sábado, 8 de diciembre de 2018

PASADO DE AMOR: CAPITULO 27




Paula abrió los ojos horas después.


La habitación estaba a oscuras, pero fuera se veía que estaba comenzando a amanecer. 


Había dejado de llover durante la noche y Paula se quedó unos minutos tumbada sin moverse, escuchando el canto de los pájaros.


Estaba tumbada de manera que su espalda tocaba con el pecho de Pedro. Ambos estaban tapados hasta el cuello y por debajo de las sábanas Pedro la tenía agarrada de la cintura y Paula había colocado el brazo sobre el de Pedro y había entrelazando sus dedos con los suyos.


En aquella postura se encontraba a salvo y no quería moverse. Una parte de ella quería darse la vuelta y despertar a Pedro a besos, pero sabía que no podía.


Se había prometido a sí misma que sería solamente una noche, una noche para olvidarse de él por completo, para demostrarse a sí misma que había superado lo que sentía por él.


Y esa noche ya había pasado.


Había llegado el momento de comenzar a distanciarse y, cuanto antes lo hiciera, antes volverían las cosas a la normalidad.


Así que se soltó de sus dedos y de su brazo con cuidado y se levantó de la cama lentamente. A continuación, se dirigió a su habitación y se vistió con la intención de bajar a la cocina a preparar café.


Sin embargo, al pasar por la puerta de la habitación del bebé, los primeros rayos de la mañana hicieron que se parara y observara lo bonito que había quedado el nuevo suelo.


Aunque todavía no tenía muebles, la habitación estaba quedando preciosa. A su hermano y a su cuñada les iba a encantar.


Qué suerte iba a tener su bebé de tener una habitación así en la que su tía y su «tío» habían puesto tanto tiempo y amor.


¿Por qué la pintura nueva y los rollos de papel con animalitos del mar la ponían entonces tan triste?


Paula entró en la habitación y se la imaginó perfectamente terminada, con la cuna, el cambiador y la mecedora.


Se imaginó a su hermano y a su cuñada llegando a casa con su hijo recién nacido, se imaginó a Nico acunando a su hijo dormido y a Karen dándole el pecho.


De repente, no era Karen quien tenía al niño en sus brazos sino ella, ella dándole el pecho a su hijo, al hijo de Pedro.


Por supuesto, no había tenido ocasión de ver al bebé porque había abortado a las pocas semanas de estar embarazada, pero no le costó ningún esfuerzo imaginarse sus rasgos, la naricita, los mofletes gordotes y los labios carnosos.


Paula no pudo evitar dejar escapar un sollozo y se apoyó contra la pared, sintiendo el impacto de aquella pérdida como un puñetazo en la boca del estómago. A continuación, se tapó la boca con la mano y se dejó caer al suelo llorando.


Creía que se había sobrepuesto al dolor del aborto hacía muchos años, pero ahora descubría que, aunque ya no albergaba ningún tipo de rencor hacia Pedro por la parte que le tocaba en todo aquello, sentía una sensación de pérdida espantosa en el corazón y en el alma.


Paula se imaginó su vida si no hubiera perdido a aquel niño, si hubiera reunido el valor para contarle a Pedro que iban a ser padres.


Sabía perfectamente lo que hubiera sucedido, se habrían casado y se habrían ido vivir a Crystal Springs, cerca de sus padres.


Y habrían sido felices.


Ella habría terminado sus estudios de Derecho y, probablemente, habrían tenido un par de hijos más que ella se habría deleitado en cuidar.


Aunque era muy feliz con la vida que llevaba en Los Ángeles, sabía que también habría sido muy feliz ejerciendo de madre en Crystal Springs.
¿Cómo era posible que la vida se le hubiera torcido tanto?


Todos los sueños de la adolescencia se habían ido al garete en unos días y ya no importaba que hubiera sido por causa del aborto o porque Pedro no la hubiera llamado.


Ya daba igual.


Así era la vida, con sus altibajos y sus momentos de alegría y de tristeza.


Ella también había cometido errores. Para empezar, no haberle contado la verdad a Pedro desde el principio había sido un gran error.


Paula decidió que, antes de volver a California, debía hacerlo. No iba a ser fácil, pero no había otra opción.


Pedro merecía saber la verdad y ella tenía derecho a tener la conciencia tranquila por habérsela contado.


Ya no había marcha atrás, no podían recuperar el pasado, pero podían mirar hacia el futuro y continuar siendo amigos en lugar de evitarse uno al otro como si tuvieran la peste.


Claro que, después de lo que había sucedido aquella noche, a lo mejor no era posible. Por otra parte, sobreponerse a la culpa de haberse acostado tenía que ser más fácil que sobreponerse al secreto del embarazo y los siete años de mentiras.


Paula tomó aire y se puso en pie y para su sorpresa se encontró más fuerte y aliviada que en muchos años.


Por supuesto, no había sido por haber llorado sino por haber tomado la decisión de contarle la verdad a Pedro ya que ahora comprendía lo difícil que había sido cargar ella sola con aquello durante tantos años.


Se estaba limpiando la cara con la camiseta cuando oyó entrar a Pedro en la habitación.


Se había puesto otros calzoncillos, pero no llevaba nada más y el sol que entraba por la ventana lo convertía en una magnífica estatua de bronce.


—¿Estás bien? —le preguntó preocupado—. ¿Qué te pasa?


Paula intentó disimular aunque sabía que era inútil porque era obvio que había estado llorando.


—Nada, estoy bien —contestó—. Bueno, sí, sí me pasa algo —añadió poniéndose en pie y yendo hacia él—. Pedro, te tengo que decir una cosa.


Pedro palideció.


—Muy bien —contestó presintiendo malas noticias.


Paula tomó aire, lo agarró de la mano y se lanzó.


—Aquella noche de hace siete años, cuando nos acostamos, me quedé embarazada.


Pedro no dijo nada, pero Paula se dio cuenta de que se había quedado de piedra.


—Tendría que habértelo dicho, ahora lo sé, pero entonces no me atreví. Lo habría hecho si me hubieras llamado o hubieras ido a verme. No te culpo, no estoy diciendo que hicieras nada malo. Los dos cometimos errores entonces y estoy segura de que, si tuviéramos que volver a pasar por la misma situación, no nos comportaríamos igual. Te digo esto porque… creo que tienes derecho a saberlo y yo ya no puedo más, es un secreto demasiado pesado, estoy harta de estar enfadada contigo por algo que tú ni siquiera sabías.


—No entiendo —dijo Pedro tragando saliva—. ¿Y el niño?


Paula parpadeó sorprendida. No estaba preparada para aquella pregunta. Ella preveía una reacción furiosa del tipo «¿por qué no me lo contaste?»


—Lo perdí —contestó Paula.


Pedro se quedó mirándola.


—No sé qué decir —comentó al cabo de unos minutos.


—No pasa nada, no tienes que decir nada. Solo te pido que no me odies. Llevo mucho tiempo aguantando este dolor yo sola y lo único que quería era compartirlo porque me estaba matando.


—Ojalá me lo hubieras dicho entonces.


—Sí, ojalá lo hubiera hecho, pero era joven y estaba asustada y no volví a saber nada de ti después de aquella noche.


—Si me lo hubieras dicho, te aseguro que habría hecho lo correcto —dijo Pedro apretándole la mano—. Jamás habría permitido que pasaras por aquello tú sola.


Paula sonrió con amargura.


—Ya lo sé. Gracias.


Dicho aquello, los dos se quedaron en silencio unos segundos. Paula esperaba que su confesión no sumiera a Pedro en un pasado lleno de amargura, como le había sucedido a ella durante demasiado tiempo.


—Me vuelvo a California mañana —anunció—. Gracias por lo de anoche y por la noche de hace siete años —añadió acariciándole la mejilla—. A pesar de todo, me alegro de que fueras el primero.


Y, dicho aquello, se apartó de él y salió de la habitación.



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