lunes, 13 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 23




Tenía que ponerse firme con Pedro... y consigo misma. Mientras bajaba las escaleras de su casa con un par de zapatos en la mano para ir a una fiesta a la que en realidad no tendría por qué ir, y a la que iba a asistir con un hombre con el que debería tener el menor trato posible, Paula farfulló entre dientes una serie de buenos propósitos de Año Nuevo, aunque todavía faltaban varios días para eso.


—No más dejarme arrastrar por ese estúpido estupor sensual que me entra cuando me besa —se dijo una vez en la planta baja, mientras se ponía unas manoletinas negras—; y no aceptar ni un solo regalo más —añadió lanzando una mirada furibunda al paquete envuelto que seguía sobre la mesita del salón, donde él lo había dejado.


A pesar de que se moría de curiosidad por saber qué había dentro, se había prometido que no lo abriría. En ese momento sonó el timbre de la puerta, y dio un respingo. ¿Era esa la reacción de una mujer con dominio de sí misma e imposible de seducir?, se reprendió. Diciéndole a su corazón que no latiera tan aprisa se dirigió lentamente hacia la puerta y alineó sus defensas. Iba a necesitarlas. Cuando abrió lo encontró de pie al otro lado con un ramo que era una pura explosión de colores por la variedad de flores que lo componían.


—Se me ocurrió traerte esto —le dijo Pedro—. La florista quería que me llevara un ramo preparado, pero le dije que quería uno «a la carta» y le indiqué qué flores quería que llevase. Las arregló ella para que quedara más bonito, y le añadió esas ramitas de hojas verdes para darle cuerpo, pero las flores las elegí yo. ¿Qué te parece? —le explicó mostrándoselo.


—Me parece que no deberías haberte tomado tantas molestias —dijo ella con un suspiro.


Pedro había escogido las flores él mismo, y eso hacía que aquel ramo fuese especial.


—Bueno, ya no puedo devolverlo —respondió él pasando dentro y dirigiéndose a la cocina—. Tienes algún jarrón o algún cacharro donde pueda ponerlas? —le preguntó desde allí.


Paula lo oyó abriendo y cerrando armarios.


—No —respondió desde el salón, decidida a mantenerse firme aunque se sintiera como una ingrata— Acabo de instalarme y no he tenido tiempo para ir a comprar jarrones.


Le oyó decir algo como «esto servirá», luego un ruido de agua corriendo, y al cabo de un rato Pedro reapareció con el ramo metido en una jarra alta.


—¿Dónde te lo pongo?


—Ahí mismo, en la mesita —respondió Paula de mala gana señalándosela con un vago ademán—. Escucha, Pedro, ya hemos hablado de esto antes, y...


—Estás preciosa —la interrumpió él, yendo hacia ella.


Una sensación de pánico invadió a Paula, que levantó las manos e hizo con dos dedos la señal de la cruz, como si Pedro fuera un vampiro del que quisiera protegerse.


—Detente —le dijo.


Pedro se rió y le separó las manos tomándolas en las suyas.



***


—¡Pedro! cuánto me alegra que hayas podido venir —lo saludó Robert Billings, el anfitrión, tendiéndole la mano.


—No me habría perdido esta fiesta por nada del mundo —le dijo Pedro estrechándosela—. Recuerdas a Paula Chaves, mi asesora de imagen y directora de campaña ¿verdad?


—¿Cómo podría haberla olvidado? ...la mujer que mejor baila del viejo Sur —respondió Robert con una sonrisa—. ¿Va a acompañar al nuevo senador a Washington, señorita Chaves?


—Pues la verdad es que n...


—Estamos en negociaciones —la cortó Pedro.


—¡Pedro Alfonso!, justo el hombre que estaba buscando... —exclamó una mujer acercándose a ellos con el brazo entrelazado con el de otra.


La primera era Gloria, la esposa del anfitrión, y la segunda Vivian Smith, la viuda que se había sentado junto a Pedro en la cena de la fiesta en casa del gobernador.


Pedro, sé que has estado muy ocupado con la campaña como para haber hecho vida social estos últimos meses, pero ahora puedes tomarte un respiro y divertirte un poco. Conoces a Vivian, ¿verdad?


—Sí, sí, nos conocemos —contestó Pedro—. De hecho coincidimos en otra fiesta hace unos días. Le estoy muy agradecido por el apoyo que me ha prestado durante la campaña.


Había sido una respuesta formal, pero Paula se fijó en que la tal Vivían estaba mirándolo como esperanzada.


—Vivían, creo que no conoces a Paula Chaves, ¿me equivoco? —le preguntó Pedro.


—Fue la directora de campaña de Pedro —le explicó Gloria a su amiga—. Es una chica brillante. ¿Cómo está, señorita Chaves? —sin darle tiempo a contestar la tomó de la mano y le dijo—:¿Sabe?, he pensado que con un grupo de vejestorios como nosotros se aburrirá muchísimo, y por eso se me ocurrió invitar al nuevo cirujano del hospital de la ciudad. Debe ser de su generación, y estoy segura de que le encantará conocerla. Venga conmigo, querida.


A Paula sólo le dio tiempo a lanzarle a Pedro una mirada de «te lo dije» antes de que Gloria la arrastrara con ella.


Al cabo de unos minutos Pedro ya había hablado todo lo que quería hablar con Vivian, pero ella parecía decidida a prolongar la conversación el máximo posible. A Paula, entretanto, no le faltaban caballeros que quisieran charlar con ella, observó Pedro malhumorado. Con su sonrisa y su risa parecía iluminar toda la sala.


—Es tan joven y tiene tanta vitalidad... —comentó Vivian mirándola.


—No tan joven —replicó Pedro—. Bueno, ya pasa de los treinta —añadió al ver la mirada de extrañeza que le dirigió la viuda.


—¿Seguirá trabajando con usted cuando se vaya a Washington?


La curiosidad de la mujer estaba empezando a irritar a Pedro, sobre todo porque a esa pregunta no podía responder con un «sí» como desearía.


—Todavía no está decidido.


—¿Y ya se ha mentalizado para la diferencia de clima?


Pedro frunció el entrecejo.


—¿A qué se refiere?


—Bueno, en Washington hace más frío en invierno que aquí en Savannah, y como se va usted en enero... ¿Qué hará usted para calentarse por las noches?


Pedro parpadeó con incredulidad al ver la expresión coqueta en su rostro. Oh, no... ,¿Estaba ofreciéndose para hacerlo ella?


Ya había tenido bastante, se dijo. Se aclaró la garganta.


—Tengo una manta de lana buenísima —le respondió—. Vivian, me ha encantado volver a verla, y quiero reiterarle mi agradecimiento por su apoyo durante la campaña pero ahora, si me disculpa, voy a ir a por un poco de agua.


Agarró un vaso de agua, y se dirigió a donde se encontraba Paula hablando con un hombre joven.


—Hola —dijo saludando al hombre con una inclinación de cabeza.


—Senador, permítame que le presente al doctor Jenson. Es el nuevo cirujano del hospital del que nos estaba hablando antes Gloria.


Pedro le tendió la mano.


—Bienvenido a Savannah.


—Gracias. Por cierto, felicidades por su nuevo cargo. Paula estaba diciéndome que no lo acompañará a Washington, y le estaba comentando que podría preguntarle a la administración del hospital si no les vendría bien alguien con su perfil.


Pedro apretó los dientes.


—Todavía no he renunciado a conseguir convencerla para que siga trabajando para mí, y estoy dispuesto a emplear todas mis armas para persuadirla —respondió—. Discúlpenos un momento, ¿quiere?


Pasó una mano por la cintura de Paula y la condujo hacia el pasillo. Paula se apartó de él y lo miró como si creyese que había perdido la cabeza.


Pedro, te estás comportando como un cavernícola defendiendo su territorio —le siseó.


—¿Qué quieres?, entre Gloria metiéndome en el saco del «grupo de vejestorios» y luego Vivian ofreciéndose a ir a calentarme en las frías noches de Washington... —respondió Pedro


Paula lo miró con los ojos como platos.


—¿Vivian te ha dicho eso?


Pedro asintió, aplacándose un poco al oír una nota de indignación en su voz.


—Y no hacía más que hablarme de lo joven que eres.


—No soy tan joven —replicó ella con fastidio.


—Eso mismo es lo que le dije yo.


Paula parpadeó y se rió entre dientes.


—Bueno, la verdad es que tampoco puede culpársela por ir detrás de ti: eres guapo, inteligente, rico, sexy... y además pronto te beneficiarás de todos esos descuentos que les hacen a los ciudadanos de la tercera edad...


Pedro frunció el ceño.


—Muy graciosa —farfulló.


—Bueno, ¿por qué me has traído aquí? —inquirió Paula.


—Porque tengo dos palabras que decirle, señorita Chaves —respondió Pedro.


Alzó brevemente la vista hacia el techo, lo justo para hacer a Paula mirar también y ver que sobre sus cabezas había colgada una ramita de acebo, y cuando ella bajó la vista con una ceja enarcada y la boca abierta, le dijo:
—Feliz Navidad —y tomó sus labios en un beso con lengua.


Horrorizada por aquella exhibición pública de pasión, Paula corrió al cuarto de baño. Se echó agua en la cara para sofocar el calor de sus ardientes mejillas, y maldijo entre dientes. Lo cierto era que la temperatura de todo su cuerpo parecía haber subido unos cuantos grados, y no por el enfado, ni por la indignación, ni por la vergüenza que sentía; era por el beso de Pedro. Aquel diablo sabía besar como nadie.


¿A qué había venido eso?, ¿acaso era uno de esos hombres a quienes les atraía lo inalcanzable y que una vez conseguido su objetivo perdían el interés?


Inspirando profundamente se dirigió a la puerta y salió al pasillo cuando se tropezó con Gloria Billings.


—Oh, perdóneme —balbució—; lo siento.


—No pasa nada —replicó la mujer.


Paula se dio cuenta de que parecía estar escrutando su rostro, e intentó distraer su atención de ella.


—Es una fiesta magnífica, la felicito, y usted una gran anfitriona —le dijo.


—Gracias; de algo sirve la experiencia —contestó la señora Billings con una sonrisa. Se quedó callada un instante, y le preguntó—: ¿No es un poco joven para él?


El corazón le dio un vuelco a Paula.


—No sé a qué se refiere.


—Pues a que es usted demasiado joven para el senador, querida —le dijo Gloria Billings bajando un poco la voz, pero empleando el mismo tono impertinente—. Los he visto hace un instante... bajo el acebo.


El corazón de Paula palpitó con fuerza contra sus costillas.


—Eso no... no ha sido nada.


—Pues a mí no me ha parecido que fuera nada —replicó la señora Billings riéndose—. Escuche, es usted muy joven, y Pedro Alfonso no lo es. Puede que le haya dado la impresión de que es uno de esos hombres mayores que van buscando a mujer más joven para que se convierta en su amante, colmarla de caprichos y ponerle un piso, pero tiene un fuerte carácter, y únicamente una mujer con experiencia sería capaz de manejarlo.


Paula la miró boquiabierta, debatiéndose entre la incredulidad y la ira.


—En primer lugar, quien piense eso de Pedro es que no lo conoce; en segundo lugar, a mí no me interesa ser la mascota de ningún hombre; y en tercer lugar, nada de eso importa porque no tenemos ninguna relación, ni vamos a tenerla —le espetó. A pesar de haberse desahogado, aún se notaba furiosa, y temiendo que su boca pudiera meterla en problemas, le repitió—: Una fiesta magnífica.



LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 22




Paula y la comida volvían a llevarse bien. Hacía dos días que no tenía náuseas, y cuando acudió a la fiesta navideña que se celebró el sábado por la noche en Crofthaven comenzó a picar un poco de todo lo que había en las mesas que rodeaban el salón de baile: fresas con azúcar, tartaletas, pinchitos de diversos tipos...


—Por lo que veo tienes mejor el estómago —dijo Pedro apareciendo detrás de ella.


El corazón le dio un vuelco a Paula, que se preguntó cómo conseguía combinar el humor y la sensualidad en su voz.


—Sí, mucho mejor —contestó volviéndose con un pastelito de nata en la mano.


—No te he visto llegar. ¿No habrás entrado por la puerta de atrás, verdad?


Paula esbozó una sonrisa traviesa y se metió el pastelito en la boca.


—Es que quería dejarte a solas para que disfrutaras de la admiración que despierta tu aura senatorial en tus invitados y amigos —respondió cuando se lo hubo tragado.


Pedro puso los ojos en blanco.


—Aura senatorial... Sí, seguro. Sabías que te pediría que te quedaras a mi lado para recibir a la gente y por eso te has escabullido entrando por la puerta trasera.


—Pero es que no habría sido apropiado; entiéndelo —replicó ella, lamiéndose discretamente el índice, que se le había manchado de nata—. No soy de la familia; a efectos oficiales sólo soy tu relaciones públicas.


Con un brillo desafiante en la mirada, Pedro le agarró la mano y la levantó para pasar su lengua por el dedo que ella acababa de lamer.


—Entonces solucionemos ese detalle. 


Emitiendo un gemido ahogado, Paula apartó su mano y miró en derredor para comprobar si alguien lo había visto.


—¿Te has vuelto loco? —le siseó. Pedro se quedó callado un momento y asintió con la cabeza.


—Sí, lo estoy —respondió.


Paula volvió a mirar nerviosa en derredor. 


Pedro estaba empezando a ser un peligro... tanto para sí mismo como para ella. Se aclaró la garganta.


—Creo que debería ir a saludar a...


—Hay algo que quiero enseñarte antes de que salgas corriendo, cobardica —le dijo Pedro tomándola por el brazo y conduciéndola al extremo opuesto del salón.


—Yo no soy una cobardica —protestó Paula ofendida—; lo que soy es sensata, y tú eres... eres... —no se le ocurría una palabra que pudiera expresar por sí sola lo que quería decir.


—¿Soy qué? —la instó él.


Maravilloso, irresistible... imposible. Esa, ésa era la palabra.


—Imposible; eres imposible.


Pedro sonrió y le indicó con un ademán la mesa junto a la que se habían detenido.


—Le pedí a la cocinera que hiciera esto en tu honor.


Paula bajó la vista a lo que le había señalado y se derritió.


—¿Es pastel de cerezas?


Pedro asintió.


—Y hay otro en la cocina para que te lo lleves a casa.


Durante un buen rato Paula se sintió incapaz de articular palabra. Era ridículo, pero se le había hecho un nudo de emoción en la garganta.


—Yo... gracias —murmuró—. Ha sido un detalle muy bonito. Dios, no sé ni qué decir.


—Deja que te lleve el otro esta noche a tu casa cuando acabe la fiesta —dijo Pedro.


—Si vienes no será sólo para eso y lo sabes —lo acusó ella, aunque su voz no sonó irritada.


—¿Te molestaría? —inquirió Pedro en un tono que delataba lo seguro que estaba de sí mismo.


Paula no podía reprochárselo. Era ella quien, tras haber sucumbido una y otra vez a sus encantos había alimentado su confianza.


Decidió que lo mejor sería no contestarle.


—Voy a saludar a Hernan y Miranda —murmuró dando un paso atrás.


Pedro asintió con una sonrisa maliciosa, como diciéndole que sabía que estaba huyendo.


—De acuerdo; luego nos vemos.


Eso era lo que ella temía: tener que verlo luego.


Paula consiguió escapar con éxito de la fiesta sin que Pedro la pillara al escabullirse por la puerta trasera, y cuatro horas después estaba ya en su casa, acostada, leyendo un libro sobre el embarazo cuando sonó el timbre de la puerta. 


El corazón le palpitó con fuerza y maldijo entre dientes porque sabía muy bien de quién se trataba. Tal vez si se hiciese la dormida...


El timbre volvió a sonar. «Tres veces», se dijo cerrando los ojos con fuerza, «dejaré que llame una vez más y se marchará». Era medianoche y no creía que Pedro quisiese despertar a sus vecinos.


El timbre sonó una tercera vez y contó hasta diez.


Paula exhaló un suspiro al no escuchar nada, pero entonces en vez del timbre comenzó a oír golpes en la puerta. Abrió los ojos, se bajó de la cama y agarró su bata. Aquello era ridículo.


Bajó las escaleras irritada, dispuesta a leerle la cartilla, y apenas miró un segundo por la mirilla antes de abrir la puerta de par en par.


Vestido todavía con ese esmoquin que se había puesto para la fiesta y que le daba un aire tan sexy, Pedro llevaba un molde de tarta cubierto con papel de aluminio en una mano y un regalo envuelto en la otra.


Paula cruzó los brazos sobre el pecho.


—¿Has visto la hora que es? ¡Más de medianoche!


—Bueno, de hecho ya estamos en la madrugada del domingo, así que... buenos días —respondió Pedro tan tranquilo—. ¿Puedo pasar?


Paula querría haberle dicho que no, pero temía que Pedro siguiese insistiendo y se pusiesen a discutir allí en la puerta. Al menos uno de los dos tenía que pensar en su imagen. Se hizo a un lado, y tan pronto como hubo entrado cerró y se volvió hacia él.


—Mira Pedro, he estado trabajando todo este año para que proyectaras ante los medios y el público una imagen de persona madura y seria, y no quiero que todo ese esfuerzo se eche a perder ahora que has ganado las elecciones.


—Yo no creo que le haga daño a nadie, Pau. El que no quiera seguir fingiendo, no significa que mis votantes se vayan a sentir engañados respecto a mí; sigo siendo la misma persona.


Paula sintió que una ola de frustración la invadía.


—Pero podrías ser un poco más discreto —lo increpó mientras lo veía dejar el regalo sobre la mesita del salón.


—Estoy siendo discreto —contestó él desanudándose la corbata—. ¿Dónde te pongo el pastel?


—Trae, lo llevaré a la cocina —farfulló Paula quitándoselo de la mano.


Lo había metido en la nevera e iba a girarse para regresar al salón, pero cuando se volvió se encontró con que Pedro la había seguido y estaba delante de ella.


Paula tragó saliva nerviosa al ver la expresión de firme determinación en su rostro.


—Mm... lo que te he dicho antes de que deberías ser más discreto iba en serio —le dijo.


—Y lo que yo te he respondido también: estoy siéndolo —contestó él.


—Pues no es ser nada discreto el que la gente pueda ver tu coche aparcado a la entrada de mi casa a estas horas de la noche —le espetó Paula.


—Entonces vuelve a Crofthaven conmigo.


Paula emitió un gemido de exasperación.


—¿Por qué te empeñas en cerrar los ojos a la realidad?


Pedro sacudió la cabeza y la acorraló contra la puerta del frigorífico.


—No, cariño, eres tú quien los tienes cerrados.


Inclinó la cabeza, y tomó sus labios en un beso sensual y posesivo que hizo que le flaquearan las rodillas.


—Abre el regalo que te he dejado en el salón —le dijo apartándose de ella de mala gana—. Pasaré a recogerte mañana por la tarde a las siete.


Paula tomó aliento y parpadeó.


—¿Qué pasa mañana a las siete?


—Tenemos que asistir a una fiesta en casa de Robert Billing.


—¿Tenemos?, ¿por qué tengo que ir yo?


—Porque es trabajo; fue quien más dinero dio en apoyo de mi candidatura —respondió Pedro—. No hace falta que te vistas mucho; es algo informal. Bueno, me gustaría quedarme, pero ya que no me has invitado a hacerlo, no lo haré; no quiero que te sientas presionada. Dulces sueños, Pau.


Paula se quedó mirándolo aturdida como si le hubiera dado un latigazo. ¿Había estado persiguiéndola literalmente durante días y de repente decía que no quería hacer que se sintiera presionada? ¿Ya qué venía eso del regalo y el pastel? Iba a volverla loca.




LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 21




El miércoles por la tarde, después de que recogieran las bicicletas en el Wal-Mart, Pedro y Paula fueron a llevar los regalos al ayuntamiento. Habían puesto un árbol de Navidad enorme a la entrada, y un tipo vestido de Santa Claus estaba sentado en una tarima con dos chicas disfrazadas de duendes que daban caramelos a los niños que se acercaban con sus padres.


—Ya te advertí que estaría concurrido —le dijo Paula cuando llegaron—. Tendrás suerte si sales de aquí sin que te avasallen pidiéndote fotos y autógrafos.


Habían aparcado el coche en una calle adyacente, y Paula había conseguido que un supermercado les prestase un carro para poder llevar las bicicletas y parte de las bolsas con regalos.


Pedro se rió.


—Voy vestido con vaqueros, un suéter, y hasta me he puesto una gorra; dudo que nadie se fije en mí.


Paula sacudió la cabeza.


—Para ser tan inteligente a veces eres increíblemente ingenuo.


—¿Qué quieres decir?


—Que la gente se fijará en ti independientemente de lo que lleves puesto. Allá donde vas captas por igual la atención de hombres y mujeres; la de los hombres porque emites un aura de fuerza y de confianza en ti mismo, y la de las mujeres porque... —lo miró de arriba abajo de un modo muy significativo—. Bueno, creo que es obvio por qué.


Pedro se rió de nuevo.


—Me encanta cuando me miras así.


En realidad, sin embargo, no fue tanto Pedro lo que atrajo la atención de la gente, sino el carro cargado de regalos, pero una vez las miradas se posaron sobre ellos ya sólo era cuestión de segundos antes de que lo reconocieran.


Esbozó una pequeña sonrisa, Paula bajó la cabeza y contó en voz baja:
—Tres, dos, uno...


—¿No es ése Pedro Alfonso, nuestro nuevo senador? —exclamó alguien en la cola de Santa Claus.


—Bingo —dijo levantando la cabeza y mirando a Pedro con una sonrisa de «te lo dije».


Pedro hizo una mueca y saludó a la gente con la mano.


—Felices fiestas a todos.


—Eh, senador Alfonso, ¿podría firmarme un autógrafo? —le pidió un hombre acercándoseles con un par de gemelos.


—Cómo no —contestó Pedro amablemente. 


Pronto se formó un corrillo de gente que quería estrecharle la mano, felicitarlo, o para hacerle una foto con sus críos.


Paula lo observó tomando en brazos a niño tras niño, unos que lloraban, otros con babas, otros con la nariz moqueante... La sorprendió que, a pesar del poco tiempo que decía haber pasado con sus propios hijos de niños, no se las apañaba mal.


—Pau, ¿a qué hora tenía esa videoconferencia de esta tarde? —la llamó Pedro.


—A las cuatro y media —contestó ella mirando su reloj de pulsera—. Lo siento; lo había olvidado. Deberíamos irnos ya —aprovechando la oportunidad de ejercer su papel de relaciones públicas, dio un paso adelante y anunció a la gente—: Lamento tener que robarles al senador Alfonso, pero tiene que atender una videoconferencia con el líder del principal partido de la oposición. Sé que le encantaría quedarse, pero le es imposible. Espero que puedan excusarlo.


—Gracias a todos —se despidió Pedro—. ¿Es ahora cuando tengo que reconocer que tenías razón? —le dijo a Paula mientras se dirigían a la mesa donde un grupo de voluntarios estaba recogiendo los regalos.


—Como te estaba diciendo, subestimas tu magnetismo —le contestó ella sonriendo—. Hasta a los niños les gustas.


—Te contaré cuál es el secreto —le dijo Pedro—: es fácil tomar en brazos a un niño y aguantar el tipo cuando sabes que sólo lo tendrás un par de minutos y luego se lo devolverás a sus padres —le explicó riéndose.


La sonrisa se borró de los labios de Paula, que sintió que de pronto algo se resquebrajaba en su interior.