jueves, 6 de septiembre de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 29




Finalmente, poco tiempo después, Pedro movió su silla y dijo:
—¿Por qué no tratas de descansar un poco? Aquí no queda nada por hacer.


Paula miró la caja que estaba sobre la mesa. 


Adentro, los pechos diminutos de los conejitos se movían rápidamente, erráticamente, en un esfuerzo por aferrarse a la vida. Se le contrajo el corazón. Nunca hubiera imaginado que se apegaría tan rápidamente a nada.


Pero una batalla contra la muerte unía a todas las criaturas, tanto animales como humanas.


Paula empujó su silla hacia atrás. No quería estar allí cuando murieran los animalitos. Era huir de la realidad, tuvo que admitir. Pero Pedro la alentó a que tratara de descansar y ella no quiso desafiarlo. En un sentido, le estaba agradecida.


—Sí —murmuró, casi para sí misma, y agregó—. Avísame cuando...


Pedro asintió con expresión solemne.


—Te avisaré —dijo.


Paula fue a su habitación con paso cansino. Se tendió en la cama con los ojos fijos en el techo. 


Pero no pudo tranquilizar su mente. Se volvió de costado y cerró los ojos con determinación. El sueño seguía negándosele. Cada vez que cerraba los ojos veía la cara diminuta de un conejito.


Con un hondo suspiro Paula se levantó de la cama y fue a la cocina. Quería ver, comprobar qué estaba pasando.


Se detuvo cuando llegó a la puerta: la escena que se desarrollaba en la habitación no tenía sentido para ella.


La caja estaba en el suelo, Pedro tenía su camisa sobre sus muslos y sus manos cubrían lo que yacía allí.


Entonces Paula comprendió lo que él estaba haciendo: ¡estaba manteniéndolos calientes! En sus últimos alientos de vida sobre la tierra, Pedro trataba de darles todo el consuelo posible. Si no podía salvarlos, por lo menos haría que murieran en la forma más fácil posible.


Paula retrocedió en silencio pues no quiso que él supiera que lo había visto en lo que era esencialmente un momento privado de generosidad.


Con los ojos llenos de lágrimas volvió sigilosamente a su habitación y cerró la puerta, con sus emociones convertidas en una mezcla de pensamientos caóticos.


Todo ese tiempo había estado pensando con rencor de Pedro, creyendo que él estaba loco. El se había introducido en su vida negándose a escuchar cuando ella le dijo en todas las formas que conocía que no quería saber nada con él. 


La había secuestrado, obligándola a quedarse donde no quería, obligándola a quedarse con él, insistiendo en que un día se casarían. Le había demostrado que ella no era tan invulnerable como había pensado, había actuado como un macho completo y dominante, ¡y ahora tenía que hacer eso!


En todos los hombres había un Jekill y un Hyde, pero ella había comprobado que siempre mostraban al mundo su lado mejor. Igual que David, se reservaban sus verdaderas personalidades para los momentos privados y eso no era nada elogiable. Según lo que le contó su madre, su padre había sido igual. Paula no recordaba mucho de él, pero sí recordaba que había sido la vida de todas las fiestas, riendo, bromeando, platicando con sus amigos, pero cuando se quedaban solos los miembros de la familia, él perdía todas las ganas de hablar y se tornaba hosco, hostil. Su madre sólo había sugerido el infierno privado que la hacía vivir cuando no estaba presente la hija, pero Paula podía imaginárselo muy bien.


Y tratando de encontrar a alguien que fuera lo opuesto a su padre había caído en la trampa de cometer la misma equivocación.


¡Pero Pedro! ¡Maldición, era todo tan confuso! 


Pedro era diferente. Su aspecto privado era bondadoso, aunque con ello no quería decir que hubiera sido rudo con ella, de ningún modo. Sólo se había mostrado insistente, con esa terca determinación a obtener lo que quería.


Y ella, hasta cierto punto, había hecho lo que él quería. Oh, había presentado una buena batalla, había discutido, usado todos los medios aprendidos a lo largo de sus años de soledad para combatir lo que, si era sincera consigo misma, tenía que admitir que era atracción. ¡Y lo que había sucedido la segunda noche en esta cabaña! Pero se había quedado. Y en realidad, no podía decir que era porque él se negaba a darle las llaves. Como había comprendido más temprano, durante los últimos tres días la idea de escapar no la atraía tanto como al principio.


¡Ahora tenía que suceder esto! Paula ahuecó sus almohadas y se las puso debajo del mentón. 


¿Por qué a veces la vida tenía que ser tan difícil? Ella era perfectamente feliz, se manejaba satisfactoriamente en su propio mundo. ¡Y entonces tuvo que aparecer él para volver todo del revés!


¡Y el comentario que había hecho él acerca de que era una solitaria todavía dolía! ¡Ella no era una solitaria, era independiente! ¡No necesitaba de nadie!


Una pequeña arruga apareció en la frente de Paula. ¿Por qué esas palabras empezaban a sonar un poco vacías, hasta un poco falsas? Le dio a la almohada otro puñetazo de disgusto.



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