martes, 18 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 24




Pedro colgó el teléfono y se recostó en la silla. 


Esa llamada no se había desarrollado del todo como había esperado. Por la mañana se había marchado de casa dejando allí a una Paula sonriente, saciada, y sexy para por la tarde encontrarse con la señorita Chaves y sus reglas.


No había querido marcharse a trabajar, pero después de ver su reacción al teléfono, seguro que a ella le había alegrado que él saliera de su apartamento.


¿Así que lo quería sólo para el sexo? No quería que la llamara, no quería que la llevara a cenar. 


Quería sexo y sólo sexo.


Suponía que debería estar saltando de alegría. 


¿No era eso lo que los hombres querían? ¿Mucha acción entre las sábanas y nada de ataduras ni compromisos?


Tal vez una parte de él lo quería así, pero no con Paula Chaves. Nunca con Paula.


La mujer, la chica que había sido una vez, le había salvado la vida.


Una cosa que Pedro sabía muy bien era que nunca debía mirar atrás. Había aprendido esa lección por las duras el año en que cumplió diecisiete, el año en que su padre murió tras beber demasiado y prenderle fuego a la casa accidentalmente. El año en que la amargura y la furia de su padre explotó y casi lo mató a él también.


Nunca miraba atrás, pero ahora algo le estaba llevando de nuevo a ese momento.


Probablemente era el hecho de estar reavivando su relación con Paula, o tal vez simplemente había llegado el momento de enfrentarse al pasado.


Reavivar no era la palabra exacta. La relación que tenían nunca había florecido, porque él no lo había permitido. Mientras creció en Thrasher, Paula fue la única persona que lo miró con unos ojos que no estaban cargados de desdén ni de pena.


Ella nunca lo vio como si fuera escoria y por eso la quería.


Suspiró y se frotó la cara con las manos. Habría tenido que estar ciego para no ver que esa Paula de quince años estaba encaprichada de él. Se había deleitado con el hecho de saber que la hija del jefe de policía, la chica más buena de Thrasher y él podrían haber tenido algo cuando él hubiera querido.


Entonces ella le pasó esa nota. «Algún día». 


Con esa única palabra le había dado esperanza y le había hecho ver que Paula Chaves era especial.


Se echó hacia delante en la silla y tocó una pila de papeles que tenía sobre el escritorio.


¿Y si no se hubiera convertido en alguien prohibido después de lo que sucedió aquella noche? ¿Y si no hubiera conocido a su ex mujer?


Entonces, no habría tenido a sus hijas.


Pedro apartó los papeles. Ésa era la razón por la que no se planteaba ese tipo de preguntas y no se cuestionaba el pasado.


Había involucrado a Paula en su vida, le había dado la espalda y se había casado con Amalia.


Amalia. Incluso a pesar de todo lo que le había hecho pasar, Pedro se sintió culpable por el alivio que había sentido cuando ella se marchó de casa. Él se había quedado con las gemelas y había cometido muchos errores, pero nunca miraba atrás; no tenía tiempo para hacerlo. Sus noches y días los había pasado ganándose un sueldo, intentando cuidar de sus hijas y asegurándose de que tuvieran una infancia mejor que la suya. De que él fuera mejor padre que el suyo. Y el modo de hacerlo había sido alejarse de todo lo que le desviara de ese propósito; por eso, nunca había mirado atrás.


Pero con Paula, había cambiado. Ella le importaba. ¿Por qué? ¿Qué la hacía tan especial? Era la primera vez en mucho tiempo que le importaba alguien más aparte de sus hijas y de la familia de su hermana. Y se sentía bien. Su mente comenzó a viajar al pasado, al momento en que Paula y él estaban creciendo. A cuando no había tomado las decisiones correctas.


¿Podría llevar dos vidas distintas? ¿Ser un padre que adoraba a sus hijas y que se mataría en el trabajo para asegurarse de que tuvieran todo lo que se merecían, pero al mismo tiempo ser un hombre que podía disfrutar de unas horas de placer con una mujer que le gustaba y cuya atrevida boca lo volvía loco? Después de todos los errores que había cometido, de todo el daño que había causado… ¿debería intentarlo?


Una cosa estaba clara: antes de volver a ver a Paula Chaves, tenía que allanar el terreno de juego.


Levantó el teléfono y marcó la extensión de Penny.


—¿Tienes la cinta donde están grabadas las reglas para una aventura? ¿Las de Paula Chaves? Me gustaría volver a verla.




lunes, 17 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 23




Después de pasar un tiempo demasiado delicioso en la ducha, Pedro tuvo que salir corriendo hacia el trabajo. Le había dicho a Paula que se quedara allí todo el tiempo que necesitara, y que después cerrara la puerta. 


Después de encontrar su albornoz colgado en el baño, ella dio unas vueltas por el apartamento para que se le secara el pelo. Ya que Pedro no tenía nada que se pareciera remotamente a un suavizante de pelo, quería evitar el secador para que no se le estropeara más.


No tuvo ningún reparo en mirar sus cosas personales. Pedro la había invitado a entrar. Además, era investigadora privada, él ya se imaginaría que iba a curiosear.


Claro, por eso probablemente le había dicho que se quedara. En cierto modo, quería que curioseara sus cosas. Al menos, eso fue lo que Paula se dijo.


Deslizó los dedos sobre la encimera de la cocina mientras debatía sobre qué cajón abrir y en qué armario echar un vistazo. Pero luego lo pensó mejor… ¿quién guardaba cosas interesantes en la cocina? Mejor ir al dormitorio. En los dormitorios se escondía todo lo mejor. Dio la vuelta y avanzó en la misma dirección en que Pedro la había llevado en brazos la noche anterior.


No tenía muchas opciones: una mesilla de noche destartalada y una cómoda vieja. Nada le llamaba la atención, nada le decía nada. No tenía ánimos.


Después de desabrocharse el cinturón, se quitó el albornoz tan rápidamente como pudo. Tenía que salir de allí. ¿No tenía ánimos para curiosear? ¿Pero qué le estaba pasando?


Encontró el tanga rojo tirado por la cama, cerca del sujetador. Se los puso en cuestión de segundos, y enfundarse en la gabardina no le llevó más que un momento. Enseguida se puso los zapatos y salió por la puerta.


Hasta que no estuvo a medio camino de su casa, no recordó que se había dejado olvidado el sombrero. Genial.


Ya en casa, se puso su ropa habitual y al instante volvió a sentirse ella misma.


Los lunes los dedicaba a poner en orden sus libros de contabilidad, para asegurarse de que le había hecho la factura a todos sus clientes y que no faltaba ningún pago.


Se detuvo al llegar al hombre de Brock.


Algo le preocupaba; había recibido el cheque, todo parecía estar en orden, pero aún seguía pensando en el incidente del parque, en el otro fotógrafo.


Aunque tal vez estaba siendo demasiado paranoica. El señor Brock la había contratado bajo el pretexto de un caso de infidelidad. A algunas personas les gustaba ponerle un poco de salsa a su vida sexual teniendo relaciones en sitios públicos. A otros les gustaba sacarse fotografías o grabarse en vídeo. Y a los Brock, al parecer, les gustaba combinar las dos cosas. Igual que a los Talbart.


Le habían pagado para sacarles fotos en el parque, no para investigar sus vidas.


Pero aun así, sentía que algo fallaba. Buscó su número de teléfono en el archivo, pero cuando saltó el buzón de voz, colgó sin dejar mensaje. ¿Qué iba a decirles? «¿Sucede algo extraño en sus vidas además del hecho de querer hacer el amor en sitios públicos?». De ninguna manera. Pero al ser investigadora privada, ¿debería seguir otra ruta para encontrar las respuestas que buscaba? No. Le habían pagado por los servicios que les había prestado. Caso cerrado.


Cerró el archivo y volvió a colocarlo en el armario.


Al llegar la tarde, ya había terminado todas las cuentas y había confirmado lo que imaginaba: si el negocio seguía a ese ritmo, podría contratar a un administrativo que le sería de gran ayuda.


El teléfono sonó y respondió mientras cerraba el ordenador.


—Chaves Investigaciones.


—Hola.


Pedro. A pesar de advertirle a su cuerpo que no lo hiciera, éste reaccionó ante esa voz. El pulso se le aceleró y se sonrojó.


—Hola —dijo y empezó a juguetear con el mismo mechón de pelo que antes había tenido entre sus dedos Pedro.


—¿Qué haces?


—Algo de papeleo.


—¿Esta noche tienes que hacer algún seguimiento?


Ella miró su agenda.


—No, pero sí que tengo que salir el resto de la semana.


—Ya hemos terminado con el programa por hoy. Ha ido muy bien.


Paula sacudió la cabeza. ¿Qué estaba pasando? Parecía que estaban teniendo una conversación.


—¿Por qué me llamas?


Él se tomó un instante antes de responder.


—¿Qué quieres decir? Quería hablar contigo. Llevo pensando en ti todo el día.


A pesar de la emoción que le provocaron esas palabras, también la pusieron en alerta.


—No puedes —exclamó, sonando más desesperada de lo que debería—. Quiero decir, esto no es más que una aventura. Creí que lo entenderías. No tenemos que llamarnos para charlar. No tenemos que relacionarnos de este modo.


—Una aventura, sí. Sólo sexo, no —suspiró profundamente, dando muestras de frustración—. Mira, Paula, ¿por qué no cenas conmigo? Tengo que comer. Tú tienes que comer. Vamos a comer juntos.


No lo pudo evitar. Sonrió. Dicho así, le parecía bastante razonable y esa sensación de desesperación se desvaneció. Pedro no estaba rechazando una aventura, no estaba presionando para que tuvieran algo más serio.


—Claro.


—Iré a recogerte.


Aunque no podía verla, Paula sacudía la cabeza. Había que respetar las reglas.


—Yo iré a tu casa.



AÑOS ROBADOS: CAPITULO 22




Paula se arrimó a Pedro y se acurrucó contra él, inhalando su aroma a cítricos y menta, pero además, pudo captar que también olía mucho a ella y eso la hizo sonreír.


Ya que estaba dispuesta a hacer que esa relación se limitara a algo puramente físico, pensó que lo mejor sería irse enseguida.


—¿Vas a dejarme aquí atado? —le preguntó él.


Ella se rió y le quitó el cinturón de las muñecas. 


Al darse cuenta de que los nudos estaban muy flojos, lo miró diciendo:
—Creo que tú mismo te podrías haber desatado sólito.


Él le guiñó un ojo de un color completamente avellana.


—Pensaba que para ti era importante tenerme bajo tu poder.


Paula apartó la vista, no podía mirarlo a los ojos. Pedro tenía razón, quería tener el control. Necesitaba tener el poder. Estaba claro que en la cama no se encontraban al mismo nivel; al menos unos momentos antes no lo habían estado.


Los dedos de Pedro se hundieron en su cabello y él le giró la cabeza para apoyarla sobre su hombro. Paula se relajó, aún perdida en sus pensamientos. A Pedro ni siquiera le había importado que ella quisiera ser la parte dominante en la cama porque, a juzgar por su mirada de satisfacción, se había deleitado con su femenino poder.


Pedro se estiró y apagó la lámpara de noche, dejando la habitación en una absoluta oscuridad.


Bien, al parecer iba a quedarse a dormir con él, y eso infringía la primera de sus reglas. Nada de dormir en casa del otro. Pero sus músculos se encontraban en estado de letargo y la profunda respiración de Pedro fue como una nana que la adormeció.


Ella era una persona de la noche, rendía mejor en su trabajo a partir de las once y no podía ser mucho más tarde de esa hora. No debería estar deseando dormir.


Por supuesto, había gastado mucha energía, y además, la calidez de Pedro en ese momento resultaba tan tentadora que se permitiría una pequeña siesta. Una siesta reparadora para recobrar su poder. De hecho, después se despertaría y despertaría también a Pedro. Eso de cerrar los ojos durante un instante parecía tener mucho sentido.


Pero finalmente fue el sol lo que la despertó. 


Bruscamente, se dio la vuelta. Pedro estaba a su lado, de cara a ella y jugueteando con un mechón de su pelo con gesto pensativo. Tenía un aspecto brillante, resultaba muy, muy agradable ver algo así por la mañana.


Ella se puso bizca y soltó una carcajada.


—¿Te has vestido así especialmente para mí?


Él la miró, algo confuso.


—¿Qué?


—¿Te has dado cuenta de que estás cubierto de purpurina?


Pedro se sentó e inmediatamente llevó sus dedos hasta los cortos y oscuros mechones de su pelo. Se levantó y fue hasta el baño, sin importarle en absoluto su desnudez, aunque eso no era de extrañar, porque tenía un cuerpo increíble. La luz del sol jugaba sobre los fuertes músculos de su espalda y de su trasero, tan firme y redondo, mientras caminaba.


Paula levantó la camiseta de Pedro del suelo y la puso del derecho. Se tomó un momento para oler su aroma y después se la puso. Ese gesto tan íntimo no estaba prohibido por las reglas de una aventura, aunque probablemente debería estarlo. El pulso se le aceleró. Lo siguió hasta el baño y se apoyó contra la pared. Una sonrisa se
marcó en sus labios mientras lo miraba examinándose el pelo frente al espejo.


—Es de las niñas. Mi hermana les compró crema con purpurina y como saltaron encima de mi chaqueta, debe de habérseme pegado algo en el pelo.


—Te sienta de maravilla.


Él se volvió y la miró.


—No te rías porque tú también la tienes por todas partes.


—¡Ja! Pero yo soy una chica.


Él la recorrió de arriba abajo con la mirada y los pezones de Paula se endurecieron marcándose contra la fina tela de la camiseta. Pedro se quedó mirando hacia la zona donde terminaba la prenda y comenzaban sus muslos haciendo que la piel de Paula ardiera bajo esa mirada.


Entonces la miró a los ojos.


—Y menuda chica eres.


Ese modo en que lo dijo fue como si le estuviera diciendo lo mucho que valía como chica. Kevin siempre la había hecho sentirse estúpida. 


«Corres como una chica. ¿Ahora vas a ponerte a llorar? Deja de comportarte como una chica». Qué tonta había sido por aguantar tanto tiempo al lado de semejante cretino.


Pero esa noche, no le importaría correr como una chica, comportarse como una chica, hasta podría ponerse más purpurina todavía por encima.


Quería reírse por lo bien que se sentía.


«Tienes que estar con alguien que te haga sentir bien, no mal».


Eso era lo que le había dicho su padre, aunque en algún momento de su vida lo había olvidado. Ahora lo veía como uno de los mejores consejos que le había dado y ya no volvería a olvidarlo.


Había querido tener un matrimonio como el de sus padres que, después de treinta y cinco años, seguían enamorados. Paula pensó que con Kevin había elegido a un hombre como su padre, también policía, pero se había equivocado. Era curioso que el señor Aparentemente Honesto resultara ser un cretino mientras que el chico malo había terminado convirtiéndose en un hombre en el que una mujer podía confiar.


Pedro la hacía sentirse mejor consigo misma. 


Por fin se sentía curada del daño que Kevin le había causado, pero el problema era que debería haber llegado hasta ese punto ella sola, sin la ayuda de Pedro.


Él no siempre tenía que ser el que estuviera al mando. Ver sus ojos oscurecerse y oír los sexys sonidos que emitía cuando ella se mostraba autoritaria en la cama… era todo el ánimo que necesitaba.


Pedro era un hombre que la valoraba y eso lo convertía en alguien muy, muy sexy.


Sintió un nudo en la garganta y unas lágrimas tomaron forma en sus ojos. Unas lágrimas de chica.


¿Y a quién le importaba?


No sería ningún problema si no fuera porque en esa clase de aventuras las emociones no tenían cabida. Ya lloraría para celebrarlo en privado. Miró a su alrededor en busca de algo que la distrajera para no llorar.


Sobre la encimera vio su frasco de colonia.


—Así que eso es lo que llevas. Valorous —levantó la tapa y la olió. El aroma a naranja hizo que los dedos de los pies se le encogieran contra el suelo—. Qué aroma tan dulce.


—Genial. Eso era exactamente lo que estaba buscando —algo contrariado, Pedro le quitó el frasco y la tapa de las manos y los puso sobre la encimera.


Abrió el grifo de la ducha y se giró hacia ella.


—¿Te ha dicho alguien alguna vez que el ego masculino es una cosa muy frágil? Creo que sólo puedo soportar un golpe a mi imagen de macho. Hoy ya llevo dos y aún ni siquiera he tomado café.


Paula lo miró a la cara; no parecía ni enfadado ni avergonzado, sólo un poco… decepcionado.


Alargó la mano y cerró la puerta, haciendo que el baño se calentara con el calor del agua. Pronto el vapor comenzó a alzarse sobre la ducha.


Le había hecho sentirse mal.


Él le había dado mucho la noche anterior, pero ella no le había devuelto el favor esa mañana y por eso quería hacerle sentir muy, muy bien.


Él abrió la puerta de la ducha y entró.


Pedro.


Al oír su nombre, no cerró la puerta, sino que se la quedó mirando con esos ojos avellana. A la espera. Quería algo de ella.


—Creo… creo que eres el hombre más sensacional que he visto en mi vida —su voz sonó temblorosa, pero cargada de verdad.


Algo brilló en la mirada de Pedro. Algo que ella no quería ver, que no quería reconocer. Los dos compartían una historia que habían estado evitando. Ocultarse tras una aventura enmascararía el grado de intimidad que habían construido entre los dos por poco tiempo más. 


Estar desnuda ante él a la luz del día, cuando la razón y las ideas claras imperaban, sería un error.


Entonces él extendió la mano hacia ella.


—Demuéstramelo.


Paula tragó saliva y miró los fuertes dedos que la esperaban.


¿Estaba loca? Cruzó los brazos y se quitó la camiseta. Le tomó la mano y dejó que la llevara bajo el agua, junto a él, que cerró la puerta de cristal.


El agua le caía sobre la cabeza mientras Pedro la besaba. Estaría encantada de demostrarle lo bello que le parecía su cuerpo.