sábado, 8 de diciembre de 2018
PASADO DE AMOR: CAPITULO 26
Como si aquella frase no hubiera sido suficiente, como si aquellas palabras no hubieran hecho que Pedro sintiera pequeñas explosiones por todo su torrente sanguíneo, Paula se quitó el camisón en un abrir y cerrar de ojos, lo tiró al suelo y le sonrió desnuda.
Pedro se dijo que debía de estar soñando porque tanta magnificencia y tanta gloria no eran posibles.
Aquélla era la chica más sexy que había visto en su vida e iba a ser suya… por lo menos aquella noche.
Pedro alargó la mano para tocarla, pero Paula no se lo permitió.
—No, no, no —lo reprendió Paula volviéndole a colocar la mano por detrás de la cabeza—. Me toca a mí y vamos a jugar con mis reglas. Tú no me puedes tocar… de momento.
Aquello hizo reír a Pedro.
—No sé si voy a poder soportarlo.
—Sí, claro que lo vas a soportar. No te preocupes, te va a encantar. Ahora, me tienes que dejar que me divierta.
Gracias a Dios, el concepto que Paula tenía de divertirse lo incluía a él, tal y como demostró que comenzara a acariciarle el pecho con las uñas, dejando una estela de éxtasis a su paso.
A continuación, Paula se puso las manos en las caderas, subió por la cintura y se tomó los pechos, que ofreció a Pedro, en las palmas de las manos.
¡Como si le hiciera falta que le recordara lo maravillosos que eran cuando hacía pocos minutos los había tenido en la boca!
—¿Te gusta lo que estás viendo? —preguntó Paula.
Pedro se colocó de tal de manera que Paula sintiera su erección bien potente entre las piernas.
—¿Tú qué crees?
Paula se echó hacia delante de manera que la parte superior de su cuerpo entrara en contacto con la parte superior del cuerpo de Pedro, que percibió su humedad a través de los calzoncillos y, aunque lo creía imposible, se excitó todavía más.
—Sí, me parece que te gusta —ronroneó Paula besándole por el cuello—. A mí también me gusta lo que veo —añadió lamiéndole un pezón y deslizándose a continuación hasta su ombligo.
—Me… alegro —consiguió decir Pedro.
—Pedro.
Pedro no podía respirar, así que ni se molestó en contestar. No habría podido aunque hubiera querido porque ver a Paula bajándole los calzoncillos con la boca lo había dejado sin palabras.
—Te quiero sentir dentro.
Sí, por fin.
A la porra las reglas.
Pedro se incorporó a toda velocidad y la sentó en su regazo con una pierna a cada lado de su cuerpo.
—Rodéame la cintura con las piernas —le indicó.
Paula sonrió encantada.
—Sí, amo y señor —bromeó.
—Compórtate como es debido o tendré que castigarte —le advirtió Pedro.
—Oh, no, por favor, no me haga daño. Prometo ser buena.
—Pero no demasiado.
—No, no demasiado.
Pedro sonrió satisfecho y se puso en pie.
—¿Adónde vamos? —le preguntó Paula agarrándose a su cuello.
—A la cocina, me he dejado los pantalones allí.
—¿Y para qué quieres los pantalones ahora que estamos desnudos?
Al llegar a la cocina, Pedro se acercó al fregadero, dejó a Paula sentada en la encimera y rebuscó en sus vaqueros mojados.
—Preservativos —dijo sacando un paquete plateado como si fuera una medalla olímpica.
Por la cara que puso Paula, Pedro se dio cuenta de que no había pensado en ello, lo que no era de extrañar teniendo en cuenta lo rápido que había sido todo.
—Chico listo —comentó Paula acariciándole el pelo—. ¿Siempre llevas uno en la cartera por si surge una emergencia? —bromeó.
—Sí, y arriba tengo una caja entera —contestó Pedro—. Uno nunca sabe cuándo una tía buena lo va a querer violar.
Paula lo miró con la cabeza ladeada.
—Los hombres sois de lo más optimistas, ¿eh?
—Pues sí, la verdad es que sí y la verdad es que, a veces, merece la pena porque tus sueños se hacen realidad.
—Bueno, ¿vas a utilizar ese preservativo o me vas a dar una charla sobre él?
Aquellas palabras bastaron para que Pedro sintiera la libido de nuevo disparada.
—Lo voy a utilizar —le aseguró bajándose los calzoncillos y abriendo el envoltorio con los dientes a la vez—. ¿Quieres volver al sofá o nos quedamos aquí?
Paula miró a su alrededor.
—Aquí, en la mesa, ahora, date prisa.
—Ten cuidado con lo que deseas —contestó Pedro, que ya no podía más.
En cuanto se hubo colocado el preservativo, la tomó en brazos y besándola la depositó sobre la mesa como si se tratara de un festín.
Paula suspiró y arqueó la espalda hacia él, momento que Pedro aprovechó para besarle el cuello y los pechos, pero sin concentrarse en sus pezones, dejándola con las ganas, queriendo hacerla sufrir un poco.
Con el mismo pensamiento en la cabeza, dirigió su erección hacia el centro de su feminidad y comenzó a acariciarlo suavemente, pero pronto se dio cuenta de que no iba ser capaz de aguantar mucho, así que decidió que había llegado el momento.
Con un empujón de las caderas, se introdujo en su cuerpo mientras la besaba extasiado. La sensación de estar dentro de ella era maravillosa y Pedro se dijo que podría quedarse así para siempre, sintiendo su humedad y su calor, pero Paula echó las caderas hacia delante, indicándole que quería más.
Así que pronto se encontraron moviéndose al unísono.
Paula se mordió el labio inferior para no gritar de placer, pero mantuvo los ojos abiertos porque le gustaba ver a Pedro moviéndose encima de ella. Mientras los dos iban hacia el orgasmo, le mordía el lóbulo de la oreja.
—Más rápido, Pedro.
—Sí.
Pedro la tomó de las corvas, acercándose todavía más a ella para tener mejor acceso y, en unos segundos, ambos alcanzaron el éxtasis, que sacudió sus cuerpos en maravillosas oleadas de placer.
A continuación, Pedro se dejó caer sobre ella y Paula recibió su peso encantada, dándose cuenta de que estaba sonriendo.
—Estás sonriendo —comentó Pedro al levantar la cabeza y mirarla.
—Sí.
—Estás genial —dijo Pedro acariciándole las sienes.
—Me siento genial —contestó Paula apretando la vagina y sintiendo cómo Pedro volvía a endurecerse—. Tú tampoco estás mal, ¿eh?
—¿Otro? —dijo Pedro enarcando una ceja.
—Cuando tú quieras —contestó Paula.
—Por mí, ahora mismo —contestó Pedro.
Acto seguido, la levantó de la mesa, pero sin salir de su cuerpo y se dirigió al pasillo.
—Mira que te gusta moverte —comentó Paula en tono de broma—. ¿Y ahora adónde vamos?
—Arriba, a buscar más preservativos. A lo mejor, esta vez conseguimos llegar a la cama.
—Mmm, hacer el amor en la cama, eso es nuevo.
Pedro chasqueó la lengua y le dio un cachete en el trasero.
—No te pongas sarcástica. Si no hubieras estado tan excitada y con tantas prisas, a lo mejor habríamos llegado esta vez.
—Sí, claro, ahora va a resultar que la culpable de todo es la pobre mujer indefensa y desnuda que llevan de un lado para otro como a un saco de patatas.
Pedro se golpeó contra un mueble y maldijo.
—¿Estás bien? —le preguntó Paula riendo.
—Sobreviviré —contestó él apretando los dientes y masajeándose el lugar en el que se había golpeado.
—¿Quieres una linterna? —preguntó Paula citando sus palabras de hacía un rato.
—Muy graciosa. Será mejor que te calles para que me pueda concentrar en llegar arriba entero.
—No diré una palabra más —prometió Paula.
Efectivamente, no volvió a hablar sino que utilizó la boca para succionar el lóbulo de la oreja de Pedro, que gimió de placer y se tropezó con el siguiente escalón.
—Espero que te estés dando cuenta de que me estás matando.
Paula sonrió, pero no contestó porque había dado su palabra.
Al llegar a lo alto de las escaleras, Pedro volvió a tropezarse y ambos cayeron al suelo, donde comenzaron a besarse y a dar rienda suelta a la pasión.
—Ya basta —dijo Pedro saliendo de su cuerpo.
Al instante, Paula se sintió vacía, pero aquel sentimiento no duró mucho tiempo porque Pedro se apresuró a tomarla en brazos y a llevarla a su habitación, donde la dejó sobre la cama.
Acto seguido, fue al armario y, en un abrir y cerrar de ojos, se quitó el preservativo usado y se colocó uno nuevo.
—¿Dónde estábamos? —preguntó tumbándose junto a ella en la cama.
—Más o menos por aquí —contestó Paula envolviéndole las caderas con una pierna y acariciándole el brazo.
Sentía su erección entre las piernas, justo en la entrada de su cuerpo, allí exactamente era donde quería sentirlo.
Pedro penetró en su calor y Paula lo abrazó encantada, suspirando.
Aquello era exactamente lo que quería, pasar una noche con Pedro Alfonso.
Todos se evaporaría a la mañana siguiente, pero, de momento, Pedro era suyo.
PASADO DE AMOR: CAPITULO 25
Según pronunciaba las palabras, Paula se dio cuenta de que era verdad. Lo deseaba de verdad.
Lo cierto era que llevaba deseándolo muchos años, incluso durante el tiempo durante el que se había conseguido convencer de que lo odiaba.
Durante los últimos días, atrapada con él en la misma casa, había intentado mantener la distancia, pero lo único que habían conseguido había sido hacer saltar chispas entre ellos y esas chispas habían acrecentado el deseo.
¿Qué tenía de malo estar con él otra vez… la última vez? Era obvio que ambos lo querían y los dos eran adultos sin compromisos.
Paula no había salido con nadie en serio desde hacía tres o cuatro años y no había salido con nadie, serio o no, durante el último año y medio.
Así que se dijo que ya iba siendo hora de desengrasar la máquina y, además, acostándose con Pedro conseguiría olvidarse de él para siempre.
Sí, acostarse con él apagaría las chispas de deseo que habían surgido entre ellos en aquellos últimos días y, lo que era más importante, pondría el punto final a lo que se había iniciado entre ellos aquella primera vez hacía siete años.
Sí, eso era exactamente lo que necesitaba, pasar una noche con Pedro para apagar el fuego que corría por sus venas y exorcizar cualquier tipo de sentimiento negativo que hubiera entre ellos.
Hecho eso, podría volver a Los Ángeles y no tener que volverse a enfrentar a los feos demonios que la habían atemorizado en el pasado.
Paula miró a Pedro a los ojos y metió la mano un poco más abajo.
—Sé perfectamente lo que estoy haciendo —le dijo con voz seductora—. ¿Entendido?
—Sí —contestó Pedro con un hilo de voz—. Nunca volveré a dudar de tus intenciones.
Paula sonrió divertida.
—Así me gusta.
Apoyándose en los codos, Pedro se echó hacia delante y la besó hasta dejarla sin respiración, hasta hacerla ronronear de placer, consiguiendo que Paula se apretara contra él queriendo fundirse en un solo ser.
Pedro olía a fresco y a limpio, como la lluvia que los había empapado a los dos y era maravilloso acariciar su musculoso torso y sentir sus piernas entrelazadas con las suyas.
Pero lo que más le gustaba a Paula de aquel hombre era su cara, aquella cara enmarcada en una mandíbula firme y fuerte, aquel ceño que fruncía cuando estaba molesto o pensativo, la nariz recta y cruzada por una pequeña cicatriz en el puente producto de una riña adolescente y aquellos maravillosos ojos marrones que hacía que le temblaran las piernas cuando la miraba.
Paula sintió las manos de Pedro en el pelo, acariciándole la espalda, los costados y la cintura, sintió sus dedos desatando el nudo del cinturón de la bata que, una vez abierta, cayó al suelo.
Paula se encontró en braguitas y camisón con los brazos, las piernas y la espalda desnudos, pero no tenía frío. Más bien, estaba muerta de calor y sabía que no era efecto del fuego que ardía en la chimenea.
A medida que siguieron besándose, las respiraciones de los dos se fueron entrecortando y Pedro comenzó a recorrer su cuerpo preso de la febrilidad.
—No te puedes ni imaginar cuánto te deseo —exclamó al comprobar que llevaba tanga—. Me vuelves loco. Quiero lamer todo tu cuerpo, de la cabeza a los pies, apoderarme de tus pezones y de tus labios, meterte en mi cama y no dejar que te vayas jamás —añadió sin dejar de apretarle el trasero y de besarle el cuello.
—Dado que estamos en casa de mi hermano, que las camas son suyas y están un poco lejos, ¿te conformas con el sofá? —contestó Paula.
—Sí, el sofá es un sitio perfecto —contestó Pedro.
Paula sintió las palmas de sus manos en las caderas y pronto percibió los dedos de Pedro bajándole las braguitas con agotadora lentitud, revelando la zona más íntima de su cuerpo.
Al mismo tiempo, la boca de Pedro encontró uno de sus pechos y se dedicó a juguetear con su pezón, que ya estaba erecto, pero que se endureció todavía más.
Paula arqueó la espalda hacia delante para recibir el placer. Pedro tocaba su cuerpo como un instrumento que él mismo hubiera afinado pues sabía exactamente dónde tocarlo y cómo.
Paula sentía que la cabeza le daba vueltas, que la sangre se le agolpaba en las sienes y que el deseo hacía que el bajo vientre le fuera a estallar.
Sin embargo, allí pasaba algo.
Pedro estaba excitado, pero no desesperado, no sudaba y eso era lo que Paula quería.
Paula quería acariciarlo y volverlo loco para que le suplicara.
—Pedro.
Pedro no contestó pues estaba muy concentrado con sus pezones.
—Pedro.
—¿Mmm?
—Para —le dijo Paula.
Pedro se apresuró a obedecer, lo que era increíble dado el grado de excitación en el que se encontraban los dos.
—No me refería a que pararas del todo —le aclaró Paula.
Pedro la miró confuso.
—¿Entonces? —dijo acariciándole la parte interna del muslo.
Paula se sentó a horcajadas sobre él, lo agarró de las muñecas, le puso las manos por encima de la cabeza y, a continuación, comenzó a frotarse contra su erección.
Aquello obligó a Pedro a inhalar aire y a apretar los dientes.
—Entonces, ahora me toca a mí —contestó Paula.
PASADO DE AMOR: CAPITULO 24
Pedro se dio cuenta del momento exacto en el que la tensión desaparecía del cuerpo de Paula y comenzó a relajarse.
La columna vertebral, que había estado hasta hacía unos momentos recta como un palo, adoptó su postura normal, los músculos de sus brazos se relajaron también y Paula se apoyó contra él en lugar de intentar alejarse.
A Pedro le entraron ganas de saltar de alegría y de suspirar de alivio, pero no quería arriesgarse a que Paula volviera a ponerse rígida, así que siguió bailando como si tal cosa, disfrutando de su cercanía.
Olía a ese aroma floral que Pedro tenía ya asociado con ella y que perduraba a pesar de llevar horas en un local lleno de humo.
El pelo le caía a ambos lados del rostro y sobre los hombros formando sedosas ondulaciones de color castaño y enmarcando a la perfección sus enormes ojos y su precioso óvalo de cara.
La pareja bailó al ritmo de la música, dejando que la lentitud de la melodía y la voz del cantante dirigieran sus movimientos.
Mientras lo hacía, Pedro le acariciaba la espalda con el pulgar de la mano izquierda. Le hubiera gustado que no llevara chaqueta encima de la blusa porque, así, la cercanía con su piel habría sido mayor.
Lo mejor habría sido que estuviera desnuda.
Mejor todavía, que los dos hubieran estado desnudos. Así, hubiera podido sentir la suavidad de su piel por todo el cuerpo, no solo en las manos.
Paula levantó la cabeza y sus miradas se encontraron.
Si Pedro no hubiera estado excitado ya por las fantasías que cruzaban su mente mientras bailaban, aquella mirada lo habría puesto al borde del orgasmo porque sus ojos reflejaban afecto, ternura y vulnerabilidad.
A lo mejor era por las cervezas que se había tomado con sus amigas o porque estaba empezando a recordar cómo era vivir en una ciudad pequeña y estar siempre rodeada de gente a la que se conoce y que te quiere.
A lo mejor, estaba recordando cómo habían sido las cosas entre ellos antes de que todo se estropeara.
Los acordes de la canción llegaron al final y todo el mundo dejó de bailar, volvió a sus mesas o esperó a la próxima canción.
Pedro y Paula se quedaron muy quietos, mirándose fijamente a los ojos.
—La canción se ha terminado —anunció Pedro carraspeando—. ¿Quieres seguir bailando?
Paula negó con la cabeza.
—¿Quieres tomar algo?
Paula volvió a negar con la cabeza.
—¿Te quieres ir a casa?
Paula asintió y aquel simple gesto hizo que Pedro se emocionara.
No se quería hacer ilusiones, no quería dar por hecho que Paula quisiera decir que la llevara a casa y a la cama.
Aunque a él era lo que más le apetecía en el mundo, lo único que Paula había dicho era que quería volver a casa, seguramente para meterse en la cama y dormir.
En cualquier caso, Pedro decidió que a caballo regalado no había que mirarle el diente. La noche había sido maravillosa hasta el momento y, aunque no terminaran haciendo el amor, prefería irse ya y tener aquel buen recuerdo.
—Muy bien —murmuró tomándola de la mano y saliendo de la pista de baile—. Vaya —añadió al abrir la puerta del local y ver que estaba lloviendo a todo llover.
—Ah, sí, se me había olvidado decírtelo —comentó Paula.
—Madre mía, la que está cayendo. ¿Has traído abrigo?
—No —contestó Paula.
Pedro tampoco había llevado una prenda de abrigo porque, aunque hacía fresco, nada hacía prever que iba a caer una tormenta así.
—Espera aquí un momento, voy por el coche y te vengo a buscar —propuso Pedro para que Paula no se mojara.
—No soy un azucarillo, no me voy a derretir porque me caiga un poco de agua —contestó ella sin embargo.
Pedro había oído aquella frase muchas veces, pero siempre de labios del padre de Paula y, precisamente, porque ella siempre se negaba a salir a la calle sin sombrero o paraguas cuando estaba lloviendo.
—¿Seguro?
—Sí —contestó Paula cerrando la puerta a su espalda.
Pedro sonrió, le apretó la mano y comenzó a correr atravesando el aparcamiento. Ambos se pusieron la otra mano sobre la cabeza para intentar que no les cayera demasiada agua encima, pero fue un esfuerzo vano ya que la lluvia caló su ropa y su piel mucho antes de que consiguieran llegar al coche.
—¡Increíble! —exclamó Pedro una vez dentro—. Supongo que ésta es la tormenta de la que llevan hablando los partes meteorológicos toda la semana —añadió sacudiendo la cabeza como un perro.
Paula chasqueó la lengua, se pasó las manos por la cara para quitarse el agua y se escurrió el pelo.
Cuando Pedro se dio cuenta de que se estaba frotando los brazos para entrar en calor, puso el coche en marcha y encendió la calefacción.
Hicieron el trayecto a casa prácticamente en silencio, acompañados por el ruido de las gotas que caían con fuerza sobre el parabrisas. Al llegar, Pedro intentó aparcar lo más cerca posible de la puerta.
El barrio estaba a oscuras, pero Pedro no sabía si era porque era tarde o porque, a lo mejor, se había ido la luz por la tormenta. Lo cierto era que no recordaba si antes de irse habían dejado encendida la luz del porche, pero ahora estaba apagada.
—¿Preparada? —preguntó apagando el motor y sacando las llaves de casa.
—Ya no me puedo mojar más —contestó Paula.
Acto seguido, los dos corrieron hacia la puerta principal y, en un abrir y cerrar de ojos estaban dentro. El calor de la casa los envolvió y les dio la bienvenida. Ambos se quedaron en el vestíbulo, riéndose y resoplando.
Pedro apretó el interruptor de la luz, pero no sucedió nada. Volvió a intentarlo, pero sin éxito.
—Me parece que se ha ido la luz —comentó.
—No me extraña, con el viento que hace…—contestó Paula.
A continuación, se quitó la chaqueta, cruzó la cocina y la dejó en el fregadero. Acto seguido, se quitó los zapatos y los dejó también allí.
—Voy arriba por ropa seca y toallas —anunció—. ¿Quieres que te baje algo?
—No, gracias —contestó Pedro—. Yo también voy a subir a cambiarme, pero primero voy a encender la chimenea. Sin luz, la calefacción no funciona y, aunque de momento el calor aguanta, creo que es mejor que seamos previsores por si dura la tormenta.
—Buena idea.
—¿Quieres una linterna?
Para entonces, sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad y pudo ver la irónica sonrisa que se formó en los labios de Paula.
—Por si no lo recuerdas, me he criado en esta casa y la he recorrido a oscuras cientos de veces.
Dicho aquello, salió de la cocina y desapareció.
Pedro se quedó unos segundos escuchando sus pisadas y, a continuación, se quitó las botas y las dejó junto a la puerta para que se secaran.
También se despojó de la camisa, que dejó junto a la chaqueta de Paula en el fregadero, y de los vaqueros, que estaban completamente empapados.
Pedro supuso que a Paula no le haría ninguna gracia encontrárselo por la casa andando en calzoncillos, pero lo primero que quería hacer era encender un buen fuego y, además, eran unos calzoncillos muy bonitos, estaban limpios y nuevos.
Se trataba de unos calzoncillos azul marino con pequeños puntitos blancos que Lorena le había comprado el mes anterior. En el momento, no le había hecho ninguna gracia, pero ahora le daba las gracias por ello.
Al pensar en Lorena, no pudo evitar sentirse culpable. No había ni siquiera intentado hablar con ella desde la boda de Nico y lo peor era que no la echaba mucho de menos.
Para ser sincero, estaba encantado de estar pasando aquella semana en casa de Nico, con la hermana de Nico.
Con Paula.
Llevaba años intentando luchar contra ello, pero lo cierto era que se sentía profundamente atraído por ella.
¡Ja! Aquello era poco decir. La deseaba con todo su cuerpo y, cuanto más intentaba negárselo a sí mismo, más obsesionado estaba con la idea.
Haberse acostado con ella siete años atrás no había hecho sino aumentar el deseo y se había pasado todo aquel tiempo echando de menos su dosis como si Paula fuera una droga y él un adicto.
Lorena era una chica encantadora y Pedro se había esforzado sinceramente en construir una vida con ella, pero ahora que Paula había vuelto, ahora que aquello que sentía por ella había vuelto a la realidad con toda su fuerza, se daba cuenta de que lo único que había hecho había sido mentirse a sí mismo y utilizar a Lorena para intentar olvidarse de su verdadero amor.
Oyó un ruido a sus espaldas y, al girarse, se encontró con Paula, que llegaba con una pila de toallas blancas.
Llevaba otra vez aquel camisón amarillo tan sensual y tenía el pelo mojado recogido en una coleta.
Pedro se obligó a desviar la mirada y se concentró en hacer un buen fuego. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que le temblaban las manos.
Maldición, aquella mujer tenía un efecto grandísimo sobre él. Le bastaba verla de reojo para ponerse a sudar.
—Toma —dijo Paula colocándole una toalla sobre los hombros.
Por lo visto, encontrárselo medio desnudo no le había molestado tanto como Pedro creía.
En pocos minutos, el fuego había prendido y la chimenea ardía, lanzando su colorido naranja por todo el salón.
Entonces, Pedro se puso en pie y se secó el pelo, los brazos y el pecho con la toalla que Paula le había entregado. Ella se había soltado el pelo y estaba haciendo lo mismo.
—Ya veo que has optado por el método rápido de secado —comentó Paula señalando su cuerpo desnudo a excepción de los calzoncillos.
—No quería estropearle a tu hermano el suelo de madera, pero puedo ir a ponerme algo si te molesta.
Lo cierto era que tendría que haberlo hecho nada más llegar y la única razón por la que no lo había hecho había sido porque, en realidad, quería averiguar la reacción de Paula al verlo así.
¿Le pediría que se vistiera o le daría igual que se paseara por la casa igual que ella? Porque aquel diminuto camisón que llevaba no era que dejara mucho para la imaginación, la verdad.
—No, no me importa —contestó Paula acercándose al sofá y dejándose caer—. Os he visto tanto a ti como a mi hermano sin nada. ¿No te acuerdas de aquella vez en la que os fuisteis al lago a nadar desnudos? —sonrió—. Me convencisteis para que me metiera en el agua también desnuda y, cuando lo hice, salisteis y me quitasteis la ropa.
Pedro chasqueó la lengua ante aquel recuerdo, dejó la toalla cerca de la chimenea para que se secara y se sentó junto a Paula en el sofá.
—Llorabas tanto que creíamos que te ibas a ahogar.
—Lo que no os hizo apiadaros de mí en absoluto, par de bestias.
—No, pero cuando nos amenazaste con irte a casa andando desnuda y contarle a tus padres lo que habíamos hecho cambiamos de opinión.
—¿Ah, sí? Si mal no recuerdo, dejasteis la ropa en la orilla y os fuisteis a casa corriendo sin mí.
—Queríamos llegar antes para asegurarnos de que no te chivabas.
—Nunca dije nada. Mis padres siguen sin saber nada de aquel incidente.
—Mejor porque, si lo supieran, creerían que tu hermano y yo éramos unos completos depravados.
Paula lo miró divertida.
—¿Cómo que «erais»?
Pedro tardó apenas un segundo en darse cuenta de que Paula estaba comenzando a bromear con él como hacía siete años que no lo hacía.
—Golpe bajo —contestó en voz baja—. Mereces ser castigada.
Paula enarcó las cejas al darse cuenta de lo que le esperaba, se puso en pie e intentó huir, pero Pedro fue más rápido que ella, la agarró de la mano, la volvió a sentar en el sofá y comenzó a hacerle cosquillas sin piedad.
—¡No! ¡Para! ¡Para, Pedro!
Paula no podía dejar de gritar y de reírse de manera incontrolada. Como en los viejos tiempos. Pedro siempre le hacía cosquillas y, a veces, eran los dos, Nico y él, contra ella.
A veces, Paula se vengaba contándoselo a sus padres para que los castigaran, pero lo más normal era que esperara el momento oportuno para ponerles polvos pica pica en los pantalones o culebras debajo de la almohada.
De alguna manera, con tanto movimiento, Paula se encontró de repente mirándose en los ojos de Pedro, con los pechos apretados contra su torso.
Pedro sentía sus pezones a través de la fina seda del camisón y, aunque había estado a punto de castrarlo unas cuantas veces con las rodillas, la sensación de tenerla tan cerca era maravillosa y le recordaba que era un hombre y ella era una mujer, una mujer a la que deseaba con todo su cuerpo.
Pedro dejó de hacerle cosquillas y Paula tardó unos segundos en recuperar la respiración, pero, cuando lo hizo, se quedó mirándolo con sus enormes ojos azules y Pedro vio en ellos pasión.
Estaba planteándose la posibilidad de besarla cuando Paula se le adelantó, se inclinó sobre él y se apoderó de sus labios.
Pedro, que estaba debajo de ella, le tomó el rostro entre las manos y le devolvió un beso igual de apasionado.
Mientras le acariciaba el pelo, Paula comenzó a acariciarle el torso y los abdominales, haciendo que Pedro se quedara sin aliento cuando deslizó la mano bajo la cinturilla elástica de sus calzoncillos.
—¿Quieres que pare? —preguntó Paula con una sonrisa burlona.
Pedro se moría de ganas por contestarle que no parara, pero no podía volver a aprovecharse de ella.
Si iban a volver a estar juntos, necesitaba saber que Paula lo deseaba tanto como él a ella, así que le retiró un mechón de pelo de la cara y la miró muy serio.
—¿Cuántas cervezas te has bebido?
Paula se quedó mirándolo sorprendida.
—¿Por qué? ¿Te crees que estoy borracha? —contestó confusa aunque no ofendida.
—Solo quiero estar seguro —dijo Pedro sinceramente.
—Me he debido tres cervezas en cuatro horas —contestó Paula—. No estoy borracha, Pedro. Sé perfectamente lo que estoy haciendo.
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