domingo, 16 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 22





—Alex se ha recuperado, pero fue muy valiente arriesgándose para salvar a esa gente —Paula estaba en una cafetería del centro de la ciudad, con su madre y sus hermanas.


Era viernes por la tarde, el día en que las mujeres de su familia solían reunirse, aunque hacía meses que ella no había sido invitada.


Paula había aprovechado un vacío en la conversación para hablar de su trabajo y contar la aventura de Alex, pero ninguna de ellas mostró ningún interés.


Hiciera lo que hiciera, aunque se esforzara por demostrar a su madre, a Cristina y a Judith cuánto las quería, no conseguía más que la reacción habitual: que la miraran como si fuera una extraterrestre.


Pedro había tenido que ir a trabajar a aquella parte de la ciudad y se había ofrecido a llevarla. Luego la recogería.


Pero Paula sentía que había sido una total pérdida de tiempo. Se quedó callada.


—He oído que tu puesto en el banco ha quedado libre —su madre dio un sorbo al café y se quedó mirando la taza en suspense, demostrando una vez más que no entendía a su hija.


—Espero que encuentren a la persona adecuada —dijo Paula en tensión, aunque al mismo tiempo se decía que tal vez no era justo irritarse con sus hermanas y su madre por el desinterés que mostraban hacia sus cosas.


«Pero es que mi madre intenta hacerme encajar en un molde que no me corresponde».


Ese pensamiento se cruzó con la imagen de Pedro tamborileando los dedos, tal y como Paula imaginó que estaría haciendo en aquel momento de haber sido testigo de la escena.


Su madre tomó el bolso en un gesto que indicaba que era hora de marcharse. Paula suspiró. Tendría que esperar a Pedro unos diez minutos.


—Antes de que te marches, mamá, quiero darte mi regalo de cumpleaños.


Paula tomó el cuadro envuelto en papel que había apoyado detrás de la silla. Había puesto en él todo su corazón. Se trataba de un paisaje de delicados colores, a juego con los tonos dominantes en el salón de su madre.


—Sé que tu cumpleaños no es hasta la semana que viene, pero quería que pudieras colgarlo ese día.


—Te has anticipado —su madre rasgó una esquina del papel, observó la pequeña parte que quedó a la vista y volvió a cubrirla—. Ah, uno de tus cuadros. Ya veré qué hago con él.


Paula se sintió destrozada. Tuvo la tentación de quitarle el cuadro, descubrirlo, y explicarle lo que significaba y el tiempo que le había dedicado, pero sabía que no tenía sentido. Nunca podría hacer nada qué la reconciliara con su familia. A nadie le gustaba que fuera diferente.


No tenía sentido seguir negando la evidencia. 


Pedro había sufrido eso mismo, pero de forma mucho más dramática. No era de extrañar que su dolor le impidiera abrir su corazón y arriesgarse a ser herido.


Forzó una sonrisa y se puso en pie. Pagó su parte en la caja y vio partir a su madre y a sus hermanas en distintas direcciones.


Paula sentía una presión en el pecho, allí donde llevaba tantos años intentando aceptar que no tenía una familia cariñosa, o que al menos no lo era con ella, y que mientras los demás se sentían cómodos con aquella frialdad, a ella le provocaba malestar e inseguridad.


—¿Paula? —Pedro posó la mano en su hombro—. Creía que tendría que esperarte.


—No te había visto —dijo ella, confiando en que él no hubiera podido ver en su rostro la desilusión que sentía—. ¿Has terminado de trabajar?


—Sí, me ha llevado menos tiempo del que calculaba. He estado mirando escaparates mientras te esperaba.


Paula alzó la barbilla y se obligó a sonreír.


—Gracias. Podemos irnos cuando quieras. Y gracias por haberme traído.


—No ha sido ninguna molestia —la voz de Pedro sonó extremadamente grave, que era el tono que usaba cuando se preocupaba por Paula.


Y que intuyera que no se encontraba bien la conmovió profundamente. Tanto, que lo ojos se le llenaron de lágrimas y tuvo que desviar la mirada para que él no lo viera mientras caminaban hacia la furgoneta.


Creyó haber conseguido disimular hasta que Pedro, sentado tras el volante se volvió hacia ella antes de arrancar.


—¿Piensas contármelo o tengo que adivinar? —preguntó, mirándola inquisitivamente.


—Mamá ha echado un ojo a una esquina del cuadro, lo ha tapado y ha sugerido que habría preferido algo más práctico —no tenía sentido ocultar la verdad cuando Pedro la había adivinado por sí mismo—. Tampoco le ha hecho gracia que se lo diera por adelantado. Lo hago todo mal. Está claro que no aguantan que sea distinta al resto de la familia.


—Era un cuadro precioso al que le habías dedicado un montón de cariño y de tiempo. Además, los regalos de cumpleaños adelantados son los mejores —Pedro tamborileó sobre el volante, y su cabeza se giró hasta tres veces en un tic nervioso, antes de que añadiera—: Tu madre debía haberlo apreciado. Tenía que haber…


—¿Igual que tu padre te aceptó tal y como eras? —Paula fijó la mirada en una cola de gente que se había formado ante la puerta de un restaurante—. Mi familia tiene un sentido muy práctico de la vida y les cuesta relacionarse conmigo porque soy diferente. Mis gustos no coinciden con los suyos. Debería haber elegido otro regalo. La próxima vez, lo haré —suspiró—. Pero acabo de aprender una lección: no puedo pretender que mi relación con ellos cambie. Y eso hará que en el futuro, sufra menos.


—Ésa es una lección que alguien como tú no debería aprender nunca —los labios de Pedro se apretaban en un rictus de indignación contenida—. Tú eres cariñosa y buena. Mereces que te amen.


—La forma en que Carlos te trató te ha dejado en una situación parecida, aunque mucho más profunda. Ha determinado tu relación con el mundo, lo que estás dispuesto a… —iba a decir «compartir», pero se detuvo.


El rostro de Pedro reflejó al mismo tiempo sorpresa, desconcierto y un anhelo que hizo desear a Paula tomarlo en sus brazos y acunarlo.


Habría querido acurrucarse junto a él y olvidar el mundo exterior, pero sabía que la intensidad de ese sentimiento era peligrosa, así que cambió de tema.


—Bueno, da lo mismo. Será mejor que nos vayamos.


Pedro vaciló antes de señalar un restaurante que tenían delante.


—¿Te apetece cenar? Tenemos un largo recorrido hasta casa y Luciano me ha dicho que ahí tienen un marisco espectacular.


De haber percibido la más mínima compasión en Pedro, Paula hubiera rechazado la oferta. Pero sólo percibió el deseo de seguir en su compañía, aunque ese mismo deseo le inquietara tanto como a ella.


—¿Te gusta el marisco? —preguntó Paula.


—¡Me encanta! —dijo él enfáticamente.


—Muy bien. Cenemos. Pero sólo porque vamos a llegar tarde a casa —al menos pasarían más tiempo juntos y Pedro, aunque evitara toda intimidad con ella, nunca le transmitía la frialdad de su familia. Y si Paula necesitaba algo en ese momento era calidez humana.


—Perfecto —Pedro esbozó una sonrisa de alegría que no estaba seguro que debiera sentir.


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