domingo, 9 de diciembre de 2018

PASADO DE AMOR: CAPITULO 30




Una semana después, Pedro se apoyó en el marco de la puerta de la habitación del bebé y se quedó mirando las paredes pintadas de azul, el papel con animalitos marinos y las cortinas blancas.


Había colocado la cuna en una esquina, el cambiador al otro lado y a su lado una estantería para los polvos de talco, los pañales, peluches y demás.


Lo había hecho todo él, sin Paula, y la había echado horriblemente de menos.


Nico y Karen habían vuelto de su luna de miel el día anterior y Pedro les había llevado a la habitación a regañadientes.


Una vez allí, su mejor amigo se había quedado con la boca abierta y su mujer había llorado de emoción ante la sorpresa.


Pedro estaba encantado con que a sus amigos les gustara el regalo, pero le habría gustado todavía más que Paula hubiera estado allí.


El proyecto no había sido solo suyo, sino de los dos y le habría gustado que Paula hubiera estado allí para compartir el momento y los abrazos.


La veía subida a la escalera, intentando pegar la cenefa de papel a la pared, con cola por el pelo y a punto de perder el equilibrio, riéndose; se imaginó acudiendo en su ayuda y Paula girándose para besarlo.


Pedro se imaginó cómo habría sido su vida si se hubiera casado con Paula y hubiera formado una familia con ella.


Hubieran tenido una habitación así para sus hijos, habrían reformado y decorado aquella estancia tan especial con mucho cariño.


Allí habrían acunado a sus hijos hasta que se durmieran, allí se habrían acercado lentamente a la cuna para mirar agarrados de la mano el milagro que habían creado entre los dos.


Sí, cuánto le habría gustado que las cosas hubieran sido así.


¿Y por qué se daba cuenta ahora que era demasiado tarde?


Distraído en sus pensamientos, Pedro no oyó llegar a Nico hasta que su amigo le dio una palmada en el hombro.


—¿Qué? ¿Admirando tu obra de arte?


—Sí —contestó Pedro sonriendo a su amigo.


—De verdad que no me creo que lo hayáis hecho Paula y tú. Ojalá se hubiera quedado y Karen y yo hubiéramos podido darle las gracias —añadió—. Te las doy a ti. De verdad, no te puedes imaginar cuánto significa esto para nosotros.


Pedro asintió.


—Os lo merecéis. Los dos. Espero que seáis muy felices juntos —contestó Pedro entregándole a Nico los tickets de compra—. Mira, por si queréis cambiar algo.


—¿Estás de broma? —contestó su amigo aceptando los tickets por educación—. Después de haber pasado la luna de miel en Hawái, a Karen le ha faltado poco para pedirme que pongamos una escultura de un delfín en el jardín. Te aseguro que has dado en el clavo.


Pedro tragó saliva.


—No fue idea mía sino de tu hermana.


Tal vez su tono de voz o la tensión de su cuerpo hicieron que Nico se apoyara en la puerta y se cruzara de brazos.


—¿Hay algo entre mi hermana y tú que yo debería saber?


Pedro se tensó inmediatamente y miró a su amigo.


—No, claro que no —mintió—. ¿Por qué dices eso?


—Venga, ¿os creéis que nunca me he dado cuenta de cómo os miráis? Pero si saltan chispas cada vez que estáis juntos. Es algo que hay entre vosotros desde que somos pequeños.


—Yo… —rio Pedro—… No sé de qué me estás hablando.


—¿Y qué pasa? No es para tanto, ¿no? —sonrió Nico—. Así que os gustáis, ¿eh? Pues intentadlo y a ver qué pasa —añadió encogiéndose de hombros—. Te aseguro que me encantaría poder decir que eres mi cuñado además de mi mejor amigo.


Pedro sintió un nudo en la garganta y tomó aire para evitar que se le cayeran las lágrimas por las mejillas.


—¿Estás seguro de que no te importaría que saliera con Paula?


—Por supuesto que no —contestó Nico—. Por mí, como si te casas con ella. Yo lo único que te pido es que la cuides.


—¿Y tus padres? ¿Tú qué crees que pensarían si el chico problemático de la acera de enfrente, ése de la casa de acogida, comenzara a salir con su hija?


Nico se puso muy serio.


—Para nosotros tú nunca has sido el chico problemático de la acera de enfrente, ése de la casa de acogida. Siempre has sido Pedro, nuestro amigo. Y seguro de que a mis padres les encantaría que salieras con su hija. Mis padres son felices si Paula es feliz y, para que lo sepas, en la actualidad no están convencidos en absoluto de que lo sea.


—¿Ah, no?


Nico negó con la cabeza.


—California está muy lejos y casi nunca viene a vernos, trabaja demasiado y se toma pastillas para la acidez de estómago como si fueran caramelos. Lo cierto es que estamos preocupados por ella y tanto mis padres como yo estaríamos encantados de que entrara en razón y volviera a vivir a Crystal Springs.


Pedro se había puesto nervioso al oír aquellas palabras y le habían entrado unas inmensas ganas de ir a buscarla.


—¿Y tú crees que ella querría volver?


—No lo sé —contestó Nico—. Supongo que depende de quién se lo pidiera.


Pedro miró a su amigo a los ojos, aquellos ojos azules iguales a los de la mujer a la que amaba y se lanzó.


—Nico, yo quiero a tu hermana, estoy perdidamente enamorado de ella.


Nico sonrió encantado.


—¿Ah, sí? ¿Y ella siente lo mismo por ti?


—No lo sé —contestó Pedro sinceramente.


Aquello lo aterrorizó incluso más que la posibilidad de que los padres de Paula no aprobaran su relación.


—¿Y a qué esperas? Ve a averiguarlo.


Pedro tomó aire y echó los hombros hacia atrás.


—Sí, eso es exactamente lo que voy a hacer —dijo saliendo al pasillo con decisión.


—Llámame si necesitas algo —dijo Nico a sus espaldas.


Pedro se despidió con la mano, pero no frenó el paso porque tenía una misión, ir a buscar a la mujer de la que estaba enamorado y averiguar si ella también estaba enamorada de él.




PASADO DE AMOR: CAPITULO 29




Pedro estaba sentado en su coche mientras Paula se despedía de sus padres.


La había llevado a su casa un rato antes con la esperanza de que fuera una visita rápida, pero a Helena y a Patricio les había hecho tanta ilusión ver a su hija y les daba tanta pena que se volviera a ir que habían insistido para que los dos se quedaran a comer con ellos.


Aquello había recordado a Pedro los viejos tiempos, pero seguía sintiéndose incómodo.


Los padres de Paula siempre lo habían tratado como a su propio hijo a pesar de que solo era el niño que había en el hogar de acogida de enfrente, un niño problemático.


Sin embargo, ellos habían sabido ver más allá, habían descubierto al niño desesperado por tener una familia y le habían dado todo su amor.


Así seguía siendo y Pedro tenía muy claro que haría cualquier cosa por ellos, lo que, por supuesto, no incluía traicionar su confianza aprovechándose de su hija.


Claro que ya era un poco tarde para arrepentirse de eso, ¿no?


Los hechos irrefutables eran que se había acostado con su hija hacía siete años, la había dejado embarazada y sola.


Menos mal que aquello no había salido a relucir durante la comida.


Pedro no había dilucidado todavía cómo arreglar las cosas entre ellos y ahora Paula se estaba despidiendo de sus padres, la iba a llevar al aeropuerto, ella iba a volver a California y no se iban a ver nunca más.


Paula no solía ir a casa muy a menudo y, después de aquello, Pedro no creía que fuera a aparecer durante mucho tiempo.


Maldición.


¿Qué podía hacer?


En ese momento, se abrió la puerta del copiloto y Paula se subió al coche.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro al advertir su tristeza.


Paula lo miró haciendo un gran esfuerzo para no llorar.


—Sí, es que… nunca me ha costado tanto irme —admitió Paula—. Las demás veces no me he sentido tan mal.


—A lo mejor es porque esta vez has vuelto de verdad.


Paula palideció y Pedro comprendió que había metido el dedo en la llaga. Sin embargo, Paula no contestó, se limitó a mirar por la ventana y a decirles adiós a sus padres con la mano.


Pedro puso el motor en marcha y se dirigió al aeropuerto. El trayecto transcurrió en silencio, un silencio cómodo, pero que Pedro no quería.


De hecho, intentó empezar la conversación sobre su relación unas cuantas veces, pero no sabía exactamente qué decir.


Pedro estaba frustrado.


¿Por qué demonios no sabía qué decirle?


Al llegar al aeropuerto, dejó el coche en el aparcamiento, se bajó del vehículo y sacó la maleta de Paula.


A continuación, entraron en la terminal, Paula facturó su equipaje y Pedro la acompañó hasta el puesto de control.


Justo antes de llegar, Paula se giró hacia él y lo miró a los ojos.


Llevaba un traje de chaqueta negro que la hacía parecer la profesional abogada que era en realidad.


Pedro se dio cuenta de que aquella mujer era todo lo que deseaba en la vida, no solo por fuera sino también por dentro.


Sin embargo, por lo visto, estaban destinados a vivir en paralelo, pero no a terminar juntos.


Parecían dos asteroides que volaban por el espacio y que entraban en colisión de vez en cuando para, a continuación, salir despedidos cada uno en una dirección.


—No hace falta que me acompañes —dijo Paula colocándose un mechón de pelo detrás de la oreja—. Supongo que tendrás mejores cosas que hacer que quedarte esperando a que despegue mi avión.


Pedro se metió las manos en los bolsillos.


—¿Estás segura?


—Sí —contestó Paula sonriendo con amabilidad y acariciándole el brazo—. Gracias por todo.


—De nada —contestó Pedro devanándose los sesos en el último intento para decir algo inteligente—. Me ha encantado volver a verte.


—A mí también, Pedro.


—Siento mucho todo lo que ha ocurrido, Paula —dijo de repente.


Ahora que ya había comenzado, podría haber seguido, pero Paula le puso los dedos sobre los labios.


—No pasa nada —le aseguró—. Me alegro de que volvamos a ser amigos, te he echado mucho de menos.


Pedro sintió que se le saltaban las lágrimas.


—Llámame alguna vez —añadió Paula.


Y entonces, antes de que a Pedro le diera tiempo de reaccionar, se colocó bien el bolso sobre el hombro, sonrió por última vez y se giró para irse.


Pedro se quedó mirándola mientras cruzaba el punto de seguridad hacia la puerta de embarque y sintió una bola de angustia en la boca del estómago.


Se había ido.


Había perdido su oportunidad.


Pedro se quedó allí unos minutos, con la esperanza de que Paula volviera a aparecer para retomar la conversación, pero eso no sucedió.


Pedro suspiró y dejó caer la cabeza hacia delante.


Todo había terminado.


La había perdido.



sábado, 8 de diciembre de 2018

PASADO DE AMOR: CAPITULO 28





Pedro se quedó de pie en silencio un buen rato después de que Paula se hubiera ido. No sabía si habían pasado minutos u horas, pero tampoco le importaba.


Oía a Paula andando por su habitación, seguramente haciendo la maleta, y le entraron ganas de ir detrás de ella, pero era como si se le hubieran quedado los pies pegados al suelo y como si su cerebro se negara a funcionar con normalidad después de la noticia que le había dado.


Habían concebido un hijo y él nunca lo había sabido.


Paula había perdido ese niño y él nunca se había enterado.


Las ramificaciones de aquellos hechos giraban en su mente como un tornado.


Pedro creía que se había comportado como un idiota siete años atrás por haber dejado que las cosas se le fueran de las manos con Paula en aquel coche, pero ahora sabía que realmente había sido un idiota por no ponerse en contacto con ella después, por no haberla llamado para ver si estaba bien, tanto física como emocionalmente, por no haberse acercado a su universidad para comprobar que no había habido consecuencias por su falta de previsión en cuanto a métodos anticonceptivos.


Entonces, era joven, sí, era verdad, pero también era lo suficientemente mayorcito como para responsabilizarse de sus actos, sobre todo con Paula, a la que debía todavía más respeto que a las demás chicas porque era casi como una hermana para él.


Un bebé.


Pedro no se lo podía creer.


La única vez que se había acostado con ella la había dejado embarazada y lo peor era que Paula no se había sentido lo suficientemente cómoda como para contárselo.


Desde luego, todo era culpa suya.


¡Se había comportado como un imbécil y como un canalla! ¿Por qué demonios no la había llamado? Se había limitado a hacer como que no había pasado nada.


¡Pues claro que había pasado y obviamente Paula no había podido olvidarlo! ¿Cómo olvidarlo si se había encontrado sola y embarazada de un hombre que no la había llamado después de que ella le entregara su virginidad y que la evitaba cada vez que volvía a casa?


Y lo peor era que también había estado sola cuando había sufrido el aborto. Pedro no sé quería ni imaginar lo difícil que aquello tenía que haber sido para ella.


El miedo, el dolor, la tristeza…


Ahora entendía por qué Paula lo había tratado como lo había hecho cuando iba a ver a sus padres.


Ahora entendía que se merecía su desprecio.


Y lo peor era que Pedro no tenía ni idea de qué hacer para pedirle perdón.


Seguía dándole vueltas a la cabeza cuando Paula se asomó a la puerta, ataviada con su ropa de trabajo.


—He llamado a la agencia de viajes —anunció—. Por lo visto, la tormenta ya ha pasado y los vuelos han vuelto a la normalidad. Me voy mañana por la tarde. ¿Te importaría llevarme a casa de mis padres mañana por la mañana para despedirme y, luego, al aeropuerto?


Pedro asintió.


No podía hablar.


Paula le dio las gracias y volvió a su habitación.


¿Cómo iba a solucionar aquello? ¿Cómo iba a conseguir asimilar lo que le había contado? ¿Le daría tiempo teniendo en cuenta que se iba al día siguiente?


Pedro no quería que Paula se fuera sin haber solucionado las cosas entre ellos, no quería volver a comportarse como durante aquellos siete años, no quería pasarse toda la vida huyendo de ella.


Quería hablar con ella y dejar las cosas claras, pero no sabía cómo hacerlo.



PASADO DE AMOR: CAPITULO 27




Paula abrió los ojos horas después.


La habitación estaba a oscuras, pero fuera se veía que estaba comenzando a amanecer. 


Había dejado de llover durante la noche y Paula se quedó unos minutos tumbada sin moverse, escuchando el canto de los pájaros.


Estaba tumbada de manera que su espalda tocaba con el pecho de Pedro. Ambos estaban tapados hasta el cuello y por debajo de las sábanas Pedro la tenía agarrada de la cintura y Paula había colocado el brazo sobre el de Pedro y había entrelazando sus dedos con los suyos.


En aquella postura se encontraba a salvo y no quería moverse. Una parte de ella quería darse la vuelta y despertar a Pedro a besos, pero sabía que no podía.


Se había prometido a sí misma que sería solamente una noche, una noche para olvidarse de él por completo, para demostrarse a sí misma que había superado lo que sentía por él.


Y esa noche ya había pasado.


Había llegado el momento de comenzar a distanciarse y, cuanto antes lo hiciera, antes volverían las cosas a la normalidad.


Así que se soltó de sus dedos y de su brazo con cuidado y se levantó de la cama lentamente. A continuación, se dirigió a su habitación y se vistió con la intención de bajar a la cocina a preparar café.


Sin embargo, al pasar por la puerta de la habitación del bebé, los primeros rayos de la mañana hicieron que se parara y observara lo bonito que había quedado el nuevo suelo.


Aunque todavía no tenía muebles, la habitación estaba quedando preciosa. A su hermano y a su cuñada les iba a encantar.


Qué suerte iba a tener su bebé de tener una habitación así en la que su tía y su «tío» habían puesto tanto tiempo y amor.


¿Por qué la pintura nueva y los rollos de papel con animalitos del mar la ponían entonces tan triste?


Paula entró en la habitación y se la imaginó perfectamente terminada, con la cuna, el cambiador y la mecedora.


Se imaginó a su hermano y a su cuñada llegando a casa con su hijo recién nacido, se imaginó a Nico acunando a su hijo dormido y a Karen dándole el pecho.


De repente, no era Karen quien tenía al niño en sus brazos sino ella, ella dándole el pecho a su hijo, al hijo de Pedro.


Por supuesto, no había tenido ocasión de ver al bebé porque había abortado a las pocas semanas de estar embarazada, pero no le costó ningún esfuerzo imaginarse sus rasgos, la naricita, los mofletes gordotes y los labios carnosos.


Paula no pudo evitar dejar escapar un sollozo y se apoyó contra la pared, sintiendo el impacto de aquella pérdida como un puñetazo en la boca del estómago. A continuación, se tapó la boca con la mano y se dejó caer al suelo llorando.


Creía que se había sobrepuesto al dolor del aborto hacía muchos años, pero ahora descubría que, aunque ya no albergaba ningún tipo de rencor hacia Pedro por la parte que le tocaba en todo aquello, sentía una sensación de pérdida espantosa en el corazón y en el alma.


Paula se imaginó su vida si no hubiera perdido a aquel niño, si hubiera reunido el valor para contarle a Pedro que iban a ser padres.


Sabía perfectamente lo que hubiera sucedido, se habrían casado y se habrían ido vivir a Crystal Springs, cerca de sus padres.


Y habrían sido felices.


Ella habría terminado sus estudios de Derecho y, probablemente, habrían tenido un par de hijos más que ella se habría deleitado en cuidar.


Aunque era muy feliz con la vida que llevaba en Los Ángeles, sabía que también habría sido muy feliz ejerciendo de madre en Crystal Springs.
¿Cómo era posible que la vida se le hubiera torcido tanto?


Todos los sueños de la adolescencia se habían ido al garete en unos días y ya no importaba que hubiera sido por causa del aborto o porque Pedro no la hubiera llamado.


Ya daba igual.


Así era la vida, con sus altibajos y sus momentos de alegría y de tristeza.


Ella también había cometido errores. Para empezar, no haberle contado la verdad a Pedro desde el principio había sido un gran error.


Paula decidió que, antes de volver a California, debía hacerlo. No iba a ser fácil, pero no había otra opción.


Pedro merecía saber la verdad y ella tenía derecho a tener la conciencia tranquila por habérsela contado.


Ya no había marcha atrás, no podían recuperar el pasado, pero podían mirar hacia el futuro y continuar siendo amigos en lugar de evitarse uno al otro como si tuvieran la peste.


Claro que, después de lo que había sucedido aquella noche, a lo mejor no era posible. Por otra parte, sobreponerse a la culpa de haberse acostado tenía que ser más fácil que sobreponerse al secreto del embarazo y los siete años de mentiras.


Paula tomó aire y se puso en pie y para su sorpresa se encontró más fuerte y aliviada que en muchos años.


Por supuesto, no había sido por haber llorado sino por haber tomado la decisión de contarle la verdad a Pedro ya que ahora comprendía lo difícil que había sido cargar ella sola con aquello durante tantos años.


Se estaba limpiando la cara con la camiseta cuando oyó entrar a Pedro en la habitación.


Se había puesto otros calzoncillos, pero no llevaba nada más y el sol que entraba por la ventana lo convertía en una magnífica estatua de bronce.


—¿Estás bien? —le preguntó preocupado—. ¿Qué te pasa?


Paula intentó disimular aunque sabía que era inútil porque era obvio que había estado llorando.


—Nada, estoy bien —contestó—. Bueno, sí, sí me pasa algo —añadió poniéndose en pie y yendo hacia él—. Pedro, te tengo que decir una cosa.


Pedro palideció.


—Muy bien —contestó presintiendo malas noticias.


Paula tomó aire, lo agarró de la mano y se lanzó.


—Aquella noche de hace siete años, cuando nos acostamos, me quedé embarazada.


Pedro no dijo nada, pero Paula se dio cuenta de que se había quedado de piedra.


—Tendría que habértelo dicho, ahora lo sé, pero entonces no me atreví. Lo habría hecho si me hubieras llamado o hubieras ido a verme. No te culpo, no estoy diciendo que hicieras nada malo. Los dos cometimos errores entonces y estoy segura de que, si tuviéramos que volver a pasar por la misma situación, no nos comportaríamos igual. Te digo esto porque… creo que tienes derecho a saberlo y yo ya no puedo más, es un secreto demasiado pesado, estoy harta de estar enfadada contigo por algo que tú ni siquiera sabías.


—No entiendo —dijo Pedro tragando saliva—. ¿Y el niño?


Paula parpadeó sorprendida. No estaba preparada para aquella pregunta. Ella preveía una reacción furiosa del tipo «¿por qué no me lo contaste?»


—Lo perdí —contestó Paula.


Pedro se quedó mirándola.


—No sé qué decir —comentó al cabo de unos minutos.


—No pasa nada, no tienes que decir nada. Solo te pido que no me odies. Llevo mucho tiempo aguantando este dolor yo sola y lo único que quería era compartirlo porque me estaba matando.


—Ojalá me lo hubieras dicho entonces.


—Sí, ojalá lo hubiera hecho, pero era joven y estaba asustada y no volví a saber nada de ti después de aquella noche.


—Si me lo hubieras dicho, te aseguro que habría hecho lo correcto —dijo Pedro apretándole la mano—. Jamás habría permitido que pasaras por aquello tú sola.


Paula sonrió con amargura.


—Ya lo sé. Gracias.


Dicho aquello, los dos se quedaron en silencio unos segundos. Paula esperaba que su confesión no sumiera a Pedro en un pasado lleno de amargura, como le había sucedido a ella durante demasiado tiempo.


—Me vuelvo a California mañana —anunció—. Gracias por lo de anoche y por la noche de hace siete años —añadió acariciándole la mejilla—. A pesar de todo, me alegro de que fueras el primero.


Y, dicho aquello, se apartó de él y salió de la habitación.