viernes, 27 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 39




Paula volvió corriendo al lado de Octavio. Le estaban preparando para la operación y estaba ligeramente sedado. Sin embargo, pareció alegrarse de su presencia. Anduvo al lado de la camilla, sin soltarle la mano, hasta que lo metieron en el quirófano.


Luego volvió al vestíbulo. Tenía miedo. A pesar de que no podía hacer nada, se sentía responsable. Si se hubiera dado cuenta antes de lo enfermo que estaba… Le hubiera llevado directamente al hospital, sin intentar localizar un médico. ¿Sería demasiado tarde? Tal vez no hubiera debido aceptar la operación…


Entonces, su teléfono móvil empezó a sonar.


—Paula, siento molestarte —dijo la señora Dunn—. ¿Cómo está Octavio?


—Lo están operando. Es apendicitis —respondió Paula, con un hilo de voz—. Tardará un buen rato. Yo solo estoy… esperando.


—Pobrecillo. No te preocupes. Estoy segura de que todo va a salir bien.


—Eso espero.


—¿Tienes una llave de tu casa? Quiero decir, fuera.


—No. ¿Es que necesita algo?


—Es Sol. He estado intentando acostarla, pero está muy nerviosa. Quiere su osito y yo no puedo…


—Oh, lo siento —respondió Paula, al oír los sollozos de la niña—. Debería haber dejado una llave, debería haberlo pensado. Déjeme hablar con ella… Sol, cielo, escúchame.


Sin embargo, Sol no la estaba escuchando. La niña desconsolada hasta el extremo, a falta del único apoyo que la había ayudado a superar la muerte de su madre, rompió a llorar. Paula sintió que se le rompía el corazón.


—Iré a llevártelo, Sol. Estaré allí en unos minutos —decidió Paula. Sol la necesitaba y lo único que podía hacer por Octavio era esperar.


Regresó, le dio el osito a Sol y esperó a que la niña se durmiera. Luego, regresó a la casa para darse una rápida ducha y cambiarse de ropa antes de regresar al hospital.


—Octavio está en reanimación —le dijo el doctor Bradley—. La operación fue muy bien y ya está fuera de peligro. Ya estaba un poco deshidratado, por lo que probablemente llevaba con fiebre algún tiempo.


—Tendría que haberme dado cuenta de que estaba enfermo —respondió Paula, recordando que el niño había estado muy inquieto. Y cuando tuvo la pesadilla.


—Y así fue y nos lo trajo a tiempo. Dentro de unos pocos días, estará perfectamente. Ahora, todavía está sedado, pero puede ir a verlo si lo desea.


Al verlo, Paula decidió que no podía separarse de su lado. Podría moverse demasiado y mover la aguja del suero. Podría despertarse, asustado y buscando un rostro familiar. Las enfermeras iban y venían, pero Paula se quedó. Cuando lo llevaron a la habitación, lo siguió, sin apartarse de él ni un minuto.


Allí fue donde Pedro la encontró a la mañana siguiente muy temprano. Estaba en una silla, con una ligera manta sobre los hombros. La enfermera le dijo que había estado allí toda la noche, siempre cuidando de Octavio, el niño que ella tanto adoraba.


«¿Cómo pude pensar que no era así?», se preguntó, conteniéndose para no besarle el rostro, aún tenso y ansioso incluso en sueños. 


Entonces, tocó ligeramente la mejilla del pequeño y respiró aliviado. Como la enfermera le había asegurado, Octavio estaba durmiendo tranquilamente.


Luego volvió a mirar a Paula. Sentada en aquella silla tan incómoda, parecía una niña agotada y su corazón sufrió por ella. Las últimas horas habían sido más duras para ella que para Octavio. Quería tomarla entre sus brazos y… No, aquel no era el momento. Lo que necesitaba era cariño, el que siempre le había dado al niño.


—Buenos días —susurró Pedro.


Ella abrió los ojos y lo que él vio en ellos le hizo contener el aliento. ¿Placer? No, alivio… ¿O acaso era algo más profundo?


—¡Estás aquí! —exclamó ella, abrazándolo.


—Paula, yo… —empezó él disfrutando las sensaciones de tenerla contra él. Entonces, se detuvo, alarmado. Ella estaba llorando—. ¿Qué te pasa?


—Na… nada. Es… solo que Octavio está bien y que tú estás aquí —musitó ella, a través de las lágrimas que se derraman sobre la camisa de Pedro.


—Entonces, ¿por qué estás llorando?


—No… no lo sé.


—Yo sí. Lo has pasado muy mal, ¿verdad?


—Tenía miedo.


—Lo sé, pero ahora ya se ha terminado todo. Tranquilízate.


—Ni siquiera tenía un termómetro.


—Pero te las arreglaste, ¿no? Y muy bien. Gracias a Dios que estabas con ellos. Yo… —añadió Pedro, interrumpiéndose al ver que entraba la enfermera.


La mujer saludó con la cabeza y fue a ocuparse de Octavio.


—Tiene la temperatura y el pulso normales. ¿Ya te encuentras mejor, pequeñín?


Octavio, que había abierto ligeramente los ojos, centró la mirada en Pedro.


—¡Has vuelto!


—No creerías que te iba a dejar solo cuando estabas enfermo, ¿verdad?


—Te fuiste y me dolía…


—Pero has sido muy valiente y yo estoy muy orgulloso de ti —dijo Pedro, inclinándose para darle un beso—. Yo ya estoy aquí y tú te vas a poner bien. Es decir, te portas bien y haces todo lo que el médico te diga.


—Y ahora —intervino la enfermera—, vamos a lavarle un poco para que esté listo para el médico.


Después de asegurarle a Octavio que no se iría, Pedro se centró en Paula.


—Creo que es hora de ocuparse de ti. ¿Cuándo fue la última vez que comiste?


—No estoy segura. Tomé café. Tomé café ayer por la mañana… ¡Dios santo! Parece que ha pasado una eternidad. Y bajé a la cafetería. No sé cuándo, pero no podía tragar nada.


—Pues vamos a remediar eso ahora mismo —replicó Pedro, tomándola del brazo para llevarla al ascensor.


Al oírla suspirar, él recordó su fobia. Se volvió a mirarla y vio que ella estaba mirando el botón de bajada que él acababa de apretar.


—Odio los botones —dijo ella.


—¿Los botones?


—Ya sabes… Si quiere esto, apriete este botón y si quiere ese, apriete el otro.


—Oh —respondió él, preguntándose por qué diría eso.


Cuando el ascensor se detuvo delante de ellos, Pedro la rodeó con un brazo, deseando que no le entrara el pánico.


—Creo que le enviaré un regalo —continuó Paula.


—¿Un regalo? —preguntó Pedro, dispuesto a seguir hablando para que ella no se diera cuenta de dónde estaban—. ¿A quién?


—No sé cómo se llama, pero su voz… Me alivió tanto escucharla. Fue muy amable.


Cuando llegaron a la cafetería, Paula todavía le estaba explicando lo que le había pasado en la consulta del doctor Grimsby y lo amable que había sido la enfermera, al decirle exactamente lo que tenía que hacer.


—Voy a descubrir quién es y le voy a enviar…


—Un momento —dijo él—. ¿Es que has superado tu fobia?


—¿Fobia?


—A los ascensores.


—¡Se me había olvidado! —exclamó ella, atónita—. Subí a Octavio una vez… Tal vez dos cuando bajé a la cafetería. Entonces, otra cuando fui a ocuparme de Sol… He subido y bajado todas esas veces y ni si quiera me he parado a pensarlo.


Pedro se echó a reír. Paula había estado demasiado sobre sus hijos como para tener miedo de sí misma.


¿Sus hijos? ¿En qué demonios estaba pensando?




jueves, 26 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 38




Octavio solo estaba medio dormido, pero parecía un poco inquieto. Paula pensó que estaba soñando.


—Despiértate, perezoso —dijo ella, besándole la mejilla.


Entonces, Paula notó que el pequeño estaba muy caliente, por lo que decidió tomarle la temperatura. Buscó en los tres cuartos de baño, pero no encontró ningún termómetro en toda la casa. ¿Cómo se podía estar sin termómetro con dos niños en la casa? Podría haber ido a una farmacia, pero no quería dejar a los niños solos.


Además, se notaba perfectamente que tenía fiebre y Paula sabía lo que había que hacer en aquellos casos. Le dio un baño tibio, le obligó a beber muchos líquidos y le dio media aspirina. 


¡Tampoco había aspirina infantil!


Nada de lo que hacía conseguía bajarle la temperatura. A mediodía, notó que la fiebre le había subido aún más y el niño se empezó a quejar de que le dolía la tripa. Alarmada, Paula llamó a la señora Dunn para ver si podía recomendarle un pediatra.


La mujer le dijo que ella solía llevar a sus hijos a un tal doctor Grimsby, por lo que le dio a Paula el número.


Cuando marcó, tuvo que escuchar una letanía de información grabada. El alma se le cayó a los pies, cuando oyó que los miércoles la consulta terminaba a las doce y ya era más tarde de esa hora. Finalmente, después de innumerables instrucciones, la voz decía que se marcara el ocho si había una urgencia. Furiosa, apretó la tecla. Aquello debería haber aparecido en primer lugar. El paciente podría haber muerto hasta…


—Consulta del doctor Grimsby. ¿En qué puedo ayudarle?


—Mi… Octavio. Tiene cuatro años y tiene fiebre muy alta y se queja de que le duele la tripa y…


—¿Cuál es su nombre y su número de tarjeta médica?


—Se llama Octavio Alfonso —dijo dándose cuenta de que no recordaba el verdadero apellido de Octavio—. No tiene número. Nunca ha estado…


—¿No es paciente del doctor Grimsby?


—No, es…


—Lo siento, el doctor Grimsby no puede atender nuevos pacientes.


—¡Escuche! —exclamó Paul, furiosa—. Está enfermo y tiene mucha fiebre, que no deja de subirle. Somos nuevos en la ciudad y no conozco a ningún médico. ¿Dónde voy? ¿Qué puedo…?


—Un momento, señora. Tranquilícese. Escuche, si no tiene médico, le sugiero que lleve al niño a urgencias.


—¿Dónde?


—A cualquier hospital. ¿Dónde vive? —preguntó la enfermera. Paula se lo dijo—. Entonces, está cerca del Hospital Infantil —añadió, dándole indicaciones de cómo llegar.


—Gracias —respondió Paula, colgando el teléfono.


Se preguntó cómo no se le había ocurrido eso a ella antes, pero a nadie se le ocurría pensar en urgencias solo por una fiebre. Todo el mundo iba al médico.


La señora Dunn dijo que se quedaría con Sol. A los diez minutos, Paula estaba en el Hospital Infantil con Octavio acurrucado entre sus brazos.
Enseguida le atendió una enfermera. Su preocupación aumentó al saber que la fiebre había llegado a los cuarenta grados. Mientras el médico empezaba a examinarlo, rezó en silencio.


—Le he dado un antitérmico, pero necesitamos descubrir la causa —dijo el médico, por fin—. Voy a enviarle a planta para que le hagan unas pruebas.


En una sala de la octava planta, Paula tuvo que contestar una andanada de preguntas. 


¿Seguro? ¿Informes médicos? Ciertos procedimientos médicos no se podían administrar sin permiso legal. Le dieron un papel para que lo firmara. Entonces, Paula dudó. 


Pedro.


—Tendré que llamar a su tutor. Yo soy solo la niñera.


Hizo que la mujer llamara a Pedro y que le dijera a la operadora que era una emergencia. También le dio to dos los números en los que le podría localizar. Se sentía furiosa. Pedro debía de haberle dado aquella información por si uno de los niños se ponía enfermo.


Pareció que pasó mucho tiempo pero, en menos de cinco minutos, le devolvieron la llamada. Las rápidas preguntas que él le hacía demostraban la preocupación que tenía por la salud de Octavio. Pasaron unos minutos antes de que pudiera preguntarle lo que quería.


—¿Has dicho que se llama doctor Bradley? Le llamaré y luego volveré a comunicarme contigo.
Entonces, colgó enseguida.


Paula paseó de arriba abajo, rezando porque su teléfono móvil funcionara en aquellos instantes. 


La ansiedad le duró poco. En menos de media hora, Pedro llamó, diciéndole que había hablado con Administración y con el médico y que todo estaba arreglado.


—Estaré allí en cuanto pueda conseguir vuelo. Mientras tanto, el doctor Bradley necesita los informes médicos de Octavio, pero le he pedido a Catalina que los lleve al hospital —dijo Pedro. Paula sintió que la furia se apoderaba de ella. ¡Tenía que ser ella la que tuviera los informes!—. No te preocupes, Paula. Llegará allí dentro de unos minutos con todo lo que Bradley necesite.


—Estoy segura de ello.


—Lo siento, Paula —musitó Pedro. Probablemente había notado la frialdad que ella tenía en la voz—. Sé que debería haber pensando antes en este tipo de emergencia —añadió. Lisa permaneció en silencio—. Bueno, pero no lo hice. Lo siento. Dile a Octavio que estaré allí muy pronto. Dile… ¿Y Sol?


—Está con la señora Dunn.


—Bueno. Entonces está bien. ¿Paula?


—¿Si?


—Me alegro de que estés con él. Iré tan pronto como pueda.


—Adiós —replicó ella, apretando el botón que cortaba la comunicación.


Él le había dado a Catalina los papeles pertinentes, no a ella. Paula no podía ahogar la ira que la embargaba. Además, nada lograba aliviar la ansiedad que sentía. Si le ocurría algo a Octavio…


Se aferró a su manita, intentando darle ánimos. 


Cuando se lo llevaron a otra zona para examinarlo, se quedó en el pasillo, rezando.


Las cosas podían cambiar tan rápidamente. El día anterior se los había llevado de picnic y los dos estaban bien… Entonces, se acordó de Sol.


—Estaba esperando que llamaras —dijo la señora Dunn—. ¿Cómo está Octavio?


—Le están haciendo pruebas. No sé cuánto va a tardar.


—Bueno, no te preocupes por Sol. Es un cielo y me encanta estar con ella. Tarda lo que tengas que tardar.


Paula le dio las gracias, le dio el número de su móvil y luego pidió hablar con Sol.


—¿Está Octavio mejor? —preguntó la niña.


—Mucho mejor —dijo Paula, cruzando los dedos.


—Dile que me alegro de que ya no le duela. Yo voy a ayudar a la señora Dunn a poner unas plantas nuevas. Él también podrá hacerlo cuando vengáis.


—Se lo diré —dijo Paula, cortando la comunicación antes de que se le saltaran las lágrimas.


Entonces, llegó Catalina Lawson. Desde el otro lado del pasillo, oyó su voz.


—Señorita Cha… ¡Paula! ¿Por qué no me llamaste? ¿Es que no sabes que ahora yo estoy a cargo de esos niños?


—Supongo que yo… No pensé… Todo ocurrió tan rápidamente que…


En ese momento llegó el doctor Bradley, con la urgencia dibujada en el rostro.


—Señorita Chaves, no quiero alarmarla, pero el estado de Octavio es bastante crítico y…


—¡Un momento, doctor! —Intervino Catalina—. Debería consultarlo conmigo. Me llamo Catalina Lawson y…


—¡Cállate! —le espetó Paula. Catalina se quedó atónita, con la boca abierta—. ¿Crítica? —Añadió Paula, refiriéndose al médico—. ¿Sabe lo que le pasa? ¿Qué es lo que le provoca la fiebre?


—Todavía estoy esperando los resultados de los análisis, pero todos los síntomas indican que es el apéndice. Tal vez tenga que actuar rápidamente y necesito que firme un formulario de autorización.


—¿Qué es eso?


—Así nos da permiso para operar. Es necesario antes de que pueda proceder.


—Firmaré. ¿Dónde?


—No vas a hacer nada por el estilo —replicó Catalina, que había recuperado ya la compostura—. Tú solo eres el ama de llaves, querida. Yo me haré cargo a partir de ahora. Actúo en nombre de mi prometido, Pedro Alfonso, el tutor legal del niño —añadió, refiriéndose al médico—. Él me pidió que trajera sus informes médicos.


—Gracias —dijo el médico—. Debo avisarle de que no debería haber retraso alguno su…


—No iremos con prisa —dijo Catalina—. Debo tener una segunda opinión antes de dar mi consentimiento a una operación.


—Señora —afirmó el médico, completamente confundido—, ese niño está muy enfermo y si el apéndice se revienta, su vida correrá peligro. Les sugiero que no perdamos el tiempo. Esperaré otra media hora y, mientras tanto, prepararé los procedimientos de emergencia, que me permitirán operar con o sin su consentimiento.


Lo que Paula sentía en aquellos momentos era una mezcla de sensaciones. Se sentía aterrorizada de que la vida de Octavio corriera peligro. También tenía el corazón destrozado por el hecho de que Catalina le hubiera recordado que Pedro era su prometido. Por último, sentía rabia. ¿Cómo se atrevía aquella mujer a ejercer tanta autoridad cuando sabía que Paula llevaba cuidando a aquellos niños tres meses?


—Estás extralimitándote, Paula. Tú solo eres una niñera. No estás autorizada para tomar decisiones por es tos niños.


—¿Y tú sí? Creo que los has visto dos veces.


—Vaya, ahora voy a conseguir disgustarte. No me gusta criticar, pero creo que has sido muy exagerada. A un niño no se lo trae al hospital solo porque tenga fiebre. Tiene que haber al menos dos opiniones y… Bueno, no importa. Ya estoy aquí yo —dijo Catalina, bostezando—. Sugiero que te vayas a la casa.


—¡Y yo te sugiero que te vayas al infierno! —le espetó Paula, saliendo detrás del médico para firmar la autorización.


La enfermera se chocó con ella.


—¡Oh! Está aquí. Iba a buscarla. El doctor Bradley quiere que firme esto enseguida. Siéntese y léalo cuidadosamente.


Paula se sentó y leyó el formulario. La mano le temblaba. Catalina tenía razón. Ella solo era una niñera. No tenía autoridad alguna para tomar decisiones. ¿Y si se equivocaba?


—El doctor Bradley se alegró mucho de no tener que activar el procedimiento de emergencia. Hemos recibido esto hace unos pocos minutos —explicó la enfermera. Paula levantó la mirada, sin comprender—. Justo a tiempo. Enviado por fax desde Nueva York. Tenga, mírelo.


Por la presente concedo a Paula Chaves el poder de representar legalmente a Sol y a Octavio Bird.


Estaba firmado por Pedro Alfonso, tutor legal, y autentificado por un notario. Paula contempló el papel. Para ella, era mucho más que un documento legal. Era un apoyo y representaba su confianza.


—Pobre Pedro. Seguro que no se le ocurrió otra cosa que hacer… sabiendo que yo estoy tan ocupada —dijo una voz. Paula se dio la vuelta. No se había dado cuenta de que Catalina la había seguido—. Deberías haberme llamado a mí en primer lugar. Pedro está en Nueva York, ocupándose de asuntos muy importantes, de los que tú no tienes ni idea. No tiene tiempo para esto.


—Pues se lo tomó —replicó Paula.


—Claro, se siente responsable. ¡Esos niños no han sido para él nada más que un inconveniente desde que se los dieron! ¡No vuelvas a llamarlo! Llámame a mí.


—Eso no será necesario —le espetó Paula, mirando el papel.


—Bueno, espero que sepas lo que estás haciendo —respondió Catalina, mirando el reloj—. ¡Dios mío! Son más de las siete. Voy a llegar tarde a la cena. Podrás localizarme en el Sheraton después de las diez si tienes problemas —añadió, antes de marcharse a toda prisa.


«Si tienes problemas». Aquellas palabras le recordaron que Octavio no estaba a salvo todavía.





CONVIVENCIA: CAPITULO 37



Paula no intentó hablar con él por la mañana. 


Pedro se marcharía tan temprano que no tendría tiempo de hablar con nadie. Sin embargo, lo haría en cuanto llegara a Nueva York y se instalara en su apartamento. Tal vez no fuera allí directamente. Algunas veces tenía alguna cena o reunión… No pudo evitar preguntarse si Catalina estaría en Nueva York o en San Francisco. Probablemente no llegaría a su despacho hasta… No importaba. Marcaría todos los números que tenía hasta que consiguiera hablar con él. No había dormido en toda la noche, y no lo conseguiría si se quedaba en la cama. Por eso, decidió levantarse.


Entró de puntillas en la habitación de Pedro para ver a los niños. Ni siquiera se movieron, lo que no era de extrañar después de lo que había pasado la noche anterior. Pobre Octavio… Era tan inseguro. Si lo adoptara… No «si», sino «cuando». Estaba decidida a hacerlo para quererlos y cuidarlos, aunque nunca tuviera marido.


Bajó a la cocina y preparó café. El fuerte aroma siempre marcaba para ella el inicio de un nuevo día. Mientras se tomaba una taza, decidió que podría convencer a Pedro si lograba hablar con él. Él sabía que con ella estarían seguros. 


Decidió que, primero, llamaría a su abuela. 


Tanto si la anciana decidía irse con ellos como si no, iría a verla unos días. Luego, se marcharía a Los Ángeles para firmar su contrato y encontrar una casa y, tal vez, contratar una niñera. No, quizá una guardería fuera mejor. Sol empezaría el colegio en septiembre y Octavio podría ir a la guardería. ¿Qué colegio y qué guardería? ¿Qué casa se podría permitir?


De repente, sintió el peso de todo aquello. Sacó un cuaderno e hizo unos cálculos aproximados, contrastándolo todo con el poco dinero que tenía disponible.


—¡No me has despertado con una canción! —exclamó Sol, con ojos dormilones, mientras entraba en la cocina arrastrando su osito.


—Pensé que era mejor que te dejara dormir un poco más, pero te cantaré ahora —dijo Paula, acunándola entre sus brazos, mientras cantaba—. Es una niña muy pequeña, pero tiene un oso muy grande. Donde quiera que ella va, él oso va con ella. Es un oso muy grande, pero muy divertido. Esta niñita, llamada Sol, le mordió la orejita…


—¡Qué canción tan tonta! —dijo la niña, riéndose.


—¿Tú crees? ¿Puedes cantar tú una mejor? ¿Tal vez para Octavio?


—Octavio está todavía dormido.


—¿Todavía? Entonces, vamos a despertarle.


CONVIVENCIA: CAPITULO 36




«Con té mágico o sin él, no dormiré esta noche», pensó Pedro, al meterse en la cama. 


Octavio, que no se había despegado de su lado hasta que se acostó, se metió con él y se agarró a él con fuerza. Sol, que estaba al otro lado con su oso, también estaba despierta.


Pedro, ¿nos hemos asentado? —preguntó la niña.


—Yo estoy muy cómodo —respondió él—. Y tú, ¿estás a gusto?


—Sí, pero a lo que me refería era a lo que nos dijiste cuando queríamos tener un perro.


—¿Un perro?


—¿No te acuerdas? Dijiste que no podríamos tener un perro en el hotel porque no nos dejarían, pero que podríamos tenerlo cuando nos asentáramos. ¿Te acuerdas?


—Oh, sí —respondió Pedro. Promesas, promesas que no iba a cumplir. Había tenido una conversación con Catalina y le había dicho muy claramente que diera marcha atrás. Y ella era la única persona que estaba moviéndose para que los niños pudieran asentarse.
Sin embargo, no le gustaba. No podía entregarlos de aquel modo.


—Si tuviéramos un perro, podría dormir con Octavioy tal vez él no tuviera miedo.


—Tal vez…


¿Cómo podría saber si una familia era adecuada con solo mirarlos? Aquellos niños eran tan inocentes… Si les hicieran algún daño…


—¿Podemos tener un perro, Pedro? ¿Nos hemos asentado ya?