miércoles, 8 de agosto de 2018

LA AMANTE DEL SENADOR: CAPITULO 5




Al día siguiente Pedro estaba revisando su correo electrónico en el despacho cuando sonó el teléfono.


—¿Diga?


—Hola, papá —lo saludó la voz de su hijo mayor al otro lado de la línea—. Mi secretaria me ha dejado un mensaje diciéndome que querías que te llamara por si podíamos quedar a comer esta semana.


Pedro frunció el entrecejo y vaciló. El no lo había llamado, pero, diablos, no iba a desperdiciar la oportunidad. Le echó un vistazo a su agenda.


—Pues sí. Tengo el jueves libre, ¿te va bien?


—¿El jueves? De acuerdo —respondió Ian—. Em... ¿se trata de algo que vas a anunciarme?


Pedro no le pasó desapercibido el tono receloso de su hijo.


—¿Por qué me preguntas eso?


—Bueno, porque cada vez que me has llamado para que nos veamos ha sido porque ibas a anunciarme algo importante, como que vas a presentarte a las elecciones al Senado, o que tengo una hermanastra de la que no sabía nada —se quedó callado un momento—. ¿No habrás descubierto que tienes algún otro hijo secreto?


Se refería, por supuesto, a Andrea, la hija ilegítima de cuya existencia no habían tenido noticia hasta hacía unos meses. Su padre había luchado en la guerra de Vietnam, y allí había tenido un romance con una joven del lugar. 


Aquella joven se había quedado embarazada de él, pero su padre había regresado a Estados Unidos sin saberlo. Cuando la noticia saltó a los medios se armó un gran revuelo, pero su padre la reconoció como hija, dándole su apellido, y poco a poco Andrea estaba convirtiéndose verdaderamente en parte de la familia.


—Claro que no —respondió Pedro irritado, poniendo los ojos en blanco y sacudiendo la cabeza—; sólo quería que nos viéramos antes de que me marche a Washington.


—Pero, ¿para qué? —insistió Ian. A Pedro le dolió aquella reticencia y desconfianza por parte de su hijo, pero también le recordó una vez más que él mismo la había propiciado, igual que con sus hermanos.


—Para charlar un rato, eso es todo —respondió. 


Se hizo un silencio al otro lado de la línea, y luego Ian se rió.


—Está bien, ese motivo me basta —le dijo—. Bueno, pues nos vemos el jueves. 


Pedro se despidió y acababa de colgar cuando llamaron a la puerta.


—Adelante —respondió, y entró Paula. —¿Quieres creerte que me ha llamado...? —pero no terminó la frase porque el teléfono volvió a sonar—. Espera un segundo —le dijo levantando de nuevo el auricular—. ¿Diga?


—Hola, papá —le contestó la voz de Adrian, otro de sus hijos, a través del aparato—. Me han dicho que quieres que nos veamos.


Pedro abrió la boca, se quedó vacilante un instante y miró a Paula con suspicacia.


—Em... sí. Sí es cierto —le respondió—, ¿Te iría bien que quedemos a comer el sábado o el martes?


—Selene y yo tenemos planes para el sábado, y el martes ya he quedado a comer con alguien, pero podríamos ir a tomar un café.


—Estupendo —respondió Pedro anotándolo en su agenda.


—¿Ha ocurrido algo? —inquirió Adrian.


—No. ¿Por qué? —respondió Pedro extrañado.


—Bueno, es que no quedamos muy a menudo... más bien casi nunca, salvo cuando ha pasado algo importante y quieres que hablemos.


—No, Adrian, no he descubierto que tengo otra hija secreta ni nada de eso —contestó su padre irritado—. Sólo quiero que pasemos un rato juntos como padre e hijo antes de marcharme a Washington; ¿te parece bien?


Adrian se quedó callado un momento.


—Mm, sí, claro.


—Bien, pues hasta el martes —respondió Pedro en un tono algo brusco, colgando el teléfono. Alzó la vista hacia Paula—. ¿De qué va todo esto?


Paula se remetió un mechón de cabello tras la oreja.


—Considéralo un regalo de Navidad.


—¿Qué? ¿Llamas un regalo a abrir la caja de Pandora con dos de mis hijos?


—Bueno, en realidad no ha sido sólo con dos —respondió ella sin poder reprimir una sonrisa traviesa.


Pedro sintió que su irritación iba en aumento.


—No me gusta que nadie interfiera en mi vida privada.


Una expresión dolida cruzó por el rostro de Paula, pero se desvaneció antes de que Pedro pudiera advertirla.


—Lo sé, pero no podía soportar ver que ansiabas acercarte a tus hijos y no hacías nada por ello.


Pedro suspiró.


—¿Y qué quieres que haga? El resentimiento que tienen hacia mí está justificado.


—Sólo hasta cierto punto —matizó ella—: te preocupaste de que tuvieran una buena educación, de que no les faltara de nada, y aunque te sentías incapaz de ejercer de padre, te aseguraste de que encontrasen estabilidad emocional y apoyo en tu hermano Hernan y su familia cuando su madre murió. No todo lo hiciste mal. Además, ni que fueras al patíbulo... ¿Por qué no intentas ver esto como una oportunidad para un nuevo comienzo?


—Mira, Pau, puede que seas una excelente directora de campaña, pero no tienes hijos. No tienes ni idea de lo que has desatado.


Paula bajó la cabeza. Quizá Pedro tenía razón, quizá hubiera sido un error. ¿Quién la mandaba meterse en problemas ajenos cuando con los suyos le bastaba? 


Después de que el día anterior la ginecóloga le confirmara que efectivamente estaba embarazada y se pasara media noche dando vueltas en la cama, preguntándose qué iba a hacer, la mañana no había empezado muy bien. 


Se había levantado con náuseas, había desayunado, aunque con asco, por no despertar sospechas en Pedro, y aquello era la gota que colmaba el vaso.


—Está bien, ya me ha quedado claro que estás enfadado por que me haya entrometido —comentó dolida—, y ahora, si te parece, creo que deberíamos ocuparnos de tus compromisos de hoy.


Pedro frunció los labios pero no replicó, y durante el resto del día Paula estuvo tensa y fría con él. Quizá había sido un poco duro con ella, pero no le gustaba que nadie se metiese por medio entre sus hijos y él. A pesar del punto hasta el que habían llegado a intimar durante la campaña, todavía había límites que no quería que cruzara, y ése era uno de ellos. Sólo de pensar en tener que enfrentarse a las preguntas de sus hijos se ponía nervioso.




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