sábado, 25 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 29





Era casi la hora de cenar cuando Paula vio llegar al coche de Pedro. Adoraba la casita y el campo, pero no resultaban tan atractivos sin alguien con quien compartirlos. Se dijo que no estaba pendiente de la llegada de Pedro, pero era indudable que se alegró al ver su coche. 


Además, sentía curiosidad sobre dónde había estado todo el día. No había comentado que iba a salir y cuando ella fue a verlo a media mañana para que se tomara un descanso, no había nadie en casa.


El resto del día había sido tranquilo y solitario, aunque Paula había conseguido ser productiva. Por fin había ordenado una cuna, un cambiador y una cómoda para el bebé, así como una sillita balancín. Lily había telefoneado justo antes de que hiciera el pedido.


—Eh, deja algo para que te lo compren tus invitadas a la fiesta prenatal —se había burlado su amiga. En el fondo Paula oyó a un niño gritar.


Paula se había reído, pero no dijo nada.


—Tu madre celebrará una fiesta para ti, ¿no? —había preguntado Lily entonces.


—No ha mencionado nada —había admitido Paula—. De hecho, sólo hemos hablado dos veces en las últimas seis semanas y las dos llamó para preguntar si Lucas y yo nos habíamos reconciliado.


—¡Se acabó! —concluyó Lily tras una serie de blasfemias farfulladas entre dientes—. Volaré hasta allí y te haré una fiesta.


—Me encantaría. En serio, Lil. Pero sé lo ocupada que estás con los niños. Además, no necesito una fiesta prenatal. Puedo permitirme comprar todo lo que necesita el bebé.


—No estoy tan ocupada como para no poder hacer tiempo para una de mis más antiguas y queridas amigas —había contraatacado Lily—. Ya sé que puedes comprar lo que necesitas, pero esas fiestas no se tratan de eso, Paula. Hay que celebrar que va a nacer un bebé.


—Lo sé —se le habían llenado los ojos de lágrimas—. ¿Pero a quién iba a invitar? Mis amigas de la ciudad tendrían que conducir dos horas para venir. Y no creo que pueda contar con que mi madre venga. Odiaría parecer patética.


—Déjame ocuparme a mí de la lista de invitadas. Sólo dame una fecha —Paula se la dio y después Lily cambió de tema—. Ahora háblame de este Pedro Alfonso.


—¿Por qué preguntas por él?


—A juzgar por el número de veces que su nombre ha surgido en nuestras conversaciones y correos electrónicos, da la impresión de que tienes sentimientos muy fuertes por él.


Había seguido un largo y tenso silencio.


—¿Sigues ahí? —había preguntado Lily.


Pedro y yo sólo somos amigos —puso los ojos en blanco después de decirlo. Ya fuera el uno o el otro, era un término que repetían con frecuencia.


—Por ahora —había aceptado Lily—. Pero creo que eventualmente llegaréis a ser más que eso.


El comentario de Lily seguía dando vueltas en la mente de Paula cuando oyó el coche de Pedro


La excitación que sintió al pensar en verlo parecía confirmar la sensación de su amiga. 


Aunque se ordenó quedarse en casa y seguir con sus cosas, ni siquiera la amenaza de que un fotógrafo contratado por Lucas estuviera esperándola, se puso el abrigo y la bufanda y fue al garaje a saludarlo.


Las hojas crujieron bajos sus pies cuando se acercó. Pedro tenía el ceño fruncido, perdido en sus pensamientos, pero cuando la vio su expresión se iluminó y saludó con la mano.


—Hola —dijo ella. Vio que llevaba traje de negocios—. No sabía que tenías una reunión hoy. ¿Fue en la ciudad?


—Eh, sí —se había aflojado la corbata y desabrochado el botón superior de la camisa. Se quitó la corbata del todo e hizo una bola con ella, que se metió en el bolsillo. Después arrugó la frente otra vez.


—Por lo que veo, no fue bien —comentó ella.


—No. No como había esperado —resopló y se quedó callado.


—Lo siento —dijo ella un momento después, al ver que no decía nada.


—No es culpa tuya. Así que no te disculpes, ¡maldita sea!


La antigua Paula habría retrocedido al oír el grito. Pero ya no era tan sumisa como antes. 


Cruzó los brazos sobre el pecho y se acercó hasta estar a sólo unos pasos de él.


—Estaba siendo cortés.


Pedro cerró los ojos y suspiró.


—Sí, y yo insufriblemente grosero.


—No sé si yo llegaría a decir «insufriblemente» —contestó ella.


—¿Eso significa que me perdonas? —preguntó él, entreabriendo un ojo.


Paula sonrió. Era imposible no hacerlo. Él la había apoyado un montón de veces. Le gustaba la sensación de poder devolverle el favor.


—¿Quieres hablar de lo que sea que te ha puesto de tan mal humor?


Él la escrutó atentamente antes de asentir.


—Sí. Quiero hablar de ello. De hecho, necesitamos hablar de ello. Te concierne a ti, Paula.


—¿A mí? ¿Cómo? —sintió un escalofrío en la espalda—. No te entiendo.


—Lo sé —señaló la casa con la cabeza—. Vamos dentro. Hace frío y seguramente no deberías estar de pie.


—Me encuentro bien —pero lo siguió por el camino hasta la puerta trasera.


Una vez en la espaciosa cocina se sintió como en casa. Suponía que era porque Pedro le había dado total libertad para decorarla. El había elegido muebles de roble, pero ella mencionó que quedarían mejor de arce y él hizo que se los llevaran y montaran otros. Los sencillos muebles hacían un bonito contraste con las encimeras de granito oscuro.


Ella pensó que los contrastes eran buenos. 


Pedro y ella eran distintos pero se complementaban uno a otro igual que el mobiliario de la cocina.


Pedro le quitó el abrigo y la bufanda e hizo un gesto para que se sentara.


—¿Puedo hacerte una taza de té o algo? —preguntó.


—Nada, gracias —Paula movió la cabeza.


—No me había dado cuenta de que era tan tarde —dijo él, mirando el reloj—. Quizá debería empezar a preparar la cena.


—Hoy me toca cocinar a mí —le recordó ella.


—Hoy no. No deberías estar de pie.


—Es la segunda vez que dices eso. No soy una inválida, Pedro.


—Lo sé, pero no quiero correr riesgos contigo ni con el bebé.


La preocupación de él la emocionó y reconfortó.


—De acuerdo, te dejaré cocinar, pero la cena puede esperar hasta después de la conversación.


—Bien —se metió las manos en los bolsillos e hizo una mueca. No habló.


Pedro, estás empezando a ponerme nerviosa.


—No es mi intención.


—Lo sé. Ven a sentarte —le dijo—. Tal vez sea mejor que simplemente sueltes lo que tengas que decir.


Él asintió y se sentó frente a ella.


—Hoy he ido a ver a Lucas.


Aunque Paula lo había animado a hablar, sus palabras la sorprendieron tanto que estuvo segura de que había oído mal.


—¿Qué?


—Mi reunión en la ciudad, fue con Lucas.


—¿Mi marido te pidió que te reunieras con él?


—Eh, no —Pedro se aclaró la garganta—. Yo lo llamé ayer. Le dije que quería hablar con él.


—Lo llamaste —repitió ella, alzando la voz un poco—. ¿Llamaste a Lucas y concertaste una reunión con él sin decírmelo?


Él asintió.


—Fuiste a verlo sin preguntarme si yo quería o apreciaría tu interferencia —dijo ella con voz aguda.


—Sí. Lo hice —la miró con expresión contrita.


—¿Por qué? —exigió ella—. ¿Por qué hiciste eso?


—Porque está jugando contigo —Pedro se levantó y fue hacia la encimera. Se mesó el cabello antes de volverse hacia ella—. Te afectó mucho que te presentara esas fotos. Y volviste de la cita con el médico diciendo que tenías la tensión arterial alta. ¿Qué se suponía que iba a hacer, Paula? ¿Quedarme sentado y dejar que siguiera destrozándote? No me pidas que haga eso. Porque no puedo.


—Podrías haberme preguntado qué quería yo, o al menos haber mencionado la reunión —apuntó ella, aunque sus palabras la habían calmado.


—No quería inquietarte.


—¡Oh, por favor!


—Pero tu tensión...


—¿Acaso crees que esto no va a hacer que suba?


Al ver que él se ponía casi tan blanco como su camisa, deseó no haber dicho eso. Pero aún sentía el burbujeo de la ira. Paula decidió que era una sensación emocionante, igual que el toma y daca de sus conversaciones con Pedro. Rara vez había experimentado algo igual, ni con sus padres ni con su marido, así que siguió.


—Actuaste a mis espaldas, Pedro.


—Por tu bien.


—¡No! —agitó una mano en el aire y fue hacia él—. No me trates como a una niña. Estoy cansada de que la gente me diga qué pensar, cómo comportarme y cómo reaccionar. Estoy harta de que tomen decisiones por mí. Soy muy capaz de pensar por mí misma —habló con una convicción que por fin sentía de verdad. Paula se sentía liberada, exultante de poder.


—Eso lo sé.


—Bien. Pues entonces empieza a comportarte como si lo supieras, Pedro. Es mi problema —se golpeó el pecho con el dedo, dando énfasis a sus palabras.


—No quieres que me involucre.


—No he dicho eso —su tono se suavizó—. Yo quiero estar involucrada. ¿Entiendes?


—Sí —la atrajo hacia él y la abrazó.


—¿De qué hablasteis Lucas y tú? —preguntó ella, mientras ponía la mesa y él hacía la cena.


Pedro había elegido algo sencillo: sopa de tomate y sándwiches de queso tostados. Se concentró en las preparaciones mientras le relataba la conversación. No dijo que había agarrado a Lucas por las solapas.


—Por cierto, él cree que soy un chapuzas sin trabajo y que tú eres mi mina de oro —la miró y enarcó una ceja con ironía, esperando aligerar la tensión.


—Es increíble lo esnob y estrecho de miras que puede llegar a ser —resopló con delicadeza—. Ya era bastante malo que alegue que estamos teniendo una aventura.


—He estado pensando en eso, sabes —Pedro le dio la vuelta a los sándwiches y bajó el fuego—. Quiere utilizarlo como arma para negociar el divorcio. ¿Por qué no permitir que lo haga?


—Me temo que no te sigo —lo miró confusa.


—Según la ley de Nueva York, tendríais que vivir un año separados antes que poder divorciaros —le recordó él.


—Sigue.


—Pero si la petición se basa en la infidelidad, el tiempo de espera es más corto.


—¿Estás diciéndome que debería dejar que alegue eso?


—Creo que deberías considerarlo. No voy a cometer el error de decirte lo que debes hacer —corrigió él, asombrado una vez más por la tigresa que acechaba bajo ese exterior de gatita.


—Seguramente no debería admitirlo, pero he disfrutado discutiendo contigo —dijo ella.


—¿Sí?


—Sí —desvió la vista.


—Ha sido una situación excitante —confesó él, sin pensarlo. Sus palabras quedaron flotando en el aire, maduras y tentadoras como la fruta prohibida. Él carraspeó al sentir que el calor le teñía las mejillas.


—Yo iba a decir liberadora —dijo Paula.


—Ah —musitó él. Se sentía como un auténtico idiota.


—Pero también me gusta tu descripción —dijo ella con voz queda.


Él clavó los ojos en la espátula que tenía en la mano, incapaz de mirarla.


—No sé si debería decir ese tipo de cosas sobre una mujer embarazada —admitió.


—Antes que nada, soy mujer, Pedro. Y no siempre estaré embarazada.


La espátula cayó al suelo, él no la recogió.


—Y tampoco estaré casada mucho tiempo más —siguió Paula.


Él alzó la vista y vio que ella sonreía.


—Sobre todo si sigo tu consejo. Lucas alega que he sido infiel para no tener que pagarme pensión. Pero yo no quiero su apoyo, en cualquier caso.


—Eso le dije yo. Parece pensar que te has acostumbrado a cierto estilo de vida y que no serás capaz de bajar de nivel.


—Oh, claro que puedo —ella movió la cabeza.


—También le dije eso.


—Me conoces mucho mejor que él —reflexionó Paula. Y era porque le prestaba atención—. Puede que acabe recibiendo menos de lo que me correspondería —siguió—, pero al menos no será un proceso largo y truculento.


—Eso es verdad —dijo él.


—Pero también me aconsejaste que tuviera cuidado de no renunciar a todo sólo por conseguir un divorcio rápido.


—Sí. Lo dije. Pero eso fue antes de... —Pedro miró a Paula, incapaz de terminar la frase en voz alta.


¿Antes de qué?


¿Antes de darse cuenta de lo imbécil que era su marido? ¿Antes de comprender cuánto afectaría el proceso a Paula y el estrés que impondría en ella y en su bebé?


Tal vez había sido antes de comprender que estaba medio enamorado de ella y quería que estuviera libre lo antes posible, para poder iniciar una relación.


Al dar un paso hacia ella, dio una patada a la espátula. Mientras se deslizaba por el suelo, Pedro volvió a oír las palabras de su hermano: «Debes estar malditamente seguro».


Pedro, ¿qué ocurre?


El olor a pan quemado lo libró de contestar.


—Parece que tendré que hacer otra tanda de sándwiches —dijo, apartando la parrilla del fuego y dispersando el humo agitando la mano.


—Seguramente deberías bajar el fuego —sugirió ella con una sencilla sonrisa que a él lo derritió por dentro.


—Bajar el fuego —repitió, asintiendo con vigor. 


Hasta que estuviera seguro de hacia dónde iba su relación y dónde quería que fuera, eso sería lo mejor para todas las partes involucradas.





MILAGRO : CAPITULO 28





Estaba demasiado tenso para conducir de vuelta a Gabriel’s Crossing. Necesitaba hablar con alguien. Necesitaba consejo. Y sabía dónde encontrarlo: con su hermano.


Gaston era dos años mayor que Pedro y una cuarta más alto, pero mientras que Pedro era ancho y musculoso, Gaston era delgado y fibroso, con extremidades más largas. En una pelea, y había habido muchas mientras crecían, sus fuerza estaban equilibradas. Sin embargo, en cuanto a temperamento eran opuestos, y eso los convertía en un buen equipo a la hora de los negocios.


Gaston era analítico, un hombre de detalles. 


Hasta hacía muy poco Pedro había tenido tendencia a moverse demasiado rápido; Gaston se tomaba su tiempo, a veces demasiado, reuniendo datos y sopesando hechos antes de llegar a una conclusión. En ese momento Pedro necesitaba la opinión reflexiva de su hermano.


Gaston estaba en la sala de reuniones de Hermanos Phoenix, revisando unos planos con los arquitectos cuando Pedro llegó.


—Menuda sorpresa. ¿Ha regresado el hijo pródigo? —dijo, sólo medio en broma.


—No, Gaston. Hoy no, ¿de acuerdo?


Gaston le lanzó una mirada especulativa y se volvió hacia los hombres que lo acompañaban.


—¿Por qué no trabajáis en ese presupuesto revisado y tomamos una decisión después? —cuando los hombres se marcharon, miró a su hermano—. ¿Qué te ronda la cabeza?


—Necesito consejo —Pedro se pasó la mano por el pelo y caminó hasta la ventana.


—Dispara.


—Acabo de tener una reunión con el marido de Paula. El desgraciado está poniéndole difícil el divorcio y a ella le ha subido la tensión arterial, lo que podría ser un riesgo para el bebé.


—¿Paula? —Gaston alzó una ceja—. ¿Tu inquilina?


—Es más que eso. Somos... amigos, también —esa palabra no hacía más que salir a todas horas. Cuanto más la decía, más odiaba esa descripción.


—Mira, Pedro. Sé que tienes buenas intenciones. Está embarazada, necesitada y sola. Es natural que quieras prestarle tu apoyo. Pero amigo o no amigo, el divorcio de esa mujer no es asunto tuyo.


—¿Y si quiero que lo sea? —preguntó él.


—¡Ya estamos otra vez! —Pedro alzó los brazos con indignación—. Y ésta ni siquiera es soltera.


—¿Qué diablos se supone que significa eso?


—Estás haciéndolo de nuevo —lo acusó Gaston—. Saltando sin mirar antes. ¿De cuántos acantilados tendrás que tirarte antes de comprender que no puedes volar?


—Paula no es como Helena —empezó. Pero Gaston lo interrumpió.


—¿Cómo puedes saberlo? Sólo la conoces desde hace unos meses. Está casada y embarazada, Pedro. Eso sí que es equipaje. Al menos Helena no era más que inconstante y coqueta. Hazte un favor, diablos, házmelo a mí... y no te involucres.


—¿Qué quieres decir con eso de que te haga un favor? —exigió Pedro, poniéndose de tan mal humor como su hermano.


—He estado encargándome de todo estos últimos meses, mientras esperaba que tú te aclarases en Connecticut. El nombre de nuestra empresa es Construcciones Hermanos Phcenix —dio un puñetazo en la mesa—. Hermanos, en plural. Pero estoy funcionando solo. En consecuencia, hemos tenido que dejar pasar un par de buenos trabajos, y a nuestros competidores les ha encantado conseguirlos.


El remordimiento reemplazó la ira de Pedro.


—Deberías haber dicho algo.


—Lo estoy diciendo ahora. Accedí cuando dijiste que necesitabas un respiro, Pedro. ¿Cómo no iba a hacerlo? Cualquiera con ojos en la cara habría visto que lo necesitabas. En esas condiciones no eras útil para mí, ni para la empresa. Pero prometiste, prometiste, que estarías de vuelta, al menos a tiempo parcial esta primavera. No puedo permitirme dejarte saltar a ciegas a otra relación maldita que te deje convertido en un despojo cuando acabe.


—Esto no es así.


—¿Estás seguro? —preguntó Gaston.


—Eso creo.


—Eso no es lo mismo que estar seguro —Gaston clavó los ojos en él—. Necesitas estar seguro, malditamente seguro. Porque si seguimos teniendo que dejar pasar buenos trabajos, podríamos poner en riesgo la empresa.



Pedro se tomó su tiempo volviendo a casa, dando vueltas a las palabras de su hermano. No eran lo que había deseado oír. Gaston se equivocaba con respecto a Paula y la situación. 


Ella no se parecía en nada a su ex esposa. Pero Gaston y él habían tenido una discusión similar cuando Pedro conoció a Helena, así que no podía ignorar las palabras de su hermano.




MILAGRO : CAPITULO 27




Pedro encendió la radio y cambió la emisora de jazz, que solía sonar cuando lo acompañaba Paula, a una de rock vibrante. Subió el volumen a tope y aceleró hasta que el Porsche adquirió una velocidad que le habría costado una buena multa y varios puntos si un policía lo hubiera detenido. Llegó a la cafetería veinte minutos antes de la hora acordada, suponiendo que tardaría ese tiempo en aparcar. Pero tuvo suerte y encontró un hueco frente al local.


A pesar de lo ocupado que decía estar Lucas, ya estaba allí, sentado en una mesa junto a la ventana. Cuando vio a Pedro salir del Porsche, sus cejas se alzaron con sorpresa, pero para cuando estuvieron cara a cara, había recuperado su fría compostura.


—Alfonso —Lucas extendió una mano con una palma tan suave como un culito de bebé y señaló el coche con la barbilla—. Deben haberte hecho una oferta muy buena por la furgoneta.


—Hola, Seville —le respondió, ignorando la pulla.


—No sabía que tuvieras tan buen gusto con la ropa —Lucas sonrió—. Ese traje debe haberte costado un buen pico —la sonrisa se volvió aviesa—. Pero tal vez hayas conocido a alguien últimamente y estés pensando que ya no necesitas preocuparte por el dinero.


Lo que eso implicaba hizo que Pedro ardiera de ira, pero consiguió responder con tono civilizado.


—No estamos aquí para hablar de mi ropa ni de mi coche —dijo.


—Ya lo suponía.


Una camarera llegó para rellenar la taza de café de Lucas y preguntarle a Pedro qué quería. Él prefirió no tomar nada, no estaba de humor.


—No me gusta cómo estás tratando a Paula, y quiero que se acabe —dijo, cuando se fue la camarera.


—No veo por qué es asunto tuyo... a no ser que tengas algo con mi esposa.


—Cuando fue al tocólogo ayer, tenía la tensión alta —dijo Pedro controlándose con un esfuerzo hercúleo—. Seguramente por el estrés que le están causando tus sucias mentiras.


—Siento oír que no se encuentra bien —dijo Lucas, aunque no parecía en absoluto preocupado.


—Sí, ya veo cuánto lo sientes.


—No es culpa mía —Lucas encogió los hombros.


—La estás acusando de tener una ventura. 
Alegas que el bebé podría no ser tuyo. ¿No te parece que ese tipo de acusaciones infundadas podrían provocarle un estrés indebido a una mujer en su estado?


—Las acusaciones no son infundadas. Tengo evidencia que sugiere que vosotros dos estáis disfrutando de algo más que una relación casero—inquilina.


Los labios de Lucas se entreabrieron con astucia y Pedro vio sus dientes. Nadie tenía una sonrisa tan blanca y perfecta sin haber gastado mucho tiempo y dinero en la consulta de un dentista.


—Tenemos más que una relación casero—inquilina. Paula y yo somos amigos.


—¿Sólo amigos?


Pedro se esforzó por no pensar en el explosivo beso del día anterior ni en las emociones que amenazaban con arrastrarlo a algo mucho más profundo.


—Sólo amigos. En cuanto a tu evidencia, no creo que se sostenga ante un tribunal, dado que no hay nada entre nosotros.


—Pero te gustaría que lo hubiera —Lucas esbozó otra deslumbrante sonrisa.


Pedro sintió una oleada de cólera, acompañada de culpabilidad. Las dos emociones eran una combinación interesante, que le hizo desear cerrar los puños. Puso las manos abiertas sobre los muslos y se recordó que estaba allí por el bien de Paula. Perder los nervios no la ayudaría; sería seguirle el juego a Lucas.


—Me gustaría que dejaras de embarullarle la mente —afirmó—. Sabes que no ha sido infiel. Sabes que el bebé es tuyo. Yo ni siquiera conocía a Paula antes de que te dejase y ya estaba embarazada.


Lucas se encogió de hombros.


—En su estado, no necesita más estrés —insistió Pedro por segunda vez.


—Yo no intento provocarle estrés a Paula.


—Sólo es un efecto colateral, ¿no?


—Ella se ha hecho la cama y ahora...


—Sí, pero tú estabas dentro entonces —espetó Pedro. Sintió un inesperado pinchazo de celos. No estaba seguro de haberse sentido tan celoso cuando descubrió que Helena tenía una aventura. Traicionado, sí. ¿Pero celoso?


No era el momento de analizar sus sentimientos.


—Tengo que preocuparme por mi bienestar —dijo Lucas.


—¿Y el bebé? —rezongó Pedro—. ¿Qué me dices del bienestar de tu hijo?


—Como ya sabes, no estoy convencido de que sea mío —contestó Lucas.


—Dios, eres una buena pieza —Pedro lo miró con ira. Lucas parecía no saber la suerte que había tenido con Paula, ni lo que había dejado escapar.


—Quiero acabar con este asunto de una vez por todas —dijo él, confirmando la opinión de Pedro.


Pedro sintió dolor por Paula. Demasiada gente en su vida había ignorado su valía y dejado al margen sus sentimientos. Cuando ella estaba necesitada, le fallaban. Pero Pedro no iba a ser una de esas personas. Incluso si su relación no pasaba de la amistad, le demostraría la lealtad, el respeto y la confianza que se merecía. Le demostraría que podía contar con al menos una persona que velara por sus intereses.


—Dime cuál es tu objetivo —dijo con voz y expresión muy duras.


—Me temo que no entiendo lo que quieres decir.


—Sí lo entiendes. ¿Qué quieres de Paula? Quieres algo. Eso está claro. Por eso se lo estás poniendo tan difícil. ¿Qué es?


—¿Es que ahora eres su chico de los recados... entre otras cosas?


—Soy su amigo —dijo Pedro. No hacía mucho, él había estado en la misma situación que Paula, desilusionado, desconcertado y enfrentándose al fin de su matrimonio. Sin embargo, su dolor le parecía muy remoto. 


Habían desaparecido la amargura y la decepción. Se preguntó si se debía al periodo sabático que se había impuesto o a haber conocido a Paula.


—Muy bien —Lucas cruzó las manos—. ¿Quieres saber cuál es el objetivo, Alfonso? Te lo diré. He trabajado duro para llegar donde estoy. Ése es un concepto que probablemente no entiendas.


—Creo que sí —dijo él.


—Entonces, también entenderás que no voy a permitir que mi estándar de vida empeore por tener que mantener una segunda casa.


—¿Te preocupa la pensión alimenticia? —inquirió Pedro—. Paula no quiere tu dinero. Tenía una profesión y piensa volver a ella. Puede mantenerse.


—No al nivel al que se ha acostumbrado —Lucas miró con intención el traje de Pedro—. La ropa de diseño no sale barata


—Eso no es importante para ella.


—El dinero es importante para todo el mundo, sobre todo para quien no lo ha tenido nunca —le hizo una mueca sarcástica a Pedro—. Y para los que están a punto de perderlo.


Pedro ignoró la parte del insulto dirigida a él, pero el insulto a Paula le hizo rugir por dentro. 


Ella era todo menos superficial. Recordó su expresión el día anterior cuando se había movido el bebé: asombrada, emocionada y radiante de amor maternal.


—¿Cómo es posible que hayas estado casado con ella cuatro años y no la conozcas en absoluto?


—La conozco lo suficiente y sé que exigirá manutención para el niño.


Pedro resopló y movió la cabeza con desdén.


—No tendría por qué exigirla. Es tu responsabilidad, tu obligación como padre.


—Yo no quería hijos.


Pedro se preguntó cómo podía ser tan egocéntrico.


—Es un poco tarde para decir eso. Sabes perfectamente cuál será el resultado de una prueba de paternidad. No puedes negar la existencia de tu hijo.


—Puede que no. Pero voy a asegurarme de que Paula no reciba un céntimo más de lo necesario. Quizás acabe teniendo que mantener al bebé, pero no pienso mantenerla a ella —miró de nuevo el traje de Pedro—. Ni a un chapuzas que cree haberse encontrado un billete de ida hacia la buena vida.


Eso fue la gota que hizo rebosar el vaso. Pedro se inclinó por encima de la mesa, agarró las solapas de la chaqueta Armani de Lucas y lo medio levantó del asiento. El café se vertió. Las patas de las sillas crujieron. Pedro enseñó los dientes como un perro.


—Hijo de...


—Adelante, pégame —lo pinchó Lucas—. Hazlo y me convertiré en el dueño de esa ruina que llamas hogar y del terreno que la rodea.


Pedro controló su ira con un gran esfuerzo. 


Darle una paliza a ese hombre, por satisfactorio que resultara, no ayudaría a Paula. Soltó a Lucas.


A su alrededor, los demás clientes del local observaban la escena con fascinación, callados e inmersos en el inesperado drama.


—Vas a arrepentirte de eso —amenazó Lucas entre dientes, alisándose las solapas de la chaqueta—. Tal vez habría permitido que Paula se quedara con algunas de nuestras acciones. Ahora lucharé con garras y dientes para quedarme con todas. Se marchará de nuestro matrimonio con las manos vacías. ¡Sin nada!


—Y aun así, se marchará —dijo Pedro—. ¿Eso no te dice nada?


Paula y el bebé estarían mucho mejor sin él.


—Disfruta de la buena vida mientras te dure —le escupió Lucas.


—Pienso hacerlo —Pedro lo dijo con toda sinceridad.