sábado, 13 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 29



La señora Chaves fue hacia las escaleras y él oyó que las voces se debilitaban mientras Paula acompañaba a su madre a la salida.


Salió de debajo de la cama y se puso de pie, estornudando y tratando de amortiguar el sonido con la mano. Arreglándose la ropa, tomó la decisión de reunirse con ella abajo. Justo al llegar al último escalón, la puerta de la entrada se abrió y entró la señora Chaves.


—¡Tú! Lo sabía. Puedo ver dónde está la cabeza de mi hija. Sabía que ya por entonces representabas problemas. ¿Dónde está Paula?


—Parece que al teléfono.


No sabía qué decirle a la señora Chaves. Sin duda tenía unas palabras escogidas para dedicarle, pero no era adecuado interponerse entre Paula y su madre.


La señora Chaves se acercó hasta él y le clavó el dedo índice en el pecho.


—Ve con cuidado donde pisas. Mi hija tiene planes. Así que no creas que podrás estropearlos —le dio una última vez con el dedo antes de abandonar la casa.


Pedro se frotó el pecho y pensó que debería hacerle caso. Tenía razón. Paula no pensaba ser su presidenta ejecutiva para siempre. Era una situación temporal. Pero sabía que en cuanto pusiera el negocio en marcha, podría encontrar a otra persona para tomar el timón.


Maldijo para sus adentros. Había estado experimentando el mejor sexo de su vida y la mujer no era real. Sí, Paula era de carne y hueso, pero no tardaría en regresar al mundo de los focos y las pasarelas.


La presión que ejercía sobre ella su madre no era nada comparada con la presión que ejercía ella sobre sí misma.


Y en ese momento él lo hacía sobre su vida cuidadosamente controlada, logrando que se enfrentara a su madre y que perdiera la concentración.


Paula regresó al cuarto, con el pelo revuelto y los ojos encendidos.


—Lo siento mucho —dijo al ver la cara de Pedro—. ¿Qué ha pasado?


—Tu madre. Segunda Parte.


—Oh, Dios. ¿Qué ha dicho?


—Que tenías planes y que yo no podía estropearlos. Así que, mmm..., supongo que me voy. Comunícame si necesitas que hablemos del negocio.


Paula lo agarró del brazo y Pedro sintió un cosquilleo que fue directamente a su entrepierna.


—Mi madre está loca, Pedro.


—Eso puede ser verdad, pero en este sentido, creo que tiene razón. Escucha, no necesitamos complicar las cosas aquí. Tú me haces un favor desarrollando mi negocio. Es algo que agradezco mucho.


—¿Y qué pasa con nuestra amistad? No quiero volver a perderla.


—Claro, Paula. Podemos ser amigos, si es lo que quieres, pero de verdad que he de volver a mi investigación.


Le soltó el brazo.


—Lo siento, Pedro. Sé que he regresado a tu vida como un tornado y no era mi intención causarte problemas.


¿Por qué demonios tenía que parecer tan abatida? No podía soportarlo.


Sin pensar en las repercusiones, la abrazó con fuerza.


—Siempre estaré aquí para ti, Paula. ¿Con quién puedes contar si no es con tus amigos?


—Empiezo a comprender eso, Pedro.


Hizo falta una gran fuerza de voluntad para no inclinarse y tomar esa boca trémula.


—Será mejor que te metas en la ducha si quieres llegar a tiempo para recoger a tu contable. Además, de eso iba todo, ¿no?


—Necesitaba… ayuda —bajó los ojos como si hubiera dicho algo muy embarazoso.


Con suavidad, él le subió el rostro por el mentón.


—Pareces pensar que hay algo malo por necesitar ayuda.


—Lo hay. Una persona realmente sólo puede depender de sí misma. Nadie me hace. Yo me hago a mí misma.


—¿Y eso qué significa? ¿Que no se te permite cometer errores? Maldita sea, Paula, tu madre te ha lavado el cerebro para lograr que pienses que debes ser perfecta en todo momento. ¿Qué le da derecho a entrar en la casa de tu tía, subir a tu habitación y reprenderte por tus elecciones? ¿Es que no te importa tu intimidad? Ella la viola cada vez que se le antoja. No está bien. Deberías ser capaz de realizar tus propias elecciones sin censura.


—Tomo mis propias elecciones y me molesta que pienses que no tengo carácter cuando se trata de mi madre. Desconoces por lo que he pasado en estos últimos doce años, así que no emitas juicios que no comprendes.


—Comprendo lo que es importante para ti. Lograrlo. Es lo único que existe en tu vida. Pero ¿realmente sabes qué es? ¿Sabes qué es lo que persigues? ¿Lo que abandonas por esa consecución? ¿Cuándo será suficiente?


Alzó el rostro furioso hacia él.


—Voy a llegar tarde. Tendremos que discutir esto más tarde —se separó de sus brazos y fue arriba.


Pedro permaneció unos momentos allí. La furia palpitaba en su interior. Quizá se estaba golpeando la cabeza contra una pared.


Era una batalla perdida. Mantener el corazón distante de Paula era una quimera. No podía hacerlo.


La cuestión era que le gustaba mucho. Quizá demasiado. Tal vez lo que sentía lindaba con el amor.


Quizá no podía mantener el corazón distante porque ella ya lo poseía. Desconcertado, se volvió con la intención de marcharse.


Era algo en lo que reflexionar.



SUGERENTE: CAPITULO 28




No tuvo más tiempo para discutir con ella acerca de lo ridículo que era que un hombre se escondiera debajo de la cama. Por el amor del cielo, ya no tenían dieciséis años. Pero con el fin de ahorrarle a Paula los comentarios que estaba seguro de que su madre haría acerca de tener sexo en pleno día, se deslizó debajo de la cama en el momento en que la señora Chaves abría la puerta.


Apenas había espacio y el pecho se le clavaba contra el duro metal del somier. El polvo le hizo cosquillas en la nariz. Giró la cabeza y subió la mano para frotársela y no estornudar. Hablando de humillación.


—Ahí estás, muchacha —dijo la madre de Paula.


—Mamá. Que sorpresa.


Vio que los pies de Paula se alejaban y lo único que pudo distinguir fue que tomaba el brazo de su madre y la conducía de vuelta hacia la puerta.


—Apuesto que sí lo es. ¿Has estado todo este tiempo en Cambridge y no me has llamado para que comiéramos juntas?


Pedro volvió a frotarse la nariz cuando los pies de ellas se detuvieron justo al lado de la puerta.


—Lo siento, pero ¿qué te parece si te llamo la semana que viene? Ahora no puedo hablar, mamá. Tengo una cita.


—Sabes que he esperado impaciente noticias de tu sesión de fotos en Puerto Rico. Sentémonos y me lo cuentas.


Pedro casi gimió ante la idea de tener que permanecer escondido mientras oía su charla de mujeres.


—No puedo, mamá. Como te acabo de mencionar, tengo una cita.


—¿Qué cita?


—He de ir al aeropuerto para recoger a una amiga. Su avión llega en una hora.


—¿Amiga? ¿Qué amiga?


—Naomi, de Nueva York.


—¿Tu contable?


—Sí, me va a asesorar.


—¿Acerca de qué?


—Una empresa que voy a montar con Pedro.


—¿Qué? ¿Él te ha hecho esto? ¿Te ha convencido de abandonar tu maravillosa carrera de modelo? ¿Sabes lo que he sacrificado por ti?


—Innumerables veces te has encargado de recordármelo. Escucha, de verdad que no tengo tiempo…


—De todas las cosas desagradecidas, ésta es… ¿Qué está pasando, Paula?


—Te lo acabo de decir. Trabajo para Pedro.


—¿Y qué tiene que ver ese perdedor de al lado con tu carrera de modelo?


—No es un perdedor, mamá. Tiene un doctorado. Enseña en el MIT.


—¿Qué es exactamente lo que haces para él?


—Escucha, ya quedaremos luego para hablar del tema. De verdad que tengo que meterme en la ducha.


Pedro suspiró aliviado al ver que los pies volvían a moverse.


—No me iré a ninguna parte hasta no haber oído tu respuesta —replicó su madre.


—He aceptado un puesto para comercializar una nueva tela para él. Y ahora deja que te acompañe a la puerta.


—¿Qué? ¿Qué sabes tú sobre iniciar una empresa o de marketing? ¿Te has vuelto loca? ¿Es esto lo que haces? ¿Dibujar y fabricar ropa?


Pedro oyó el crujido de papeles.


—Madre, cálmate. Es sólo temporal.


—¿Calmarme? Supe que ese chico representaba problemas desde entonces. Siempre te andaba llenando la cabeza con tonterías. Como si todos los concursos de belleza fueran una pérdida de tiempo. Jamás vi a alguien tan grosero…


—No me ha llenado la cabeza de tonterías. Me ayudaba con las matemáticas y me enseñó todo sobre astronomía.


—Era un alborotador. Parece que no ha cambiado mucho.


—¡Mamá! Por favor. No tengo tiempo para esto. He de meterme en la ducha e ir al aeropuerto. ¿No podemos hablarlo en otra ocasión?


—No. ¿Qué fue lo que pasó con tu contrato con Kathleen Armstrong?


—No me lo renovó.


—Cuesta creerlo.


—Es la verdad.


—¿Y el contrato de Richard Lawrence?


—Estoy sin trabajo en este momento y Pedro me ofreció un montón de dinero por ayudarlo. No podía decir que no.


Hablaba realmente deprisa. Esperaba que la estrategia funcionara, porque sentía que en su interior iba creciendo un estornudo y no sabía cuánto tiempo más podría contenerlo.


—Claro que podías decirle que no. No has visto a ese chico en más de una década y ahora cada palabra que sale de tu boca es «Pedro esto» o «Pedro aquello». ¿Cómo puedes dejar que interfiera con lo que es importante en tu vida?



—¿Y qué es eso?


—Tu carrera de modelo, eso es. Es todo por lo que has soñado. Por lo que has trabajado. No lo tires por la borda por un hombre. Yo tuve que dejar…


—Mamá, por favor, ya he oído la historia de que te quedaste embarazada a los dieciséis años y te viste obligada a casarte con papá. Luego murió y te dejó sola con una hija. El trabajo de Pedro es sólo temporal, te lo prometo. A la primera oportunidad que me surja, volveré a las pasarelas. Y ahora, de verdad que tengo que irme. Te llamaré.


Su madre contuvo un sollozo y Pedro vio que los pies giraban hacia la puerta.


—Lo único que quiero es que no cometas los mismos errores que yo, Paula.


—Sí, lo entiendo. Te llamaré pronto.




SUGERENTE: CAPITULO 27




En cuanto vio esos ojos tormentosos y comprendió lo que había dicho, supo que estaba metido en serios problemas. Era fácil rectificar con una simple explicación. Aunque ya había tenido problemas con otra mujer, eso no lo había asustado.


Por otro lado, Paula Chaves lo aterraba.


Alargó el brazo y la sujetó antes de que pudiera escabullirse. Con una suave exclamación, Paula se deslizó de la cama hasta caer sobre su pecho.


—Ha sido un desliz. Es mi ex-esposa —corrigió.


Ella lo miró fijamente y el alivio enorme que vio en sus ojos hizo que algo se le encogiera en las entrañas.


—Algunos dirían que ha sido un desliz freudiano y que querías volver a estar casado con ella.


—Créeme. Ha sido un error sincero. Emilia y yo no funcionamos como pareja. Estoy mucho más interesado en hablar de lo hermosos que son tus ojos o de lo delicioso que es tu sabor.


—Aguarda un segundo, Casanova. No tan rápido. ¿Por qué no me contaste que estabas casado?


—Es una parte de mi vida que se ha terminado. Ni siquiera llegamos a nuestro primer aniversario. Lo he superado. También trabaja en el MIT.


—No entiendo por qué no pensaste que era lo bastante importante como para decírmelo… Y yo que me estaba volviendo loca pensando que esa mujer… —tarde, se acordó de cerrar la boca.


El corazón de Pedro sufrió un vuelco… y luego volvió al sitio donde siempre había estado.


—Parte de mi problema con el matrimonio es que ella realmente nunca me entendió. Jamás compartimos la clase de proximidad que sólo he experimentado con una mujer en la vida.


—¿Quién? —demandó, lista para levantarse.


Él rió.


—Tú.


Los ojos de Paula se suavizaron antes de adquirir una llama azul.


—Oh. Bien —bajó la cabeza y le tomó la boca.


Tenía un sabor real, puro. Le pasó los dedos por el pelo. Parecía una cascada de seda. Erótica, táctil… fresca al contacto.


Le succionó el labio inferior. Fue incapaz de resistir semejante boca, tan sensual y perfecta, tentadora.


—Tienes un sabor delicioso y prohibido —le dijo—. Demasiado apetitoso para pasarlo por alto.


Ella, rió sobre su boca.


—No protesto por ser tu comida, Pedro.


—No me tientes —sonrió cuando ella puso los ojos en blanco.


—Creo que me gusta tentarte. Me gusta ver cómo los ojos se te ponen vidriosos. Cuando me miras, me produces escalofríos.


—Si intentas volverme loco, lo consigues —le enmarcó la cara con ambas manos—. Para.


—Perfecto, tú ganas.


—Bien. Me gusta ganar.


Eso provocó más risas, aunque éstas no tardaron en desvanecerse cuando Pedro la besó y Paula le introdujo la lengua en la boca. Él gimió y aceptó de buen grado esa invasión. 


Sabía cómo besar a un hombre.


También lo asombraba lo bien que ese cuerpo esbelto se alineaba con el suyo. Rodilla con rodilla, cadera con cadera…y, lo más maravilloso, pelvis con pelvis. Una experiencia nueva para su estatura.


Paula le mesó el pelo y le puso la piel de gallina cuando le pasó las uñas por el cuero cabelludo antes de ladear la cabeza y profundizar el beso.


El apetito que había despertado en él era algo con lo que había contado. Lo hacía sentirse abiertamente… bárbaro.


Alzó las caderas del suelo en busca de un contacto más sólido con ella. Paula jadeó al sentirlo tan bien encajado y empujó en la dirección contraria a la que seguía Pedro.


Bajó los labios por su mentón, que ella ladeó también para ofrecerle el máximo acceso que pudiera querer de su cuello.


—No tengo palabras para decirte lo mucho que te deseo.


—No hacen falta.


Se elevó con respiración ronca y entrecortada. 


Besarle la piel lo abrumó mientras pasaba la lengua por un pecho.


Como un arco tenso, ella se ofreció a su boca.


Las manos pequeñas se cerraron alrededor de su cuello y se lo acariciaron, provocándole un temblor.


Estaba perdido a todo excepto al sabor de ella, a la deliciosa sensación de esa piel sobre sus labios, y en sus oídos el único sonido era el latir del corazón al ritmo del suyo.


Allí donde sentía que se tocaban, surgía una percepción de ella que iba más allá de lo que alguna vez había experimentado o imaginado. Y había imaginado mucho con Paula. Pegándola a él con una mano en la cadera y la otra en la masa revuelta de su pelo, la probó una y otra vez.


Paula había sacudido sus cimientos y él lo sabía. Sabía que eso no podía durar, que ella regresaría a su ajetreado y mundano trabajo en cuanto pudiera volver a levantarse, pero no podía lamentar lo que habían hecho juntos.


Lo que había temido había sucedido. Lo distraía, lo alejaba de su trabajo. Se estaba metiendo bajo su piel y no sabía cómo iba a manejar eso después.


Entonces la miró a la cara y pensó que podía ahogarse en esos ojos. Tan atrevidos, tan honestos… tan llenos de deseo. Por él.


La observó con intensidad mientras le frotaba el pezón con los dedos. Sus pupilas se dilataron y sus labios se entreabrieron en un jadeo silencioso. Pero mantuvo los ojos abiertos, y sobre él. Casi como un desafío.


—Tocarte es algo que me excita mucho.


—Todo en ti me excita, Pedro.


—Mmm, todo, ¿eh?


—Sí —corroboró, acariciándole el bíceps de camino a la cara, para frotarle las mejillas con los dedos pulgares—. El fuego que hay en tus ojos ahora mismo. Su color, tu boca plena —se agachó y le dio un beso suave, luego modificó el ángulo de la cabeza y volvió a capturarle la boca.


El sonido súbito de la puerta al abrirse y cerrarse hizo que ambos se quedaran rígidos.


—¿Mi tía?


—No creo…


—¿Paula? —llamó una voz femenina.


—¡Oh, Dios mío! Es mi madre.


Pedro oyó pisadas en las escaleras.


—Está subiendo.


Paula se levantó en un abrir y cerrar de ojos.


Pedro, escóndete en el cuarto de baño —cuando comenzó a moverse, ella siseó—. Olvídalo, es demasiado tarde. Métete debajo de la cama.


—Paula, soy un adulto. Y tú eres una mujer adulta.


—Por favor, Pedro, es demasiado embarazoso.




viernes, 12 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 26





Recordó las palabras de Naomi al oír la voz de Pedro en el recibidor de la casa de su tía.


Había estado a punto de meterse en la ducha. 


Era martes por la mañana, dos días desde que había hablado con Naomi, y su nueva gerente comercial llegaría a Logan a la una del mediodía. Apenas quedaban tres horas para ello, y no tenía tiempo ni la actitud apropiada para tratar con Pedro.


Además, hacía dos días que no lo veía.


¡Dos días!


No es que esperara que le mandara flores o bombones para declararle su amor eterno, pero algún contacto habría sido agradable.


De modo que se sentía un poco malhumorada e indispuesta hacia él cuando oyó su voz. Siguió hablando con su tía y el sonido de esa voz sexy subió hasta su habitación. Cerró los ojos.


—¿Paula?


La voz tan cercana la sobresaltó. Giró en redondo y lo encontró en la puerta. ¿Por qué tenía que verse tan arrebatadoramente guapo, tan pecaminosamente sexy?


—Escucha, tienes todo el derecho a estar furiosa. Te escondí después de tener sexo y te he ignorado en los últimos dos días. Lo siento.


Boquiabierta, lo miró. Había ido directamente al grano. Nada de rodeos ni de tratar de recuperar con halagos su buena predisposición, esas cosas infantiles que tanto odiaba.


Él agitó la mano al entrar en la habitación y cerrar la puerta.


—No creo en subterfugios, Paula. Sólo entorpecen las cosas —se detuvo delante de ella—. El problema es que estaba trabajando y me vuelvo loco cuando trabajo. A veces pasan un par de días sin que me entere.


Cielos, la estaba matando. Podía sentir el calor de su cuerpo, su fragancia limpia y masculina.


Se acercó más, provocando el caos en sus hormonas y en su sentido común.


—Pero no dejaste de estar en mi cabeza. No podía dejar de pensar en hacer esto.


Bajó la cabeza y en sus ojos ardió una luz de pura necesidad; en cuanto los labios se tocaron, ella se entregó a la sensación exquisita de esa boca que tenía un sabor adictivo, aparte de las promesas de placeres indecibles que proyectaba.


Un gemido desinhibido escapó de la garganta de Paula, le rodeó el cuello con los brazos y se pegó contra él. Sintió su erección dura y gruesa en la unión de los muslos, disfrutó de ese contacto y el deseo hizo que se mojara.


Él le rodeó la cintura con los brazos y la alzó a la cama. Deslizó la mano por sus costados y al llegar a los pechos, los dedos pulgares trazaron círculos lentos sobre los pezones hipersensibilizados.


Ella introdujo los dedos en su pelo y gimió cuando sus labios le marcaron una senda de fuego por la mandíbula, el cuello. 


Pedro.


Durante un momento, se quedaron quietos, sin hacer nada, respirando pesadamente al unísono. Al final, él se apoyó en un codo y la miró a los ojos.


—¿Estás bien? —preguntó, y con gentileza le apartó un mechón de pelo de la mejilla. Ella se mordió el labio.


—¿Qué nos ha pasado, Pedro?


—¿A qué te refieres?


—¿Por qué no seguimos siendo amigos?


—No lo sé. Nos distanciamos. Tú tenías los concursos de belleza y después de aquella fiesta no permitida, tu madre te prohibió visitar a tu tía.


—Tengo la sensación de que mi madre nos quiere mantener separados. ¿Viste cómo reaccionó en la fiesta de cumpleaños de la tía Eva?


—Te dije que no le caía bien.


—Pero ¿por qué?


—Creo que me ve como una amenaza, Paula. Además, no quería que te distrajeras de tu obsesión de ser coronada Miss Nacional. Y ahora, simplemente, no te quiere distraída. Punto.


—Yo también quería esa corona, Pedro. Hablas como si fuera su reina de belleza esclava —la voz le tembló, otra muestra de emoción que atravesaba sus barreras.


—Te han inscrito en concursos de belleza desde que tenías seis años, Paula. ¿Cómo ibas a saber qué querías?


—Sé lo que quiero. No intentes confundirme. Estamos juntos en una empresa y estamos juntos en la cama.


—Lo nuestro es algo más que sexo.


—Lo sé. Ni siquiera me había dado cuenta de lo sola que estaba hasta que volví a verte.


—Me parte el corazón pensar que has estado sola, cariño.


—Eres tan dulce, Pedro


—No tanto. No te hice caso durante dos días.


—Es verdad. Pero entiendo la causa. Tendrás que compensármelo por marcharte tan pronto después de que hiciéramos el amor. Además, he de decirte que la mujer con la que estabas me vio.


—¿Sí? No me lo mencionó.


—¿Quién es?


—Mi esposa.


Paula sufrió una sacudida y subió las manos para empujar a Pedro. Se sintió satisfecha con el ruido sordo que hizo al caer al suelo.


Asomándose por el borde de la cama, lo miró con ojos centelleantes.


—¿Qué diablos acabas de decir?