viernes, 7 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 31




Los treinta minutos que siguieron fueron una experiencia agradable para Paula, lo mismo que la comida que compartieron: bistecs asados, patatas fritas, ensalada verde y manzanas frescas conservadas en el refrigerador, lo que las volvía frías y crocantes.


Paula quedó ahíta. Pedro la miró, se echó hacia atrás en su silla y sonrió.


—Para ser una mujer de tu tamaño te gusta comer bastante ¿verdad?


Paula sonrió dulcemente.


—¿Deberla yo decir lo mismo de ti?


—Sería la verdad.


—Entonces, admito lo que has dicho de mí.


Pedro rió apreciativamente y dejó que sus ojos se pasearan sobre ella, haciendo que el corazón de Paula acelerara sus latidos. Paula se removió incómoda en su silla.


Después de recoger los platos sucios, Paula se acercó a la máquina de escribir y hojeó las páginas del capítulo en el que había estado trabajando el día anterior. En realidad no tenía ganas de escribir a máquina pero, de no regresar a su habitación, no sabía cómo podría pasar las horas siguientes.


Pedro la vio vacilar y sugirió:
—¿Qué dirías de que nos dedicáramos a holgazanear?


Paula volvió hacia él sus ojos violetas.


—¿Qué?


—Holgazanear. Después de todo, es domingo.


—Pero tu plazo de entrega...


—Al demonio con mi plazo de entrega. Yo soy un escritor, no una máquina.


—¡Pero no serías tú quien lo haga! ¡Sería yo!


—Y tampoco tú eres una máquina. Vamos.


No le dio tiempo para buscar más excusas, la tomó del brazo y prácticamente la sacó por la puerta.


Una vez en el porche, él aflojó la mano con que la sujetaba y empezó a conducirla simplemente como un compañero. Ella no trató de liberarse.


Caminaron en silencio hasta que llegaron al lago. Esta vez, en vez de seguir el sendero, Pedro la condujo hasta el borde del agua. Paula miró la vítrea superficie y la pared de árboles que la rodeaban hasta el horizonte. 


Nuevamente, los olores de la foresta llegaron a su nariz, y a medida que sus oídos fueron acostumbrándose al silencio, empezaron a percibir sonidos. Los pajarillos gorjeaban retozones en ramas muy altas; un picamaderos estaba atareado haciendo una serie de agujeros en busca de alimento debajo de la corteja de un árbol. Sus oídos de ciudad empezaban a acostumbrarse al despoblado. Y Paula descubrió que eso era una buena sensación.


Con sorpresa de su parte, empezaba a gustarle este lugar. Comparada con el cemento, la suave alfombra de suelo arenoso empezaba a hacérsele deseable. ¡Y el aire! ¡Podía respirar de veras! Sus pulmones, acostumbrados a aspirar el aire contaminado de la ciudad durante tantos años, ahora parecían renacer en la atmósfera limpia y fresca.


Lanzó un suave suspiro y volvió la cabeza para mirar disimuladamente a Pedro. El parecía apreciar la belleza del bosque tanto como ella. 


Paula volvió a dirigir su vista al lago.


—Es tan sereno... tan... —murmuró casi con reverencia, incapaz de encontrar palabras adecuadas.


Pedro esperó que ella terminara, y como no lo hizo, asintió con la cabeza.


—Después de un tiempo, uno empieza a sentirse conquistado.


Paula se volvió y lo miró de lleno.


—Realmente, tú amas este lugar, ¿verdad?


—Lo conozco desde que era muchacho. —Pedro señaló la cabaña.— Mi padre y yo construimos esa cabaña.


Paula siguió la dirección de la mirada de él.


—¿De veras? —En su mundo la gente no construía sus propias casas... contrataban a otras personas para que lo hicieran.


—En un verano, cuando yo tenía quince años.


Pedro se dejó caer en el suelo para sentarse bajo un gran pino. Dio unas palmaditas en el suelo para que Paula también se sentara.


—¿Tu padre... sabía mucho sobre la construcción de cabañas? —preguntó ella.


Pedro se permitió una leve sonrisa.


—No. Era geólogo de una compañía petrolera, en realidad.


Paula trató de comprender.


—¿Entonces... cómo?


—Fuimos a la biblioteca y nos informamos. Se puede hacer eso, sabes. Es posible encontrar instrucciones para construir casi cualquier cosa... si sabes dónde buscar.


—¡Pero sin duda se necesitó más que eso!
Mucho trabajo duro. Tuvimos que despejar el terreno - Pedro hizo una pausa como si estuviera recordando.— Después usamos los árboles que cortamos para hacer los troncos. Queríamos seguir lo más de cerca posible los métodos que usaron los pioneros cuando colonizaron el este de Texas, por lo menos en la parte exterior. —Pedro levantó del suelo una aguja de pino y empezó a hacerla girar entre el pulgar y el índice.— Mi papá amaba esta tierra. Después que la cabaña estuvo terminada, solía venir aquí todos los fines de semana que podía y se dedicaba a pintar. Y después, cuando se retiró, pasaba aquí semanas enteras. Mi madre nunca tuvo motivos para estar celosa de otra mujer; tenía al bosque. Aunque no se sentía celosa porque también le gustaba.


Paula permaneció callada, pensando en los cuadros que había visto.


Pedro se contentó con dejar que siguiese el silencio. Después, finalmente lo rompió diciendo:
—Te he contado de mí, de mi familia. Ahora es tu turno.


Paula dio un leve respingo. No esperaba eso, y nunca había hablado de su pasado con nadie. 


Se encogió ligeramente de hombros.


—Yo nací de un huevo —dijo.


Pedro soltó una risita divertida y estiró el brazo para tomarla de la nuca con una mano cálida. 


Empezó a masajearla suavemente.


—Vamos, no puedo creerlo —dijo.


Una serie de estremecimientos corrió repetidamente hacia arriba y abajo de la espalda de Paula... Paula aspiró profundamente. Quizá estaría bien contarle algo. ¡Quizá entonces él dejaría de hacerle eso!


Su plan dio resultado hasta cierto grado, pero él no retiró la mano sino que la dejó debajo de los mechones del oscuro pelo de ella.


—Mi padre murió cuando yo era pequeña. Mi madre tuvo que trabajar y murió cuando yo tenía dieciocho años. Eso es todo.


Pedro la miró pensativo.


—Eso no es todo —dijo.


Paula apartó la mirada.


—No —admitió.


—¿Entonces...?


El masaje empezó otra vez.


Paula tuvo que aguantar. Todo su cuerpo empezaba a encenderse con el contacto de él.


—Me... me casé. No funcionó.


Instantáneamente cesaron los movimientos de la mano que pareció quedar un momento paralizada. Después empezó nuevamente, sólo que esta vez Paula sintió que era una acción inconsciente, como si él no se percatara de lo que estaba haciendo.


—¿Hace mucho tiempo? —preguntó él en voz más ronca que lo habitual.


Paula no quería hablar pero algo la impulsaba a hacerlo.


—Cinco años.


Pedro frunció el entrecejo.


—¡Tú no podías ser más que una criatura!


—Diecinueve años. La edad suficiente.


El absorbió esa información.


—¿Cuánto tiempo duró?


—Aproximadamente un año.


—¿Todavía lo amas?


—¡No!


La mano pareció relajarse un poco sobre el cuello de ella. Paula movió la cabeza, indicándole que quería que él se detuviera.


—¿Y tú? —preguntó—. ¿Nunca te casaste?


Pedro sonrió a medias y dejó caer su mano.


—No... Estuve comprometido una vez, pero tampoco funcionó.


—¿La amabas?


Paula pensó que era justo hacerle la misma clase de preguntas que le había hecho él. Pedro no había vacilado en hacerle preguntas personales.


—Sí.


—¿Tú rompiste el compromiso o fue ella?


—Fue ella.


—¿Por qué?


Pedro la miró enigmáticamente.


—Tú crees en obtener tu libra de carne, ¿verdad?


Paula le sostuvo la mirada sin vacilar.


El suspiró, y después respondió.


—Ella quería un hombre que vistiera los mejores trajes y fuera solamente a los mejores lugares. Descubrí que no era eso lo que yo quería y le di a elegir. Ella no me eligió a mí. —Quedó un momento callado, pero Paula pudo ver que de aquello no quedaba herida alguna.— Creo que ella ahora ya tiene dos matrimonios en su haber.


—¿La volviste a ver desde que se separaron?


—Ocasionalmente.


El arrojó al suelo la aguja de pino.


—Nada. Creo que fue un escape afortunado.


Le levantó el mentón, se inclinó y la miró hondamente a los ojos.


—¿Alguien te ha dicho que tienes ojos hermosos?


Las palabras, suavemente pronunciadas, hicieron que el corazón de Paula empezara a latir aceleradamente.


—Un hombre podría ahogarse en tus ojos —continuó él susurrando suavemente.


Paula, que estaba a punto de caer por tercera vez, repitió silenciosamente el pensamiento. 


Sólo que ella estaba sintiendo exactamente lo mismo acerca de los ojos de él. Cálidos, castaños, con anillos más oscuros en tomo a los iris. Misteriosas rayitas que irradiaban de las pupilas...



PERSUASIÓN : CAPITULO 30



No había pasado mucho tiempo cuando Paula se sobresaltó al oír en la puerta de su habitación un golpe suave que la arrancó de su abstracción. Saltó en seguida de la cama y fue a abrir.


Pedro estaba allí.


—Me dijiste que te avisara —fue todo lo que dijo él. Fue todo lo que necesitó decir.


Un nudo se formó en la garganta de Paula pero ella no supo si se debió a la muerte de los conejos o a que Pedro se veía tan deprimido.


—Tú hiciste todo lo que pudiste —susurró, tratando de brindarle un poco de consuelo.


Nunca había visto un hombre tan sensible y ahora no sabía qué hacer con él.


—Sí —repuso él, e hizo ademán de retirarse.


Paula lo siguió.


Pedro fue hasta la puerta de la cabaña, donde había dejado la caja.


—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.


—¿Tú qué piensas?


—¿Enterrarlos?


El asintió.


El nudo en la garganta de Paula se apretó aún más. David, si hubiese sido el que encontró los conejos, en primer lugar no los habría cuidado, pero aunque lo hubiera hecho, no se habría tomado más molestias que arrojarlos al recipiente de la basura.


Pedro sentía las cosas de un modo diferente y Paula estaba empezando a conocerlo lo suficiente para saberlo. Sin preguntarle si lo molestaba, lo siguió.


Pedro caminó hasta que llegó a un lugar cerca del lago, donde se desviaron y fueron junto a un alto pino. Como si entendiera, a su canina manera, Príncipe los acompañaba sin sus habituales muestras de entusiasmo.


Paula observó mientras Pedro cavó un hoyo con una gran cuchara de servir que había tomado de la cocina. No había otras herramientas, aparentemente.


Los conejos seguían envueltos en la camisa de él y así fueron colocados dentro del hoyo.


Cuando terminó de taparlos con tierra, Pedro se volvió y por primera vez vio que Paula había venido con él. Por un momento pareció desconcertado, como si no hubiera pensado que ella se interesaría. Después, una leve, triste sonrisa le curvó los ángulos de la boca.


—Ahora crees que estoy loco de veras, ¿no es cierto? Acabo de demostrarlo.


Paula le sostuvo la mirada.


—No, no creo nada de eso —dijo.


Pedro siguió mirándola, y aunque no pudo leer la expresión que se había instalado en esos ojos color canela, Paula no parpadeó.


Finalmente Príncipe, que se había puesto impaciente, se acercó a Pedro y lo empujó con el hocico, quebrando el hechizo que súbitamente había parecido envolverlos.


Paula se volvió, ligeramente avergonzada. No entendía lo que le estaba sucediendo. Se sentía sin aliento, con las rodillas temblorosas. Un pensamiento errático pasó por su mente pero por tan poco tiempo que ella apenas fue consciente de su presencia.


Pedro rió con un poco de aspereza y rascó a Príncipe detrás de las orejas.


—Hemos estado ignorándote, ¿eh, muchacho? No recuerdo si anoche te di de comer. —Miró a Paula.— Y nosotros tampoco comimos, así que lo haremos ahora. Después, me meteré en la cama.


Lentamente, Paula se volvió para mirarlo.


—Yo también —dijo.


Nuevamente se hizo silencio entre los dos, pero esta vez ninguno permitió que se reflejaran sus pensamientos en sus expresiones. Y Paula se percató de que si él interpretaba equivocadamente sus palabras, ella realmente se fastidiaría. El pensamiento la excitó al mismo tiempo que ella lo rechazaba.


Reordenar las pautas de sueños y vigilia no es una cosa fácil para el organismo. Pero Paula estaba tan cansada por la noche pasada como nodriza de los conejitos que instantáneamente se hundió en un sueño profundo y no despertó hasta la media tarde.


Y cuando finalmente recobró por completo la conciencia, se sintió tan confundida que se preguntó si no hubiera sido mejor no dormir. 


Siguió acostada unos momentos tratando de que las funciones de su cerebro empezaran a funcionar con algo de coherencia.


Cuando sintió que había hecho todo lo posible en ese sentido, lentamente apartó el delgado cubrecama, y después de ponerse su bata, fue al cuarto de baño con la esperanza de que una rápida ducha la ayudaría a recuperarse.


Así fue. Salió del baño quince minutos después sintiéndose mucho mejor y más capacitada para enfrentarse con el mundo.


El interior de la cabaña todavía estaba silencioso y Paula decidió que con toda probabilidad Pedro estaba durmiendo. Así que en vez de ir directamente a su habitación para vestirse, se acomodó la bata y entró descalza en la cocina. Todo lo que necesitaba era una taza de café y las cosas se arreglarían. Llenó de agua la olla para calentar de hierro esmaltado color amapola, sin importarle que el café que tenía Pedro en la cabaña era soluble instantáneo. Por la forma en que ella se sentía ahora, cualquier cosa le sabría a ambrosía.


Mientras Paula esperaba que hirviera el agua, Príncipe entró lentamente en la habitación. 


Paula le sonrió afectuosamente cuando él empezó a agitar amistosamente la cola.


—Probablemente estás preguntándote qué demonios está sucediendo. ¿Verdad? Pobrecito.


Cuando Paula empezó a rascarle la enorme cabeza, Príncipe empezó a agitar la cola con más energía. Ella siguió acariciándolo cuando él sacó su larga lengua para lamerle agradecido la muñeca.


—Tú no eres tan malo, ¿verdad? —preguntó Paula, y soltó una suave risita—. Me asusté mucho cuando te vi por primera vez, ¿lo recuerdas?


Toda la unilateral conversación se había desarrollado teniendo en la mente a Pedro dormido pero debió de ser suficiente para despertarlo. El apareció con unos vaqueros descoloridos ciñéndole apretadamente las caderas. Todavía no se había puesto una camisa.


Los ojos de Paula recorrieron admirados el pecho y los brazos desnudo. Como había notado antes, él no tenía demasiado vello en el pecho sino solamente una poca cantidad centrada sobre los fuertes músculos, pero eso bastaba para hacerlo provocativo y Paula se alegró cuando el silbido de la olla para calentar el agua le dio una excusa para apartar la vista antes que él notara su intenso interés.


Pedro bostezó, se rascó la mandíbula y se desplomó sobre una silla.


—¿Es buenos días o buenas tardes? —preguntó, mirándola fijamente con unos ojos llenos de humor, si bien un poco enrojecidos.


—Un poco las dos cosas —respondió ella sin detener su movimiento de sacar el jarro del soporte clavado a la pared sobre la mesada.


—¿Tienes suficiente para dos? —preguntó él.


Paula cometió la equivocación de mirar hacia atrás. Era cierto que a él se lo veía muy cómodo allí, repatingado en su silla, pero sin duda estaba terriblemente sexy. El brillo de sus ojos color canela era pronunciado y sin duda aumentaba su atractivo, lo mismo que el pelo castaño ligeramente revuelto y la voz baja, ronca.


Los dedos de Paula apretaron el jarro.


—Seguro —dijo, tratando de que su voz sonara indiferente, pero quedó desalentada cuando se oyó hablar y rápidamente carraspeó, esperando que si él lo había notado lo atribuyera a una congestión. Paula se ocupó de verter el agua caliente.


Cuando se volvió otra vez advirtió que Pedro estaba mirándola con una mirada tan apreciativa como la que ella le había dedicado a él hacía unos instantes, y su rostro adquirió un color encendido. Había olvidado que apenas estaba vestida para exhibirse de tanto que la preocupaba su propia reacción a la presencia de él.


Dejó la taza llena sobre la mesa y dijo:
—Iré a vestirme.


No se atrevió a mirarlo a los ojos.


—¿Pero y tu café? No fue mi intención asustarte para que te fueras.


Fue apenas una expresión, pero él no tuvo idea de la precisión con que describía los sentimientos de ella.


—Lo beberé después —repuso ella, luchando porque su voz sonara despreocupada.


—Puedes beberlo ahora. Yo tengo buena memoria, Paula, y ya sé cómo eres debajo de eso que tienes puesto. No es menester que te apresures para cubrirte con algo más recatado.


El rubor de las mejillas de Paula se acentuó, y en una de las pocas veces en lo que llevaban conociéndose, ella se quedó sin saber qué decir. 


Realmente, no sabía qué responder... No era un pudor de jovencita. Era... Era... No sabía qué era. Y la turbaba que le recordaran aquella noche. Especialmente ahora, cuando ninguno de los dos llevaba mucha más ropa que en aquella ocasión.


—Yo quiero vestirme, no tiene nada que ver con... —empezó, pero él la interrumpió.


—¿Entonces por qué te ruborizas?


Con disgusto, Paula se sintió inmediatamente acalorada.


—Tengo calor —fue la primera explicación que le vino a la mente.


Pedro pareció apenas incapaz de contener la risa ante esa respuesta y Paula no se quedó a esperar que perdiera él la batalla. Escapó de su presencia y fue corriendo a su habitación.


Cuando regresó a la cocina poco tiempo después, ahora apropiadamente vestida con una falda azul, blusa y sandalias blancas, Pedro estaba ocupado con los preparativos de la comida de la noche. Paula observó en silencio varios segundos antes de detenerse cerca de él.


Un poco tímidamente, preguntó:
—¿Puedo hacer algo para ayudar?


Sentía como si las circunstancias hubiesen cambiado algo desde aquella vez que declaró firmemente que ella se encontraba como secretaria y no para tareas domésticas. En qué forma habían cambiado no estaba del todo segura, pero...


Pedro inclinó la cabeza a un lado y la miró.


—¿Mis oídos me están engañando o te oí ofrecerte a dar una mano?


—Oíste bien.


Una lenta sonrisa empezó a jugar en los labios de él.


—¿Sabes cómo mondar una patata?


Paula lo miró fijamente.


—Por supuesto —dijo.


El se encogió de hombros.


—Uno nunca puede saberlo. Hoy en día, algunas mujeres se niegan a ocuparse de una tarea tan baja.


Fue una alusión a la previa actitud de ella, pero Paula la dejó pasar. Pensó que se lo tenía merecido, pero no pudo evitar, cuando respondió, apretar ligeramente los dientes.


—Enséñame la patata —dijo.


jueves, 6 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 29




Finalmente, poco tiempo después, Pedro movió su silla y dijo:
—¿Por qué no tratas de descansar un poco? Aquí no queda nada por hacer.


Paula miró la caja que estaba sobre la mesa. 


Adentro, los pechos diminutos de los conejitos se movían rápidamente, erráticamente, en un esfuerzo por aferrarse a la vida. Se le contrajo el corazón. Nunca hubiera imaginado que se apegaría tan rápidamente a nada.


Pero una batalla contra la muerte unía a todas las criaturas, tanto animales como humanas.


Paula empujó su silla hacia atrás. No quería estar allí cuando murieran los animalitos. Era huir de la realidad, tuvo que admitir. Pero Pedro la alentó a que tratara de descansar y ella no quiso desafiarlo. En un sentido, le estaba agradecida.


—Sí —murmuró, casi para sí misma, y agregó—. Avísame cuando...


Pedro asintió con expresión solemne.


—Te avisaré —dijo.


Paula fue a su habitación con paso cansino. Se tendió en la cama con los ojos fijos en el techo. 


Pero no pudo tranquilizar su mente. Se volvió de costado y cerró los ojos con determinación. El sueño seguía negándosele. Cada vez que cerraba los ojos veía la cara diminuta de un conejito.


Con un hondo suspiro Paula se levantó de la cama y fue a la cocina. Quería ver, comprobar qué estaba pasando.


Se detuvo cuando llegó a la puerta: la escena que se desarrollaba en la habitación no tenía sentido para ella.


La caja estaba en el suelo, Pedro tenía su camisa sobre sus muslos y sus manos cubrían lo que yacía allí.


Entonces Paula comprendió lo que él estaba haciendo: ¡estaba manteniéndolos calientes! En sus últimos alientos de vida sobre la tierra, Pedro trataba de darles todo el consuelo posible. Si no podía salvarlos, por lo menos haría que murieran en la forma más fácil posible.


Paula retrocedió en silencio pues no quiso que él supiera que lo había visto en lo que era esencialmente un momento privado de generosidad.


Con los ojos llenos de lágrimas volvió sigilosamente a su habitación y cerró la puerta, con sus emociones convertidas en una mezcla de pensamientos caóticos.


Todo ese tiempo había estado pensando con rencor de Pedro, creyendo que él estaba loco. El se había introducido en su vida negándose a escuchar cuando ella le dijo en todas las formas que conocía que no quería saber nada con él. 


La había secuestrado, obligándola a quedarse donde no quería, obligándola a quedarse con él, insistiendo en que un día se casarían. Le había demostrado que ella no era tan invulnerable como había pensado, había actuado como un macho completo y dominante, ¡y ahora tenía que hacer eso!


En todos los hombres había un Jekill y un Hyde, pero ella había comprobado que siempre mostraban al mundo su lado mejor. Igual que David, se reservaban sus verdaderas personalidades para los momentos privados y eso no era nada elogiable. Según lo que le contó su madre, su padre había sido igual. Paula no recordaba mucho de él, pero sí recordaba que había sido la vida de todas las fiestas, riendo, bromeando, platicando con sus amigos, pero cuando se quedaban solos los miembros de la familia, él perdía todas las ganas de hablar y se tornaba hosco, hostil. Su madre sólo había sugerido el infierno privado que la hacía vivir cuando no estaba presente la hija, pero Paula podía imaginárselo muy bien.


Y tratando de encontrar a alguien que fuera lo opuesto a su padre había caído en la trampa de cometer la misma equivocación.


¡Pero Pedro! ¡Maldición, era todo tan confuso! 


Pedro era diferente. Su aspecto privado era bondadoso, aunque con ello no quería decir que hubiera sido rudo con ella, de ningún modo. Sólo se había mostrado insistente, con esa terca determinación a obtener lo que quería.


Y ella, hasta cierto punto, había hecho lo que él quería. Oh, había presentado una buena batalla, había discutido, usado todos los medios aprendidos a lo largo de sus años de soledad para combatir lo que, si era sincera consigo misma, tenía que admitir que era atracción. ¡Y lo que había sucedido la segunda noche en esta cabaña! Pero se había quedado. Y en realidad, no podía decir que era porque él se negaba a darle las llaves. Como había comprendido más temprano, durante los últimos tres días la idea de escapar no la atraía tanto como al principio.


¡Ahora tenía que suceder esto! Paula ahuecó sus almohadas y se las puso debajo del mentón. 


¿Por qué a veces la vida tenía que ser tan difícil? Ella era perfectamente feliz, se manejaba satisfactoriamente en su propio mundo. ¡Y entonces tuvo que aparecer él para volver todo del revés!


¡Y el comentario que había hecho él acerca de que era una solitaria todavía dolía! ¡Ella no era una solitaria, era independiente! ¡No necesitaba de nadie!


Una pequeña arruga apareció en la frente de Paula. ¿Por qué esas palabras empezaban a sonar un poco vacías, hasta un poco falsas? Le dio a la almohada otro puñetazo de disgusto.