viernes, 7 de septiembre de 2018
PERSUASIÓN : CAPITULO 30
No había pasado mucho tiempo cuando Paula se sobresaltó al oír en la puerta de su habitación un golpe suave que la arrancó de su abstracción. Saltó en seguida de la cama y fue a abrir.
Pedro estaba allí.
—Me dijiste que te avisara —fue todo lo que dijo él. Fue todo lo que necesitó decir.
Un nudo se formó en la garganta de Paula pero ella no supo si se debió a la muerte de los conejos o a que Pedro se veía tan deprimido.
—Tú hiciste todo lo que pudiste —susurró, tratando de brindarle un poco de consuelo.
Nunca había visto un hombre tan sensible y ahora no sabía qué hacer con él.
—Sí —repuso él, e hizo ademán de retirarse.
Paula lo siguió.
Pedro fue hasta la puerta de la cabaña, donde había dejado la caja.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella.
—¿Tú qué piensas?
—¿Enterrarlos?
El asintió.
El nudo en la garganta de Paula se apretó aún más. David, si hubiese sido el que encontró los conejos, en primer lugar no los habría cuidado, pero aunque lo hubiera hecho, no se habría tomado más molestias que arrojarlos al recipiente de la basura.
Pedro sentía las cosas de un modo diferente y Paula estaba empezando a conocerlo lo suficiente para saberlo. Sin preguntarle si lo molestaba, lo siguió.
Pedro caminó hasta que llegó a un lugar cerca del lago, donde se desviaron y fueron junto a un alto pino. Como si entendiera, a su canina manera, Príncipe los acompañaba sin sus habituales muestras de entusiasmo.
Paula observó mientras Pedro cavó un hoyo con una gran cuchara de servir que había tomado de la cocina. No había otras herramientas, aparentemente.
Los conejos seguían envueltos en la camisa de él y así fueron colocados dentro del hoyo.
Cuando terminó de taparlos con tierra, Pedro se volvió y por primera vez vio que Paula había venido con él. Por un momento pareció desconcertado, como si no hubiera pensado que ella se interesaría. Después, una leve, triste sonrisa le curvó los ángulos de la boca.
—Ahora crees que estoy loco de veras, ¿no es cierto? Acabo de demostrarlo.
Paula le sostuvo la mirada.
—No, no creo nada de eso —dijo.
Pedro siguió mirándola, y aunque no pudo leer la expresión que se había instalado en esos ojos color canela, Paula no parpadeó.
Finalmente Príncipe, que se había puesto impaciente, se acercó a Pedro y lo empujó con el hocico, quebrando el hechizo que súbitamente había parecido envolverlos.
Paula se volvió, ligeramente avergonzada. No entendía lo que le estaba sucediendo. Se sentía sin aliento, con las rodillas temblorosas. Un pensamiento errático pasó por su mente pero por tan poco tiempo que ella apenas fue consciente de su presencia.
Pedro rió con un poco de aspereza y rascó a Príncipe detrás de las orejas.
—Hemos estado ignorándote, ¿eh, muchacho? No recuerdo si anoche te di de comer. —Miró a Paula.— Y nosotros tampoco comimos, así que lo haremos ahora. Después, me meteré en la cama.
Lentamente, Paula se volvió para mirarlo.
—Yo también —dijo.
Nuevamente se hizo silencio entre los dos, pero esta vez ninguno permitió que se reflejaran sus pensamientos en sus expresiones. Y Paula se percató de que si él interpretaba equivocadamente sus palabras, ella realmente se fastidiaría. El pensamiento la excitó al mismo tiempo que ella lo rechazaba.
Reordenar las pautas de sueños y vigilia no es una cosa fácil para el organismo. Pero Paula estaba tan cansada por la noche pasada como nodriza de los conejitos que instantáneamente se hundió en un sueño profundo y no despertó hasta la media tarde.
Y cuando finalmente recobró por completo la conciencia, se sintió tan confundida que se preguntó si no hubiera sido mejor no dormir.
Siguió acostada unos momentos tratando de que las funciones de su cerebro empezaran a funcionar con algo de coherencia.
Cuando sintió que había hecho todo lo posible en ese sentido, lentamente apartó el delgado cubrecama, y después de ponerse su bata, fue al cuarto de baño con la esperanza de que una rápida ducha la ayudaría a recuperarse.
Así fue. Salió del baño quince minutos después sintiéndose mucho mejor y más capacitada para enfrentarse con el mundo.
El interior de la cabaña todavía estaba silencioso y Paula decidió que con toda probabilidad Pedro estaba durmiendo. Así que en vez de ir directamente a su habitación para vestirse, se acomodó la bata y entró descalza en la cocina. Todo lo que necesitaba era una taza de café y las cosas se arreglarían. Llenó de agua la olla para calentar de hierro esmaltado color amapola, sin importarle que el café que tenía Pedro en la cabaña era soluble instantáneo. Por la forma en que ella se sentía ahora, cualquier cosa le sabría a ambrosía.
Mientras Paula esperaba que hirviera el agua, Príncipe entró lentamente en la habitación.
Paula le sonrió afectuosamente cuando él empezó a agitar amistosamente la cola.
—Probablemente estás preguntándote qué demonios está sucediendo. ¿Verdad? Pobrecito.
Cuando Paula empezó a rascarle la enorme cabeza, Príncipe empezó a agitar la cola con más energía. Ella siguió acariciándolo cuando él sacó su larga lengua para lamerle agradecido la muñeca.
—Tú no eres tan malo, ¿verdad? —preguntó Paula, y soltó una suave risita—. Me asusté mucho cuando te vi por primera vez, ¿lo recuerdas?
Toda la unilateral conversación se había desarrollado teniendo en la mente a Pedro dormido pero debió de ser suficiente para despertarlo. El apareció con unos vaqueros descoloridos ciñéndole apretadamente las caderas. Todavía no se había puesto una camisa.
Los ojos de Paula recorrieron admirados el pecho y los brazos desnudo. Como había notado antes, él no tenía demasiado vello en el pecho sino solamente una poca cantidad centrada sobre los fuertes músculos, pero eso bastaba para hacerlo provocativo y Paula se alegró cuando el silbido de la olla para calentar el agua le dio una excusa para apartar la vista antes que él notara su intenso interés.
Pedro bostezó, se rascó la mandíbula y se desplomó sobre una silla.
—¿Es buenos días o buenas tardes? —preguntó, mirándola fijamente con unos ojos llenos de humor, si bien un poco enrojecidos.
—Un poco las dos cosas —respondió ella sin detener su movimiento de sacar el jarro del soporte clavado a la pared sobre la mesada.
—¿Tienes suficiente para dos? —preguntó él.
Paula cometió la equivocación de mirar hacia atrás. Era cierto que a él se lo veía muy cómodo allí, repatingado en su silla, pero sin duda estaba terriblemente sexy. El brillo de sus ojos color canela era pronunciado y sin duda aumentaba su atractivo, lo mismo que el pelo castaño ligeramente revuelto y la voz baja, ronca.
Los dedos de Paula apretaron el jarro.
—Seguro —dijo, tratando de que su voz sonara indiferente, pero quedó desalentada cuando se oyó hablar y rápidamente carraspeó, esperando que si él lo había notado lo atribuyera a una congestión. Paula se ocupó de verter el agua caliente.
Cuando se volvió otra vez advirtió que Pedro estaba mirándola con una mirada tan apreciativa como la que ella le había dedicado a él hacía unos instantes, y su rostro adquirió un color encendido. Había olvidado que apenas estaba vestida para exhibirse de tanto que la preocupaba su propia reacción a la presencia de él.
Dejó la taza llena sobre la mesa y dijo:
—Iré a vestirme.
No se atrevió a mirarlo a los ojos.
—¿Pero y tu café? No fue mi intención asustarte para que te fueras.
Fue apenas una expresión, pero él no tuvo idea de la precisión con que describía los sentimientos de ella.
—Lo beberé después —repuso ella, luchando porque su voz sonara despreocupada.
—Puedes beberlo ahora. Yo tengo buena memoria, Paula, y ya sé cómo eres debajo de eso que tienes puesto. No es menester que te apresures para cubrirte con algo más recatado.
El rubor de las mejillas de Paula se acentuó, y en una de las pocas veces en lo que llevaban conociéndose, ella se quedó sin saber qué decir.
Realmente, no sabía qué responder... No era un pudor de jovencita. Era... Era... No sabía qué era. Y la turbaba que le recordaran aquella noche. Especialmente ahora, cuando ninguno de los dos llevaba mucha más ropa que en aquella ocasión.
—Yo quiero vestirme, no tiene nada que ver con... —empezó, pero él la interrumpió.
—¿Entonces por qué te ruborizas?
Con disgusto, Paula se sintió inmediatamente acalorada.
—Tengo calor —fue la primera explicación que le vino a la mente.
Pedro pareció apenas incapaz de contener la risa ante esa respuesta y Paula no se quedó a esperar que perdiera él la batalla. Escapó de su presencia y fue corriendo a su habitación.
Cuando regresó a la cocina poco tiempo después, ahora apropiadamente vestida con una falda azul, blusa y sandalias blancas, Pedro estaba ocupado con los preparativos de la comida de la noche. Paula observó en silencio varios segundos antes de detenerse cerca de él.
Un poco tímidamente, preguntó:
—¿Puedo hacer algo para ayudar?
Sentía como si las circunstancias hubiesen cambiado algo desde aquella vez que declaró firmemente que ella se encontraba como secretaria y no para tareas domésticas. En qué forma habían cambiado no estaba del todo segura, pero...
Pedro inclinó la cabeza a un lado y la miró.
—¿Mis oídos me están engañando o te oí ofrecerte a dar una mano?
—Oíste bien.
Una lenta sonrisa empezó a jugar en los labios de él.
—¿Sabes cómo mondar una patata?
Paula lo miró fijamente.
—Por supuesto —dijo.
El se encogió de hombros.
—Uno nunca puede saberlo. Hoy en día, algunas mujeres se niegan a ocuparse de una tarea tan baja.
Fue una alusión a la previa actitud de ella, pero Paula la dejó pasar. Pensó que se lo tenía merecido, pero no pudo evitar, cuando respondió, apretar ligeramente los dientes.
—Enséñame la patata —dijo.
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