viernes, 14 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 11




Paula se movió nerviosa en su asiento. 


Lentamente, el grupo se había disuelto en parejas: Juana con Perry, Eva con Mitchell y Nicole con Devon, que se desperdigaron entre la oscuridad de la pista de baile o las oscuras esquinas del local para estar a solas. Penny estaba en la barra charlando con un chico que le había invitado a una copa.


Paula estaba sola con Pedro y la situación comenzó a resultarle algo incómoda.


Él estaba a su lado, tan alto, fuerte y masculino. 


Si ponía su imaginación a trabajar, podía sentir el calor de su cuerpo y el perfume de su colonia. 


Un escalofrío le recorrió la espalda y entonces descubrió que se estaba engañando porque no se trataba de una situación incómoda, sino de una situación muy sensual.


La música resonaba a su alrededor y su corazón latía con fuerza.


Los dos fueron a levantar sus copas en el mismo momento y sus dedos se rozaron, permaneciendo juntos más tiempo del necesario. Ella dio un trago, necesitaba el frío del zumo para refrescarla. Había esperado a que él hiciera algo en otras ocasiones, pero ya había dejado de ser esa chica que se limitaba a ver su vida pasar. Dejó el vaso sobre la mesa y miró a Pedro.


¿Se podía ser más guapo? Las luces rojas y azules de la pista se reflejaban sobre su firme mandíbula y resaltaban sus seductores labios. Fijó la mirada en ellos, el mensaje que le había mandado no podía haber sido más claro, pero por si acaso…


—Yo nunca doy el primer paso —le dijo mirándolo fijamente.


Los hombros de Pedro se tensaron y él agarró con fuerza la botella.


A pesar de decir que era algo que ella nunca hacía, lo cierto era que ya había dado el primer paso.


—Yo sí —Pedro dejó la botella sobre la mesa, le rodeó la cara con las manos y le acarició los labios con el pulgar.


Sí. Pedro Alfonso, el chico de sus sueños, el hombre de sus fantasías, por fin iba a besarla.


Contuvo la respiración, impaciente. Ya no le importaba que la realidad destruyera su fantasía.


Él bajó la cabeza, lentamente, con una lentitud que resultó ser una tortura. Paula cerró los ojos al sentir un primer roce de sus labios, unos labios delicados y suaves, pero eso no era lo que ella quería. Le acarició con la lengua y entonces él profundizó el beso a la vez que hundía los dedos en su cabello. Pedro sabía bien, sabía a peligro y a puro fuego.


Era mejor que cualquier cosa que pudiera haber imaginado. Cuando Pedro bajó las manos y la llevó contra su pecho, ella lo rodeó por el cuello y lo arrastró hacia sí.


El beso, cada vez más intenso, le dijo a Paula cuánto la deseaba Pedro.


Eso era lo que necesitaba; había pasado mucho tiempo desde que había sentido el placer de que un hombre se sintiera atraído sexualmente por ella. El duro golpe que había sufrido su orgullo al encontrar a su prometido en la cama con otra mujer ya estaba olvidado.


—Tenemos que irnos de aquí —susurró Pedro con una voz cargada de deseo que avivó la sensibilidad de su cuerpo.


La risa de una mujer desde la mesa de al lado interrumpió el beso y Paula intentó salir de los brazos de Pedro, pero él la sujetó con fuerza.


—¿Se lo decimos a los demás?


—Ya se lo imaginarán —dijo él.


—Tengo que estar en el trabajo en treinta minutos —dijo Paula sin molestarse en ocultar su decepción. No tenían mucho tiempo.


Él la soltó.


—Entonces te acompañaré al coche —respondió con una voz tensa.


—No es necesario.


Pedro enarcó una ceja.


—Es de noche y por la noche siempre acompaño a una mujer hasta su coche.


Paula sonrió al ver a Pedro mostrarse tan protector. Podía decirle que era casi una experta en artes marciales y que la pistola que había mencionado mientras jugaban a los dardos estaba dentro de su bolso, pero no era tan estúpida. Una mujer sola era un objetivo mucho más fácil que una acompañada, y sobre todo, no estaba dispuesta a desperdiciar tiempo al lado de Pedro.


Él le tomó la mano y la sacó del local.


El fresco aire de la noche sacudió su acalorada piel y le sirvió de excusa para el hecho de que sus pezones se transparentaran a través de la blusa color lavanda.


Ninguno de los dos dijo nada de camino a la cadena de televisión y así llegaron hasta el aparcamiento.


—Aún hay muchos coches aquí —dijo ella mirando a su alrededor e intentando sacar un tema de conversación.


—Hay gente trabajando las veinticuatro horas todos los días del año, nunca se sabe cuándo puede suceder algo.


—Ahí está mi coche. El negro.


Se detuvieron junto a la puerta del coche.


—Bueno, pues… —ella buscaba las llaves en el bolso—. Me ha gustado volver a verte, Pedro.


Alzó la vista, lo miró y lo rodeó con los brazos. 


Se besaron.


Paula deseaba deslizar sus manos por todo su cuerpo. Le encantaban esos brazos tan musculosos y esas nalgas tan firmes. Enganchó una pierna alrededor de su pantorrilla y pudo sentir lo tenso que estaba. Era un hombre a punto de perder el control. Casi sonrió al sentirse tan poderosa.


Pedro le besó los ojos, las mejillas y la barbilla. 


Cuando sus labios, y después su lengua, encontraron la piel de su clavícula, ella gimió y se inclinó hacia arriba haciendo que sus caderas se tocaran. La dura protuberancia de su erección presionó contra la zona más sensible de Paula, que volvió a gemir sin importarle cómo sonaría.


Y entonces él se excitó más.


—Paula, lo que me haces… —su voz no fue más que un susurro entrecortado.


Le agarró la pierna y con delicadeza la colocó alrededor de su cintura antes de comenzar a acariciarla por encima de la rodilla y más arriba.


Ella se estremeció, enredó sus dedos entre el pelo de Pedro y le mordisqueó el lóbulo de la oreja.


—Quiero tocar todo tu cuerpo —dijo con insistencia.


Él le dio la vuelta y la colocó de cara a su coche. Paula apoyó los brazos sobre el techo del coche y dejó escapar un suave gemido cuando los labios de Pedro encontraron ese punto erógeno bajo su oreja mientras le acariciaba un pecho con una mano y deslizaba la otra lentamente por su cintura.


Cuando esa mano se detuvo y tiró de Paula hacia atrás, ella volvió a gemir, en esa ocasión ante la asombrosa sensación de sentir el miembro de Pedro presionando firmemente contra su trasero.


—Así mejor —susurró él.


Deslizó la mano bajo su blusa… buscando. La frustración invadió a Paula, que se mostraba impaciente.


—Odio mis sujetadores.


El aliento de Pedro rozó su cuello cuando éste se rió al decir:
—No, es muy sexy —finalmente, cubrió su pecho con la mano y su pezón se endureció todavía más. En ese momento, ella echó la cabeza hacia atrás para apoyarla sobre el hombro de Pedro y cerró los ojos de placer.


Empezó a jadear.


Pedro—le suplicó, no muy segura de lo que pretendía decir.


El puso la otra mano sobre su muslo y no se detuvo al llegar a sus braguitas, sino que se coló dentro. A ella le temblaron las piernas.


—Estás muy húmeda —dijo mientras la acariciaba. Cuando llegó a su clítoris, ella gritó y presionó su cuerpo con más fuerza contra su pene.


—Paula, ¡me excitas tanto!


Ella abrió los ojos y vio su rostro reflejado en la ventanilla del coche. Tenía el pelo alborotado y sobre la cara, y los labios ligeramente separados e hinchados por los besos. Tenía un aspecto algo salvaje, como el de una mujer que estaba disfrutando de su hombre.


Sonrió. Casi se rió. Estaba con Pedro Alfonso. Con el señor Perfecto, que lo estaba haciendo todo a la perfección.


Mientras él seguía acariciándola y provocándola, ella se sacudía contra su cuerpo.


Pedro gimió.


—Hazlo otra vez.


—Entonces tú haz eso otra vez —le dijo con una voz llena de satisfacción.


Satisfacción de saber que podía excitarlo tanto como él la excitaba a ella.


Pedro le lamió la nuca cuando coló toda su mano dentro de su ropa interior. Ella gimió. Su dedo pulgar le acariciaba el clítoris mientras otro dedo se adentraba en ella.


Era como una imitación del sexo. La estaba provocando. La estaba haciendo querer más. Y ella quería más. Lo quería todo.


Con la otra mano siguió acariciándole el pecho y su pezón ardía ante el tacto de sus dedos, ante la calidez de su boca en la nuca.


Le introdujo un dedo más.


—Oh, Pedro


—¿Qué? —le preguntó él, mordiéndole el lóbulo de la oreja—. Dime qué quieres. Quiero oír tu voz.


—Si no paras, voy a…


—Hazlo, Paula. He deseado verte teniendo un orgasmo desde que te he visto bailar.


Ella abrió los ojos y vio a Pedro reflejado en la ventanilla cuando, con gesto firme, introdujo un dedo más.


—Ahhh —gimió. Cerró los ojos cuando la fuerza de ese orgasmo la invadió y se contoneó contra él mientras una ola tras otra de placer la recorrían.


Después, se dejó caer contra el coche. Le temblaban las piernas, pero en ese momento lo único en lo que pudo pensar fue en tomar en sus manos esa erección que sentía por detrás.


Paula alargó la mano, pero Pedro la detuvo.


—Pero…


—Tienes que ir a trabajar —le recordó.


—Puedo llegar tarde —respondió ella con voz ronca y cansada, la voz de una mujer bien satisfecha.


Pedro la giró y la besó suavemente en los labios. Paula supo lo que significaba ese beso, era un beso de despedida.


—Quiero hacerte sentir bien —le dijo a Pedro mientras lo besaba.


—No puedo hacerte perder un trabajo por mi culpa —¿dónde estaba el chico malo que se saltaba todas las reuniones del instituto sin pensárselo?—. Cuando te haga el amor, quiero ir despacio para que podamos hacerlo durante toda la noche.


¿Qué mujer podría resistirse a eso? Pedro miró hacia atrás y añadió mirándola a los ojos:
—Y no quiero ninguna interrupción.


Con reticencia, Paula se agachó para recoger las llaves y el bolso. ¿Cuándo se le habían caído al suelo? Probablemente cuando Pedro coló la mano por debajo de su blusa o dentro de su ropa interior.


Se colocó la ropa rápidamente y no pudo contener una sonrisa. Eso era sin duda lo que había esperado que sucediera cuando esa mañana había sonado el teléfono.


Se metió en el asiento delantero del coche y Pedro, que le había cerrado la puerta, asintió cuando oyó que había echado el seguro. Se quedó en el aparcamiento hasta que la vio incorporarse al tráfico.


Paula sentía un cosquilleo en su piel, sentía calor por todo el cuerpo y una energía desbordada. Acababa de experimentar uno de los orgasmos más explosivos de toda su vida, y eso que tenía la ropa puesta. No podía esperar a ver a Pedro desnudo y metido en la cama con ella.


«Cuando te haga el amor…»


La promesa que escondían esas palabras hizo que sus manos temblaran alrededor del volante.


Era una promesa, ¿verdad? Sus hombros se tensaron y tamborileó los dedos sobre la palanca de cambios mientras esperaba a que el semáforo se pusiera verde.


Tal vez debía seguir una de sus técnicas de trabajo y ponerse en el lugar de Pedro. Sí, ésa era la razón por la que se había despedido de ella. Habían estado en el aparcamiento de su lugar de trabajo y se habían arriesgado bastante. Suspiró y se echó hacia atrás sobre el asiento. Estaba claro que no le habían dado calabazas.


Y entonces lo pensó: había tenido sexo exactamente en el mismo lugar que siempre había dicho que evitaría. Con una carcajada compungida, metió primera y se dirigió a su trabajo.




AÑOS ROBADOS: CAPITULO 10




Pedro suspiró y por fin fue capaz de apartar los ojos de la pista de baile. ¿Qué le había pasado? 


Le dio un trago a su botella de cerveza.


Había visto a una mujer bailar antes, pero no de ese modo que parecía indicar que era una mujer que disfrutaba del sexo. Se le habían endurecido los pezones.


¿Habría estado húmeda?


Y cuando esos largos y finos dedos habían acariciado su cuerpo, lo único en lo que Pedro había podido pensar había sido en sacarla de allí lo antes posible y llevarla a… ¡a cualquier parte, siempre que estuvieran solos!


Paula Chaves era una mujer sexy, además de tener un cuerpo fantástico. Pero también estaba su actitud, esa confianza en sí misma, la naturalidad con la que hablaba con él. Y cuando sus miradas se encontraban, él se veía perdido. 


Esa mirada de Paula, como si se encontrara en medio de una fantasía sexual y él fuera el protagonista, le impedía pensar con claridad.


Pedro deseaba a Paula Chaves y estaba dispuesto a recuperar el tiempo que había perdido al centrarse únicamente en sus hijas y en su trabajo.


Durante un segundo, la adrenalina sacudió su cuerpo y le embargó la satisfacción de saber que una mujer tan ardiente y sexy lo deseaba.


Pero se trataba de Paula Chaves y esa mujer en particular arrastraba consigo muchas complicaciones. El pasado de los dos. La promesa de él. La lista era interminable.


Se había liberado de las complicaciones cuando su mujer lo había abandonado.


Era necesario. Tenía dos hijas pequeñas que dependían de él y de que tomara las decisiones correctas en la vida. Les debía eso y mucho más.


Por eso, simplemente se regocijaría en el placer de que una mujer así lo deseara y dejaría las cosas como estaban.



jueves, 13 de septiembre de 2018

AÑOS ROBADOS: CAPITULO 9




Había dos cosas que Paula hacía realmente mal en un bar. No sabía hacerle un nudo con la lengua al tallo de una cereza y no sabía cantar karaokes. Lo primero probablemente no tendría que hacerlo, pero The Love Shack estaba sonando y Penny quería subir al escenario y llevarse a Paula con ella.


—Pagaría dinero por ver a Eva ahí arriba —dijo Pedro.


—Pues necesitarías mucho —le respondió Eva.


Él se rió.


—Resulta que tengo un boleto de la lotería premiado.


—Un boleto que ahora mismo tiene menos valor que el papel sobre el que está impreso. Y ni siquiera todo ese dinero sería suficiente.


—Chicos, sois unos aburridos. Voy a pedir These Boots Are Made for Walking. Paula, cantarás conmigo, ¿verdad? —le preguntó Penny.


—Acaba de decirme que iba a echar una partida de dardos conmigo —dijo Pedro levantándose.


Paula giró la cabeza y con los labios le dijo «gracias». Cuando Pedro le dio la mano para ayudarla a levantarse, todo su cuerpo recibió una sacudida de alto voltaje al sentir el tacto de ese hombre. Quería apartarse pero aferrarse más fuerte a él al mismo tiempo.


Intentó deducir de su expresión si él había sentido lo mismo, pero Pedro ya estaba llevándola de la mano hasta la zona de juegos.


Arriba la luz era tenue y hacía que las pantallas planas en las que podían verse varios partidos brillaran con más fuerza. ¿Qué harían? ¿De qué iban a hablar? Tenía curiosidad por Pedro, por su divorcio, por cómo sería como amante, por cómo sería besarlo y acariciarlo…


—¿De punta de acero o blanda? —preguntó él.


Ella parpadeó.


—¿Cómo dices?


Él señaló hacia los dardos. Era una suerte que no hubiera mucha luz porque sentía sus mejillas encendidas. Se había dejado llevar demasiado por sus pensamientos.


—¿Qué diferencia hay?


—La punta blanda es mejor si no tienes experiencia porque si lo lanzas con fuerza y fallas, no le haces daño a nadie. Un dardo de punta de acero es más duro y penetra el tablero con más facilidad, pero es mucho más peligroso.


Paula tragó saliva. Más duro. Penetra. Oh, Dios mío.


—Tal vez deberíamos usar los blandos —y tal vez ella debería tomarse un respiro. ¿Pero qué le pasaba? Se trataba de unos dardos, estaba en un bar. No todo tenía que recordarle al sexo.


Él le dio un dardo y ella sonrió. Cuando lanzó, ¡falló estrepitosamente! Pedro se rió.


—Eres realmente mala.


Paula se rió con él.


—¿Sabes que es lo peor? Que como investigadora privada, tengo licencia para llevar un arma. Aunque para ser justos, creo que la última vez que jugué a los dardos fue con una diana de velero y tenía nueve años. En realidad soy buena apuntando con un rifle o con una pistola.


—Eso tengo que verlo para creerlo —le dio otro dardo, la rodeó por la cintura y le agarró la mano—. Échate hacia atrás, apunta y dispara.


El dardo voló por el aire.


Cuando Paula miró hacia arriba y vio los ojos de Pedro posados en sus labios, sintió sus pezones endurecerse.


Pedro bajó el brazo y le dio otro dardo.


—Toma. Prueba otra vez.


Después de eso, no volvió a rodearla con su cuerpo, pero la atmósfera entre los dos había cambiado, se había intensificado.


Tras echar una partida, volvieron con los demás, pero Pedro ya no la llevó de la mano, sino que había vuelto a levantar una barrera y avanzaba manteniendo las distancias.


Una mujer educada respetaría el derecho de un hombre a erigir una barrera emocional, pero su carrera consistía en eliminar esas barricadas y cada obstáculo que él levantaba entre los dos suponía un excitante desafío para ella.


El resto del grupo se encontraba alrededor de una mesa alta charlando y tomando unas copas.


—Había lista de espera para entrar al restaurante, así que hemos decidido ponernos aquí —les dijo Juana.


Paula se preguntó si Pedro se marcharía, pero al ver que se reunía con los demás en la mesa, se alegró, porque no estaba dispuesta a que la noche terminara. Entonces los sonidos de una guitarra llenaron la sala.


—¿Cuándo han empezado a traer grupos? —le preguntó Pedro a la camarera mientras retiraba unos vasos y ponía otros de cerveza.


—El dueño está intentando algo nuevo. El vocalista es amigo de su mujer.


Pedro miró a Paula.


—¿Quieres algo aparte de un zumo?


Ella negó con la cabeza.


—No. Esta noche tengo que trabajar y necesito tener la cabeza despejada.


—Hablando de trabajo, Paula, apuesto a que tienes historias geniales —dijo Nicole. Paula no la había conocido durante la grabación del programa, pero más tarde le habían dicho que ella era la que desarrollaba las ideas para las historias que se trataban en Entre nosotras.


—Ey, estás olvidando la regla. Nada de hablar de trabajo los jueves por la noche —dijo Eva entre risas.


—Esto no es trabajo —respondió Nicole sonriendo— y si Paula quisiera contar alguna historia excitante que me diera una idea para algún bloque, no voy a taparme los oídos y a hacer como si no escuchara.


—Muchas veces firmo un acuerdo de confidencialidad con los clientes, pero digamos que gracias a mi trabajo tengo una lista de los lugares donde no practicaría sexo.


Eva miró a Nicole, que le guiñó un ojo.


—Tenías razón. Esto es lo que quiero oír.


—Aparcamientos —dijo Paula—. Allí hay mucha acción, creedme. El parque cuando ha oscurecido y los pasillos de una biblioteca. Decid lo que queráis, lo he visto todo.


—Cuéntanos una historia de las buenas —le pidió Nicole.


Pensó por un momento y después chasqueó los dedos.


—Muy bien, tantos amigos de este hombre han contratado mis servicios que ya apenas es un secreto, así que os lo voy a contar. Me llamaron por teléfono para pedirme que siguiera a la esposa de un hombre que sospechaba que su mujer estaba teniendo una aventura con su ayudante administrativo.


—¿Y lo estaba? —preguntó Penny.


—No, que yo pudiera descubrir. No fueron a ninguno de los sitios habituales; ni iban a hoteles ni se reunían fuera de la ciudad. Sólo se veían en muchos restaurantes. A esa gente le encantaba comer. Cuando estoy siguiendo a alguien, suelo esperar en el aparcamiento hasta que salen y por eso los veía llegar, quedarse un rato dentro del local y después salir por separado. No estaba consiguiendo absolutamente nada. Entonces me di cuenta de que estas comidas que tenían duraban más que un almuerzo o una cena normales y por eso decidí investigar desde dentro.


—Me imagino lo que pasaba —dijo Nicole.


Paula se rió.


—Oh, no creo.


Las mujeres se echaron hacia delante para poder oír por encima de la música del sintetizador y de la guitarra.


—Elegían horas muy raras para comer. Ese día en particular fue después de la hora habitual del almuerzo y sospeché porque en el restaurante sólo estábamos otra pareja, un hombre y yo. Intento mezclarme entre la multitud para pasar
desapercibida, pero eso resulta muy difícil cuando no hay nadie, y la cosa empeoró cuando el hombre que estaba solo se marchó. Primero veo al auxiliar administrativo levantarse y dirigirse al cuarto de baño. Al momento, veo a mi objetivo levantarse. Sé que algo está ocurriendo porque ella también se dirige al lavabo de hombres.


Paula había captado la atención de todos los que había alrededor de la mesa.


Así debía de sentirse Eva al salir por televisión y despertar todo ese interés centrado únicamente en ella. Sintió el calor de la mirada de Pedro y casi deseó no haber empezado a contar la historia porque tal vez al hacerlo, ya no resultaría tan graciosa.


Tras dar un sorbo de zumo, siguió:
—Esperé uno o dos minutos y entonces decidí seguirla y estaba totalmente convencida de que iba a encontrármelos… disfrutando el uno del otro en el lavabo.


—¿Y fue así? —preguntó Penny.


—No. Cuando entré, ella estaba atusándose el pelo frente al espejo, con una actitud muy natural.


—Con la diferencia de que estaba en el lavabo de hombres y que el otro ocupante no había salido —comentó Pedro.


—Exacto. Miré, pero no vi pies por debajo de las puertas. Todo era muy extraño. Allí estaba yo, en el lavabo de hombres, y no podía tardar mucho en dejar ver que me había confundido, pero justo entonces vi una puerta que no se había cerrado bien y que estaba moviéndose.


—¿Fue eso lo que pasó? ¿Él estaba allí? —preguntó Pedro.


Paula asintió.


Penny dejó caer los hombros.


—Bueno, pero no es demasiado sorprendente.


—A menos que pienses que encontrarte a un hombre desnudo y subido a la taza para que no lo veas por encima de la puerta no es algo demasiado sorprendente. Pero eso no es todo. El hombre empezó a quejarse porque no le había sacado una foto.


Penny arrugó la frente.


—Ahora no lo entiendo.


—Yo tampoco, al principio. Más tarde, descubrí que era el marido de la mujer. Me habían contratado porque querían que los descubriera haciéndolo en un lugar público. La siguiente vez también los descubrí. Les gusta tanto la calidad de mis fotos que me recomiendan a muchos amigos. La mitad de las veces que empiezo un trabajo nuevo no sé si se trata de un cliente que en realidad puede estar engañando a su pareja o si será algún amigo de este matrimonio. Me limito a sacar la foto, a enviarla al apartado de correos que me proporcionan y a recibir mi cheque.


Nicole comenzó a reírse.


—Es la historia más rara que he oído en mucho tiempo. No estoy segura de cómo puedo usarla, pero…


—Tal vez podemos darle un giro y hablar sobre cómo mantener fresca una relación —dijo Penny.


Eva sonrió.


—Penny, creo que vas encajar muy bien en el equipo de trabajo de Entre nosotras.


La banda terminó con la parte instrumental y el vocalista comenzó a bailar con energía.


Nicole se aclaró la garganta.


—Chicas, no tenemos esperanza de que estos hombres salgan a la pista de baile, así que propongo que les dejemos aquí y vayamos a pasar un buen rato. Y esto te incluye a ti, Paula.


Paula miró en la dirección de Pedro, pero en esa ocasión no recibió ayuda, ya que él se había recostado sobre la silla para disfrutar del espectáculo.


Con pasos renuentes, Paula siguió a las otras chicas hasta la improvisada pista de baile y al pasar y sentir los ojos de Pedro puestos en ella, sonrió para sí. Si quería espectáculo, lo tendría. Le gustaba que la mirara, quería sentir el calor de esos ojos.


Comenzó a mover la cabeza y unos mechones de pelo le cayeron sobre las mejillas.


Bailar era una forma de expresión y de atraer a los hombres. Sólo había otro lugar que le diera a una mujer la misma libertad para explorar su poder personal: la cama. Pensar en el sexo le dio a Paula la confianza en sí misma necesaria para explorar su sensualidad sobre la pista de baile. Se aseguró de que cada movimiento, desde un giro elegante de la pelvis hasta un meneo de caderas, le lanzara un mensaje Pedro. Mientras se movía, se acariciaba la piel.


Movimientos sutiles. Para cualquier observador, se trataría de un simple baile, pero para un hombre que la miraba como la había mirado él mientras jugaron a los dardos, con ese descarado deseo en los ojos, sus movimientos eran una invitación. Y una advertencia.


Con las manos trazó el escote de su blusa y se acarició suavemente mientras se contoneaba al ritmo de la música. Un movimiento diseñado para hacerle pensar en dónde quería que le pusiera las manos.


Lo miró.


Proyectaba cada uno de sus deseos interiores a través de su cuerpo. De sus ojos.


Y justo cuando vio a Pedro tensar los hombros y cerrar las manos en un puño como si quisiera levantarse y unirse a ella, dio un paso atrás. 


Permitió que otras personas que bailaban la ocultaran de su visión porque la lección más importante que había aprendido era que siempre tenía que dejar a un hombre deseando más.