jueves, 9 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 8




Dos días después Paula tenía la impresión de estar jugando al juego del balón prisionero con Pedro. Por cada paso que daba para alejarse, él parecía dar dos hacia ella. La había invitado tres noches seguidas a cenar, y había conseguido rehusar las dos primeras, pero ese día lo había acompañado a un acto público que había acabado bastante tarde y no se le ocurrió ninguna excusa que poder usar.


El romántico restaurante de moda al que la llevó estaba abarrotado, pero le dio veinte dólares al maître y éste los llevó a una mesa en un discreto rincón con vistas al río.


—¿Qué tomarán de beber? —les preguntó el camarero.


—¿Vino? —le preguntó a su vez Pedro a Paula.


Ella negó con la cabeza. Tendría que olvidarse de las bebidas alcohólicas durante el embarazo.


—Agua: tengo mucha sed.


Unos minutos después el camarero les servía lo que habían pedido. Paula en un principio había pensado decantarse por un pescado, pero había leído en una revista que algunos no eran buenos para las embarazadas porque tenían mucho mercurio, y como no recordaba cuáles había preferido pedir pollo a la parrilla con verduras.


—¿Cómo es que no has pedido el atún en salsa? Creía que era uno de tus platos favoritos —inquirió Pedro.


Se había dado cuenta, pensó Paula. Debería haberse puesto nerviosa, pero el que Pedro se hubiera fijado en aquel pequeño detalle la emocionó.


—Me apetecía algo distinto —contestó encogiéndose de hombros.


Pedro extendió una mano por encima de la mesa y tomó la suya, haciéndola dar un respingo.


—¿Qué estás haciendo? —farfulló Paula intentando soltarse sin éxito.


Pedro siempre había procurado evitar las muestras de afecto en público; ¿a qué venía aquello?


—Te he tomado la mano. ¿Qué problema hay? —contestó él.


Paula miró en derredor.


—¿Y si alguien lo ve?


—Entonces se enterarán de la verdad —respondió él con tanta calma que Paula sintió deseos de gritar—, de que tenemos una relación personal.


—No, tenemos una relación profesional —siseó ella. Pedro enarcó una ceja—. De acuerdo, tenemos una relación personal —se corrigió—, pero no hace falta que lo sepa todo el mundo.


—¿No te parece que estás siendo un tanto exagerada? Sólo te he tomado de la mano, no me he encerrado contigo en el ropero. Aunque, pensándolo bien... —dejó la frase en el aire con una sonrisa lobuna en los labios, como sugiriendo que no le importaría hacer toda clase de cosas con ella en ese lugar.


Paula, que sintió que de repente le ardían las mejillas, agarró su copa de agua y tomó un buen tragó. Al ver al camarero dirigiéndose hacia ellos con el pan y las ensaladas apartó su mano y le siseó a Pedro en un tono lo más severo posible que se comportase.


Cuando el camarero los hubo dejado a solas de nuevo, Paula inspiró profundamente para calmarse y pinchó unas hojas de lechuga con el tenedor. Pero, justo cuando se las iba a meter en la boca sintió la mano de Pedro en su muslo, y el tenedor se le cayó ruidosamente sobre el plato.


—¿Se puede saber qué te ha dado? —le siseó mirándolo con incredulidad metiendo la mano por debajo del mantel para apartar la de él.


Sin embargo, Pedro entrelazó sus dedos con los de ella, y aquel tierno gesto la desconcertó.


—Te echo de menos —murmuró mirándola a los ojos.


El corazón de Paula palpitó con fuerza. Tenía que poner fin a aquello, se dijo mordiéndose el labio inferior.


—¿Cómo puedes echarme de menos? No me he ido a ninguna parte.


—Sí que lo has hecho. Últimamente estás como ausente. Sé que sientes algo por mí, Pau;¿por qué estás evitándome?


«Porque no te merezco; porque estoy embarazada; porque si la verdad saliese a la luz podría acabar con tu carrera y yo no quiero eso».


—Ya te lo he dicho, Pedro; tú te irás a Washington dentro de unas semanas y pensé que sería más fácil para ambos si dejáramos de... —«de tener esas maravillosas sesiones de sexo, de pasar tanto tiempo juntos que cada minuto que estoy sin ti siento como si me fuera a volver loca», pensó, pero obviamente no podía decirle eso. Se aclaró la garganta—... si volviéramos a una relación profesional.


—No estoy de acuerdo —le respondió él en un tono suave pero firme—; yo creo que deberíamos aprovechar cada segundo de los días que nos quedan, sobre todo si insistes en quedarte aquí y no venir conmigo.


Pedro, no...


Pedro puso una mano sobre sus labios para cortarla.


—No es momento de discutir; quiero que te olvides de eso ahora y disfrutes de la velada —le dijo—, pero también quiero que sepas que no voy a darme por vencido, Paula. Haré todo lo que esté en mi mano para hacerte cambiar de opinión.


Paula alzó la vista y vio los ojos azules de Pedro, y al ver la expresión de firme determinación en ellos supo que hablaba en serio. ¿Qué iba a hacer?, ¿cómo podría seguir negándose cuando lo que deseaba era ir con él?




LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 7




Habiendo recibido aviso mediante una llamada al busca de que debía presentarse ante su excelencia, Paula se dirigió al despacho de Pedro.


Probablemente todavía estaría irritado con ella por haber llamado a sus hijos sin decirle nada. 


Pues le daba igual, se dijo. No le gustaba disgustarlo, pero, en cierto modo, si siguiese enfadado con ella la separación le resultaría más fácil. Y, sin embargo, a pesar de ese pensamiento, sintió una punzada en el pecho ante la idea de no volver a verlo.


Había momentos en los que todavía le costaba creer que estaba embarazada... hasta que le entraban aquellas horribles náuseas o tenía que echarse una siesta porque no podía con su alma. Y pensar que iba a tener que criar a ese niño ella sola... «No», se dijo luchando contra el pánico que la invadió, «puedo hacerlo; voy a hacerlo».


Armándose de valor, levantó la mano para llamar a la puerta abierta del despacho, pero Pedro, que estaba esperándola de pie frente a su escritorio, fue junto a ella, la tomó de la mano para hacerla entrar, cerró, y tomó sus labios en un largo beso.


—Gracias por entrometerte —le dijo cuando despegó finalmente sus labios de los de ella y se echó hacia atrás para mirarla.


Con el corazón latiéndole como un loco, Paula parpadeó sorprendida.


—¿Qué?


En los labios de Pedro se dibujó una deslumbrante sonrisa, y en sus ojos relumbró un brillo sensual que la hizo derretirse.


—Gracias por entrometerte —repitió—. He almorzado hoy con Ian y ha ido mejor de lo que nunca hubiera esperado.


Una ola de alivio invadió a Paula.


—Me alegro —contestó. ¿Que se alegraba?, ¡eso era quedarse corta! Estaba feliz por él, y ansiosa por saber más—. ¿De qué hablasteis?, ¿te hizo alguna pregunta espinosa como temías?


—Bueno, hablamos de muchas cosas, y sí, sí que me hizo alguna que otra pregunta espinosa, pero fue bien —hizo una pausa y se rió entre dientes—. Me ha sorprendido ver lo mucho que se parece a mí en algunas cosas. Jamás lo hubiese pensado.


Paula sonrió al oír una nota de orgullo en su voz.


—Así que... ¿de tal palo tal astilla?


—Bueno, yo no diría tanto —replicó Pedro—. Me alegra que Ian no tuviera los problemas de aprendizaje que yo tuve. Si de algo me aseguré fue de que mis hijos tuvieran tutores si los necesitaban.


Paula sintió que se le hacía un nudo en la garganta.


—¿Le has hablado a Ian de tus problemas de aprendizaje? —inquirió sorprendida. Pedro sacudió la cabeza.


—No exactamente. Le dije que no era un buen estudiante —respondió.


—En cualquier caso para ti admitir eso va es mucho —replicó ella—. Me alegro mucho por ti. Pedro.


Si no podía compartir su vida con él, al menos quería que tuviese una mejor relación con sus hijos.


Pedro la miró a los ojos.


—Yo también me siento muy feliz, pero lo sería aún más si aceptases venirte conmigo a Washington —murmuró con voz ronca, acariciándole el cabello.


El corazón le dio un vuelco a Paula, que de pronto se notaba la garganta seca.


Pedro, creía que habíamos acordado que debíamos mantener nuestra relación dentro de los límites de lo profesional.


Pedro negó con la cabeza y acortó la distancia entre ellos.


—Lo acordaste tú, no yo —replicó él—, y no pienso cejar hasta que me digas que te vendrás conmigo.


miércoles, 8 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 6




Cuando llegó el jueves, el día en que Pedro había quedado a comer con Ian, Paula todavía seguía molesta. Pedro había pedido un filete de ternera con patatas al horno y cuando el camarero le puso delante el plato estaba de tan mal humor que habría dejado a un lado el cuchillo y lo habría cortado a dentelladas.


—¿Cómo va el negocio? —le preguntó a Ian, intentando dejar de pensar en Paula.


Ian era director de la compañía familiar Alfonso & Co., que se dedicaba a la importación de café.


—Muy bien —respondió su hijo—, y mejor irá cuando atrapen a los miembros del cártel que han estado intentando presionarme. Gracias a Dios que conseguimos probar la inocencia de Marcos —murmuró sacudiendo la cabeza.


—¿Y cómo te va con Kate? —inquirió Pedro.


—Increíblemente bien —respondió Ian con una sonrisa—. Nunca imaginé que mi vida fuera a dar el vuelco que ha dado desde que la conocí. Me siento el hombre más afortunado del mundo.


Así era como él mismo se sentía respecto a Paula. Había sido como un viento cálido que hubiera entrado en su vida... aunque en ese momento se comportara con él más bien con la gelidez de un viento del ártico.


—¿Papá? —lo llamó su hijo, devolviéndolo a la realidad—. ¿Te ocurre algo, papá? 


Pedro apartó de nuevo a Paula de su mente.


—No, es sólo que me estaba acordando de algo. Volviendo a Kate y a ti... ¿Qué planes tenéis para las fiestas?


—Pues... después de unas negociaciones muy intensas, hemos decidido que pasaremos el día de Navidad en Crofthaven con vosotros, y Nochevieja en casa de sus padres —contestó haciendo una mueca.


Pedro sonrió.


—Parece un buen acuerdo, aunque con el carácter que tiene Kate me parece que en el futuro te esperan unas cuantas negociaciones más.


Ian esbozó una sonrisa maliciosa.


—Eso espero.


Su padre se rió, y tomando el cuchillo y el tenedor empezó a comer. Se hizo un prolongado silencio, y después de tragar el bocado que tenía en la boca, Pedro alzó la vista para encontrarse con que su hijo estaba mirándolo con curiosidad. «Aquí vienen las preguntas», pensó, sintiendo que el estómago le daba un vuelco.


—¿Tú solías ganar las negociaciones con mamá? —inquirió Ian.


—Depende de lo que entiendas por «ganar».


—¿Qué quieres decir?


Pedro dejó el tenedor y el cuchillo sobre el plato. Tenía la impresión de que no iba a comer mucho más.


—Tu madre y yo queríamos cosas distintas. A ella no la hacía muy feliz el hecho de que estuviera en el ejército, y quiso que lo dejara.


Ian se echó hacia atrás en su asiento.


—Así que tuviste que escoger entre el honor y el deber, y tu esposa y tus hijos.


Pedro entornó los ojos y suspiró.


—Fue un poco más complicado que eso. Por aquel entonces yo tenía una fuerte necesidad de probarme a mí mismo... sobre todo por mi padre. Para él fui una decepción como hijo. En los estudios siempre iba renqueando; nunca fui un alumno brillante ni mucho menos, y en una ocasión mi padre llegó a decirme que no esperaba demasiado de mí porque no creía que fuese a conseguir grandes cosas en la vida.


Ian lo miró con incredulidad.


—Dios —murmuró—. ¿Cómo puede decirle algo así un padre a su hijo?


Pedro se encogió de hombros.


—Era un tipo duro, orgulloso, con un alto concepto de sí mismo... y no sin razón; entre sus logros estaba el haber conseguido que aumentaran los beneficios de la empresa familiar en una época de recesión económica —contestó, haciendo una pausa para que Ian digiriese sus palabras—. Si entré en el ejército fue por voluntad propia, y las consecuencias de esa elección son responsabilidad mía y de nadie más.


Ian asintió con la cabeza. Pedro sabía que no había contestado por completo a sus preguntas, pero el haber hablado de aquello con él hizo que se sintiera menos tenso.


—¿De verdad sólo querías que nos viéramos para charlar un rato? —inquirió Ian.


—¿Tiene algo de malo que quiera pasar un poco de tiempo con mi hijo?


—No, es que... bueno, hace un rato estabas como con la cabeza en otra parte y me preguntaba por qué.


Pedro se rascó la nuca, considerando la posibilidad de hablar sobre sus preocupaciones con él. La idea se le antojaba extraña, pero Ian era ya un hombre hecho y derecho, y sabía que era digno de su confianza.


—Quiero que Paula venga a Washington conmigo, pero insiste en que no está interesada y la verdad es que me siento confuso.


Ian tomó un sorbo de vino.


—¿Te refieres a que quieres que vaya contigo porque te gustaría que siguiera trabajando para ti?


Su padre frunció el entrecejo sin comprender.


—Claro, ¿por qué si no?


Ian carraspeó.


—Bueno, es que no sabía si tenías un interés más personal en ella.


—Es demasiado joven para mí —respondió Pedro al instante.


Ian asintió con la cabeza pero no dijo nada.


—Debería encontrar a alguien más próximo a su edad —añadió su padre. 


Ian siguió callado.


—Además, sería increíblemente estúpido por mi parte que a mi edad y con lo desastrosas que han sido mis relaciones intentase tener algo serio con una mujer que tiene casi veinte años menos que yo.


Ian se inclinó hacia delante, apoyando los codos en la mesa y lo miró a los ojos.


—Pero sientes algo por ella, ¿no es verdad?


Aquella pregunta tan directa fue como un jarro de agua fría para Pedro, a quien le llevó un momento recobrarse.


—Ya sé que no es asunto mío —le dijo su hijo encogiéndose de hombros—, pero yo creo que cuando uno conoce a una mujer que cambia por completo su mundo, no debería dejarla escapar. Y no lo digo por faltarte al respeto, pero ya no eres un chaval, así que si sientes por Paula lo mismo que yo siento por Kate deberías echar toda la carne en el asador si no quieres pasar el resto de tu vida lamentándote.


Pedro miró a Ian sorprendido en parte por el modo en que le había hablado, y en parte divertido por lo extraño que le resultaba como padre que uno de sus hijos le estuviese dando consejos.


—¿Cuándo te has vuelto tan directo?


Las comisuras de los labios de Ian se curvaron en una sonrisa.


—Lo he heredado de ti.




LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 5




Al día siguiente Pedro estaba revisando su correo electrónico en el despacho cuando sonó el teléfono.


—¿Diga?


—Hola, papá —lo saludó la voz de su hijo mayor al otro lado de la línea—. Mi secretaria me ha dejado un mensaje diciéndome que querías que te llamara por si podíamos quedar a comer esta semana.


Pedro frunció el entrecejo y vaciló. El no lo había llamado, pero, diablos, no iba a desperdiciar la oportunidad. Le echó un vistazo a su agenda.


—Pues sí. Tengo el jueves libre, ¿te va bien?


—¿El jueves? De acuerdo —respondió Ian—. Em... ¿se trata de algo que vas a anunciarme?


Pedro no le pasó desapercibido el tono receloso de su hijo.


—¿Por qué me preguntas eso?


—Bueno, porque cada vez que me has llamado para que nos veamos ha sido porque ibas a anunciarme algo importante, como que vas a presentarte a las elecciones al Senado, o que tengo una hermanastra de la que no sabía nada —se quedó callado un momento—. ¿No habrás descubierto que tienes algún otro hijo secreto?


Se refería, por supuesto, a Andrea, la hija ilegítima de cuya existencia no habían tenido noticia hasta hacía unos meses. Su padre había luchado en la guerra de Vietnam, y allí había tenido un romance con una joven del lugar. 


Aquella joven se había quedado embarazada de él, pero su padre había regresado a Estados Unidos sin saberlo. Cuando la noticia saltó a los medios se armó un gran revuelo, pero su padre la reconoció como hija, dándole su apellido, y poco a poco Andrea estaba convirtiéndose verdaderamente en parte de la familia.


—Claro que no —respondió Pedro irritado, poniendo los ojos en blanco y sacudiendo la cabeza—; sólo quería que nos viéramos antes de que me marche a Washington.


—Pero, ¿para qué? —insistió Ian. A Pedro le dolió aquella reticencia y desconfianza por parte de su hijo, pero también le recordó una vez más que él mismo la había propiciado, igual que con sus hermanos.


—Para charlar un rato, eso es todo —respondió. 


Se hizo un silencio al otro lado de la línea, y luego Ian se rió.


—Está bien, ese motivo me basta —le dijo—. Bueno, pues nos vemos el jueves. 


Pedro se despidió y acababa de colgar cuando llamaron a la puerta.


—Adelante —respondió, y entró Paula. —¿Quieres creerte que me ha llamado...? —pero no terminó la frase porque el teléfono volvió a sonar—. Espera un segundo —le dijo levantando de nuevo el auricular—. ¿Diga?


—Hola, papá —le contestó la voz de Adrian, otro de sus hijos, a través del aparato—. Me han dicho que quieres que nos veamos.


Pedro abrió la boca, se quedó vacilante un instante y miró a Paula con suspicacia.


—Em... sí. Sí es cierto —le respondió—, ¿Te iría bien que quedemos a comer el sábado o el martes?


—Selene y yo tenemos planes para el sábado, y el martes ya he quedado a comer con alguien, pero podríamos ir a tomar un café.


—Estupendo —respondió Pedro anotándolo en su agenda.


—¿Ha ocurrido algo? —inquirió Adrian.


—No. ¿Por qué? —respondió Pedro extrañado.


—Bueno, es que no quedamos muy a menudo... más bien casi nunca, salvo cuando ha pasado algo importante y quieres que hablemos.


—No, Adrian, no he descubierto que tengo otra hija secreta ni nada de eso —contestó su padre irritado—. Sólo quiero que pasemos un rato juntos como padre e hijo antes de marcharme a Washington; ¿te parece bien?


Adrian se quedó callado un momento.


—Mm, sí, claro.


—Bien, pues hasta el martes —respondió Pedro en un tono algo brusco, colgando el teléfono. Alzó la vista hacia Paula—. ¿De qué va todo esto?


Paula se remetió un mechón de cabello tras la oreja.


—Considéralo un regalo de Navidad.


—¿Qué? ¿Llamas un regalo a abrir la caja de Pandora con dos de mis hijos?


—Bueno, en realidad no ha sido sólo con dos —respondió ella sin poder reprimir una sonrisa traviesa.


Pedro sintió que su irritación iba en aumento.


—No me gusta que nadie interfiera en mi vida privada.


Una expresión dolida cruzó por el rostro de Paula, pero se desvaneció antes de que Pedro pudiera advertirla.


—Lo sé, pero no podía soportar ver que ansiabas acercarte a tus hijos y no hacías nada por ello.


Pedro suspiró.


—¿Y qué quieres que haga? El resentimiento que tienen hacia mí está justificado.


—Sólo hasta cierto punto —matizó ella—: te preocupaste de que tuvieran una buena educación, de que no les faltara de nada, y aunque te sentías incapaz de ejercer de padre, te aseguraste de que encontrasen estabilidad emocional y apoyo en tu hermano Hernan y su familia cuando su madre murió. No todo lo hiciste mal. Además, ni que fueras al patíbulo... ¿Por qué no intentas ver esto como una oportunidad para un nuevo comienzo?


—Mira, Pau, puede que seas una excelente directora de campaña, pero no tienes hijos. No tienes ni idea de lo que has desatado.


Paula bajó la cabeza. Quizá Pedro tenía razón, quizá hubiera sido un error. ¿Quién la mandaba meterse en problemas ajenos cuando con los suyos le bastaba? 


Después de que el día anterior la ginecóloga le confirmara que efectivamente estaba embarazada y se pasara media noche dando vueltas en la cama, preguntándose qué iba a hacer, la mañana no había empezado muy bien. 


Se había levantado con náuseas, había desayunado, aunque con asco, por no despertar sospechas en Pedro, y aquello era la gota que colmaba el vaso.


—Está bien, ya me ha quedado claro que estás enfadado por que me haya entrometido —comentó dolida—, y ahora, si te parece, creo que deberíamos ocuparnos de tus compromisos de hoy.


Pedro frunció los labios pero no replicó, y durante el resto del día Paula estuvo tensa y fría con él. Quizá había sido un poco duro con ella, pero no le gustaba que nadie se metiese por medio entre sus hijos y él. A pesar del punto hasta el que habían llegado a intimar durante la campaña, todavía había límites que no quería que cruzara, y ése era uno de ellos. Sólo de pensar en tener que enfrentarse a las preguntas de sus hijos se ponía nervioso.