miércoles, 19 de septiembre de 2018
AÑOS ROBADOS: CAPITULO 27
El martes por la mañana, los Brock estaban esperándola fuera de su oficina. Se había equivocado al ignorar ese insistente presentimiento sobre el caso. En efecto, algo iba mal. Sus rostros y cuerpos tensos así lo indicaban.
—Buenos días —dijo ella al abrir la puerta del local e invitarlos a pasar.
—Tal vez lo sean para usted —respondió el señor Brock con tono de enfado.
—No la hagas enfadar más, Tomas.
¿Enfadarla? ¿Más?
Paula encendió las luces, que iluminaron la zona donde se encontraban los sillones de piel y unas cuantas sillas. Había revistas ordenadamente apiladas sobre un par de mesas. Su despacho era mucho más formal: un escritorio, un ordenador y sillas de ejecutivo. Les invitó a tomar asiento en el sofá que tenía allí, pensando que así se sentirían más cómodos.
El señor Brock indicó que no tenía la más mínima intención de sentarse.
—¿Cómo ha podido hacernos esto?
Confiábamos en usted, señorita Chaves. Nos
habían dado muy buenas referencias.
—No sé de qué está hablando.
El hombre resopló.
—Las fotografías. Las amenazas de acudir a los medios. ¿Qué quiere? ¿Intenta hundir a mi esposa o sólo quiere dinero?
Llevaba el tiempo suficiente trabajando como investigadora privada como para no dejar que la afectaran las acusaciones de algunos clientes emocionalmente dolidos. Su objetivo era infundirle calma al cliente.
—Se lo vuelvo a repetir, señor Brock. No sé de qué me está hablando.
Un largo silencio fue su única respuesta hasta que finalmente la alcaldesa Brock suspiró y dijo:
—Tomas, creo que no sabe nada.
El señor Brock se sentó en el sofá, con las manos en la cabeza.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Qué les parece si preparo un poco de café y me cuentan lo que está sucediendo?
La alcaldesa Brock asintió y Paula fue a preparar café. La pareja necesitaba estar un momento a solas. Por lo que había podido captar, les estaban chantajeando. El otro fotógrafo… Con razón aquella noche supo que algo no iba bien.
Paula sacudió la cabeza. Lo que tenía entre manos con Pedro la había hecho despistarse y eso a ella nunca le pasaba. Después de llenar el depósito de agua, encendió la cafetera y volvió al despacho. Los Brock estaban hablando en voz baja y sus cuerpos y gestos reflejaban ansiedad y preocupación.
—El café estará listo en unos minutos. Por lo que veo, alguien les está chantajeando.
La señora Brock la miró.
—Sí, con fotografías de esa noche en el parque. La misma noche en la que usted…
Paula asintió.
—Lo entiendo. ¿Tienen aquí las fotografías?
El señor Brock sacó un sobre de su maletín y se lo entregó. Paula lo examinó.
No tenía fecha de remite y estaba sellado en Peachtree City, no muy lejos de Atlanta.
Eso no le daba ninguna pista y además el sobre estaba tan manoseado que dudaba que quedara alguna huella servible.
Tal vez las fotografías le dijeran algo. Las examinó detenidamente. Eran cuatro; la primera captaba a la pareja dándose un abrazo muy apasionado. La segunda mostraba claramente al señor Brock tocando el pecho expuesto de su mujer. En la tercera, la alcaldesa tenía una mano puesta sobre la bragueta de los pantalones de su marido y la última los mostraba tendidos sobre el tobogán, claramente intimando. En cada foto se veían sus caras y que todo estaba sucediendo en un lugar público a altas
horas de la noche.
—¿Le dicen algo? —le preguntó la alcaldesa Brock con resignada esperanza, como si supiera que Paula no había encontrado nada, pero le encantara que le diera una agradable sorpresa.
—La calidad de las fotografías en blanco y negro es bastante mala. Se trata de un aficionado.
El señor Brock suspiró aliviado.
—Pero eso no significa que no tenga la habilidad necesaria para que su chantaje sea un éxito —dijo Paula con cautela—. Déjenme preguntarles algo: lo que hicieron en el parque no era algo nuevo, ¿verdad? Es algo que hacen de manera habitual.
—Yo no diría de manera habitual —respondió la señora Brock con la actitud esquiva tan propia de un político.
Paula contuvo una sonrisa.
—Pero si alguien les siguiera habitualmente… no se sorprendería si de pronto ustedes se desviaran para llegar a un parque desierto después de medianoche.
La alcaldesa bajó la cabeza.
—No.
—Esa noche en el parque vi algo que no me pareció normal. Le saqué una fotografía a un hombre que también les estaba sacando fotos a ustedes.
El señor Brock se levantó.
—¿Por qué no nos lo había dicho antes?
—En ese momento, no estaba segura de si habían contratado a otro investigador privado. Tengo las fotografías en mi ordenador. Vamos a echar un vistazo por si le reconocen
martes, 18 de septiembre de 2018
AÑOS ROBADOS: CAPITULO 26
—¿Qué? ¿De verdad le hiciste una promesa a mi padre? ¿Por qué hiciste algo así?
—Él me lo pidió —dijo con voz firme e inflexible.
Paula bajó la mirada y respiró hondo. No quería que él viera lo que estaba sintiendo. Estaba tan enfadada, que dudaba que pudiera ser capaz de ocultar la emoción de sus ojos. Rabia, dolor y otros miles de sentimientos la invadieron. Su propio padre…
Él lo había sabido. Su padre había sabido que estaba enamorada de Pedro. Ella misma le había suplicado a su padre que la ayudara.
Pero después de todos esos años, él no le había dicho ni una palabra al respecto, a pesar de haber tenido muchas oportunidades: cuando ella volvía a casa por vacaciones o durante los fines de semana que él había pasado con ella en Atlanta. Si se lo hubiera contado, Paula lo habría intentado, habría intentado convencer a Pedro de que ella era la persona con la que tenía que compartir su vida. No Amalia.
Tal vez eso era lo que temía su padre. Pero, ¿por qué? Nadie más que él podría sentirse más orgulloso del hombre en que se había convertido Pedro.
Se le hizo un nudo en la garganta, pero no se desahogaría en el restaurante.
Pasara lo que pasara. Levantó su vaso de agua.
En ese momento no podría haber tolerado el vino.
—¿Por qué? —le preguntó tras un momento. Fue una suerte que la voz le sonara con tanta fuerza.
Pedro exhaló lentamente, como si estuviera regresando al pasado de manera gradual.
—Paula, recuerda esa época. Recuérdame en ese momento. Estaba muy enfadado, había tocado fondo, había dejado el instituto, había robado. Lo había hecho todo por alejarme de mi padre, de Thrasher y de lo que la gente de allí pensaba de mí.
—Nadie pensaba nada malo de ti por lo que hizo tu padre.
—Eso es lo que siempre me ha gustado de ti, Paula. Tú sólo ves lo mejor de la gente y yo me aproveché de ello. Te utilicé como mi cuerda de salvamento cuando yo era la última persona con la que tendrías que haberte relacionado. ¿Qué hubiera pasado si mi padre no hubiera muerto? ¿Si hubiera venido a por mí cuando estuviera contigo?
Pedro se estremeció y ella pudo sentir la furia que se dirigió a sí mismo. Su frustración emanaba de la rigidez que veía en sus hombros.
—Sabía que no estaba bien, pero lo hice de todas formas. Tu padre también sabía lo que estaba haciendo y me pidió que te diera una oportunidad de tener una vida que no incluyera a un hombre como el que yo era por entonces —se encogió de hombros—. Y lo hice.
Ella abrió la boca, pero Pedro la interrumpió.
—Por favor, deja que te cuente esto. Esa noche no hablamos y tal vez es una conversación que deberíamos haber tenido hace mucho tiempo.
Fácilmente podía haberse marchado en ese mismo momento. Había ido en su coche, no dependía de él para que la llevara, pero sabía que no debía hacerlo. Había llegado el momento. Había evitado esa conversación aquella primera noche que habían vuelto a verse. La había evitado desde entonces, pero ahora había llegado la hora.
—Tengo hijas y ahora comprendo la actitud de tu padre. ¿Con qué había crecido yo? Con un padre que utilizaba a su hijo como saco de boxeo. Ningún hombre quiere ver a su hija con un hombre así, no hasta que pueda demostrar que no seguirá los pasos de su padre.
Paula odiaba al padre de Pedro, a Manuel Alfonso, con todo su ser. Lo había odiado entonces y lo odiaba ahora. El hombre había estado a punto de hundir a su hijo emocionalmente y, cuando Pedro se había defendido, Manuel había estado a punto de matarlo.
—Háblame de esa noche. ¿Qué sucedió antes de que me encontraras en la biblioteca? —se le secó la garganta al hacerle la pregunta.
El camarero llegó, puso las ensaladas César ante ellos y Pedro le soltó la mano.
—¿Pimienta o queso parmesano?
—Sólo queso —dijo ella, intentando que el camarero se fuera cuanto antes.
Miró a Pedro, tenía el gesto tenso y los ojos oscuros. Parecía estar muy, muy lejos de allí. Qué irónico que estuvieran teniendo esa conversación ahora, en la impersonal atmósfera de un restaurante.
Pero entonces, Paula se dio cuenta de que tal vez era el mejor lugar para hacerlo. Rodeados por otros comensales, por una suave música ambiental, por un aire lleno de los maravillosos aromas de la comida… De algún modo, todo eso le restaba intensidad a la realidad del pasado y hacía que las emociones no fueran tan fuertes, que el dolor no fuera tan penetrante.
El camarero se marchó y Pedro levantó el tenedor, aunque no hizo ademán de pinchar nada en el plato.
—Mi padre siempre estaba gritando, por eso nunca propuse que estudiáramos en mi casa. Pero cuando Ana se fue a Atlanta, las cosas se pusieron muy mal — tragó saliva con dificultad—. Nadie le pondrá nunca la mano encima a ninguna de mis hijas.
Paula asintió. Lo comprendía. La vehemencia en el tono de voz de Pedro cuando pronunció esas palabras lo dijo todo. Todos los niños pequeños tendrían que tener la suerte de tener un padre como Pedro.
¿Cómo podía haberlo abandonado Amalia?
—Yo tenía diecisiete años y estaba decidido a convertirme en un hombre. Ya había tenido suficiente.
Paula quería tocarlo, quería echarle una mano por el hombro, pero sabía que eso no sería lo correcto. Tenía la sensación de que Pedro se había guardado esa historia muy dentro de él y que nunca se la había contado a nadie, al menos, no en mucho tiempo. Se preguntó si incluso su padre conocería todos los detalles.
Por eso, casi se sintió honrada de que quisiera compartirla con ella.
Pedro volvió a dejar el tenedor en la mesa y alzó esa mirada avellana cargada de angustia. A Paula se le encogió el estómago. El dolor que veía en él casi le hizo daño a ella.
—Lo empujé, con fuerza. Me sentí bien al hacerlo. Le dije que, si volvía a ponerme la mano encima, lo lamentaría.
Sabía que la infancia de Pedro había sido mala, que su padre descargaba su furia contra él, pero entonces no lo había comprendido porque ella había crecido rodeada de amor, de una madre y de un padre que lo harían todo por ella. En ese momento, se juró que iría a Thrasher a visitarlos el próximo fin de semana que tuviera libre. Los echaba de menos.
—Me fui al taller a trabajar, pero cuando volví vino a por mí. Ya me viste. Estaba hecho una pena —una sonrisa triste tocó sus labios.
No llegó a su clase de latín y ella, abatida, había decidido marcharse. Pedro se había detenido junto a ella en un coche justo delante de la biblioteca.
Paula había gritado al verle la cara: la mandíbula y la nariz rota y un ojo morado. Después había gritado aún más cuando se había subido al coche para intentar limpiarle la sangre. Después, él le había pedido dinero. Eso era lo único que había querido. Un poco de dinero, el coche y huir de allí.
—No, Pedro. No puedes irte. Si sales huyendo, nunca podrás dejar de correr — Paula nunca había comprendido cómo con quince años pudo saber eso, pero Pedro no sería el hombre que era ahora si esa noche se hubiera marchado del pueblo.
Había robado un coche del taller donde trabajaba y había golpeado otro al intentar salir del pueblo. Había visto a Pedro temblar aquella noche. Ese chico había querido huir y esconderse y ella pudo ver que el hombre en que se estaba convirtiendo sabía que ella tenía razón. Le había suplicado que fuera a ver a su padre.
Paula nunca supo qué le había dicho su padre, el sheriff, pero después de salir del hospital, Pedro se fue durante unos meses. Volvió poco antes de terminar el instituto convertido en una persona diferente. Aunque ninguna cicatriz marcaba su cuerpo, había cambiado. Había trabajado día y noche para pagar los dos coches que había estropeado, había sacado una nota muy alta en la prueba de aptitud para la universidad y le habían concedido una beca para ir a la facultad.
Todo el mundo del pueblo sabía de las palizas que le había dado su padre, de la borrachera que le había causado la muerte a Manuel Alfonso, y de la noche que Pedro había pasado en la cárcel, pero aun así él mantenía la cabeza bien alta.
—¿Alguna vez piensas en tu padre?
Pedro sacudió la cabeza.
—A veces me pregunto qué habría pasado si hubiera logrado salir de la casa antes de que el techo se le hubiera caído encima. Tal vez la cárcel lo habría enderezado y al salir hubiera podido poner su vida en orden.
Ella asintió, aunque no podía entender por qué Pedro le deseaba algo bueno a ese hombre. Pero entonces imaginó que resultaría muy difícil dejar de querer a un padre.
—¿Recuerdas esa frase que te escribí una vez en la cafetería?
Él asintió.
—Sí. «Algún día». Créeme si te digo que hubo momentos en mi vida en que eso fue lo único que tuve.
Terminaron la cena con una tranquila conversación. Ya bastaba de hablar el pasado. El pollo Vesuvio que se había pedido Paula estaba cocinado a la perfección y, aunque al principio dudo que pudiera disfrutar de la cena, sintió alivio al ver que entre los dos se había creado una atmósfera muy agradable. No tomaron ni café ni postre, sino que directamente Pedro le tomó la mano y la acompañó a su coche.
Ella ya le había dado la mano en numerosas ocasiones, pero en aquel momento, la sensación fue diferente. Más íntima. Íntima, por los secretos que Pedro había compartido.
Ya en el coche, él le rodeó la cara con las manos, la miró a los ojos y la besó.
Sutilmente deslizó los labios sobre su boca, sus mejillas y sus ojos.
—Ven conmigo este fin de semana a la cabaña. Quiero enseñarte dónde estuve ese verano.
A Paula le costó abrir los ojos y, al hacerlo, vio vulnerabilidad en su mirada.
—¿Y las niñas?
—Este fin de semana estarán con las Girl Scouts. Todo el grupo se va de acampada y también Yanina y Ana.
—Me gustaría —dijo Paula, sorprendida por haber aceptado, sorprendida de que lo estuviera deseando tanto.
Pero Pedro no le había contado toda la historia, aún quedaban piezas sueltas.
Paula condujo a casa intentando no fustigarse a sí misma. Esa noche probablemente había roto todas las reglas de una aventura y sin sacar beneficio de la misma: sexo.
AÑOS ROBADOS: CAPITULO 25
Pedro estaba esperándola en el restaurante cuando llegó. Ese hombre tenía un gusto excelente. Sardella's era uno de sus restaurantes italianos favoritos. Las paredes revocadas que representarían paisajes rurales y la chimenea de ladrillo le hicieron tener ganas de viajar a Italia. Unas velas blancas sobre bases de cristal iluminaban todas las mesas cubiertas de manteles a cuadros rojos y blancos. Era la perfecta atmósfera italiana.
Pedro se levantó cuando la vio y ella se quedó sin aliento. Había visto a ese hombre desnudo, en vaqueros y camiseta y en ropa algo más formal para ir a trabajar. Daba igual el modo en que apareciera, siempre hacía que sus hormonas bailaran al verlo.
Fue hacia la mesa tranquilamente, se tomó su tiempo para dar lugar a que las hormonas se le calmaran. Pedro le retiró la silla.
Paula lo miró y el sonrió y la besó en la mejilla, pero su mano izquierda dejó la silla para cubrirle una nalga, recordándole a Paula lo bien que conocía su cuerpo.
¡Y cuánto le gustaba al cuerpo de ella que él lo conociera tan bien!
Ella le apartó la mano.
—Puede verte alguien —le dijo riéndose.
—No.
Su chico malo. Estaba desconcertada. Pedro actuaba con tanta naturalidad mientras que ella estaba nerviosa.
Se sentó enfrente de ella, pero no levantó la carta de la mesa.
Ella se inclinó hacia delante.
—Bueno, ¿cuándo tenías pensando decirme que eres uno de los ganadores de la lotería?
Él detuvo su vaso de agua a medio camino de su boca. La miró a los ojos.
—Al principio, creí que lo sabías.
Esa era una de las cosas que le gustaba de Pedro, nunca intentaba inventar ninguna excusa ni mostrarse sorprendido.
—Hasta bromeé sobre ello con todo el mundo la primera vez que salimos.
—Eso era lo que pensé… que era una broma. Mucha gente hace bromas sobre la lotería.
Pedro se encogió de hombros.
—En ese momento pensé que no quería contártelo.
Bien, más sinceridad. Eso también le gustaba. El camarero llegó, les sirvió vino tinto y anotó la comida.
Una vez que se alejó de la mesa, Paula se inclinó hacia Pedro.
—¿Temías que sólo te deseara por tu dinero? —le preguntó en tono de broma porque estaba claro que sólo lo deseaba por su cuerpo.
Pero Pedro no sonrió. Ni siquiera pareció encontrarle nada de gracia al chiste.
Paula había ahondado precisamente en el tema que más incómodo le hacía sentir a Pedro, pero ¿qué había dicho exactamente? Algo sobre desearlo sólo por su dinero.
Una mujer estaría loca si no deseara a Pedro por el hombre que era, tuviera o no una fortuna. Por lo que ella sabía, la única mujer que no lo quería era… su ex mujer. La bella Amalia Alfonso.
Se suponía que estaban teniendo una aventura, y en las aventuras no se hablaba de temas personales. Aunque, claro, tampoco tenía que haber ni llamadas de teléfono ni podían dormir el uno en casa del otro. Ya que ella había roto esas reglas, también podría añadir la que atañía a unas largas conversaciones.
Además, había sentido curiosidad por esa mujer desde que Pedro había llevado a Amalia al pueblo. Paula había estado deseando que llegaran esas vacaciones de Navidad en las que él volvería de la universidad ya que, por fin, había reunido valor para pedirle una cita. Pero todo se vino abajo cuando vio cómo era la bella Amalia y lo feliz que parecía hacer a Pedro.
Resignada, relegó a Pedro a ese rincón de su corazón reservado para los hombres completamente inalcanzables. Después de oír que había tenido gemelas, nunca volvió a buscar información sobre él y afortunadamente él no había tenido ninguna razón para volver a Thrasher, por lo que no habían vuelto a verse.
Después de dar un largo sorbo de vino, Paula lo miró. Temía hacerle la siguiente pregunta, temía su respuesta:
—¿El dinero hará que vuelva?
Él asintió.
—Sin duda.
—¿Quieres que vuelva?
—No.
Pedro no dio más explicaciones y eso le gustó. Le había dado una respuesta sencilla, pero su tono denotaba mucha emoción. De ningún modo quería volver a tener relación con su mujer. Una calidez que nada tenía que ver con el deseo que
sentía por Pedro la embargó.
Él le tomó la mano por encima de la mesa.
—Lo único que me interesa ahora mismo es una célebre investigadora privada.
A Paula eso le gustó todavía más.
—Cuando éramos pequeños creía que eras demasiado buena para ser verdad. Dulce, inteligente. ¿Sabes? En realidad el latín no se me daba tan mal como te hacía creer —alzó su copa de vino—. Nunc est bibendum.
Es hora de beber.
Paula se rió. No recordaba mucho latín, pero las frases relacionadas con tonterías, con bebida y con sexo parecían habérsele quedado grabadas.
—¿Y cómo es que nunca te me insinuaste? —le preguntó ella.
Los hombros de Pedro se tensaron cuando él apartó la vista.
—Porque se lo prometí a tu padre.
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