miércoles, 29 de agosto de 2018

PERSUASIÓN : CAPITULO 2




Los diez minutos siguientes fueron los más largos que Paula había pasado en las dos semanas que llevaba en ese empleo en particular. El hombre se comportó de manera atroz. Tan seguro estaba de que la conquistaría con su atractivo físico, que ella tuvo dificultad para no perder el control. Parecía no aceptar que la palabra no era una expresión válida en idioma inglés. Pero como era su último día de trabajo con el señor Sawyer, y ella cuidaba mucho su reputación de secretaria eficiente, se cuidó mucho de ofenderlo. Fue muy difícil, algo así como caminar en puntas de pie con gruesas botas de escalar montañas. Y todo para encontrarlo aguardándola fuera del edificio cuando terminó de trabajar... ¡y para que después, él se atreviera a seguirla! ¡Era demasiado!


Paula aspiró profundamente preparándose para lanzar un grito que destrozara los tímpanos. 


Ahora era dueña de su tiempo y no temía las posibles repercusiones. Y él no creía que ella fuera a hacerlo. Todo eso junto eran tres buenas razones para borrar esa expresión riente, confiada, de esa cara hermosa pero arrogante.


Pero justamente cuando el comienzo del grito estaba formándose en sus labios, el hombre bajó la cabeza y con sus labios estranguló el sonido sin darle tiempo de nacer, y sus brazos la estrecharon hasta dejarla sin aliento.


A lo largo de sus veinticuatro años de edad, Paula hacía tiempo que se había acostumbrado al hecho de que los hombres quisieran besarla... desde cuando tenía diez y empezaron a aparecer los primeros indicios de su atractivo sexual. Su boca era suave y llena con una acentuada sensualidad en la línea curva del labio inferior. Su nariz era pequeña y recta, y sus ojos violetas estaban separados y tenían forma de almendra, bajo unas cejas delicadas que se elevaban para desaparecer bajo mechones de pelo negro como el carbón.


Pero además, en el curso de esos mismos años, Paula había aprendido a cuidarse. Había aprendido dolorosamente que los hombres y sus deseos traían penas además de placer, y había jurado que nunca más permitiría que la usaran. 


En esa decisión había tenido éxito. Ella era una mujer nueva que existía en una nueva y orgullosa era. Se abría camino sin necesidad de nadie para tener una vida completa. A veces salía con hombres, le gustaba tanto como a cualquiera pasar buenos momentos. Pero si un hombre llegaba a tratar de acercársele demasiado, Paula inmediatamente lo despedía. 


Había que aceptarla dentro de sus propios términos... o nada. Ella fijaba los límites, trazaba las líneas de separación.


Pero, aquí y ahora, este ladrón, este asaltante, estaba atacando las murallas que ella había creído que eran invencibles, y se puso rígida. 


Porque el ataque a su boca redujo su determinación a silencio y se convirtió, en cambio, en una seducción dulce y experta de sus sentidos... los brazos de él sostenían más que apretaban, sus labios firmes se movían contra la suavidad de los de ella con hipnótica intensidad, sus alientos se mezclaban con erótica intimidad... Paula sintió que él estaba triunfando. Una chispa, a la que creía muerta y sepultada hacía tiempo, se encendió y el choque la hizo apartar la boca bruscamente. 


Levantó la vista hacia él y lo miró con atónitos ojos color violeta.


Lentamente, el hombre levantó la cabeza y le sonrió.


—¿Lo ves? —murmuró él—. ¿No era esta una forma mejor de hacer una escena que ponerse a gritar?


Paula alzó la mirada hacía esos ojos color canela, vivaces y llenos de malicia, la piel bronceada y tensa contra los altos pómulos, la nariz recta, la mandíbula firme, y finalmente, la boca tan seductora que recientemente la había besado. Entonces, gradualmente empezó a darse cuenta de la gente que los rodeaba: algunos sonreían, otros se mostraban incómodos por la exhibición, y unos cuantos sólo parecían sentir curiosidad. De un automóvil que pasaba lanzaron un fuerte silbido.


Las mejillas de Paula estaban de un color rosado intenso cuando se liberó de los brazos del hombre, y casi antes de tener tiempo para pensarlo, su mano voló en una reacción puramente instintiva. Cuando oyó el golpe de la palma de su mano contra la carne del joven, quedó casi tan sorprendida como él.


Paula miró desorientada su mano ardiente y después la mejilla del hombre donde la impronta de sus dedos resaltaba con vivido relieve. Interiormente quedó apabullada por su acción, pero en lo exterior mantuvo su actitud agresiva, o por lo menos, todo lo agresiva que pudo conseguir. Sus ojos lo miraron sin parpadear.


Una llama de cólera momentánea apareció en los ojos marrones, pero pronto quedó sepultada bajo la expresión divertida y burlona con que el hombre examinó el cuerpo pequeño y desafiante de Paula.


—La próxima vez me acordaré de agacharme —dijo él en tono burlón.


—No habrá próxima vez —repuso rápidamente Paula, en tono glacial.


—¿No lo crees?


Estaba tan seguro de sí mismo, tan confiado. Paula se irguió.


—¡Estoy segura!


—¿Por qué no me llamas Pedro? —sugirió descaradamente él, sin amilanarse por la continua hostilidad de ella—. Sería un comienzo.


Paula apoyó furiosa ambas manos en sus caderas.


—¡Dentro de un minuto lo llamaré otra cosa si no me deja tranquila!


Rápidamente, el simple disgusto de Paula se estaba convirtiendo en una furia absoluta. Había desaparecido la turbadora inquietud de hacía un momento. ¡Estaba contenta de haberle pegado! ¡Él se lo merecía! Y si se atrevía a flexionar un músculo hacia ella, volvería a hacerlo. ¡Sólo que esta vez no se detendría en una bofetada!


El hombre tuvo el descaro de reír tontamente, un sonido agradable que salió de lo profundo de su pecho.


Paula cerró con fuerza los puños. Casi deseaba que él intentara volver a tocarla. Si algo le había enseñado el vivir un año con David, era la necesidad de aprender a defenderse sola. Ya no era una muchacha confiada y al borde de la madurez. Ahora era una mujer crecida, tanto mental como físicamente, y ningún hombre, ¡ningún hombre volvería a aprovecharse de ella!


Su atención se centraba en esa hermosa cara, indiferente a la multitud que llenaba la acera y corría hacia sus automóviles en el calor y la humedad de una tarde de verano en Houston, tratando de ganar unos pocos segundos de tiempo en la monumental congestión de tráfico que frustraría sus esfuerzos de regresar a sus hogares por las autopistas que salían de la ciudad.


—Y después que me arriesgué para salvarte la vida... —murmuró el hombre llamado Pedro con un fulgor perverso en la mirada.


A Paula la disgustó recordar ese hecho, pero era un hecho que no podía ignorar totalmente. Si él no la hubiese arrancado de la senda del peligro, probablemente se encontraría en este mismo momento en una ambulancia, camino a la guardia de emergencia de un hospital, sabía Dios en qué estado. Pero, por otra parte, si él no hubiese venido molestándola ¡ella no habría bajado de la acera sin mirar a los lados! Abrió la boca para decirle eso pero en seguida volvió a cerrarla, todo en el espacio de un segundo. ¿De qué serviría? se preguntó impaciente. Sería gastar saliva. Porque él no había escuchado una sola palabra de las que ella dijo. ¿Qué la hacía pensar que esta vez sería diferente?


—Piense lo que quiera que a mí no me importa —replicó secamente.


El enarcó una ceja.


—¿Ni siquiera las gracias...?


Paula volvió a su infancia y dio una patada en el suelo.


—¡No! —exclamó.


El hombre sacudió la cabeza con su pelo castaño y largo que se rizaba ligeramente sobre el cuello de su camisa celeste. Suspiró con pena.


—Por alguna razón, esto no está saliendo como yo lo había planeado —dijo.


Paula permitió que una pequeña sonrisa de triunfo asomara» a sus labios. ¡Por fin! ¡Por fin él estaba recibiendo el mensaje!


—No, supongo que no —admitió ella—. Ahora, si me disculpa...


Se volvió con determinación. Su tono había sido perfecto: frío, preciso, despectivo. Miró cuidadosamente a los lados antes de bajar de la acera. La gente pasó apresuradamente a su lado, todos corrieron en un camino conocido.


Paula se alejó moviéndose graciosamente entre ellos, con la cabeza en alto, su esbelta figura favorecida por una falda blanca de lino y una chaqueta de la misma tela sobre una blusa de seda colorada que acentuaba la tersura de su piel desusadamente clara, felicitándose de lo bien que había manejado la situación... excepto ese pequeño desliz cuando él la besó. Pero eso podía ser atribuido al shock. ¡No todos los días una estaba a punto de ser aplastada por un camión!


Llegó a la acera de enfrente y estaba empezando a caminar cuando su curiosidad se impuso a su buen juicio y la hizo detenerse y lanzar una rápida mirada hacia atrás.


En seguida deseó fervientemente no haberlo hecho, porque la silueta atlética de él, ahora familiar, todavía la venía siguiendo. Unos cuantos pasos más atrás, cierto, pero lo mismo muy presente. Paula lo miró con furia y después fingió que él no estaba allí. En esto fracasó lastimosamente. Apuró el paso, pero de nada sirvió. Por fin se detuvo, con los ojos relampagueando con fulgores purpúreos, y sus pechos pequeños y redondos subiendo y bajando rápidamente por la agitación.


—¿Qué tengo que hacer? —preguntó, fieramente ceñuda—. ¿Escribírselo en la cabeza?


Una vez más, la reacción del hombre fue de diversión.


—Te he dicho lo que tienes que hacer... venir conmigo.


—¡Usted está loco! —gritó Paula, exasperada por la terquedad del sujeto.


—Sólo moderadamente —repuso él sonriendo.


Paula se quedó mirándolo boquiabierta. 


Inconscientemente, empezó a sacudir la cabeza, haciendo que el cabello oscuro que caía de una parte del centro se moviese contra sus hombros.


—Encontraré una manera —advirtió él al ver la negativa de ella—. Cuando deseo algo, habitualmente lo consigo.


—¡Bueno, pues a mí no me conseguirá! —replicó ella con vehemencia, aunque empezaba a apoderarse de ella una sensación de irrealidad. ¡Esto no estaba ocurriendo! ¡Ella no se encontraba detenida en una acera del centro de Houston prácticamente arañando al hombre que había conocido esa misma tarde!


Las líneas de la sonrisa en las bronceadas mejillas de él se hicieron más profundas.


—Bueno, eso tendremos que verlo —dijo en tono levemente burlón y provocativo—. Ahora... ¿vamos?



PERSUASIÓN : CAPITULO 1




La bocacalle estaba repleta de gente que aguardaba con impaciencia que cambiaran las luces de tráfico. Entre ellos había una mujer, de estatura ligeramente menor que mediana, que tenía más motivos que la mayoría para estar impaciente. Esperaba inmóvil, rígida, con su bolso de colgar firmemente apretado contra su costado, las delicadas facciones dirigidas hacia arriba, los ojos fijos en la señal luminosa, y llena de ansias de alejarse corriendo de ese lugar.


Pero como el terco mecanismo parecía demorar una eternidad para dar el paso a los que aguardaban, la mujer sintió el impulso de mirar rápidamente hacia atrás. Lo que vio la hizo ponerse todavía más rígida e instantáneamente evaporó la pequeña dosis de control que le quedaba. Furiosa, giró en redondo para enfrentar al hombre que tenía directamente detrás.


—¡Mire! Se lo he dicho una vez y no volveré a repetírselo.... si no deja de seguirme ¡voy a llamar a un agente de policía!


El hombre era alto, de más de un metro ochenta, innegablemente atractivo, con facciones regulares y armoniosas y una constitución delgada y masculina que su traje de calle oscuro acentuaba más que ocultaba. El hombre sonrió. 


Fue un relámpago blanco en la piel bronceada por el sol.


—Y yo le he dicho a usted —respondió con una voz ronca, profunda, y matizada con más de una pizca de humor divertido— que acceda a salir conmigo y yo dejaré de seguirla.


Paula apretó los dientes, mientras sus pensamientos se dirigían, no muy generosamente, a los antecedentes familiares de él.


—¡Váyase! ¡Lárguese! ¡Fuera! —casi gritó, elevando la voz por la intensa frustración que la enfurecía—. ¿Es que no oye lo que yo le digo?


El hombre inclinó su cabeza y el sol se reflejó en los mechones de color castaño rojizo de su cabello. No pareció afectado en lo más mínimo por la vehemencia de ella. En cambio, el admirativo humor de sus cálidos ojos marrones se acentuó.


—Claro que la oigo, lo mismo que media ciudad.


Paula parpadeó ante lo inesperado de la respuesta y en seguida un seductor rubor
rosado le subió a las mejillas cuando comprendió que lo que él había dicho era verdad. La gente comenzaba a mirarlos. 


Frunciendo furiosamente la nariz, Paula se
volvió, bufando de rabia.


Cuando la luz de tráfico cambió ella fue la primera en dejar el bordillo de la acera
llevando en alto su pequeño mentón y con la indignación marcada en cada línea de su esbelto cuerpo. Pero sólo tuvo tiempo de dar un paso cuando una súbita exclamación de la gente que había quedado atrás se combinó con un ensordecedor rechinar de neumáticos.


En circunstancias normales Paula era una persona cautelosa. Viviendo y trabajando en una ciudad del tamaño de Houston, había tenido que aprender a conducirse así.


Pero esta vez fue una estúpida, su mente estaba llena de furiosos pensamientos sobre el hombre que la seguía, y no había mirado de dónde venía el tráfico. Una vez podía ser la última. Esperó el impacto del duro metal contra su carne frágil mientras su mente gritaba una protesta.


Pero el golpe esperado no llegó. En cambio, unos dedos a los que sintió como una tenaza la aferraron del brazo y le dieron un fuerte sacudón, devolviéndola a la acera y apretándola contra la seguridad de unos músculos de acero.


Paula quedó un momento bastante largo apoyada en la dura calidez, profundamente
conmovida. Nunca había estado antes tan cerca de ser atropellada... ¡y para colmo por un camión! La nube vaporosa de su cabello de ébano descansaba sobre la chaqueta que olía sugestivamente a una cara colonia masculina 


Entonces, lentamente, sus sentidos empezaron a recobrar cierta semblanza de normalidad y
ella empezó a apartarse del desconocido, dispuesta a dar unas sentidas gracias. 


Sin embargo, cuando miró hacia arriba, de sus labios escapó solamente una palabra ahogada.


—¡Usted! —dijo sorprendida.


—Sí, yo —dijo él, y una lenta sonrisa se insinuó en los ángulos de su atractiva boca cuando la ironía de la situación de ella empezó a sobreponerse al susto de hacía un momento. El hombre mantuvo firmemente sus brazos alrededor de Paula.


Inmediatamente, ella empezó a luchar por liberarse, pero su fuerza resultó inútil contra la determinación de él. Por fin, con los dientes apretados, siseó, furiosa:
—¡Suélteme!


—No, creo que no lo haré —dijo suavemente él, sacudiendo la cabeza. 


Paula se retorció nuevamente, pero fue inútil. Enfurecida, lo amenazó: —¡Gritaré!


Usar esa vieja amenaza femenina parecía tan inefectivo... tan inadecuado... pero por el momento, fue lo único que se le ocurrió.


Su intento de intimidación a él no lo perturbó en lo más mínimo.


—Adelante —dijo alegremente el hombre.


Los ojos color violeta de Paula empezaron a oscurecerse de furia. Desde que lo había visto por primera vez, a primeras horas de la tarde, Paula había tenido la certeza de que habría problemas. Y sus sospechas resultaron ciertas. 


El había entrado en la oficina donde ella trabajaba como secretaria temporaria, y con un atrevido guiño ignoró la advertencia que ella le hizo en el sentido de que el jefe no quería que lo molestaran. El, entonces, fue directamente a la oficina privada de uno de los más importantes consejeros de inversiones de Houston, y lo sorprendente fue que no volvió a salir inmediatamente y que el señor Sawyer, sumamente avaro de su tiempo, permitió que el visitante le tomara una media hora de su atestada agenda. Pero cuando los dos hombres aparecieron en la puerta, con el rostro normalmente serio del señor Sawyer iluminado por una amplia sonrisa y su brazo jovialmente apoyado en los hombros del joven, Paula empezó a comprender. Comprendió todavía más cuando el jefe le dijo que el visitante era un amigo de la familia y le pidió que consiguiera un taxi para él. En seguida, el señor Sawyer volvió a retirarse a su oficina expresando que sentía mucho tener que prepararse para una cita importante, y dejó que Paula se ocupara del hombre.



PERSUASIÓN : SINOPSIS





¿Qué pasaría si en lugar de la agresión ella era víctima de la dulce persuasión?


El trato estaba hecho. Paula trabajaría para Pedro, el célebre autor de libros para niños, quien también creía tener el derecho a conquistarla porque le había salvado la vida.


A ambos les aguardaban sorpresas. El trabajo, además de bien pagado, era un ofrecimiento que ella no podía rechazar. Pero, ¿sería capaz de mantener a raya a su impulsivo jefe? Paula había sabido defenderse de su primer asalto, pero no estaba tan segura de lograr lo mismo si él cambiaba de táctica.




martes, 28 de agosto de 2018

MILAGRO : EPILOGO




Pedro agarró dos copas de champán de una bandeja y caminó entre la multitud en busca de Paula. La exposición había tenido muy buenas críticas en la inauguración, pero eso no era lo importante en el caso de Paula y Pedro


Necesitaban una noche de diversión. No habían conseguido estar solos ni hacer nada remotamente romántico desde el nacimiento de su hijo, Guillermo, hacía más de cuatro meses.


Vio a Paula al otro lado de la habitación y sintió la familiar atracción. Tras dos años de matrimonio, no había disminuido. Ella lo vio, sonrió y él supo que el sentimiento era mutuo.


Había recuperado la figura desde que tuvo al bebé, pero aún se quejaba de que algunas prendas no le quedaban bien. El le había dicho que comprara ropa nueva. La adoraba tal y como estaba.


Y estaba preciosa. Esa noche llevaba una túnica negra con el pelo rubio recogido en un moño decorado con diamantes. Nadie habría adivinado que unas horas antes había lucido pantalones deportivos, el pelo suelto y una mancha de leche regurgitada por Guillermo en la camiseta.


—Aquí estas —le ofreció una de las copas. 


Entonces vio a su ex. Lucas esbozaba una mueca y una morena curvilínea colgaba de su brazo.


—Qué sorpresa —dijo Lucas—. Pensaba que sólo se podía asistir por invitación.


—Lucas—dijo Paula, con tono de advertencia. El hombre la ignoró y miró a Pedro.


—No pensaba que estos eventos pudieran atraer a alguien como tú, Alfonso. Pero Paula sabe bastante de arte. Seguro que puede explicarte lo mejor de la exposición.


—Para tu información... —empezó Paula.


—No —Pedro movió la cabeza—. Déjalo. Vamos —se alejaban cuando Lucas se acercó.


—Es champán auténtico, por cierto —susurró con melodrama—. Por lo visto uno de los mecenas del artista no escatima gastos. He oído decir que hizo su fortuna en la construcción inmobiliaria.


—Sí —afirmó Paula—. Es millonario, aunque nadie lo diría por su forma de actuar. No alardea de ello. Tiene clase —sonrió a Pedro y tomó un sorbo de champán—. Es guapo. E increíblemente sexy.


—Espera un momento... —Lucas frunció el ceño.


Pero Pedro había agarrado el brazo de Paula y la conducía hacia la puerta.


—Lo siento —le dijo por encima del hombro—. Mi esposo y yo llegamos tarde a otro compromiso.


Ya fuera, Pedro la rodeó con sus brazos y la besó, riéndose.


—Has sido muy mala diciendo eso, señora Alfonso.


—Sólo quería dejar las cosas claras —Paula lo agarró de la corbata y tiró de ella para llevarlo hacia la limusina que los esperaba—. Ahora, si quieres verme ser mala de verdad...


Fin





MILAGRO : CAPITULO 39





Pedro hizo planes para cenar con Paula en el centro y dormir en su piso, para celebrarlo. 


Había convencido a Gaston y a su novia, Amanda, para que cuidaran de Emilia mientras Paula y él estaban fuera. En una cita. Su primera cita real.


Lo habían hecho todo al revés, comiendo y pasando las tardes juntos, y compartiendo el nacimiento de la niña. Pero aparte de un par de besos, no habían hecho nada de lo que solían hacer las parejas al principio. Pensaba rectificarlo esa noche.


Con esa idea en mente, había comprado una botella de champán. Estaba poniéndola en hielo cuando Paula entró en el salón. Con sólo echarle un vistazo, Pedro deseó poder acelerar toda la velada que tan cuidadosamente había planificado. Nunca la había visto así, tan descaradamente sexy, que casi se quedó boquiabierto y babeando. Se tragó un gemido.


El vestido era mucho más revelador que ninguno que hubiera llevado antes, pero no era sólo eso. 


Parecía segura de sí misma, como si supiera lo que quería y cómo conseguirlo. Caminó hacia él, acariciando el respaldo del sofá con las puntas de las uñas.


—Estoy lista —le dijo.


También lo estaba él. Más que listo.


Hacía meses que Paula no se ponía zapatos de tacón, pero ese día llevaba unos negros que hacían maravillas por sus ya esbeltas pantorrillas y deliciosos tobillos.


—No juegas limpio —murmuró él con aprecio.


—No. Juego para ganar. Mientras estaba fuera, vino Cindy.


—¿Cindy?


—Solía trabajar con ella. La conociste en la fiesta prenatal. Me tomé la libertad de llamarla y pedirle un favor.


—¿Favor? —repitió él. Su cerebro no estaba funcionando. De hecho, cuanto más se acercaba ella, más le costaba pensar.


Paula se movía lentamente, mirándolo a los ojos. Cuando llegó, puso las manos en sus solapas.


—Le he pedido que se llevara a Emi unas horas.


—Pero Gaston y Amanda...


—También los llamé a ellos. Les comuniqué el cambio de planes. Tuve una interesante conversación con tu hermano, por cierto.


—¿Hum? —ella había subido una mano hasta su cuello y acariciaba el pelo de su nuca.


—Me hizo lo que considero un cumplido, aunque quizá tú puedas aclararlo más. Dice que por lo visto se acabaron tus días de saltar de acantilados. Me otorgó a mí el crédito —le besó el cuello y mordisqueó su oreja antes de susurrar—. ¿Podrías explicármelo?


Pedro la apretó contra sí, anhelando someterla a la misma tortura que estaba recibiendo él.


—Claro, pero no ahora mismo. Eso puede esperar. Esto no.


La besó intensamente y luego la alzó en brazos y la llevó al dormitorio principal.


—Me estaba preguntando si alguna vez llegaríamos a estar solos. Ha sido un infierno esperar.


—No hacía falta que esperásemos.


—Yo pensaba que sí. Buscaba el momento adecuado —murmuró, mientras se desnudaban uno a otro. Él se tomó su tiempo quitándole los zapatos, permitiéndose por fin disfrutar de sus tobillos.


Ella gimió suavemente y se tumbó en la cama. 


Él la siguió.


Hicieron el amor con la luz encendida, contemplando sus expresiones y anticipando los deseos del otro mientras la pasión se acrecentaba y culminaba.


—Te quiero, Paula —dijo él, cuando ambos recuperaron la respiración.


—Yo también te quiero —ella se puso de costado para mirarlo—. Antes mencionaste el momento adecuado. ¿Crees que ya ha llegado?


—Sí —dijo él.


—Y la mujer. ¿Yo también soy la adecuada? —preguntó ella con una sonrisa.


Él supo hacia dónde se encaminaba la conversación. Iba a destrozar su sorpresa.


—Te estás adelantando —le advirtió.


—No, tú te estás quedando atrás —corrigió ella.


—No he querido precipitar las cosas —dijo él.


—Lo agradecí... al principio. Admito que tenía sentido, dado mi divorcio. Pero mi contrato de alquiler termina pronto. Tengo que encontrar un sitio donde vivir con Emi y decidirme por un trabajo. He tenido una oferta —se incorporó—. De hecho, dos.


—¿Por qué no habías dicho nada? —él se sentó también.


—Llegaron ayer y aún no tomado ninguna decisión. Una agencia está en Manhattan.


—¿Y la otra?


—Creo que sabes dónde está. ¿Así que? —sus labios se curvaron con un principio de sorpresa.


—¿Vas a jugar conmigo? —esperaba que ella lo negara, pero Paula sonrió.


—Sí, eso es.


Le sentaba tan bien la confianza en sí misma que Pedro no consiguió sentirse ofendido. Sin embargo, no iba a permitir que arruinara del todo sus meticulosos planes.


—Bueno, pues yo también tengo una oferta para ti —se levantó y se puso los pantalones. Luego le lanzó a ella su camisa—. Ponte esto y sígueme.


Paula se quedó atónita. Un minuto antes había estado manipulando hacia una propuesta matrimonial y ahora él la conducía por el piso. 


¿Qué había ocurrido? Había estado segura de que él iba a declararse. La quería y quería a su hija. Ella estaba divorciada. Sin embargo, él optaba por hacerle una visita guiada de su casa, aunque ya había visto varias habitaciones.


—El despacho es una de mis habitaciones favoritas. Tiene buenas vistas y muchos armarios para archivos. Cuando crees tu empresa, si te decides a hacerlo, podrías trabajar desde aquí. Así no tendrías que estar lejos de Emilia todo el día. Podríamos contratar a una niñera.


Pedro —Paula parpadeó.


—No, no. No digas nada ahora. Espera —la condujo hacia la habitación siguiente.


La puerta estaba cerrada. Él puso la mano en el pomo.


—Podemos redecorarla si no te gusta, pero no pude resistirme —abrió la puerta y Paula se asombró.


La habitación estaba pintada color rosa y ya tenía cuna, cambiador y cómoda. En el rincón había una mecedora. Sobre ella estaba sentado un osito con tutú, similar al que había comprado meses antes.


—Fue mi inspiración, así que compré otro —dijo él, al ver que Paula lo contemplaba. Ella se dio cuenta de que la greca de papel pintado tenía ositos parecidos—. Podemos dejar el original y tus cuadros en el cuarto de la niña en la granja. Dejaré que ése lo decores tú.


Paula miró a su alrededor otra vez, fijándose en todos los pequeños detalles, como una luz nocturna de seguridad y un montón de pañales.


—¿Cuándo has encontrado tiempo para hacer todo esto?


—Esas noches que trabajaba hasta tarde —él se encogió de hombros—. Quería que todo estuviera listo para cuando llegara el momento de hacerte una pregunta muy concreta.


—Oh, Pedro —sus ojos se llenaron de lágrimas.


Había pensado en todo. Planificado y maquinado, tomándose su tiempo en vez de lanzarse a ciegas.


—Paula, te quiero —dijo él con ojos brillantes—. Hace mucho tiempo. Y también quiero a Emi. Desde el momento en que la vi, porque es parte de ti.


—Nosotras también te queremos —se limpió las lágrimas de la mejilla.


—Quiero que seamos una familia —esa vez fue él quien le limpió las lágrimas—. Cásate conmigo, Paula. Te prometo que te haré feliz.


—Ya lo has hecho.


Se lanzó a sus brazos, deseando que la rodearan y no abandonarlos nunca. Cuando la besó, Paula supo que el futuro que ambos habían estado planificando había empezado por fin.



MILAGRO : CAPITULO 38



UN LLUVIOSO lunes de junio, el divorcio de Paula quedó sentenciado. Había ido al juzgado sola con su abogado. No había querido que Pedro estuviera presente y no vio razón para llevar a Emilia. Lucas no había solicitado ver a su hija.


Cuando el juez dictó la sentencia, Paula sólo sintió un profundo alivio. Le pareció surrealista estar allí mirando al hombre con quien se había casado, el padre de su hija, y comprender que sus caminos probablemente no volverían a cruzarse, a pesar de que habían llegado a un acuerdo de visitas.


Hubo pocas sorpresas. Lucas se quedaba con el piso, el mobiliario y algunas otras propiedades, aunque tuvo que pagar una cantidad por el privilegio. No era mucho, de hecho el abogado de Paula había insistido en que pidiera más. Pero ella había temido que eso alargara el proceso y quería acabar de una vez.


Además, tenía más que suficiente para vivir. Las cuentas bancarias y las inversiones se habían dividido equitativamente y aunque Paula había rechazado la pensión, recibiría pagos mensuales para el mantenimiento de Emilia. Lucas además había aceptado crear un fondo para los estudios universitarios de su hija.


Esa hija a la que aún no había visto.


El tribunal concedió la custodia total a Paula. Eso no era extraño, dado que Lucas no quería compartirla y además la distancia a la que vivían había complicado las cosas. Acordaron que podía estar con ella cada tres fines de semana y uno de cada dos periodos vacacionales. A Paula no le preocupó en absoluto; ya había quedado claro que no tenía intención de ejercer ese derecho.


A Emilia, que rozaba los seis meses, le había salido su primer diente. Parloteaba, sonreía a menudo y tenía una risa irresistible. Era preciosa, despierta y activa. Era la luz de la vida de su madre. Lucas no sabía lo que se estaba perdiendo.


Paula había olvidado su paraguas y llovía con fuerza. La gente pasaba corriendo a su lado, los menos afortunados cubriéndose la cabeza con periódicos mojados. Ella miró el cielo gris y sonrió. Para ella era como si luciera el sol. Sacó el teléfono móvil y marcó el teléfono de Pedro, a punto de estallar de alegría.


—¿Hola? —preguntó él.


—Hola.


—¿Has acabado?


—Sí. Acabo de salir del juzgado y voy a pasear.


—Está diluviando.


—¿De qué hablas? —ella soltó una risa burbujeante—. Hace un día maravilloso. Soy soltera otra vez.


—Soltera, ¿eh? Entonces tengo una pregunta que hacerte.


—¿Sí? —Paula se puso la mano sobre el corazón.


—¿Qué te parecería una cita esta noche?


No era la pregunta que había esperado oír, pero eso no apagó su felicidad.


—Suena de maravilla.