domingo, 16 de diciembre de 2018

EL ANILLO: CAPITULO 21




Pedro condujo apretando el volante con fuerza y con la mente puesta en su hermano. A Paula le encantaba verlo cuando se concentraba tanto, porque sólo llegaba a ese estado cuando sus sentimientos estaban implicados. Quizá no se daba cuenta, pero era innegable.


—Alex me dio muchos quebraderos de cabeza cuando lo saqué del orfanato —explicó Pedro, como si recordara en ese mismo momento—. En cuanto cumplió los dieciséis años vino a buscarnos a Luciano y a mí. Como yo era el mayor estaba más asentado —sonrió con tristeza—. Alex, siempre tan arrogante… Pero acabó amoldándose, y durante los últimos años he llegado a acostumbrarme a disfrutar de una situación económica saneada, a que estuviéramos a salvo…


Aquellos logros habían sido esenciales para tres hombres que durante años habían luchado contra su propio destino. Y juntos habían construido una casa común para permanecer unidos. Por eso para alguien como Paula, eran una familia ejemplar.


—Ojalá mi familia se pareciera más a la que formáis Alex, Luciano y tú —dijo, pensativa.


Su familia era incapaz de darle lo que debería proporcionarle automáticamente, por el mero hecho de serlo: amor. ¿No se darían cuenta de que los necesitaba? ¿Le devolverían el amor que tanto ansiaba si ella les daba todo del que era capaz?


Pedro aparcó y bajaron. Tuvieron que dejar el coche a cierta distancia. Pedro la tomó por el brazo y recorrieron la distancia al trote, sorteando a los curiosos que se arremolinaban en la acera.


Cuando ya llegaban, Pedro suspiró profundamente.


—El incendio no es en su edificio.


Sacó el móvil y llamó.


—No contesta.


Alcanzaron la zona acotada por una cinta de seguridad a tiempo de ver a varios bomberos tiznados de negro saliendo del edificio en llamas. La visión era aterradora: dos bomberos con máscaras con dos empleados de la fábrica en brazos, las llamas elevándose a su espalda, el ruido del edificio colapsando…


—Ahí está, gracias a Dios. Podía haber muerto —dio un paso adelante—. Esto no es lo mismo que jugar a esperar en las vías la llegada de un tren. El fuego es impredecible.


Tomó a Paula de la mano y pasó por debajo de la cinta de seguridad.


—¿Alex hacía eso? —Paula no necesitó escuchar una respuesta que sabía afirmativa.


Alguien les gritó que no podían pasar, pero Pedro no prestó atención. Mantenía la mirada fija en su hermano. Llevaba el rostro y el traje manchados de negro. Acababa de ayudar a una mujer a incorporarse levemente para darle de beber. Luego, con delicadeza, dejó su cabeza reposar de nuevo sobre el suelo, intercambió unas palabras con ella y cuando se acercó un camillero, le dejó su lugar.


—La mayoría de la gente hace un curso de formación antes de entrar en un edificio en llamas —Pedro sonó tranquilo, pero Paula intuía que estaba haciendo un gran esfuerzo para dominar sus emociones. Estrechó a Alex en un fuerte abrazo antes de separarlo el largo de los brazos y estudiarlo atentamente—. ¿No estás herido? ¿Por qué has entrado?


—Debía haber imaginado que me encontrarías antes de que pudiera limpiarme —dijo Alex con sorna—. Al menos no has venido a darme el sermón de que me aleje de los trenes y… —miró a Paula, azorado.


—Acabo de contárselo —dijo Pedro, sacudiendo la cabeza como si lo amonestara, pero sin perder la calidez en la mirada.


Paula pensó súbitamente en los cuadros de Alex, en su estilo y colorido, y unió esa información con la de los trenes para llegar a una conclusión: grafitis…


—Veo que causaste a tu hermano muchas preocupaciones mientras ibas en busca de inspiración para tu… obra, Alex.


—Algo así —inclinó la cabeza con una tos nerviosa que se agudizó.


Pedro le sacudió el hombro con firmeza.


—¿Has hablado con el personal médico?


—Sí. Y me han dicho que no vaya a trabajar, lo cual es una tontería porque sólo tengo un poco de tos. Sólo necesito una ducha y cambiarme de ropa —se giró hacia el edificio—. Menos mal que ha salido todo el mundo. Han sacado a los dos últimos justo cuando llegabais.


—Y tú necesitas descansar —Pedro frunció el ceño—. Necesitas a Rosa, ella sabrá cómo cuidar de ti.


Siguió una acalorada discusión sobre si Alex debía descansar o hasta qué punto necesitaba los cuidados de Rosa. Entre tanto, habían llegado a la furgoneta y Paula ocupó el asiento de atrás para que los hermanos siguieran discutiendo delante.


Pedro hizo una llamada con la que, por más que Alex protestara, la conversación se dio por zanjada.


Paula sonrió para sí mientras miraba las cabezas de los dos hermanos. Al ver que la de Pedro giraba a menudo hacia su hermano, como si necesitara asegurarse de que el más joven de los MacKay estaba bien, la invadió una inmensa ternura.


—¿Cómo ha empezado el fuego? —preguntó Pedro cuando llegaban a su casa—. ¿Y por qué has acabado interviniendo? Por tú aspecto, diría que has hecho más de un viaje al interior.


—Media docena. Pero he tenido mucho cuidado —Alex explicó que había visto el inicio del fuego desde su oficina, que había llamado a los bomberos y luego había ido directamente.


Pedro asentía, pero era evidente que intentaba dominar el pánico que le causaba el peligro que su hermano acababa de correr. Finalmente, tras meter el coche en el garaje y parar el motor se volvió hacia Alex y dijo:
—Entiendo que no pudieras comportarte de otra manera y que has salvado varias vidas, ¿cómo voy a recriminarte que hayas actuado así? ¡Menos mal que no te ha pasado nada!


Cuando bajaron, Pedro marcó un número.


—¿Luciano? Sí, está bien. Sólo tiene los pulmones llenos de humo. Ven a casa.


Paula vaciló cuando llegaron a la puerta.


—Puedo acercarme a la oficina a hacer acto de presencia. No quiero entrometerme en una reunión familiar…


—Quédate —dijo Alex mirándola a ella y luego a Pedro con una expresión inquisitiva que Paula no supo interpretar.


Pedro apretó los labios y subió los peldaños que los separaban de la puerta.


—Paula y yo estábamos trabajando en un proyecto, por eso no hemos ido a la oficina —se giró hacia ella y añadió—. Iremos juntos cuando llegue el momento.


La expresión de Alex cambió sutilmente. Lo que Pedro había querido aclarar ayudó a Paula a entender en qué consistía el mudo intercambio entre los hermanos.


Alex había pensado que ella y Pedro habían pasado la noche juntos, y por cómo los miraba, parecía estar deseando no equivocarse.


¿Por qué? Bueno, era el comportamiento propio de los solteros. Quizá era mejor no saber la razón. Fueron directamente al apartamento de Alex. Éste dejó sobre una mesa su móvil, que estaba destrozado, lo que explicó al instante la imposibilidad de contactar con él cuando lo habían intentado.


Se abrió la puerta y apareció Luciano.


—No podía dejar de pensar en la vez que nos quedamos encerrados en el orfanato y se produjo un incendio. Creí que moriríamos asfixiados antes de que decidieran que era «seguro» abrir las puertas —mientras hablaba se acercó a su hermano, examinándolo con ojos escrutadores—. ¿Estás bien?


—Quiero que se duche y se quite el hollín —Pedro intervino antes de que Alex contestara—. Cuando venga Rosa, puede ir a ver si…


—No. Rosa no puede venir y ver nada. Nada —añadió Alex, y suspiró al ver entrar a una mujer de mediana edad que sacudía la cabeza—. Y sí, Luciano: estoy bien.


—Alex, Alex, ¡estás horroroso! —dijo Rosa, chasqueando la lengua—. Quítate la ropa y date una ducha —llevaba una bolsa de la compra y fue directa hacia la cocina mientras los tres hombres se quedaban donde estaban—. ¿No me has oído, Alex? Para cuando caliente la sopa, tienes que estar listo.


Paula tuvo que contener la risa.


—Rosa vive cerca —dijo Pedro, como si sirviera de explicación.


Alex se fue obedientemente, y Luciano llenó el silencio con una batería de preguntas.


Cuando el hermano más joven reapareció, Paula no pudo evitar preguntarle:
—¿No tienes ningún corte?


—No. Sólo algunos moretones y algunas quemaduras, sobre todo en el pelo —sonrió con picardía—. Eso es lo peor. Tengo que estar guapo para las chicas.


Paula rió.


Rosa dijo que ella arreglaría los trasquilones de Alex y, tras muchas protestas, consiguió que se sentara en el sofá y que le dejara recortarle el cabello.


Aquella mujer era una joya. No era difícil comprender que los tres hombres valoraran tanto a su asistenta, que se comportaba con ellos como una verdadera madre.


—Ahora podéis dejarme en paz —dijo Alex cuando Rosa terminó—. Puede que hasta me eche un rato.


Paula no le creyó, pero podía entender que le agobiara seguir siendo centro de atención.


—Pienso quedarme toda la tarde —dijo Rosa con determinación—. He traído el punto —añadió, señalando la bolsa—. Si pasa algo, te llamaré, Pedro.


—Muy bien. Hacía tiempo que no pasábamos por esto, ¿verdad, Rosa? —Pedro sonrió y agarró a su hermano por el hombro—. Acepta que estemos pendientes de ti, ¿vale? Al menos Rosa sabe cómo hacerlo.


—Cuídate, Alex —dijo Paula, y se volvió hacia Pedro.


Cuando se iban, vio de reojo cómo Luciano abrazaba a su hermano y le daba un beso en la frente como si fuera un niño pequeño, y una vez más le emocionó el amor que se profesaban y al mismo tiempo, las tristes circunstancias que les habían hecho unirse tan profundamente.


¿Podrían amar de la misma manera a una mujer? Estaba claro que Rosa era una excepción en sus vidas ¿Podrían aprender a dar y a recibir? ¿Querría Pedro que ella lo ayudara?


«¡Qué estupidez! Pedro no te ha manifestado la más mínima señal de sentir algo por ti».


Ni ella por él. Sólo se trataba de afecto, no de amor. Y de que le resultaba atractivo como hombre, lo cual complicaba un poco su relación.
Pero ya habían trazado las líneas que no debían sobrepasar y debía darse por satisfecha. Era lo mejor para todos.


Tras dar Pedro unos últimos consejos a su hermano que no quería recibir ni uno más, pero que parecía necesitado de un profundo descanso, se marcharon.


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