lunes, 13 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 21




El miércoles por la tarde, después de que recogieran las bicicletas en el Wal-Mart, Pedro y Paula fueron a llevar los regalos al ayuntamiento. Habían puesto un árbol de Navidad enorme a la entrada, y un tipo vestido de Santa Claus estaba sentado en una tarima con dos chicas disfrazadas de duendes que daban caramelos a los niños que se acercaban con sus padres.


—Ya te advertí que estaría concurrido —le dijo Paula cuando llegaron—. Tendrás suerte si sales de aquí sin que te avasallen pidiéndote fotos y autógrafos.


Habían aparcado el coche en una calle adyacente, y Paula había conseguido que un supermercado les prestase un carro para poder llevar las bicicletas y parte de las bolsas con regalos.


Pedro se rió.


—Voy vestido con vaqueros, un suéter, y hasta me he puesto una gorra; dudo que nadie se fije en mí.


Paula sacudió la cabeza.


—Para ser tan inteligente a veces eres increíblemente ingenuo.


—¿Qué quieres decir?


—Que la gente se fijará en ti independientemente de lo que lleves puesto. Allá donde vas captas por igual la atención de hombres y mujeres; la de los hombres porque emites un aura de fuerza y de confianza en ti mismo, y la de las mujeres porque... —lo miró de arriba abajo de un modo muy significativo—. Bueno, creo que es obvio por qué.


Pedro se rió de nuevo.


—Me encanta cuando me miras así.


En realidad, sin embargo, no fue tanto Pedro lo que atrajo la atención de la gente, sino el carro cargado de regalos, pero una vez las miradas se posaron sobre ellos ya sólo era cuestión de segundos antes de que lo reconocieran.


Esbozó una pequeña sonrisa, Paula bajó la cabeza y contó en voz baja:
—Tres, dos, uno...


—¿No es ése Pedro Alfonso, nuestro nuevo senador? —exclamó alguien en la cola de Santa Claus.


—Bingo —dijo levantando la cabeza y mirando a Pedro con una sonrisa de «te lo dije».


Pedro hizo una mueca y saludó a la gente con la mano.


—Felices fiestas a todos.


—Eh, senador Alfonso, ¿podría firmarme un autógrafo? —le pidió un hombre acercándoseles con un par de gemelos.


—Cómo no —contestó Pedro amablemente. 


Pronto se formó un corrillo de gente que quería estrecharle la mano, felicitarlo, o para hacerle una foto con sus críos.


Paula lo observó tomando en brazos a niño tras niño, unos que lloraban, otros con babas, otros con la nariz moqueante... La sorprendió que, a pesar del poco tiempo que decía haber pasado con sus propios hijos de niños, no se las apañaba mal.


—Pau, ¿a qué hora tenía esa videoconferencia de esta tarde? —la llamó Pedro.


—A las cuatro y media —contestó ella mirando su reloj de pulsera—. Lo siento; lo había olvidado. Deberíamos irnos ya —aprovechando la oportunidad de ejercer su papel de relaciones públicas, dio un paso adelante y anunció a la gente—: Lamento tener que robarles al senador Alfonso, pero tiene que atender una videoconferencia con el líder del principal partido de la oposición. Sé que le encantaría quedarse, pero le es imposible. Espero que puedan excusarlo.


—Gracias a todos —se despidió Pedro—. ¿Es ahora cuando tengo que reconocer que tenías razón? —le dijo a Paula mientras se dirigían a la mesa donde un grupo de voluntarios estaba recogiendo los regalos.


—Como te estaba diciendo, subestimas tu magnetismo —le contestó ella sonriendo—. Hasta a los niños les gustas.


—Te contaré cuál es el secreto —le dijo Pedro—: es fácil tomar en brazos a un niño y aguantar el tipo cuando sabes que sólo lo tendrás un par de minutos y luego se lo devolverás a sus padres —le explicó riéndose.


La sonrisa se borró de los labios de Paula, que sintió que de pronto algo se resquebrajaba en su interior.



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