lunes, 13 de agosto de 2018
LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 22
Paula y la comida volvían a llevarse bien. Hacía dos días que no tenía náuseas, y cuando acudió a la fiesta navideña que se celebró el sábado por la noche en Crofthaven comenzó a picar un poco de todo lo que había en las mesas que rodeaban el salón de baile: fresas con azúcar, tartaletas, pinchitos de diversos tipos...
—Por lo que veo tienes mejor el estómago —dijo Pedro apareciendo detrás de ella.
El corazón le dio un vuelco a Paula, que se preguntó cómo conseguía combinar el humor y la sensualidad en su voz.
—Sí, mucho mejor —contestó volviéndose con un pastelito de nata en la mano.
—No te he visto llegar. ¿No habrás entrado por la puerta de atrás, verdad?
Paula esbozó una sonrisa traviesa y se metió el pastelito en la boca.
—Es que quería dejarte a solas para que disfrutaras de la admiración que despierta tu aura senatorial en tus invitados y amigos —respondió cuando se lo hubo tragado.
Pedro puso los ojos en blanco.
—Aura senatorial... Sí, seguro. Sabías que te pediría que te quedaras a mi lado para recibir a la gente y por eso te has escabullido entrando por la puerta trasera.
—Pero es que no habría sido apropiado; entiéndelo —replicó ella, lamiéndose discretamente el índice, que se le había manchado de nata—. No soy de la familia; a efectos oficiales sólo soy tu relaciones públicas.
Con un brillo desafiante en la mirada, Pedro le agarró la mano y la levantó para pasar su lengua por el dedo que ella acababa de lamer.
—Entonces solucionemos ese detalle.
Emitiendo un gemido ahogado, Paula apartó su mano y miró en derredor para comprobar si alguien lo había visto.
—¿Te has vuelto loco? —le siseó. Pedro se quedó callado un momento y asintió con la cabeza.
—Sí, lo estoy —respondió.
Paula volvió a mirar nerviosa en derredor.
Pedro estaba empezando a ser un peligro... tanto para sí mismo como para ella. Se aclaró la garganta.
—Creo que debería ir a saludar a...
—Hay algo que quiero enseñarte antes de que salgas corriendo, cobardica —le dijo Pedro tomándola por el brazo y conduciéndola al extremo opuesto del salón.
—Yo no soy una cobardica —protestó Paula ofendida—; lo que soy es sensata, y tú eres... eres... —no se le ocurría una palabra que pudiera expresar por sí sola lo que quería decir.
—¿Soy qué? —la instó él.
Maravilloso, irresistible... imposible. Esa, ésa era la palabra.
—Imposible; eres imposible.
Pedro sonrió y le indicó con un ademán la mesa junto a la que se habían detenido.
—Le pedí a la cocinera que hiciera esto en tu honor.
Paula bajó la vista a lo que le había señalado y se derritió.
—¿Es pastel de cerezas?
Pedro asintió.
—Y hay otro en la cocina para que te lo lleves a casa.
Durante un buen rato Paula se sintió incapaz de articular palabra. Era ridículo, pero se le había hecho un nudo de emoción en la garganta.
—Yo... gracias —murmuró—. Ha sido un detalle muy bonito. Dios, no sé ni qué decir.
—Deja que te lleve el otro esta noche a tu casa cuando acabe la fiesta —dijo Pedro.
—Si vienes no será sólo para eso y lo sabes —lo acusó ella, aunque su voz no sonó irritada.
—¿Te molestaría? —inquirió Pedro en un tono que delataba lo seguro que estaba de sí mismo.
Paula no podía reprochárselo. Era ella quien, tras haber sucumbido una y otra vez a sus encantos había alimentado su confianza.
Decidió que lo mejor sería no contestarle.
—Voy a saludar a Hernan y Miranda —murmuró dando un paso atrás.
Pedro asintió con una sonrisa maliciosa, como diciéndole que sabía que estaba huyendo.
—De acuerdo; luego nos vemos.
Eso era lo que ella temía: tener que verlo luego.
Paula consiguió escapar con éxito de la fiesta sin que Pedro la pillara al escabullirse por la puerta trasera, y cuatro horas después estaba ya en su casa, acostada, leyendo un libro sobre el embarazo cuando sonó el timbre de la puerta.
El corazón le palpitó con fuerza y maldijo entre dientes porque sabía muy bien de quién se trataba. Tal vez si se hiciese la dormida...
El timbre volvió a sonar. «Tres veces», se dijo cerrando los ojos con fuerza, «dejaré que llame una vez más y se marchará». Era medianoche y no creía que Pedro quisiese despertar a sus vecinos.
El timbre sonó una tercera vez y contó hasta diez.
Paula exhaló un suspiro al no escuchar nada, pero entonces en vez del timbre comenzó a oír golpes en la puerta. Abrió los ojos, se bajó de la cama y agarró su bata. Aquello era ridículo.
Bajó las escaleras irritada, dispuesta a leerle la cartilla, y apenas miró un segundo por la mirilla antes de abrir la puerta de par en par.
Vestido todavía con ese esmoquin que se había puesto para la fiesta y que le daba un aire tan sexy, Pedro llevaba un molde de tarta cubierto con papel de aluminio en una mano y un regalo envuelto en la otra.
Paula cruzó los brazos sobre el pecho.
—¿Has visto la hora que es? ¡Más de medianoche!
—Bueno, de hecho ya estamos en la madrugada del domingo, así que... buenos días —respondió Pedro tan tranquilo—. ¿Puedo pasar?
Paula querría haberle dicho que no, pero temía que Pedro siguiese insistiendo y se pusiesen a discutir allí en la puerta. Al menos uno de los dos tenía que pensar en su imagen. Se hizo a un lado, y tan pronto como hubo entrado cerró y se volvió hacia él.
—Mira Pedro, he estado trabajando todo este año para que proyectaras ante los medios y el público una imagen de persona madura y seria, y no quiero que todo ese esfuerzo se eche a perder ahora que has ganado las elecciones.
—Yo no creo que le haga daño a nadie, Pau. El que no quiera seguir fingiendo, no significa que mis votantes se vayan a sentir engañados respecto a mí; sigo siendo la misma persona.
Paula sintió que una ola de frustración la invadía.
—Pero podrías ser un poco más discreto —lo increpó mientras lo veía dejar el regalo sobre la mesita del salón.
—Estoy siendo discreto —contestó él desanudándose la corbata—. ¿Dónde te pongo el pastel?
—Trae, lo llevaré a la cocina —farfulló Paula quitándoselo de la mano.
Lo había metido en la nevera e iba a girarse para regresar al salón, pero cuando se volvió se encontró con que Pedro la había seguido y estaba delante de ella.
Paula tragó saliva nerviosa al ver la expresión de firme determinación en su rostro.
—Mm... lo que te he dicho antes de que deberías ser más discreto iba en serio —le dijo.
—Y lo que yo te he respondido también: estoy siéndolo —contestó él.
—Pues no es ser nada discreto el que la gente pueda ver tu coche aparcado a la entrada de mi casa a estas horas de la noche —le espetó Paula.
—Entonces vuelve a Crofthaven conmigo.
Paula emitió un gemido de exasperación.
—¿Por qué te empeñas en cerrar los ojos a la realidad?
Pedro sacudió la cabeza y la acorraló contra la puerta del frigorífico.
—No, cariño, eres tú quien los tienes cerrados.
Inclinó la cabeza, y tomó sus labios en un beso sensual y posesivo que hizo que le flaquearan las rodillas.
—Abre el regalo que te he dejado en el salón —le dijo apartándose de ella de mala gana—. Pasaré a recogerte mañana por la tarde a las siete.
Paula tomó aliento y parpadeó.
—¿Qué pasa mañana a las siete?
—Tenemos que asistir a una fiesta en casa de Robert Billing.
—¿Tenemos?, ¿por qué tengo que ir yo?
—Porque es trabajo; fue quien más dinero dio en apoyo de mi candidatura —respondió Pedro—. No hace falta que te vistas mucho; es algo informal. Bueno, me gustaría quedarme, pero ya que no me has invitado a hacerlo, no lo haré; no quiero que te sientas presionada. Dulces sueños, Pau.
Paula se quedó mirándolo aturdida como si le hubiera dado un latigazo. ¿Había estado persiguiéndola literalmente durante días y de repente decía que no quería hacer que se sintiera presionada? ¿Ya qué venía eso del regalo y el pastel? Iba a volverla loca.
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