martes, 21 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 17




Paula pasó las siguientes dos semanas pensando en su futuro. No podía vivir en la casita para siempre, aunque hubiera pagado la renta de un año. En algún momento tendría que buscar trabajo, y también ayuda con el bebé. 


Quizá debería optar por un puesto de horario flexible, que le permitiera trabajar desde casa parte del tiempo.


Pero pensar en eso la abrumaba, así que hizo una lista de cosas que debía hacer antes. 


Encontrar un tocólogo en Gabriel’s Crossing y contratar a un buen abogado de divorcios encabezaban su lista. Curiosamente, decirle a Pedro lo del bebé, también ocupaba un puesto bastante alto.


No tanto porque él debiera saberlo, sino porque Paula necesitaba decírselo. No sabía bien por qué ya que él se daría cuenta antes o después. Pero no le parecía correcto. Y menos cuando recordaba cómo la había abrazado el día que se echó a llorar.


Habría jurado que algo ocurrió entre ellos. Algo inocente y dulce, pero tan prometedor que le quitaba la respiración. No podía evitar desear haber conocido a Pedro en circunstancias muy distintas. Entonces habría tenido la libertad, y tal vez el coraje, de explorar sus sentimientos. Pero ése no era el momento. Su vida era un caos y las hormonas exacerbaban sus ya agitadas emociones.


Así que le diría a Pedro lo del bebé y confiaría en que le ofreciera su amistad.


Era un buen hombre, amable y paciente, y probablemente tan poco interesado en un romance como ella, dado como había acabado su matrimonio. Ocultaba bien sus cicatrices, pero Paula sabía que estaban ahí. La amistad bastaría. Sería más que suficiente. Deseaba tener a alguien con quien compartir su excitación sobre la vida que crecía en su interior. Al recordar cómo había reaccionado a los niños en la heladería, Paula decidió que se alegraría por ella.


No tenía muchos amigos íntimos. En la ciudad tenía conocidos por docenas. Pero los amigos verdaderos escaseaban. Era culpa suya porque nunca se le había dado bien hacerlos. Tenía tendencia a ser demasiado callada y reservada.


«Espera a que te hablen, Paula».


Era la norma dominante de sus padres y la había seguido religiosamente, hasta que se convirtió en un hábito casi imposible de romper.


Lo había conseguido alguna vez. Seguía en contacto con compañeras de trabajo de Danielson & Marx. Comían juntas de vez en cuando. Y estaba Lily Hamlin, la única amistad que mantenía desde su adolescencia, a pesar de que vivían en extremos opuestos del país. 


Pero Lily estaba muy ocupada con sus gemelos de dos años y un niño algo mayor, así que les costaba mantener una conversación telefónica larga y una visita era casi impensable.


Aun así, Lily era la primera persona a la que Paula le había dicho que estaba embarazada. 


Su amiga se había alegrado muchísimo y, después, cuando Paula la llamó para decirle que había dejado a Lucas, había sido comprensiva y la había apoyado. Además, bendita fuera, había resistido el impulso de decirle «Ya te lo decía yo».


Su amiga nunca había creído que Lucas fuera lo bastante bueno para ella. En eso se parecía a Pedro. Intentaría volar a California de visita antes de que naciera el bebé, y entretanto buscaría amigos en la zona, empezando por Pedro.


Apenas eran las ocho de la mañana, pero ya hacía un calor abrasador, así que se duchó con agua fresca y se puso un blusón de talle alto que camuflaba su tripa y le permitía no abrocharse el botón del pantalón corto. Se recogió el pelo en una cola de caballo y, satisfecha de estar presentable, salió de la casita. Decidió que primero daría un paseo y después, a una hora más apropiada, llamaría a la puerta de Pedro y lo invitaría a tomar un café o un té helado.


Sin embargo, cuando llegó al lateral de su casa, lo vio subido a una escalera de mano, bajo uno de los robles. Estaba inclinado sobre una rama atando las cuerdas que sujetaban un columpio, un columpio con el asiento rojo brillante. Era igual que el que ella había utilizado para el anuncio de la aerolínea.


—Buenos días —lo saludó, sonriente. Él le devolvió el saludo mientras acababa con su tarea.


—Te has levantado temprano —comentó ella.


—Podría decir lo mismo de ti.


—Sí, pero yo no he sido tan productiva —hizo un gesto con la mano—. Bonito columpio.


—Gracias.


—Es como el del anuncio —dijo ella, mientras él empezaba a bajar la escalera. Se movió un poco así que se acercó para estabilizarla.


—Lo sé. Nuestra conversación del otro día me hizo pensar.


—¿Sí?


—Mi hermana y su familia pasarán por aquí el domingo, de camino a Hartford. Espero que un columpio mantenga a los niños ocupados durante la visita.


Pedro, ya en el suelo, apoyó un codo en un peldaño de la escalera. Llevaba una camiseta que se ajustaba perfectamente a su pecho. Ella se dijo que sólo lo había notado porque estaba salpicada con trocitos de corteza de árbol. Lo miró a la cara.


—¿Cuántos tienen?


—Graciela y Mateo tienen tres niños menores de siete años. Todos chicos —sonrió y se formaron hoyuelos en sus mejillas—. Creo que Dios la ha castigado por haber tratado tan mal a sus dos hermanos pequeños en la infancia.


—¿Tan mala era?


—Peor —aseguró él—. La peor.


—Y tú y tu hermano erais angelitos, supongo.


—Desde luego que sí.


Ambos se rieron.


—Ojalá yo hubiera tenido hermanos que me incordiaran —musitó Paula. Recordó lo solitaria que había sido su infancia.


—Sí. Ningún niño debería ser hijo único —Pedro bajó la vista a su cintura, casi como si supiera su secreto. Ella tomó aire, pensando que era un momento muy apropiado para hacer su anuncio.


—Estoy de acuerdo, pero me alegro de ir a tener sólo uno de momento —se puso una mano en la tripa.


Las cejas de él se alzaron y unieron.


—¿Va todo bien? No tendrás... ¿no tendrás problemas con el bebé, verdad?


—No —ella ladeó la cabeza—. ¿Desde cuándo lo sabes?


—No hace mucho —se sonrojó—. Pasé por tu casa la otra tarde para ver cómo estabas y... te oí hablar por teléfono con tu madre.


—Ah —le tocó a ella ruborizarse.


—No pretendía escuchar. En serio. Pero las ventanas estaban abiertas y era difícil no oír lo que decías.


—No importa —dijo ella, aunque se sentía mortificada.


—¿Por qué no dijiste nada antes? —preguntó él con voz queda, casi íntima.


—No lo sé. Simplemente no surgió en la conversación —alzó los hombros con gesto indiferente.


—Supongo que no. Además no es asunto mío —se aclaró la garganta y eso puso fin al momento de vulnerabilidad que había hecho que,Paula quisiera confiarle todo—. Tan sólo soy tu casero.


¿Sólo su casero? Aunque no se conocían desde hacía mucho, la descripción era errónea. Paula le puso una mano en el brazo.


—Te has convertido en mucho más que eso para mí, Pedro. También te considero mi amigo.
Incluso esa descripción se quedaba corta.


—A mí me pasa igual contigo —asintió él. Después, su boca se curvó con una sonrisa, aunque su mirada no perdió intensidad—. Nunca se tienen demasiados amigos.


Pero se podían tener demasiado pocos, como Paula sabía muy bien. La amistad requería un esfuerzo. Exigía que una persona extendiera la mano.


—¿Has desayunado ya? —preguntó ella—. Tengo huevos suficientes para hacer una tortilla y una calabaza madura que está pidiendo a gritos que alguien se la coma.


—Es una oferta tentadora, pero debería empezar a trabajar.


—Ah —dejó caer la mano que aún tenía sobre su brazo y disimuló su decepción—. Otro día entonces.


—Sí, otro día —enderezó la escalera y la dobló. Con ella sobre el hombro, se encaminó hacia el garaje. De repente, se detuvo y volvió la cabeza—. ¿Qué clase de queso tienes para esa tortilla?


—Feta. Es una de las cosas que más me apetece últimamente. Había pensado en poner también unas aceitunas negras. Una especie de tortilla griega.


—¿Feta? —él arrugó la nariz.


—También tengo cheddar.


—Creo que ése va mejor con la calabaza. ¿También es algo que te apetece últimamente?


—No —le tocó a ella arrugar la nariz—. Pero es sana.


—Bueno, a mí tampoco me vuelve loco la calabaza —rió él—, pero una tortilla, una con queso cheddar, suena bastante apetecible.


—¿Significa eso que has cambiado de opinión?


—Los hombres también tenemos derecho a hacerlo, ya sabes.


—Estoy por la igualdad entre los sexos —dijo ella.


—Dame un cuarto de hora para lavarme, luego iré para allá —sus labios se curvaron con una sonrisa y a Paula se le aceleró el pulso. 


Recordó a su corazón agitado que se trataba de amistad. Sólo amistad.


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