un curso de formación antes de entrar en un edificio en llamas —Pedro sonó tranquilo, pero Paula intuía que estaba haciendo un gran esfuerzo para dominar sus emociones. Estrechó a Alex en un fuerte abrazo antes de separarlo el largo de los brazos y estudiarlo atentamente—. ¿No estás herido? ¿Por qué has entrado?


—Debía haber imaginado que me encontrarías antes de que pudiera limpiarme —dijo Alex con sorna—. Al menos no has venido a darme el sermón de que me aleje de los trenes y… —miró a Paula, azorado.


—Acabo de contárselo —dijo Pedro, sacudiendo la cabeza como si lo amonestara, pero sin perder la calidez en la mirada.


Paula pensó súbitamente en los cuadros de Alex, en su estilo y colorido, y unió esa información con la de los trenes para llegar a una conclusión: grafitis…


—Veo que causaste a tu hermano muchas preocupaciones mientras ibas en busca de inspiración para tu… obra, Alex.


—Algo así —inclinó la cabeza con una tos nerviosa que se agudizó.


Pedro le sacudió el hombro con firmeza.


—¿Has hablado con el personal médico?


—Sí. Y me han dicho que no vaya a trabajar, lo cual es una tontería porque sólo tengo un poco de tos. Sólo necesito una ducha y cambiarme de ropa —se giró hacia el edificio—. Menos mal que ha salido todo el mundo. Han sacado a los dos últimos justo cuando llegabais.


—Y tú necesitas descansar —Pedro frunció el ceño—. Necesitas a Rosa, ella sabrá cómo cuidar de ti.


Siguió una acalorada discusión sobre si Alex debía descansar o hasta qué punto necesitaba los cuidados de Rosa. Entre tanto, habían llegado a la furgoneta y Paula ocupó el asiento de atrás para que los hermanos siguieran discutiendo delante.


Pedro hizo una llamada con la que, por más que Alex protestara, la conversación se dio por zanjada.


Paula sonrió para sí mientras miraba las cabezas de los dos hermanos. Al ver que la de Pedro giraba a menudo hacia su hermano, como si necesitara asegurarse de que el más joven de los MacKay estaba bien, la invadió una inmensa ternura.


—¿Cómo ha empezado el fuego? —preguntó Pedro cuando llegaban a su casa—. ¿Y por qué has acabado interviniendo? Por tú aspecto, diría que has hecho más de un viaje al interior.


—Media docena. Pero he tenido mucho cuidado —Alex explicó que había visto el inicio del fuego desde su oficina, que había llamado a los bomberos y luego había ido directamente.


Pedro asentía, pero era evidente que intentaba dominar el pánico que le causaba el peligro que su hermano acababa de correr. Finalmente, tras meter el coche en el garaje y parar el motor se volvió hacia Alex y dijo:
—Entiendo que no pudieras comportarte de otra manera y que has salvado varias vidas, ¿cómo voy a recriminarte que hayas actuado así? ¡Menos mal que no te ha pasado nada!


Cuando bajaron, Pedro marcó un número.


—¿Luciano? Sí, está bien. Sólo tiene los pulmones llenos de humo. Ven a casa.


Paula vaciló cuando llegaron a la puerta.


—Puedo acercarme a la oficina a hacer acto de presencia. No quiero entrometerme en una reunión familiar…


—Quédate —dijo Alex mirándola a ella y luego a Pedro con una expresión inquisitiva que Paula no supo interpretar.


Pedro apretó los labios y subió los peldaños que los separaban de la puerta.


—Paula y yo estábamos trabajando en un proyecto, por eso no hemos ido a la oficina —se giró hacia ella y añadió—. Iremos juntos cuando llegue el momento.


La expresión de Alex cambió sutilmente. Lo que Pedro había querido aclarar ayudó a Paula a entender en qué consistía el mudo intercambio entre los hermanos.


Alex había pensado que ella y Pedro habían pasado la noche juntos, y por cómo los miraba, parecía estar deseando no equivocarse.


¿Por qué? Bueno, era el comportamiento propio de los solteros. Quizá era mejor no saber la razón. Fueron directamente al apartamento de Alex. Éste dejó sobre una mesa su móvil, que estaba destrozado, lo que explicó al instante la imposibilidad de contactar con él cuando lo habían intentado.


Se abrió la puerta y apareció Luciano.


—No podía dejar de pensar en la vez que nos quedamos encerrados en el orfanato y se produjo un incendio. Creí que moriríamos asfixiados antes de que decidieran que era «seguro» abrir las puertas —mientras hablaba se acercó a su hermano, examinándolo con ojos escrutadores—. ¿Estás bien?


—Quiero que se duche y se quite el hollín —Pedro intervino antes de que Alex contestara—. Cuando venga Rosa, puede ir a ver si…


—No. Rosa no puede venir y ver nada. Nada —añadió Alex, y suspiró al ver entrar a una mujer de mediana edad que sacudía la cabeza—. Y sí, Luciano: estoy bien.


—Alex, Alex, ¡estás horroroso! —dijo Rosa, chasqueando la lengua—. Quítate la ropa y date una ducha —llevaba una bolsa de la compra y fue directa hacia la cocina mientras los tres hombres se quedaban donde estaban—. ¿No me has oído, Alex? Para cuando caliente la sopa, tienes que estar listo.


Paula tuvo que contener la risa.


—Rosa vive cerca —dijo Pedro, como si sirviera de explicación.


Alex se fue obedientemente, y Luciano llenó el silencio con una batería de preguntas.


Cuando el hermano más joven reapareció, Paula no pudo evitar preguntarle:
—¿No tienes ningún corte?


—No. Sólo algunos moretones y algunas quemaduras, sobre todo en el pelo —sonrió con picardía—. Eso es lo peor. Tengo que estar guapo para las chicas.


Paula rió.


Rosa dijo que ella arreglaría los trasquilones de Alex y, tras muchas protestas, consiguió que se sentara en el sofá y que le dejara recortarle el cabello.


Aquella mujer era una joya. No era difícil comprender que los tres hombres valoraran tanto a su asistenta, que se comportaba con ellos como una verdadera madre.


—Ahora podéis dejarme en paz —dijo Alex cuando Rosa terminó—. Puede que hasta me eche un rato.


Paula no le creyó, pero podía entender que le agobiara seguir siendo centro de atención.


—Pienso quedarme toda la tarde —dijo Rosa con determinación—. He traído el punto —añadió, señalando la bolsa—. Si pasa algo, te llamaré, Pedro.


—Muy bien. Hacía tiempo que no pasábamos por esto, ¿verdad, Rosa? —Pedro sonrió y agarró a su hermano por el hombro—. Acepta que estemos pendientes de ti, ¿vale? Al menos Rosa sabe cómo hacerlo.


—Cuídate, Alex —dijo Paula, y se volvió hacia Pedro.


Cuando se iban, vio de reojo cómo Luciano abrazaba a su hermano y le daba un beso en la frente como si fuera un niño pequeño, y una vez más le emocionó el amor que se profesaban y al mismo tiempo, las tristes circunstancias que les habían hecho unirse tan profundamente.


¿Podrían amar de la misma manera a una mujer? Estaba claro que Rosa era una excepción en sus vidas ¿Podrían aprender a dar y a recibir? ¿Querría Pedro que ella lo ayudara?


«¡Qué estupidez! Pedro no te ha manifestado la más mínima señal de sentir algo por ti».


Ni ella por él. Sólo se trataba de afecto, no de amor. Y de que le resultaba atractivo como hombre, lo cual complicaba un poco su relación.
Pero ya habían trazado las líneas que no debían sobrepasar y debía darse por satisfecha. Era lo mejor para todos.


Tras dar Pedro unos últimos consejos a su hermano que no quería recibir ni uno más, pero que parecía necesitado de un profundo descanso, se marcharon.


sábado, 15 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 20




Paula se levantó y pintó con todo su corazón y con el de Pedro, tal y como ella lo percibía: complejo, tierno, receloso. Un corazón que había negado la posibilidad de intimidad con ella, convencido de que era lo mejor para ambos.


Con ello la había salvado de padecer a la larga un dolor todavía mayor.


Debía estarle agradecida, y adoptar una actitud resolutiva. Pero no podía.


Entregó el cuadro a los clientes, que lo recibieron entusiasmados. Pasó una semana. Pedro permaneció encerrado en su despacho o trabajando desde casa, como si intentara evitarla.


El lado profesional de su relación se estaba resintiendo, y Paula estaba a punto de plantar cara a la situación.


Aparcó el coche, sacó un cuadro pintado a medias y se dirigió hacia la puerta de la casa de los hermanos Alfonso. Cuando alargaba la mano para llamar al timbre, sonó su móvil.


—He estado trabajando en el proyecto del que hablamos el viernes —la voz de Pedro perforó su oído—. Tengo los diseños sobre la mesa de mi casa y me gustaría que les echaras un ojo. ¿Vas de camino a la oficina? ¿Te importaría pasarte por aquí?


—Pues…, claro —la determinación de Paula se evaporó. Pedro realmente había estado concentrado en el proyecto y no evitándola. ¡Qué arrogante había sido al creer que estaba queriendo marcar distancias!—. Precisamente quería que vieras un cuadro que he empezado. Estoy en la puerta de tu casa. Iba a llamar.


Confiaba en que Pedro no atribuyera ninguna otra intención a su visita.


Tras una breve pausa, Pedro dijo:
—Muy bien. Bajo a abrirte.


Unos segundos después le hacía entrar y con una mirada pareció registrar toda la información que necesitaba sobre su estado de ánimo.


—Sube. Debía haberte pedido que vinieras antes —caminó sin mirarla—. Necesitaba tu opinión.


—Tenemos que mantener una buena relación de trabajo —Paula eliminó toda incertidumbre de su tono—. Debe quedar al margen de todo lo demás.


—Precisamente… Todo lo demás debe quedar al margen.


Al instante, Paula se sintió mucho mejor a pesar de saber que no era sensato alegrarse de que Pedro sonara tan poco convencido como ella.


Subieron a su apartamento. Pedro tenía los bocetos en una nítida fila que alcanzaba de un extremo del salón al otro.


Pedro se detuvo bruscamente y se frotó la nuca.


—Es la mejor forma de verlo en conjunto.


—Tienes toda la razón —dijo Paula sin titubear.


Y le agradó ver que Pedro relajaba los hombros.


—Deja que te sujete el cuadro. Quiero verlo.


Pedro apoyó el cuadro en el respaldo de una silla y lo contempló mientras Paula se lo explicaba. Pedro comenzó a asentir y un brillo prendió en sus ojos.


Entonces la tocó por primera vez en días, asiéndole el brazo con fuerza a la vez que sonreía y la llevaba a ver el primero de sus bocetos.


—Intuía que estaba en el buen camino. Ahora que he visto tu cuadro, estoy seguro de ello. Hacemos…


No concluyó la frase, pero Paula, que estaba mirando su trabajo, supo lo que iba a decir: «Hacemos un buen equipo». Y tenía razón.


Era una lástima que… ¡No, no lo era! Tenían lo que tenían y debía bastarle.


Se arrodilló para contemplar los dibujos. Pedro había hecho un collage con distintas imágenes y anotaciones.


Su visión del proyecto estaba perfectamente definida, y la de ella encajaba a la perfección.


Saberlo le produjo un placer comparable a cualquier otra forma de intimidad.


Estudió con voracidad el resto del trabajo, hablaron, comentaron, se plantearon preguntas, y Paula olvidó todas sus preocupaciones para sumergirse apasionadamente en la conversación, hasta que tuvo la certeza de entender el concepto en profundidad.


—Me alegro de que entiendas lo que quiero hacer y que coincidas conmigo —Pedro le tendió la mano para ayudarla a incorporarse.


Paula vaciló una fracción de segundo antes de tomarla, diciéndose que no lo hacía más que por cortesía. Se le habían dormido las piernas. Miró el reloj.


—¡Qué tarde se ha hecho! En la oficina deben estar preguntándose dónde me he metido.


Pedro le apretó la mano y la ayudó a ponerse en pie. Paula había trabajado de rodillas, respetando sin el más mínimo titubeo su necesidad de tener los planos desplegados en el suelo, aceptando una incomodidad que él ni siquiera se había cuestionado cuando le había asaltado la necesidad de que fuera a verlos. Ni siquiera era consciente de cuándo había decidido que necesitaba que los viera.


¿Tan desesperadamente lo habría necesitado? ¿O había necesitado otra cosa: sus manos unidas, tenerla cerca, volver a conectar con ella a través del trabajo?


Empezaba a pensar que Paula tenía razón cuando decía que él volcaba en sus proyectos las emociones que reprimía en otras áreas de su vida.


Y la tenía ante sí, respetando su autismo y los síntomas que lo marcaban. Y entregándose con todo su corazón.


No podía acercarse a ella emocionalmente. 


Había bajado lo bastante las barreras con ella como para no haberle preocupado lo que pudiera pensar de su obsesiva manera de trabajar. Y eso lo ponía aún más nervioso, porque dificultaba su lucha contra la creciente atracción que sentía hacia ella.


Entre ellos circulaba una corriente de pensamientos censurados e interrogantes que ambos se esforzaban por ignorar. Y él, con sus acciones, estaba demostrando su fracaso.


Había querido hacer el amor con Paula en la montaña, pero con ella la experiencia sería demasiado intensa como para poder ejercer ningún control sobre sus reacciones espontáneas.


En cualquier caso, no tenía sentido pensar en hacer el amor con ella porque nunca sucedería.


Apretó los labios.


—Deberíamos ir a la oficina —dijo. Se había equivocado llamándola y pasando tanto tiempo con ella—. Imagino que querrás trabajar algo más antes de que acabe el día.


—Tienes razón —Paula se sacudió el polvo de las rodillas y tomó el cuadro. También ella parecía darse cuenta de que se habían dejado llevar por el entusiasmo, y de lo fácil que habían vuelto a compartir un terreno común de intimidad.


Pero lo cierto era que habían aprovechado el tiempo y trabajado magníficamente juntos.


—Paula…


—Me alegro de que volvamos a intercambiar ideas —su sonrisa, aunque animada, no llegó a iluminar sus ojos—. Después de… bueno, lo que pasó… A veces las circunstancias… Ahora ya lo hemos resuelto, ¿verdad?


Si era así, por qué la atracción que sentían el uno por el otro era tan fuerte que casi podía tocarse.


Iría diluyéndose a medida que fueran aceptando el papel que les correspondía. Seguro que sí.


Pedro pensó que debía estar agradecido a la sensatez de Paula, pero no podía evitar la sensación de que ninguno de los dos era del todo sincero.


—Me voy. Nos vemos en la oficina —Paula fue hacia la puerta y Pedro… no se lo impidió.


Era lo mejor.


En ese momento sonó su móvil. Podía haberlo ignorado, pero acostumbraba a comprobar quién llamaba por si era uno de sus hermanos. 


Contestó enseguida.


—¿Qué hay Luciano?


—Hay un incendio en uno de los almacenes. Acabo de verlo en la televisión que tiene Cecilia en el despacho del invernadero —dijo su hermano precipitadamente al otro lado—. No estoy seguro del todo, pero me ha parecido uno de los almacenes de Alex. Voy de camino, pero todavía tardaré en llegar.


—Nos vemos allí —Pedro tomó las llaves del coche y fue hacia la puerta sin dejar de hablar—. ¿Has intentado hablar con él?


—Sí, pero no lo he conseguido ni en el fijo ni en el móvil —Luciano maldijo—. Tengo que colgar. Hay niebla y esta mañana he estado a punto tener un accidente.


—Conduce con cuidado, Luciano —terminaron la conversación y Pedro ya salía a la calle cuando se dio cuenta de que Paula lo seguía con el cuadro en la mano.


—¿Qué sucede? —preguntó ella.


Bajaron las escaleras mientras Pedro se lo explicaba.


—Tengo que encontrar a Alex. Tengo que asegurarme de que está bien.


«Mi hermano tiene que estar a salvo».


Ese pensamiento le hizo darse cuenta de cuánto quería y necesitaba a sus hermanos. Eran las dos únicas personas que no lo habían rechazado, que lo querían a pesar de su enfermedad y con los que había formado una familia unida por lazos mucho más profundos que los de la sangre.


«Tampoco a Paula le importa tu enfermedad, pero tú no le dejas acercarse. Y ella también tiene una historia familiar compleja, con unos padres que no la cuidan como se merece. Porque Paula es perfecta…»


—Deprisa, Pedro. Tenemos que localizar a Alex —Paula subió a la furgoneta y tiró el cuadro en el asiento de atrás descuidadamente.


Pedro no había contado con su compañía, ni siquiera había pensado en ello. Se volvió hacia ella y el gesto de preocupación que vio en su rostro lo enterneció al tiempo que sus temores por el estado de Alex se multiplicaron.


—No hace falta que…


—Pero quiero ir —lo interrumpió Paula sin titubear.


Tenía que estar con Pedro hasta que encontrara a su hermano. No había vuelta de hoja. Por una vez, no estaba dispuesta a renunciar a lo que necesitaba hacer, así que Pedro tendría que hacerse a la idea.


—¡Deprisa, Pedro!