sábado, 8 de diciembre de 2018
PASADO DE AMOR: CAPITULO 28
Pedro se quedó de pie en silencio un buen rato después de que Paula se hubiera ido. No sabía si habían pasado minutos u horas, pero tampoco le importaba.
Oía a Paula andando por su habitación, seguramente haciendo la maleta, y le entraron ganas de ir detrás de ella, pero era como si se le hubieran quedado los pies pegados al suelo y como si su cerebro se negara a funcionar con normalidad después de la noticia que le había dado.
Habían concebido un hijo y él nunca lo había sabido.
Paula había perdido ese niño y él nunca se había enterado.
Las ramificaciones de aquellos hechos giraban en su mente como un tornado.
Pedro creía que se había comportado como un idiota siete años atrás por haber dejado que las cosas se le fueran de las manos con Paula en aquel coche, pero ahora sabía que realmente había sido un idiota por no ponerse en contacto con ella después, por no haberla llamado para ver si estaba bien, tanto física como emocionalmente, por no haberse acercado a su universidad para comprobar que no había habido consecuencias por su falta de previsión en cuanto a métodos anticonceptivos.
Entonces, era joven, sí, era verdad, pero también era lo suficientemente mayorcito como para responsabilizarse de sus actos, sobre todo con Paula, a la que debía todavía más respeto que a las demás chicas porque era casi como una hermana para él.
Un bebé.
Pedro no se lo podía creer.
La única vez que se había acostado con ella la había dejado embarazada y lo peor era que Paula no se había sentido lo suficientemente cómoda como para contárselo.
Desde luego, todo era culpa suya.
¡Se había comportado como un imbécil y como un canalla! ¿Por qué demonios no la había llamado? Se había limitado a hacer como que no había pasado nada.
¡Pues claro que había pasado y obviamente Paula no había podido olvidarlo! ¿Cómo olvidarlo si se había encontrado sola y embarazada de un hombre que no la había llamado después de que ella le entregara su virginidad y que la evitaba cada vez que volvía a casa?
Y lo peor era que también había estado sola cuando había sufrido el aborto. Pedro no sé quería ni imaginar lo difícil que aquello tenía que haber sido para ella.
El miedo, el dolor, la tristeza…
Ahora entendía por qué Paula lo había tratado como lo había hecho cuando iba a ver a sus padres.
Ahora entendía que se merecía su desprecio.
Y lo peor era que Pedro no tenía ni idea de qué hacer para pedirle perdón.
Seguía dándole vueltas a la cabeza cuando Paula se asomó a la puerta, ataviada con su ropa de trabajo.
—He llamado a la agencia de viajes —anunció—. Por lo visto, la tormenta ya ha pasado y los vuelos han vuelto a la normalidad. Me voy mañana por la tarde. ¿Te importaría llevarme a casa de mis padres mañana por la mañana para despedirme y, luego, al aeropuerto?
Pedro asintió.
No podía hablar.
Paula le dio las gracias y volvió a su habitación.
¿Cómo iba a solucionar aquello? ¿Cómo iba a conseguir asimilar lo que le había contado? ¿Le daría tiempo teniendo en cuenta que se iba al día siguiente?
Pedro no quería que Paula se fuera sin haber solucionado las cosas entre ellos, no quería volver a comportarse como durante aquellos siete años, no quería pasarse toda la vida huyendo de ella.
Quería hablar con ella y dejar las cosas claras, pero no sabía cómo hacerlo.
PASADO DE AMOR: CAPITULO 27
Paula abrió los ojos horas después.
La habitación estaba a oscuras, pero fuera se veía que estaba comenzando a amanecer.
Había dejado de llover durante la noche y Paula se quedó unos minutos tumbada sin moverse, escuchando el canto de los pájaros.
Estaba tumbada de manera que su espalda tocaba con el pecho de Pedro. Ambos estaban tapados hasta el cuello y por debajo de las sábanas Pedro la tenía agarrada de la cintura y Paula había colocado el brazo sobre el de Pedro y había entrelazando sus dedos con los suyos.
En aquella postura se encontraba a salvo y no quería moverse. Una parte de ella quería darse la vuelta y despertar a Pedro a besos, pero sabía que no podía.
Se había prometido a sí misma que sería solamente una noche, una noche para olvidarse de él por completo, para demostrarse a sí misma que había superado lo que sentía por él.
Y esa noche ya había pasado.
Había llegado el momento de comenzar a distanciarse y, cuanto antes lo hiciera, antes volverían las cosas a la normalidad.
Así que se soltó de sus dedos y de su brazo con cuidado y se levantó de la cama lentamente. A continuación, se dirigió a su habitación y se vistió con la intención de bajar a la cocina a preparar café.
Sin embargo, al pasar por la puerta de la habitación del bebé, los primeros rayos de la mañana hicieron que se parara y observara lo bonito que había quedado el nuevo suelo.
Aunque todavía no tenía muebles, la habitación estaba quedando preciosa. A su hermano y a su cuñada les iba a encantar.
Qué suerte iba a tener su bebé de tener una habitación así en la que su tía y su «tío» habían puesto tanto tiempo y amor.
¿Por qué la pintura nueva y los rollos de papel con animalitos del mar la ponían entonces tan triste?
Paula entró en la habitación y se la imaginó perfectamente terminada, con la cuna, el cambiador y la mecedora.
Se imaginó a su hermano y a su cuñada llegando a casa con su hijo recién nacido, se imaginó a Nico acunando a su hijo dormido y a Karen dándole el pecho.
De repente, no era Karen quien tenía al niño en sus brazos sino ella, ella dándole el pecho a su hijo, al hijo de Pedro.
Por supuesto, no había tenido ocasión de ver al bebé porque había abortado a las pocas semanas de estar embarazada, pero no le costó ningún esfuerzo imaginarse sus rasgos, la naricita, los mofletes gordotes y los labios carnosos.
Paula no pudo evitar dejar escapar un sollozo y se apoyó contra la pared, sintiendo el impacto de aquella pérdida como un puñetazo en la boca del estómago. A continuación, se tapó la boca con la mano y se dejó caer al suelo llorando.
Creía que se había sobrepuesto al dolor del aborto hacía muchos años, pero ahora descubría que, aunque ya no albergaba ningún tipo de rencor hacia Pedro por la parte que le tocaba en todo aquello, sentía una sensación de pérdida espantosa en el corazón y en el alma.
Paula se imaginó su vida si no hubiera perdido a aquel niño, si hubiera reunido el valor para contarle a Pedro que iban a ser padres.
Sabía perfectamente lo que hubiera sucedido, se habrían casado y se habrían ido vivir a Crystal Springs, cerca de sus padres.
Y habrían sido felices.
Ella habría terminado sus estudios de Derecho y, probablemente, habrían tenido un par de hijos más que ella se habría deleitado en cuidar.
Aunque era muy feliz con la vida que llevaba en Los Ángeles, sabía que también habría sido muy feliz ejerciendo de madre en Crystal Springs.
¿Cómo era posible que la vida se le hubiera torcido tanto?
Todos los sueños de la adolescencia se habían ido al garete en unos días y ya no importaba que hubiera sido por causa del aborto o porque Pedro no la hubiera llamado.
Ya daba igual.
Así era la vida, con sus altibajos y sus momentos de alegría y de tristeza.
Ella también había cometido errores. Para empezar, no haberle contado la verdad a Pedro desde el principio había sido un gran error.
Paula decidió que, antes de volver a California, debía hacerlo. No iba a ser fácil, pero no había otra opción.
Pedro merecía saber la verdad y ella tenía derecho a tener la conciencia tranquila por habérsela contado.
Ya no había marcha atrás, no podían recuperar el pasado, pero podían mirar hacia el futuro y continuar siendo amigos en lugar de evitarse uno al otro como si tuvieran la peste.
Claro que, después de lo que había sucedido aquella noche, a lo mejor no era posible. Por otra parte, sobreponerse a la culpa de haberse acostado tenía que ser más fácil que sobreponerse al secreto del embarazo y los siete años de mentiras.
Paula tomó aire y se puso en pie y para su sorpresa se encontró más fuerte y aliviada que en muchos años.
Por supuesto, no había sido por haber llorado sino por haber tomado la decisión de contarle la verdad a Pedro ya que ahora comprendía lo difícil que había sido cargar ella sola con aquello durante tantos años.
Se estaba limpiando la cara con la camiseta cuando oyó entrar a Pedro en la habitación.
Se había puesto otros calzoncillos, pero no llevaba nada más y el sol que entraba por la ventana lo convertía en una magnífica estatua de bronce.
—¿Estás bien? —le preguntó preocupado—. ¿Qué te pasa?
Paula intentó disimular aunque sabía que era inútil porque era obvio que había estado llorando.
—Nada, estoy bien —contestó—. Bueno, sí, sí me pasa algo —añadió poniéndose en pie y yendo hacia él—. Pedro, te tengo que decir una cosa.
Pedro palideció.
—Muy bien —contestó presintiendo malas noticias.
Paula tomó aire, lo agarró de la mano y se lanzó.
—Aquella noche de hace siete años, cuando nos acostamos, me quedé embarazada.
Pedro no dijo nada, pero Paula se dio cuenta de que se había quedado de piedra.
—Tendría que habértelo dicho, ahora lo sé, pero entonces no me atreví. Lo habría hecho si me hubieras llamado o hubieras ido a verme. No te culpo, no estoy diciendo que hicieras nada malo. Los dos cometimos errores entonces y estoy segura de que, si tuviéramos que volver a pasar por la misma situación, no nos comportaríamos igual. Te digo esto porque… creo que tienes derecho a saberlo y yo ya no puedo más, es un secreto demasiado pesado, estoy harta de estar enfadada contigo por algo que tú ni siquiera sabías.
—No entiendo —dijo Pedro tragando saliva—. ¿Y el niño?
Paula parpadeó sorprendida. No estaba preparada para aquella pregunta. Ella preveía una reacción furiosa del tipo «¿por qué no me lo contaste?»
—Lo perdí —contestó Paula.
Pedro se quedó mirándola.
—No sé qué decir —comentó al cabo de unos minutos.
—No pasa nada, no tienes que decir nada. Solo te pido que no me odies. Llevo mucho tiempo aguantando este dolor yo sola y lo único que quería era compartirlo porque me estaba matando.
—Ojalá me lo hubieras dicho entonces.
—Sí, ojalá lo hubiera hecho, pero era joven y estaba asustada y no volví a saber nada de ti después de aquella noche.
—Si me lo hubieras dicho, te aseguro que habría hecho lo correcto —dijo Pedro apretándole la mano—. Jamás habría permitido que pasaras por aquello tú sola.
Paula sonrió con amargura.
—Ya lo sé. Gracias.
Dicho aquello, los dos se quedaron en silencio unos segundos. Paula esperaba que su confesión no sumiera a Pedro en un pasado lleno de amargura, como le había sucedido a ella durante demasiado tiempo.
—Me vuelvo a California mañana —anunció—. Gracias por lo de anoche y por la noche de hace siete años —añadió acariciándole la mejilla—. A pesar de todo, me alegro de que fueras el primero.
Y, dicho aquello, se apartó de él y salió de la habitación.
PASADO DE AMOR: CAPITULO 26
Como si aquella frase no hubiera sido suficiente, como si aquellas palabras no hubieran hecho que Pedro sintiera pequeñas explosiones por todo su torrente sanguíneo, Paula se quitó el camisón en un abrir y cerrar de ojos, lo tiró al suelo y le sonrió desnuda.
Pedro se dijo que debía de estar soñando porque tanta magnificencia y tanta gloria no eran posibles.
Aquélla era la chica más sexy que había visto en su vida e iba a ser suya… por lo menos aquella noche.
Pedro alargó la mano para tocarla, pero Paula no se lo permitió.
—No, no, no —lo reprendió Paula volviéndole a colocar la mano por detrás de la cabeza—. Me toca a mí y vamos a jugar con mis reglas. Tú no me puedes tocar… de momento.
Aquello hizo reír a Pedro.
—No sé si voy a poder soportarlo.
—Sí, claro que lo vas a soportar. No te preocupes, te va a encantar. Ahora, me tienes que dejar que me divierta.
Gracias a Dios, el concepto que Paula tenía de divertirse lo incluía a él, tal y como demostró que comenzara a acariciarle el pecho con las uñas, dejando una estela de éxtasis a su paso.
A continuación, Paula se puso las manos en las caderas, subió por la cintura y se tomó los pechos, que ofreció a Pedro, en las palmas de las manos.
¡Como si le hiciera falta que le recordara lo maravillosos que eran cuando hacía pocos minutos los había tenido en la boca!
—¿Te gusta lo que estás viendo? —preguntó Paula.
Pedro se colocó de tal de manera que Paula sintiera su erección bien potente entre las piernas.
—¿Tú qué crees?
Paula se echó hacia delante de manera que la parte superior de su cuerpo entrara en contacto con la parte superior del cuerpo de Pedro, que percibió su humedad a través de los calzoncillos y, aunque lo creía imposible, se excitó todavía más.
—Sí, me parece que te gusta —ronroneó Paula besándole por el cuello—. A mí también me gusta lo que veo —añadió lamiéndole un pezón y deslizándose a continuación hasta su ombligo.
—Me… alegro —consiguió decir Pedro.
—Pedro.
Pedro no podía respirar, así que ni se molestó en contestar. No habría podido aunque hubiera querido porque ver a Paula bajándole los calzoncillos con la boca lo había dejado sin palabras.
—Te quiero sentir dentro.
Sí, por fin.
A la porra las reglas.
Pedro se incorporó a toda velocidad y la sentó en su regazo con una pierna a cada lado de su cuerpo.
—Rodéame la cintura con las piernas —le indicó.
Paula sonrió encantada.
—Sí, amo y señor —bromeó.
—Compórtate como es debido o tendré que castigarte —le advirtió Pedro.
—Oh, no, por favor, no me haga daño. Prometo ser buena.
—Pero no demasiado.
—No, no demasiado.
Pedro sonrió satisfecho y se puso en pie.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Paula agarrándose a su cuello.
—A la cocina, me he dejado los pantalones allí.
—¿Y para qué quieres los pantalones ahora que estamos desnudos?
Al llegar a la cocina, Pedro se acercó al fregadero, dejó a Paula sentada en la encimera y rebuscó en sus vaqueros mojados.
—Preservativos —dijo sacando un paquete plateado como si fuera una medalla olímpica.
Por la cara que puso Paula, Pedro se dio cuenta de que no había pensado en ello, lo que no era de extrañar teniendo en cuenta lo rápido que había sido todo.
—Chico listo —comentó Paula acariciándole el pelo—. ¿Siempre llevas uno en la cartera por si surge una emergencia? —bromeó.
—Sí, y arriba tengo una caja entera —contestó Pedro—. Uno nunca sabe cuándo una tía buena lo va a querer violar.
Paula lo miró con la cabeza ladeada.
—Los hombres sois de lo más optimistas, ¿eh?
—Pues sí, la verdad es que sí y la verdad es que, a veces, merece la pena porque tus sueños se hacen realidad.
—Bueno, ¿vas a utilizar ese preservativo o me vas a dar una charla sobre él?
Aquellas palabras bastaron para que Pedro sintiera la libido de nuevo disparada.
—Lo voy a utilizar —le aseguró bajándose los calzoncillos y abriendo el envoltorio con los dientes a la vez—. ¿Quieres volver al sofá o nos quedamos aquí?
Paula miró a su alrededor.
—Aquí, en la mesa, ahora, date prisa.
—Ten cuidado con lo que deseas —contestó Pedro, que ya no podía más.
En cuanto se hubo colocado el preservativo, la tomó en brazos y besándola la depositó sobre la mesa como si se tratara de un festín.
Paula suspiró y arqueó la espalda hacia él, momento que Pedro aprovechó para besarle el cuello y los pechos, pero sin concentrarse en sus pezones, dejándola con las ganas, queriendo hacerla sufrir un poco.
Con el mismo pensamiento en la cabeza, dirigió su erección hacia el centro de su feminidad y comenzó a acariciarlo suavemente, pero pronto se dio cuenta de que no iba ser capaz de aguantar mucho, así que decidió que había llegado el momento.
Con un empujón de las caderas, se introdujo en su cuerpo mientras la besaba extasiado. La sensación de estar dentro de ella era maravillosa y Pedro se dijo que podría quedarse así para siempre, sintiendo su humedad y su calor, pero Paula echó las caderas hacia delante, indicándole que quería más.
Así que pronto se encontraron moviéndose al unísono.
Paula se mordió el labio inferior para no gritar de placer, pero mantuvo los ojos abiertos porque le gustaba ver a Pedro moviéndose encima de ella. Mientras los dos iban hacia el orgasmo, le mordía el lóbulo de la oreja.
—Más rápido, Pedro.
—Sí.
Pedro la tomó de las corvas, acercándose todavía más a ella para tener mejor acceso y, en unos segundos, ambos alcanzaron el éxtasis, que sacudió sus cuerpos en maravillosas oleadas de placer.
A continuación, Pedro se dejó caer sobre ella y Paula recibió su peso encantada, dándose cuenta de que estaba sonriendo.
—Estás sonriendo —comentó Pedro al levantar la cabeza y mirarla.
—Sí.
—Estás genial —dijo Pedro acariciándole las sienes.
—Me siento genial —contestó Paula apretando la vagina y sintiendo cómo Pedro volvía a endurecerse—. Tú tampoco estás mal, ¿eh?
—¿Otro? —dijo Pedro enarcando una ceja.
—Cuando tú quieras —contestó Paula.
—Por mí, ahora mismo —contestó Pedro.
Acto seguido, la levantó de la mesa, pero sin salir de su cuerpo y se dirigió al pasillo.
—Mira que te gusta moverte —comentó Paula en tono de broma—. ¿Y ahora adónde vamos?
—Arriba, a buscar más preservativos. A lo mejor, esta vez conseguimos llegar a la cama.
—Mmm, hacer el amor en la cama, eso es nuevo.
Pedro chasqueó la lengua y le dio un cachete en el trasero.
—No te pongas sarcástica. Si no hubieras estado tan excitada y con tantas prisas, a lo mejor habríamos llegado esta vez.
—Sí, claro, ahora va a resultar que la culpable de todo es la pobre mujer indefensa y desnuda que llevan de un lado para otro como a un saco de patatas.
Pedro se golpeó contra un mueble y maldijo.
—¿Estás bien? —le preguntó Paula riendo.
—Sobreviviré —contestó él apretando los dientes y masajeándose el lugar en el que se había golpeado.
—¿Quieres una linterna? —preguntó Paula citando sus palabras de hacía un rato.
—Muy graciosa. Será mejor que te calles para que me pueda concentrar en llegar arriba entero.
—No diré una palabra más —prometió Paula.
Efectivamente, no volvió a hablar sino que utilizó la boca para succionar el lóbulo de la oreja de Pedro, que gimió de placer y se tropezó con el siguiente escalón.
—Espero que te estés dando cuenta de que me estás matando.
Paula sonrió, pero no contestó porque había dado su palabra.
Al llegar a lo alto de las escaleras, Pedro volvió a tropezarse y ambos cayeron al suelo, donde comenzaron a besarse y a dar rienda suelta a la pasión.
—Ya basta —dijo Pedro saliendo de su cuerpo.
Al instante, Paula se sintió vacía, pero aquel sentimiento no duró mucho tiempo porque Pedro se apresuró a tomarla en brazos y a llevarla a su habitación, donde la dejó sobre la cama.
Acto seguido, fue al armario y, en un abrir y cerrar de ojos, se quitó el preservativo usado y se colocó uno nuevo.
—¿Dónde estábamos? —preguntó tumbándose junto a ella en la cama.
—Más o menos por aquí —contestó Paula envolviéndole las caderas con una pierna y acariciándole el brazo.
Sentía su erección entre las piernas, justo en la entrada de su cuerpo, allí exactamente era donde quería sentirlo.
Pedro penetró en su calor y Paula lo abrazó encantada, suspirando.
Aquello era exactamente lo que quería, pasar una noche con Pedro Alfonso.
Todos se evaporaría a la mañana siguiente, pero, de momento, Pedro era suyo.
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