miércoles, 10 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 19




—¿Qué… qué acabas de decir? —farfulló ella, soltando una carcajada que cambió la atmósfera.


—La biología no es graciosa, Paula.


Eso sirvió para que ella riera con más fuerza y se dejara caer en el sofá.


La risa de Paula lo hizo sonreír. Las palabras salieron de su boca antes de que su cerebro inteligente pudiera analizarlas.


—Los orgasmos son biológicos. ¿Quieres que te lo demuestre?


Paula se irguió y dejó de reír.


—Y exactamente, ¿qué hipótesis te ofreces a demostrar?


—Los principales cambios físicos que tienen lugar durante una experiencia sexual son resultado de una vasocongestión.


—En castellano, por favor.


—Significa acumulación de sangre en diversas partes del cuerpo. La tensión muscular se incrementa y se producen otros cambios por todo el cuerpo.


—Corrígeme si me equivoco, pero en un experimento, ¿el científico no actúa?


Pedro sonrió. Quizá la biología era un asunto de risa, después de todo.


—Como científico interesado en experimentar contigo, puedo afirmar categóricamente que puedo actuar.


—Palabras, palabras. ¿Qué te parece algo de acción?


Él titubeó. Reconocía el peligro, pero por una vez en la vida decidió que no iba a planificarlo. 


La realidad era que la deseaba. Y mucho. El sentido común y la lógica palidecían en comparación con la embriagadora sensación que hormigueaba por su cuerpo.


—De acuerdo, creo que hay que preparar el tema —musitó Paula mientras se soltaba el top y las anillas resonaban musicalmente al caer al suelo. Se puso de pie y se quitó la ceñida falda negra.


Pedro tragó saliva. No llevaba otra cosa que un tanga blanco transparente con costuras rosas.


Alargó las manos al cinturón de él y Pedro se las capturó.


Paula enarcó las cejas y echó la cabeza atrás. 


Sus ojos lo atraparon. Poseía una especie de fuerza irresistible que no era capaz de calificar.


Era suave, cálida y, si fuera un hombre caprichoso, podría decir que estaba hecha para él, para el propósito de compartir el mismo aire, el mismo espacio, dos mitades de un todo. Pero siendo un hombre de ciencia, comprendía que eso era imposible… y Pedro vivía en el mundo físico.


—¿Dormitorio? —murmuró él.


—Sígueme —se dirigió hacia la puerta cerrada más cercana, pero luego regresó en busca del bolso.


Una vez en el cuarto, Pedro la tomó en brazos.


—Antes de un orgasmo, el cuerpo se excita cada vez más —dijo—. Se incrementan la respiración, el ritmo cardíaco y la tensión arterial —la besó en un hombro.


—Entendido —murmuró ella.


—Las pupilas se dilatan, los labios de la boca se oscurecen y hormiguean.


—Oh, sí —jadeó.


Con las manos le enmarcó la cara, manteniéndola quieta mientras le tomaba la boca, abierta y ardiente. La lengua la penetró y jugó con la suya. Profundizó el beso, voraz, y ella respondió frotándose contra él en un ritmo igual que el de la lengua.


Los pechos generosos y duros suplicaban que los tocara con los dedos, con la lengua, con el lento succionar de la boca.


—Los pezones se endurecen —explicó él con voz ronca. Bajó la cabeza y se introdujo un pezón rígido en la boca húmeda y caliente y succionó mientras con la mano le acariciaba el otro. El pene le palpitaba.


Pedro —gritó ella.


—El clítoris se inflama, se endurece y sobresale, igual que mi pene crece y se endurece por ti.


Abriendo las piernas para abarcarla con las rodillas, movió las caderas, empotrando el sexo duro como una roca entre los muslos de Paula.


Paula gimió en sus labios. Soltó el bolso y plantó las palmas de las manos contra su torso, bajándolas hasta el abdomen plano y de ahí a la cintura de los vaqueros. Soltó el botón y abrió la cremallera y se los bajó por las caderas, liberándolo. Con un gemido de placer, Pedro se sacudió contra la exquisita sensación de la mano alrededor de la base de su lanza, que se cerraba al tiempo que lo acariciaba.


Le sujetó la muñeca, sabiendo que la estimulación que le brindaba lo llevaría al orgasmo demasiado pronto. Había soñado con lograr que Paula se liberara en su boca. No pensaba renegar de ello.


La empujó hacia, atrás y cayó sobre la cama; le quitó la tanga.


Ella acercó el bolso y sacó un puñado de preservativos. Pedro abrió uno y se lo enfundó.


—Ésta es una de mis fantasías —murmuró él, deteniendo la mirada en la unión de sus muslos—. Tenerte debajo de mí, para así poder tocarte en cualquier parte, hacer cualquier cosa.


Alzó una mano y deslizó un dedo largo por la mata de vello rubio y trazó la línea entre sus piernas, una caricia suave que la hizo temblar. 


Gimió y levantó las caderas hacia él, y Pedro la recompensó con otra caricia de la yema del dedo, sólo lo suficiente para excitarla pero sin apaciguar el apetito que veía en sus ojos.


Enganchando los dedos detrás de sus rodillas, la atrajo hacia él. Se las separó con las palmas de las manos y se arrodilló delante de Paula.


Plantando los dedos en sus muslos trémulos y separándoselos aún más, no le dio otra alternativa que rendirse. Usó los dedos pulgares para abrirla bien y dejar expuesto el palpitante centro de placer oculto entre sus piernas.


Gimió como un moribundo y se acercó más.


Paula sintió atrapado el aire en los pulmones y cuando Pedro empleó la lengua para entrar con delicadeza, sólo consiguió emitir un sonido inarticulado. Con pausa, él se dedicó a entrar y salir de los pliegues femeninos, dejando un rastro húmedo y ardiente a su paso.


Encontró el clítoris palpitante y con la lengua lo rodeó en círculos mojados y lentas succiones, acelerándole los latidos del corazón en el proceso. Luego cerró los labios sobre ella y la tomó con ganas, de forma encendida y codiciosa, enviándola al borde mismo del orgasmo.


Ella se preparó para esa cabalgata salvaje y explotó de tanto placer que las caderas le corcovearon y arqueó la espalda.


Pasando los dedos entre el pelo de Pedro, cerró la mano y le retiró la boca.


Pedro —suplicó.


Con un movimiento fluido y ágil, él se incorporó. 


Con otro movimiento veloz, se situó encima hasta que los muslos abiertos le cubrieron los suyos y Paula alzó la pelvis, a la espera de que la penetrara. Pedro empujó los muslos de ella con los suyos, colocó los antebrazos cerca de la cara de Paula y movió las caderas, encajando la gruesa cabeza de su pene en el mismo núcleo de ella.


Mirándola a los ojos, entró unos centímetros, dejando que sintiera su tamaño, provocándola con la promesa de más.


—No puedo creer que esté pasando esto. Es tan maravilloso estar dentro de ti… —la voz le salió como un gruñido ronco.


Ella le acarició la mandíbula. 


—Quiero saber qué sientes. 


La embistió, con fuerza y profundidad, hasta la misma empuñadura.


A pesar de estar preparada para él, contuvo el aliento sobresaltada cuando los músculos interiores se cerraron en torno a esa lanza. Los ojos de Pedro se encendieron en respuesta, brindándole una visión fugaz de su pasión, calor y algo más que luchaba en esas profundidades ambarinas. Antes de que pudiera analizar esa última emoción, él comenzó a moverse, su cuerpo ondulando a medida que incrementaba el ritmo.


De la boca de él escapó un gemido bajo, ronco, abismal, y le aplastó la boca contra la suya, besándola con una pasión desesperada y voraz que la sorprendió. Le introdujo la lengua y siguió la cadencia de los movimientos de la penetración.


La vibración se extendió por ella desde el punto sensible en el que se hallaban unidos de forma tan íntima. Se sentía absolutamente poseída por él, en cuerpo y alma, de un modo que desafiaba el trato impersonal establecido y la sencillez de una aventura. De una manera que despertaba sentimientos que no tenían razón de ser en una relación temporal.


Desterrando esos pensamientos de su mente, se concentró en el placer que le daba y en lo vivo que le hacía sentir el cuerpo. Le acarició la espalda y curvó los dedos sobre los glúteos tensos de Pedro al tiempo que cerraba las piernas alrededor de la cintura de él para empujarlo más dentro, abandonándose a otro orgasmo sensacional.


En esa ocasión, él la acompañó desde la cima. 


Gimiendo, quebró el beso y echó la cabeza atrás al tiempo que las caderas la embestían con fuerza, su cuerpo se tensaba y se pegaba contra ella.


—Paula —el nombre escapó de entre sus dientes cerrados mientras el cuerpo se le convulsionaba con la fuerza de la liberación.


Cuando los temblores cesaron, Pedro, bajó sobre ella y enterró la cara contra su garganta. 


Tenía la respiración entrecortada, ardiente y húmeda sobre su piel, el corazón tan irregular como el suyo.




SUGERENTE: CAPITULO 18




Horas más tarde, tomaron un taxi de regreso al apartamento. Ella se quitó las sandalias y dejó el bolso y las llaves en la mesilla del recibidor. Fue a la cocina, abrió el grifo y sacó una botella de agua mineral.


—¿Quieres una?


Pedro estudió el hermoso loft mientras la seguía del recibidor al interior de la vivienda, donde todo era diáfano excepto dos dormitorios. Los pies descalzos se deslizaron por bambú en una cocina llena de electrodomésticos de acero inoxidable, armarios de madera y encimeras de granito.


Él asintió, ella le arrojó una botella y Pedro la atrapó con destreza.


Paula entró en el salón y se sentó en el sofá rojo, apretando un botón para abrir las persianas y revelar los edificios adyacentes y una parte del cielo.


—¿Te has divertido?


—Ha sido interesante.


—Y te has portado muy bien. Gracias por acompañarme.


—¿Así que éste es el loft que tienes que alquilar?


—Sí, ¿no es precioso? Dejé que la promesa del lucrativo contrato con Richard Lawrence me sedujera para comprarlo. Ya conoces el viejo dicho, no vendas la piel del oso antes de cazarlo.


—Desde luego, no te dan miedo los riesgos, Paula.


—No —entrechocaron las botellas—. Algunas personas me llamarían temeraria.


Él señaló la pared que había detrás de ella, con un collage de portadas de revistas. Muchas las reconoció de los tiempos en que había ganado el concurso nacional de belleza.


—Impresionante. Me parece demasiado personal para dejárselo a una inquilina.


—Estoy orgullosa de ellas —se encogió de hombros y lo miró a la boca—. Además, la nueva inquilina es editora de una revista de modas, no le importará. Las considerará obras de arte.


—He estado pensando en esto desde que te vi con Maggie Winterbourne. ¿Qué te parece si haces algo con mi tela?


—¿A qué te refieres?


—A mí me parece perfecto. Tú necesitas un trabajo y yo necesito alguien que la comercialice, y trabajando tú en el negocio de la moda, tienes contactos.


—No sé, Pedro. La semana próxima podría empezar a trabajar otra vez, en cuyo caso, ¿dónde te quedarías?


—En el mismo sitio en que estoy ahora.


Ella entrecerró los ojos.


—No me estarás ofreciendo caridad, ¿verdad?


—No. Estás en posición de ayudarme. Te nombraré presidenta ejecutiva, y contigo ocupándote de los detalles y siendo la cara de la empresa podría mantenerme por completo al margen.


—De modo que ésa es tu excusa para no comercializarlas en persona.


—No soy ingenuo. Esa tela es más apropiada para lencería y para ropa femenina que otra cosa. No quiero que se me asocie con esas prendas. Quiero mantener en secreto mi identidad —había decidido que mantener a Paula como mascarón de proa era una situación positiva. Podía hacer que su invento fuera útil sin estropear jamás su fachada de científico serio y, de paso, ayudarla a ella.


—¿Por qué querrías hacer algo así? Deberías estar orgulloso de tus logros.


—Aparte del hecho de que necesito proteger mi reputación como científico serio, estoy pendiente de un puesto fijo en mi cátedra. Preferiría que mi investigación en polímeros hablara por mí en vez de mi invento de una tela que se va a usar para fabricar lencería femenina.


—No me vendría mal un trabajo. ¿Estás seguro, Pedro? —se puso de pie.


—Sí. Por favor, hazlo por mí.


—Entonces, de acuerdo. Gracias por la oferta.


Él la imitó y cerró la distancia que había entre ambos. Podía percibir su dulce fragancia de mujer y del perfume que llevaba, combinación que agitó sus hormonas y destruyó su sentido común. Con el dedo índice, le alzó el mentón.


—No creo que pueda resistirme más tiempo, Paula.


—Podrías esforzarte un poco más. No quiero ser responsable de que vuelvas a resultar herido.


—Lo he intentado. Te deseo —afirmó Pedro.


—Yo también te deseo.


—Podría complicarse.


Ella apoyó los dedos sobre su boca.


—No hablemos de eso.


—¿Ni promesas ni problemas? —ofreció él.


—Ni ataduras tampoco. Podemos disfrutar el uno del otro mientras dure.


—No he podido dejar de pensar en ti.


Ella se mordió el labio inferior y cerró los ojos.


—Quizá no deberíamos.


—Sí, deberíamos.


—¿Crees que puedes persuadirme?


Le acarició la mejilla con los nudillos, y luego posó la palma.


—Soy un científico.


Ella se mostró desconcertada.


—¿Y eso qué tiene que ver con el sexo?


—Después de todo, los orgasmos no son más que una reacción biológica a la estimulación.



martes, 9 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 17




Con un nudo en el estómago al ver a tantos periodistas, Pedro extendió la mano hacia Paula para ayudarla a bajar del taxi. Ella apoyó la sandalia dorada en la acera y se plantó ante los fotógrafos. Los destellos de las cámaras lo cegaron momentáneamente cuando Paula posó de forma automática.


Otro taxi se detuvo ante el local y las cámaras se alejaron de Paula.


—¿Por lo general es así? —preguntó él.


—Bastante. Terminas por acostumbrarte. 


Pedirles a las modelos que formen parte de la clientela de la inauguración de un club es algo común en el negocio de la noche, con la esperanza de que les reporte un éxito inmediato.


El sexo lo vende todo.


Avanzaron y el portero los miró.


—¿Nombre?


—Paula Chaves.


Miró la lista de invitados y dijo:
—Adelante.


Pedro se sintió clavado en el sitio, preguntándose por qué había aceptado ir. Se hallaba completamente fuera de su elemento.


—Qué camiseta tan estupenda —dijo una chica con el pelo rosa al pasar junto a él.


Pedro se quedó boquiabierto hasta que Paula lo tomó de la mano y tiró de él.


—Vamos, Pedro.


De camino a las mesas, un hombre pasó junto a Paula, se detuvo y dio marcha atrás.


—Paula, cariño —la abrazó de ese modo en que los asistentes asiduos a los actos sociales habían perfeccionado a lo largo de los años—. Me voy a St. Barts este fin de semana, ¿quieres venir?


—No puedo, Seth.


—Te echaremos de menos —se alejó al hablar, posando los ojos en otra mujer al tiempo que decía—: Tanya, cariño. ¿St. Barts este fin de semana?


—¿Por lo general vas a St. Barts?


—Es raro cuando puedo ir. Seth es inofensivo, pero egoísta. Una vez fui en su avión privado y no quiso traerme de vuelta a tiempo. Tuve que reservar billete en una línea comercial y fue una pesadilla.


—Apuesto que sí.


—La tía Eva lo conoció cuando estábamos en París y la llevé a un club nocturno. Pensó que era superficial.


—Es estupendo que lleves a tu tía contigo cuando viajas.


—Es una pena que disponga de tiempo limitado. Tiene un horario estricto en el hospital.


Varias personas pronunciaron el nombre de Paula y se vio arrastrada en diversas direcciones, dejando a Pedro súbitamente a su libre albedrío. Se fue al bar, pidió una cerveza y se dedicó a mirar a la gente. Vio que Paula hablaba con una mujer elegante cerca de una de las mesas donde un grupo de gente se afanaba por llamar ruidosamente la atención de ella. Al verla hacer de relaciones públicas, se le ocurrió una idea. Ella necesitaba un trabajo y él introducir su tela en el mercado. Podría funcionar para los dos. También influyó saber que estaba en un aprieto. No había ido a decírselo abiertamente, pero sospechaba que los problemas que tenía eran más acuciantes que lo que mencionaba.


Paula se abrió pasó entre la multitud en dirección a él.


—Lo siento.


—¿Con quién hablabas?


—Con Maggie Winterbourne. Es una diseñadora con la que me encantaría trabajar. He hecho un poco de relaciones públicas, y ahora toca un poco de baile —le pasó el brazo por el suyo y frunció el ceño cuando no se movió.


—No se me da muy bien bailar —reconoció él.


—No es necesario.


Lo sacó a la pista y se movió al son de la música, mientras la gente alrededor chocaba con él en un frenesí general de movimiento.


Pasados unos minutos, se adaptó mejor al ritmo. 


Ver a Paula bailar lo inspiró.




SUGERENTE: CAPITULO 16





No pronunciaron ninguna palabra ya que ninguna era necesaria. Ella alzó una mano y la posó en su nuca. Le acercó los labios y lo besó profunda, ávidamente. La boca de Pedro estaba igualmente encendida y ansiosa, la lengua atrevida y codiciosa, consumiéndola con un placer rico y puro.


Los dedos de él aletearon sobre sus hombros. 


Lo siguiente que supo Paula fue que el top se le había deslizado por los pechos y las anillas metálicas le acariciaron los pezones duros y tensos. Gimió suavemente sobre la boca de Pedro.


Él se apartó y la recorrió con sus ojos oscuros.


Ella le acarició el torso amplio y luego bajó hasta el estómago plano. Todo el cuerpo de Pedro se sacudió en respuesta. Con un gruñido ronco, ladeó la cabeza y volvió a posar los labios sobre la boca de Paula, penetrándola con la lengua mientras la pegaba contra la pared del probador.


Posó los dedos abiertos contra su espalda y forzó su cuerpo a arquearse contra él y que sus pechos se frotaran contra el torso.


Los cuerpos estaban casi fusionados mientras Pedro le daba a Paula besos suaves, húmedos y ardientes sobre el cuello y las pendientes superiores de los senos. Remolineó la lengua sobre un pezón rígido y lo sopló, luego repitió el proceso sobre el otro. Lamió lentamente las cumbres duras y las mordisqueó hasta que a ella le fue imposible soportar esa locura. Liberando una mano, lo agarró por el pelo y pegó los labios abiertos contra una cumbre palpitante en silenciosa exigencia. Él obedeció, introduciéndose todo lo que pudo del pecho en la mojada calidez de su boca.


Succionó y ella experimentó la sensación hasta el mismo núcleo de su sexo. Bajó un brazo y lo tomó con una mano.


—Disculpen, ¿está todo en orden ahí dentro? —preguntó una voz masculina desde el exterior del vestidor.


—Maldita sea —susurró Pedro con voz trémula.
Parecía aturdido, desconcertado.


—Todo en orden —respondió Paula, tratando de no reír.


—¿Tienen la talla correcta?


Ella se tapó la boca y se miraron. Los ojos de Pedro estaban llenos de hilaridad. A Paula le costó no soltar un gemido de frustración. La verdad era que Pedro parecía tener el tamaño exacto y que ella quería experimentar lo que sostenía en la mano de cerca y de manera personal.


A él no se le escapó la situación.


—Dénos un minuto. Ya casi hemos terminado —repuso él.


Se separaron y ella pudo ver que Pedro cerraba los ojos con un suspiro de alivio mientras el dependiente se alejaba.


Paula se subió el top y se lo aseguró detrás del cuello. Luego se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.


—Será mejor que te vistas antes de que perdamos el control por completo. Doctor Alfonso, aquí el peligroso eres tú.



SUGERENTE: CAPITULO 15




De pronto, el sonido del teléfono móvil de ella quebró la apacible quietud.


Paula lo sacó del bolsillo y contestó. Pedro fue a marcharse con el fin de brindarle privacidad, pero ella lo detuvo sujetándolo por el brazo.


—¿Esta noche? Claro. Será estupendo para relacionarse. Cuenta conmigo —cortó la comunicación y explicó entusiasmada—: Era mi agente. Me acaban de invitar a la inauguración de un club. Muy exclusivo. Apuesto a que habrá un montón de diseñadores, ya que es propiedad de Maggie Winterbourne.


—¿Vas a volver a Nueva York? Si acabas de llegar aquí.


Ella agitó una mano.


—No hay problema, aunque sí lo es el transporte. No quiero tomar el tren… —miró el coche—. Pedro, ¿te gustaría ir a la inauguración de un club?


Él alzó las manos.


—No, Paula. No voy a llevar el coche de mi padre a Manhattan.


—Mi inquilina no toma posesión del loft hasta el lunes. Mi edificio tiene un aparcamiento muy seguro.


—No.


Pedro, por favor. No quiero ir a la inauguración sola. ¿Por qué no vienes y ves cómo vive la otra mitad?


—No me interesa la otra mitad. Además, tengo que evaluar exámenes, no he preparado la maleta y no he planificado un viaje.


—Intenta ser espontáneo por una vez en la vida. No necesitamos una maleta y tienes el domingo para evaluar los exámenes.


—Necesito mi maleta.


—De acuerdo. Podemos ir a tu casa para que la hagas. Por favor, di que sí.


Él miró en dirección al río y metió las manos en los bolsillos.


—De acuerdo.


—¿Te vas a poner eso? —preguntó Pedro cuando Paula salió del dormitorio en su nuevo loft de Nueva York.


—¿Qué? ¿Está roto? —agarró el bajo de la falda corta plisada para comprobar si había algún agujero. El top no podía tener nada porque estaba hecho de pequeñas anillas de metal unidas por una costura.


—Espero que no. No permanecerá en tu cuerpo.


—Oh, Pedro. No seas puritano. He llevado cosas más escuetas en reportajes fotográficos.


—Supongo que es lo que se espera de ti.


—Exacto. Todo forma parte del negocio de la moda. Muestra piel y muéstrate sexy.


—¿Sexy? Entonces, es evidente que yo no encajo ahí. Creo que necesito ayuda.


—Camisa de vestir y pantalones negros son un poco aburridos, pero he de reconocer que a ti te quedan de miedo. ¿Has traído unos vaqueros?


—No.


—¿Qué?


—No tengo vaqueros. No enseño con ellos. Necesito fomentar una imagen profesional para conseguir la cátedra de forma permanente. Quiero que se me tome en serio, así que nada de vaqueros.


—De acuerdo, nada de vaqueros. Vamos.


—¿Vamos a ir a la inauguración en el coche? No me seduce la idea de dejar el deportivo de mi padre…


—Eres propenso a las preocupaciones, ¿eh? Todavía no vamos a la inauguración y, no, vamos a ir en taxi.


—Si no vamos a la inauguración, ¿adonde vamos?


—De compras.


—¿De compras? —suspiró—. De acuerdo. Es tu mundo. Jugaré en él un poco más. Pero mi límite está en las cazadoras negras con cadenas.


—Por el amor del cielo, Pedro, no voy a vestirte como a un motero.


Una vez en la tienda, Paula buscó entre las camisetas de moda situadas en la parte delantera. Al encontrar una de tacto sedoso y de una tela ceñida, se la pasó a Pedro.


Él la alzó.


—Es rosa intenso, Paula.


—No es rosa intenso. Es de color frambuesa. Cielos, Pedro, anímate un poco. Nadie te conoce en el club. ¿Por qué no te diviertes un poco y abandonas por una noche la imagen estereotipada de profesor? Deja que se asome el salvaje que llevas dentro.


Él puso los ojos en blanco mientras ella se dirigía a la sección de vaqueros. Los repasó con rapidez hasta que vio unos diseñados por Richard Lawrence. Perfectos.


Con clase. Se volvió para entregárselos, pero él estaba ocupado mirando las chaquetas.


—Ésta es bonita —observó una negra.


Paula se la quitó de las manos.


—Es de cachemira y quedará perfecta con la camiseta.


Pedro entrecerró los ojos.


—¿Dónde están los probadores?


—En la parte de atrás.


Lo siguió hasta verlo desaparecer detrás de una puerta. Mientras lo esperaba, vio otro par de vaqueros que podrían quedar aún mejor. Se volvió y llamó a la puerta.


Pedro, pruébate también éstos.


De inmediato se le resecó la boca. Pedro se había puesto los vaqueros, aunque todavía no se los había abotonado y su torso se veía magnífico desnudo. Estaba cerca de él, tanto que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Su sonrisa cálida la llamó, por lo que avanzó y cerró la puerta detrás. Entre ellos crepitó una energía pura y abierta, una química rara e irresistible que se intensificaba con cada momento que pasaba.