miércoles, 22 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 18




Pedro se duchó, afeitó y cambió de ropa en un tiempo récord. Cuando llegó a la casita tenía el pelo húmedo y aún sentía el cosquilleo de la loción para después del afeitado en la piel. 


Paula abrió la puerta con aspecto nervioso, y tan bonita como siempre.


Eso lo puso a él nervioso.


Se miraron un instante, incómodos, hasta que ella señaló un paquete que él llevaba en la mano.


—¿Eso es para mí? —preguntó.


—Por supuesto. Mi madre me dijo que nunca apareciera en una casa con las manos vacías. Además, no se pueden tomar huevos sin tocino.
Son dos cosas que van juntas.


—No puedo decir que ningún hombre me haya traído un regalo de anfitriona como éste antes —dijo ella, estudiando el paquete.


—Bueno, lo de las flores está muy visto —replicó él, sorprendido por el comentario.


Ambos se rieron y la tensión se disipó.


—Entra, por favor —se apartó para darle paso.


Era la primera vez que él entraba en la casa desde su llegada y notó el aspecto acogedor que le había dado sin excederse en la decoración. Pensó que tal vez podría pedirle consejos cuando pusiera la casa grande en el mercado. Las primeras impresiones importaban mucho, y era obvio que ella tenía buen ojo. La zona de estar estaba decorada en tonos neutros, con toques de colores vivos en cojines y cuadros. Además de los muebles que habían llegado el primer día, la semana anterior había llegado una mesa de cocina y sillas de madera de arce.


—¿Por qué no te sientas mientras cocino? —le sugirió ella.


—¿Necesitas ayuda? —preguntó él.


—No, gracias. ¿Quieres algo de beber? Puedo hacer café, aunque hace tanto calor que tal vez prefieras té helado. O zumo. Tengo zumo de naranja.


—Lo que vayas a beber tú estará bien —Pedro se sentó—. Relájate, Paula. Soy fácil de complacer.


—Disculpa.


Él pensó que debería registrar esa palabra a su nombre, pero no dijo nada.


—Estoy un poco oxidada en este sentido —dijo ella.


—¿Oxidada en qué? —preguntó él lentamente.


—En la amistad —le dijo, retorciéndose las manos.


—Ah —además de sentir cierta decepción, un sentimiento que no pensaba explorar de momento, la respuesta lo confundió—. ¿Por qué dices eso?


—Es la verdad. Puedo organizar una cena para treinta socios de Lucas con sus cónyuges, y hablar de naderías con desconocidos durante horas, pero tú... eres diferente.


—Diferente —repitió él, nada seguro de que le gustase ese adjetivo como descripción.


—Me importas —añadió ella con voz suave.


Pedro tragó saliva, tampoco estaba seguro de que eso le gustara.


—No tengo demasiadas amistades —continuó Paula—, no se me da bien hacer amigos.


—Eso me parece difícil de creer —Paula era callada y a veces reservada en exceso, pero no le parecía en absoluto antisocial.


—Es cierto —se sentó en la silla de al lado de la suya y le hizo una confidencia—. Tengo miedo, Pedro. Mucho miedo.


—¿De mí? —se le heló la sangre al pensarlo.


—No, claro que no —estiró el brazo por encima de la mesa y apretó su mano. Era la segunda vez que lo tocaba esa mañana. Por segunda vez, el contacto lo recorrió con la fuerza de un rayo—. Temo lo que me deparará el futuro. Si fuera sólo yo, no me preocuparía tanto. Pero está el bebé —movió la cabeza y sus ojos brillaron.


—Estarás bien. Los dos estaréis bien —dijo él, dando la vuelta a la mano para agarrar la de ella.


—Esto es nuevo para mí y me aterroriza hacerlo mal. Yo... nunca pensé que fuera a tener hijos —admitió.


—¿Por qué? —tosió—. Perdona. Es una pregunta demasiado personal.


A pesar de que Paula daba la impresión de ser muy reservada, le contestó con candor.


—Es lo que siempre dijeron los médicos. Tengo un par de problemas físicos que, según ellos, imposibilitan la concepción.


—Eso te demuestra cuánto saben —él soltó una risa con el fin de quitar seriedad a la conversación.


—Sí. Supongo —aceptó ella. Pero seguía pareciendo preocupada.


—Se llama «practicar medicina» por una buena razón —le dio un apretoncito en la mano.


Ella por fin sonrió. Él supuso que por su próxima maternidad, no por su broma. Paula estaba radiante, preciosa. Sentada a su lado con unos pantalones cortos que le permitían lucir sus esbeltas piernas estaba... sexy. Tragó saliva y notó que empezaban a sudarle las palmas de las manos. No sabía si era correcto considerar sexy a una mujer embarazada. Su conciencia hizo una puntualización: casada además de embarazada. Eso le hizo pensar en su esposo.


—¿Y qué opina Lucas de lo del bebé? —preguntó, aunque suponía la respuesta, tras la conversación telefónica que había oído.


—Cuando nos casamos dijo que no quería tener hijos —ella desvió la mirada y su resplandor se apagó un poco—. De hecho, fue una de sus estipulaciones.


—¿Qué? —Pedro la miró incrédulo—. ¿Se puede incluir algo así en un acuerdo prenupcial?


—No, claro que no. Pero dejó muy claros sus deseos en ese sentido.


Aunque sólo había visto a Holden una vez, a Lucas no le resultó difícil verlo como un tipo que prefería la ropa de diseño y los coches deportivos a caritas pegajosas y las muchas exigencias de la paternidad. Pero no pensaba lo mismo de Paula.


—¿Por qué accediste?


—No lo hice. Como he dicho, creía que no podía tener hijos, así que el que Lucas no los quisiera... —dejó la frase inacabada y alzó los hombros.


—Lo convertía en el hombre perfecto para ti.


Paula alzó la cabeza bruscamente al oírlo. Abrió la boca y retiró la mano de la de él.


—Perdona —dijo él—. Eso ha sido grosero y atrevido por mi parte.


Ella movió la cabeza, pero no dijo nada. Sus mejillas se tiñeron de rojo, a él no le pareció que fuera por enfado. 


¿Culpabilidad? ¿Arrepentimiento? ¿Sorpresa de que él hubiera intuido algo así y pudiera entenderlo en cierto sentido?


—Así que ésa es la importante diferencia a la que te referías cuando dijiste que ibas a divorciarte.


—Sí.


Paula tenía las manos sobre el regazo y las miraba. Él lo hizo también, y vio que se había quitado la alianza y la había sustituido por un anillo con una amatista. Tuvo la sensación de que Paula era demasiado tradicional como para andar por ahí sin llevar un anillo en el tercer dedo de la mano izquierda estando embarazada.


—Lucas opina que criar hijos es incompatible con el estilo de vida que le gusta —dijo ella, un momento después. Su voz sonó como un susurro.


Pedro deseó maldecir en voz alta. Romper algo con el martillo, o mejor aún con el puño. Deseó rodear a Paula con sus brazos, consolarla... besarla. Borró esa idea de su mente y habló con voz seria.


—Estoy seguro de que tiene razón. Los niños lo cambian todo, o al menos eso me ha dicho mi hermana montones de veces. Pero el matrimonio es un compromiso.


—¿Tú estabas dispuesto a comprometerte? —le preguntó Paula, mirándolo.


—¿Te refieres a cuando estaba casado?


—Sí.


Él movió los pies bajo la mesa, desconcertado ante esa pregunta que lo obligaba a reexaminar su propia relación. Prefería seguir hablando de la de ella.


Se preguntó si se había comprometido lo bastante. Si había tomado las decisiones correctas, sobre todo al trabajar tantas horas, antes de que Helena iniciara su aventura. 


Entonces le había parecido lo correcto, porque quería avanzar rápidamente, pero tal vez...


—Quería que nuestro matrimonio funcionara. 


Diablos, no quería admitir que había cometido un error.


—A nadie le gusta admitir eso —corroboró Paula.


—Fue todo demasiado rápido. Tal vez si hubiera esperado, no habría precipitado las cosas, me habría dado cuenta de que Helena y yo éramos demasiado distintos para que la unión funcionara. Las pistas ya estaban ahí.


Pistas como luces de neón, que su hermano Gaston había intentado hacerle ver. Eso les había llevado a discutir amargamente, afectando a su relación personal y de trabajo, hasta que Pedro tuvo que admitir que Gaston había tenido razón.


—¿Cuánto tiempo hacía que os conocíais cuando os comprometisteis?


—Un par de meses —entonces le había parecido tiempo más que suficiente. Hizo una mueca y movió la cabeza—. Después nos fugamos.


—Eso fue muy rápido —murmuró ella.


—Impulsivo, más bien —volvió a sacudir la cabeza, arrepintiéndose de la espontaneidad que lo había llevado a la rápida ceremonia en Las Vegas, que entonces le había parecido emocionante.


—No das la impresión de ser impulsivo —Paula ladeó la cabeza y lo estudió—. Pareces tranquilo y reflexivo, por lo menos a juzgar cómo llevas la renovación de la casa.


—Ay, pero ése es el nuevo y mejorado yo. He aprendido a bajar el ritmo y tomarme el tiempo necesario para evaluar la situación antes de hacer una tontería —soltó una risita—. Gaston, mi hermano, dice que ya no soy tan divertido.


—No sé qué decir a eso. A mí me gusta el nuevo y mejorado tú. Mucho.


—Gracias —no sabía si era cosa de su imaginación, pero le pareció ver que ella se sonrojaba—. A mí también me gusta tu nuevo y mejorado tú.


—¿Cómo sabes que he cambiado? —Paula parpadeó con sorpresa.


—Porque estás aquí —contestó él con sencillez.


Ella asintió lentamente y admitió la verdad.


—Siempre he hecho lo que se esperaba de mí. He escuchado y seguido las normas y... —alzó los hombros y su voz se apagó.


—Pero esta vez no —concluyó él.


—No. Esta vez no —tragó saliva y desvió la mirada—. Esta vez no podía.


Él se preguntó si Paula era consciente de que había cuadrado los hombros al decirlo. La mujer era una paradoja. Parecía frágil en muchos sentidos, pero de vez en cuando dejaba ver que también tenía una estructura de acero por debajo. Eso le gustaba.


—Bien por ti.


—Gracias, pero la verdad es que me avergüenza haber tardado tanto en hacerlo. Mi matrimonio no va bien desde... bueno, nunca fue bien. Pero me quedé.


—Se tarda más en aprender algunas lecciones que otras —la consoló él.


—Supongo —Paula se levantó, fue a la encimera y sacó los ingredientes para la tortilla—. Bueno, ya que tienes experiencia, ¿conoces a algún buen abogado experto en divorcios? —preguntó con voz irónica, mientras cascaba los huevos.


—Depende de lo que busques —dijo él.


—Sólo quiero que sea rápido para que el bebé y yo podamos seguir adelante con nuestra vida.


Echó un poco de leche en el bol y empezó a mezclar los ingredientes con determinación. El tuvo la impresión de que Paula era acero envuelto en terciopelo, pero decidió que sería mejor prevenirla.


—Ten cuidado con eso. Yo también quería seguir adelante con mi vida cuanto antes, y acabó costándome un buen montón de dinero en la negociación.


—No me importa. Lucas puede quedárselo todo. El piso, los muebles, las acciones y el resto de las inversiones. Sólo quiero lo que tenía cuando me casé. Tengo algunos ahorros y puedo ganarme la vida.


—No lo dudo, pero tu hijo tiene derecho a recibir apoyo económico de ambos padres. Aunque ahora no lo veas así, sería mejor que no cedieras demasiado al principio de las negociaciones —le aconsejó Pedro.


—Haces que suene como un asunto de negocios —dijo ella, frunciendo el ceño.


—Por desgracia, eso viene a ser el divorcio —carraspeó—. ¿Has pensado en la custodia y los derechos de visita?


—Lucas no quiere este bebé —dejó de batir los huevos—. No pedirá la custodia. Y dudo que le interesen los derechos de visita.


—Eso podría cambiar. Lo siento, Paula —añadió, cuando ella dejó caer el bol de golpe y lo salpicó todo—. No pretendo asustarte, pero la gente hace muchas cosas inesperadas cuando acaba un matrimonio. Lucas da la impresión de preocuparse mucho por su imagen pública.


—Es verdad. La considera esencial para su carrera profesional —limpió con un paño húmedo las gotas de huevo que habían manchado su blusa.


—Entonces no querrá que lo vean como el hombre que se divorció de su esposa porque estaba embarazada de él y después abandonó a mujer e hijo física y financieramente hablando.


—No lo había pensado de esa manera —Paula aferró la encimera con ambas manos. Su rostro se puso blanco como la nieve—. Dios, ¿crees que le interesará la custodia, total o compartida?


—No lo sé. Pero creo que deberías estar preparada.


—Pero él no quiere al bebé —insistió Paula. Se puso la mano en el vientre y sus ojos se humedecieron—. No siquiera soy capaz de repetir la «solución» que sugirió para mi embarazo.


Pedro se puso en pie antes de que cayera la primera lágrima.


—Eh, eh. No hagas eso. No llores. Todo irá bien —le dio una palmadita en el hombro. Después recordó lo agradable que era sentirla en sus brazos y decidió no mantener las distancias. Ella lo necesitaba. Y él también necesitaba algo. 


Aunque no estaba dispuesto a analizar sus sentimientos, se sentía bien abrazando a Paula. Bien y extrañamente completo.


—No quiere a nuestro bebé —dijo ella. Esa vez musitó las palabras contra el hombro de Pedro.


—Todo irá bien —prometió él. Él se aseguraría de que fuese así.


—No le permitiré tenerlo —dijo ella—. Mi hijo se merece algo mejor que ser criado por alguien demasiado ocupado para interesarse. Yo crecí así. Sé lo que es —se estremeció con un sollozo—. No permitiré que eso le ocurra a mi bebé —afirmó


—Lo siento, Paula. Lo siento mucho —no lo decía sólo por consolarla. Realmente sentía que hubiera sido una niña solitaria y que el hombre con quien se había casado la hubiese decepcionado tanto—. Seguramente Lucas no querrá la custodia y, por lo que dices, apuesto a que tampoco querrá derechos de visita —dijo, rezando a Dios por que fuera verdad.


Ella siguió en sus brazos unos minutos más, con las manos apoyadas en su pecho.


—Gracias —le dijo al apartarse por fin.


—No necesitas agradecérmelo —dijo él con voz liviana—. Soy incapaz de resistirme a una mujer que llora —dijo, aunque siempre había sido exactamente al contrario a lo largo de su vida.


—Últimamente lloro mucho. Son las hormonas —se sorbió la nariz y recuperó el tono de voz normal—. No suelo andar por ahí estallando en sollozos y gimoteando como un bebé. Soy bastante más fuerte.


—Sí que lo eres —afirmó Pedro. Se inclinó hacia ella, incapaz de resistirse a rozar sus labios con un beso suave—. Pero no hace falta que lo seas siempre. Al menos no conmigo.

martes, 21 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 17




Paula pasó las siguientes dos semanas pensando en su futuro. No podía vivir en la casita para siempre, aunque hubiera pagado la renta de un año. En algún momento tendría que buscar trabajo, y también ayuda con el bebé. 


Quizá debería optar por un puesto de horario flexible, que le permitiera trabajar desde casa parte del tiempo.


Pero pensar en eso la abrumaba, así que hizo una lista de cosas que debía hacer antes. 


Encontrar un tocólogo en Gabriel’s Crossing y contratar a un buen abogado de divorcios encabezaban su lista. Curiosamente, decirle a Pedro lo del bebé, también ocupaba un puesto bastante alto.


No tanto porque él debiera saberlo, sino porque Paula necesitaba decírselo. No sabía bien por qué ya que él se daría cuenta antes o después. Pero no le parecía correcto. Y menos cuando recordaba cómo la había abrazado el día que se echó a llorar.


Habría jurado que algo ocurrió entre ellos. Algo inocente y dulce, pero tan prometedor que le quitaba la respiración. No podía evitar desear haber conocido a Pedro en circunstancias muy distintas. Entonces habría tenido la libertad, y tal vez el coraje, de explorar sus sentimientos. Pero ése no era el momento. Su vida era un caos y las hormonas exacerbaban sus ya agitadas emociones.


Así que le diría a Pedro lo del bebé y confiaría en que le ofreciera su amistad.


Era un buen hombre, amable y paciente, y probablemente tan poco interesado en un romance como ella, dado como había acabado su matrimonio. Ocultaba bien sus cicatrices, pero Paula sabía que estaban ahí. La amistad bastaría. Sería más que suficiente. Deseaba tener a alguien con quien compartir su excitación sobre la vida que crecía en su interior. Al recordar cómo había reaccionado a los niños en la heladería, Paula decidió que se alegraría por ella.


No tenía muchos amigos íntimos. En la ciudad tenía conocidos por docenas. Pero los amigos verdaderos escaseaban. Era culpa suya porque nunca se le había dado bien hacerlos. Tenía tendencia a ser demasiado callada y reservada.


«Espera a que te hablen, Paula».


Era la norma dominante de sus padres y la había seguido religiosamente, hasta que se convirtió en un hábito casi imposible de romper.


Lo había conseguido alguna vez. Seguía en contacto con compañeras de trabajo de Danielson & Marx. Comían juntas de vez en cuando. Y estaba Lily Hamlin, la única amistad que mantenía desde su adolescencia, a pesar de que vivían en extremos opuestos del país. 


Pero Lily estaba muy ocupada con sus gemelos de dos años y un niño algo mayor, así que les costaba mantener una conversación telefónica larga y una visita era casi impensable.


Aun así, Lily era la primera persona a la que Paula le había dicho que estaba embarazada. 


Su amiga se había alegrado muchísimo y, después, cuando Paula la llamó para decirle que había dejado a Lucas, había sido comprensiva y la había apoyado. Además, bendita fuera, había resistido el impulso de decirle «Ya te lo decía yo».


Su amiga nunca había creído que Lucas fuera lo bastante bueno para ella. En eso se parecía a Pedro. Intentaría volar a California de visita antes de que naciera el bebé, y entretanto buscaría amigos en la zona, empezando por Pedro.


Apenas eran las ocho de la mañana, pero ya hacía un calor abrasador, así que se duchó con agua fresca y se puso un blusón de talle alto que camuflaba su tripa y le permitía no abrocharse el botón del pantalón corto. Se recogió el pelo en una cola de caballo y, satisfecha de estar presentable, salió de la casita. Decidió que primero daría un paseo y después, a una hora más apropiada, llamaría a la puerta de Pedro y lo invitaría a tomar un café o un té helado.


Sin embargo, cuando llegó al lateral de su casa, lo vio subido a una escalera de mano, bajo uno de los robles. Estaba inclinado sobre una rama atando las cuerdas que sujetaban un columpio, un columpio con el asiento rojo brillante. Era igual que el que ella había utilizado para el anuncio de la aerolínea.


—Buenos días —lo saludó, sonriente. Él le devolvió el saludo mientras acababa con su tarea.


—Te has levantado temprano —comentó ella.


—Podría decir lo mismo de ti.


—Sí, pero yo no he sido tan productiva —hizo un gesto con la mano—. Bonito columpio.


—Gracias.


—Es como el del anuncio —dijo ella, mientras él empezaba a bajar la escalera. Se movió un poco así que se acercó para estabilizarla.


—Lo sé. Nuestra conversación del otro día me hizo pensar.


—¿Sí?


—Mi hermana y su familia pasarán por aquí el domingo, de camino a Hartford. Espero que un columpio mantenga a los niños ocupados durante la visita.


Pedro, ya en el suelo, apoyó un codo en un peldaño de la escalera. Llevaba una camiseta que se ajustaba perfectamente a su pecho. Ella se dijo que sólo lo había notado porque estaba salpicada con trocitos de corteza de árbol. Lo miró a la cara.


—¿Cuántos tienen?


—Graciela y Mateo tienen tres niños menores de siete años. Todos chicos —sonrió y se formaron hoyuelos en sus mejillas—. Creo que Dios la ha castigado por haber tratado tan mal a sus dos hermanos pequeños en la infancia.


—¿Tan mala era?


—Peor —aseguró él—. La peor.


—Y tú y tu hermano erais angelitos, supongo.


—Desde luego que sí.


Ambos se rieron.


—Ojalá yo hubiera tenido hermanos que me incordiaran —musitó Paula. Recordó lo solitaria que había sido su infancia.


—Sí. Ningún niño debería ser hijo único —Pedro bajó la vista a su cintura, casi como si supiera su secreto. Ella tomó aire, pensando que era un momento muy apropiado para hacer su anuncio.


—Estoy de acuerdo, pero me alegro de ir a tener sólo uno de momento —se puso una mano en la tripa.


Las cejas de él se alzaron y unieron.


—¿Va todo bien? No tendrás... ¿no tendrás problemas con el bebé, verdad?


—No —ella ladeó la cabeza—. ¿Desde cuándo lo sabes?


—No hace mucho —se sonrojó—. Pasé por tu casa la otra tarde para ver cómo estabas y... te oí hablar por teléfono con tu madre.


—Ah —le tocó a ella ruborizarse.


—No pretendía escuchar. En serio. Pero las ventanas estaban abiertas y era difícil no oír lo que decías.


—No importa —dijo ella, aunque se sentía mortificada.


—¿Por qué no dijiste nada antes? —preguntó él con voz queda, casi íntima.


—No lo sé. Simplemente no surgió en la conversación —alzó los hombros con gesto indiferente.


—Supongo que no. Además no es asunto mío —se aclaró la garganta y eso puso fin al momento de vulnerabilidad que había hecho que,Paula quisiera confiarle todo—. Tan sólo soy tu casero.


¿Sólo su casero? Aunque no se conocían desde hacía mucho, la descripción era errónea. Paula le puso una mano en el brazo.


—Te has convertido en mucho más que eso para mí, Pedro. También te considero mi amigo.
Incluso esa descripción se quedaba corta.


—A mí me pasa igual contigo —asintió él. Después, su boca se curvó con una sonrisa, aunque su mirada no perdió intensidad—. Nunca se tienen demasiados amigos.


Pero se podían tener demasiado pocos, como Paula sabía muy bien. La amistad requería un esfuerzo. Exigía que una persona extendiera la mano.


—¿Has desayunado ya? —preguntó ella—. Tengo huevos suficientes para hacer una tortilla y una calabaza madura que está pidiendo a gritos que alguien se la coma.


—Es una oferta tentadora, pero debería empezar a trabajar.


—Ah —dejó caer la mano que aún tenía sobre su brazo y disimuló su decepción—. Otro día entonces.


—Sí, otro día —enderezó la escalera y la dobló. Con ella sobre el hombro, se encaminó hacia el garaje. De repente, se detuvo y volvió la cabeza—. ¿Qué clase de queso tienes para esa tortilla?


—Feta. Es una de las cosas que más me apetece últimamente. Había pensado en poner también unas aceitunas negras. Una especie de tortilla griega.


—¿Feta? —él arrugó la nariz.


—También tengo cheddar.


—Creo que ése va mejor con la calabaza. ¿También es algo que te apetece últimamente?


—No —le tocó a ella arrugar la nariz—. Pero es sana.


—Bueno, a mí tampoco me vuelve loco la calabaza —rió él—, pero una tortilla, una con queso cheddar, suena bastante apetecible.


—¿Significa eso que has cambiado de opinión?


—Los hombres también tenemos derecho a hacerlo, ya sabes.


—Estoy por la igualdad entre los sexos —dijo ella.


—Dame un cuarto de hora para lavarme, luego iré para allá —sus labios se curvaron con una sonrisa y a Paula se le aceleró el pulso. 


Recordó a su corazón agitado que se trataba de amistad. Sólo amistad.


MILAGRO : CAPITULO 16




Pedro no era de los que escuchaban conversaciones telefónicas privadas, pero las ventanas de la casita estaban abiertas. Había estado fuera y al oír la voz dolida y decepcionada de Paula había sido incapaz de marcharse. La curiosidad y algo más lo habían mantenido inmóvil mientras duraba la conversación.


Sólo oía a Paula, pero era fácil adivinar que lo que su madre le decía no era lo que ella había esperado oír. Comprensible, teniendo en cuenta su drama.


No sólo iba a divorciarse de su marido, además estaba embarazada.


Pedro se frotó la cara. Un rato antes la había tenido en sus brazos y tenía que admitir que había deseado hacer mucho más. Paula Chaves lo desconcertaba. Era bonita, inteligente y sexy. 


Pero su vida personal era un cúmulo de complicaciones.


La pregunta era si él quería ayudarla a solucionarlas. En otros tiempos se habría lanzado sin pensar en las consecuencias, dando rienda suelta a su corazón.


Pero había pagado su impulsividad. Y muy cara.


Así que lo pensó seriamente cuando Paula colgó y se alejó de la casita sin llamar a la puerta.