jueves, 12 de julio de 2018
BESOS DE AMOR: CAPITULO 15
-Luisa, la doctora ha dicho que deberíamos quedarnos otra semana —dijo Paula tres días más tarde, mientras limpiaban los platos del desayuno.
Pedro debía haberse levantado más temprano de lo normal, porque no habían coincidido en la cocina.
Santi tuvo fiebre el día anterior y Pedro los llevó a la consulta en Blue Rock. Pero solo era un resfriado, nada que ver con la varicela, les dijo la doctora Blankenship.
No era nada por lo que hubiera que preocuparse, pero confirmaba su diagnóstico de que Pedro debía estar recuperado totalmente antes de emprender viaje.
—¿Se lo has dicho a Pedro? —le preguntó Luisa.
—Aún no.
La admisión fue recibida con una expresión que Paula empezaba a conocer. ¿Cómo hacía Luisa para actuar como si la vida fuera una película que ella ya había visto varias veces?
—Yo se lo diré, si quieres.
—Gracias. Si se lo dices tú, podrá...
—¿Hacer planes?
—Eso es.
Había trabajado mucho durante los últimos días.
Eran los primeros en levantarse y, por primera vez en su vida, Paula envidiaba a Santi, dormidito en su cama. Peo consiguieron reparar muchas cercas y ella sentía que estaba aportando algo al rancho.
Santi había aceptado la noticia de que se quedarían allí unos días más con toda tranquilidad.
—¿Hasta que me ponga mejor?
—Hasta que te pongas bueno del todo.
—¿Estamos de vacaciones?
—Eso es, cariño. La doctora cree que debes descansar un poco más.
Afortunadamente, la ropa que había llevado para ir a Blue Rock, arreglar un divorcio y después pasar unos días en Chicago valía también para trabajar en el rancho.
El «verano indio» fue reemplazado por días fríos de nuevo y Paula tuvo que pedirle prestado un jersey a Luisa.
Y trabajó. Trabajó, cuidó de Santiago y pasó muchas horas con Pedro. Limpiaron los establos, repararon cercas, cambiaron el aceite de la camioneta... Había perdido la cuenta de las cosas que hacían.
Y de las cosas que aprendía cada día.
Pedro le hablaba sobre todo de la vida en el rancho, quizá porque era el único tema seguro, y Paula aprendió como diferenciar las malas hierbas, las enfermedades del ganado, los problemas con la lluvia...
Empezó a entender que el ritmo de trabajo en un rancho dependía exclusivamente del tiempo y aprendió también las cosas que Pedro amaba y a las que temía. Los incendios, por ejemplo. O las tormentas de hielo, las plagas de langostas...
¿Compensaba trabajar tanto?, le preguntó el jueves por la noche mientras volvían a casa. Con tanto esfuerzo, ¿la recompensa merecía la pena?
Pedro se encogió de hombros, un gesto que empezaba a resultarle familiar.
Significaba «no me hagas poner esto en palabras». Pero lo había hecho de todas formas. Le dio una explicación directa, madura, que le llegó al corazón.
—Llevo este rancho en la sangre. A veces pienso que sería más fácil odiarlo, como mi hermano Manuel. Él intentó convencer a mi padre para que lo vendiera, pero ha mí siempre me ha encantado. Hasta en los peores días, sabes que has hecho algo. Y en los días buenos... ah, en los días buenos, cuando llega la primavera y el ganado está sano y el cielo azul... Podría morir de felicidad.
Paula asintió. No podía decir nada.
Casi había oscurecido y hacía tanto frío que le dolía la cara, pero sabía que Luisa habría preparado una cena estupenda. Cuando llegaron a la casa vio las luces encendidas y sintió un calorcillo en el corazón. No había sido un día como los que describía Pedro, pero aun así era mágico. Peligrosamente mágico.
Tenía una sensación de felicidad que no podría explicar.
No quería que le gustasen tanto aquellos ojos oscuros, ni el tono de su voz, ni su forma de andar. Pero le gustaba todo eso.
Además, se había dicho a sí misma muchas veces que Pedro no se enamoraría de una mujer con un hijo. Su futuro estaba con Alan. El problema era que, cuando Santiago no estaba cerca, la magia entre Pedro y ella volvía a aparecer.
Y cada vez era más fuerte.
«Es una tontería, un sueño». «¿Por qué no puedo olvidarme?», se preguntó a sí misma.
Acababan de llegar al porche y Pedro dió un paso atrás para dejarla entrar. Paula sintió el calor y la fuerza del hombre al pasar a su lado y tuvo que apretar los dientes.
BESOS DE AMOR: CAPITULO 14
No deberían haberse besado. Ninguno de los dos necesitaba eso en absoluto.
Ella había ido allí para arreglar los papeles del divorcio. La enfermedad de Santiago era la única razon por la que permanecia en su casa.
Órdenes del medico.
Y estaba claro que a Pedro lo molestaba esa atracción tanto como la molestaba a ella.
—Vaya, hay más. Parece que esas vacas nos han hecho un favor trayéndonos hasta aquí.
—Ahora parecen mas tranquilas.
—Son como niñas —sonrió Pedro—. Estan cansadas y hambrientas. Con un poco de suerte, podremos llevarlas por el sendero.
—¿Estás intentando decirme que va a ser fácil? —rio Paula.
Con los labios aún hinchados por el beso se sentía incómoda y confusa.
Mientras caminaban tras las vacas, el silencio entre los dos era muy tenso. Y necesitaba decir algo que la distrajera, pero no se le ocurría nada.
—No va a ocurrir de nuevo —fue Pedro el primero en hablar.
—No...
—Lo siento —dijo él entonces con voz ronca—. Ha sido culpa de los dos, pero...donde ibamos...es imposible.
—Lo sé —asintió Paula.
—Tú vas a casarte con otro hombre y yo no
estoy interesado en una mujer que tiene...
Pedro no terminó la frase, pero lo que iba a decir era evidente.
—Que tiene un hijo. Era eso lo que querías decir, ¿verdad? Sientas lo que sientas por mí... o lo que pudieras sentir, nunca aceptarías a Santiago.
—Mira es un chico estupendo, pero...
—No tengo tiempo para este tipo de conversación —lo interrumpió ella—. Lo estas diciendo como si yo quisiera conseguir algo de ti. Ya te he dicho que no pensaba pedirte dinero para acelerar el divorcio. Eso fue idea de Alan. Yo no estoy buscando que alguien me solucione la vida.
—Paula...
—Pero eres tú el que tiene que pensar un par de cosas. Muchas mujeres tienen hijos, Pedro. Y si no puedes mantener una relación con una mujer que tiene un hijo, eres mucho más superficial de lo que había creído.
—Quizás sea cierto. ¿Te has parado a pensar que quizá por eso he tomado esa decisión? ¿Porque sé que no puedo hacerlo?
—¿Y cómo sabes algo así? ¿Lo has intentado?
—Dos veces. Y mi padre también. Lo intentó durante años y si un hombre como mi padre no pudo...
—Entonces, tú tampoco. Te comparas con él en esto, como te comparas con él para todo, ¿verdad?
—Mi padre era un buen hombre. Un hombre maravilloso. Era inteligente, trabajador y quería a mi madre con todo su corazón. Y a mí me gustaría ser como él.
—¿Y por qué crees que no lo eres? ¿Por qué crees que tú no eres estupendo, Pedro?
—Porque no lo soy. El rancho es un fracaso y estamos a punto de vender. ¡Vender el rancho, Paula! No sólo Thurrell Creek, sino el viejo rancho también. Por eso sé que no soy como mi padre —exclamó Pedro entonces.
No quería seguir hablando del asunto. Estaba claro. Habia acelerado el paso y ella tenía que ir deprisa para seguirlo.
La rabia de Paula se había convertido en un sentimiento diferente. Algo que no entendía, pero que le llegaba al corazon.
—Tienes que dejar que te ayude mientras este aquí. Sé que no es demasiado, pero haré lo que pueda. Al menos será un granito de arena. Algún trozo de cerca, alguna bala de paja...
—Te agradezco la oferta, Paula, pero...
—Nada de peros. No seas tan cabezota. Y no me niegues la oportunidad de hacer algo bien.
—¿Por qué está bien? Tú no querías quedarte en el rancho, no querías que Santi se pusiera enfermo.
—Esta bien porque estamos casados, Pedro.
—Según un trozo de papel.
—Sé que sólo es un matrimonio en el papel, pero tiene que significar algo, ¿no? Deja que signifique algo más mientras tenga oportunidad, Pedro. Para que nuestro divorcio no niegue... lo que hemos tenido.
—¿Y que hemos tenido, Paula?
«Magia. Durante unas horas tuvimos magia. La misma que hoy, cuando nos hemos besado».
Pero no dijo eso en voz alta. De nuevo, había una dureza en la voz del hombre que la sorprendió. Pero quizá su forma de reaccionar ante el beso era diferente de la suya.
—Eramos amigos esa noche en Las Vegas. Hablamos, nos contamos cosas, como hemos hecho esta semana. Sé que sólo es un papel, que es algo temporal, pero soy tu mujer, Pedro. Y no pienso salir corriendo sin echarte una mano.
En ese preciso instante, al apartar unos matorrales, se encontraron de frente con Luisa, que los miraba, atónita.
Evidentemente, habia oído sus últimas palabras.
Por el rabillo del ojo, Paula vio a Santi jugando con Pablo en el riachuelo. Al menos, ellos no habían oído nada.
Pedro lanzo un suspiro al ver la expresión de su madre.
—No es lo que tú crees.
—¡Paula y tú estaís casados! ¡Es tu mujer!
—En realidad, no.
—¡Pero si acabo de oírlo!
—Bueno, técnicamente estamos casados, pero... —empezó a decir Paula.
—El hecho es que estamos casados, pero sólo porque lo dice un papel —la interrumpió Pedro—. ¡Mamá, no nos mires asi! Fue un error... una tontería. ¿Te acuerdas de ese «Maratón de Cenicientas» que vimos en la tele?
—¿Tú tomaste parte en eso?
—La verdad es que no sabía lo que estaba haciendo. No sabía que era una boda de verdad; me enteré después. Por eso ha venido Paula, para que podamos divorciarnos.
—¡Lo sabía¡ Sabía que aquí pasaba algo. Que entre vosotros había más que...
—¡No digas nada más , mamá!
—Eso dices tú.
—No hay nada entre nosotros y vamos a divorciarnos en cuanto podamos.
—Ya... —murmuró Luisa, recelosa. Y si hubiera visto el beso, mucho más.
—Es que estabamos discutiendo —siguió Pedro—. Paula cree que me debe algo, que nos debe algo. Y por eso quiere romperse la espalda en el rancho. Es un detalle por su parte, pero...
—¡No es ningún detalle! Lo hago porque me han enseñado a pagar mis deudas, sencillamente.
—No tienes que hacer nada —insistió él.
—Los favores se pagan. Tengo razón, ¿verdad, Luisa?
Los dos esperaban la sentencia de la mujer, que miraba de uno al otro sin entender bien lo que estaba pasando allí. Como si fueran dos niños después de una pelea, gritando: «¡Ha sido él! ¡No, ha sido ella!»
Luisa dejó escapar un suspiro.
—¿Teneís idea de lo absurdo que suena todo esto?
Pedro y Paula se miraron.
—Si, desde luego. Parecemos niños pequeños —sonrió él.
—Paula, yo nunca he dejado que un invitado hiciera nada en mi casa, pero respeto tu sentido del deber. Si quieres trabajar en el rancho, hazlo. Pero, por favor, no te creas en deuda con nosotros porque seas la esposa «temporal» de Pedro, la esposa «accesoria», «accidental» o como queraís llamarlo.
—Gracias.
Los tres se quedaron en silencio durante unos segundos.
—¿Puedo hacerte una pregunta? ¿Por qué quieres divorciarte tan rápidamente? —preguntó Luisa entonces.
—Porque quiero casarme con otra persona —contestó Paula.
La madre de Pedro asintió sin decir nada. Y aquella vez, el silencio no se rompió.
BESOS DE AMOR: CAPITULO 13
Pedro Alfonso era un hombre que besaba con los ojos cerrados.
Siempre había sido así. Desde el besito que le dio a su amiga Gloria en la guardería hasta los besos hambrientos que había intercambiado con Melinda Tulley en el asiento trasero del coche a los diecinueve años. Siempre cerraba los ojos.
¿Por qué? Porque besar es algo intenso.
Importante. Mucho más importante de lo que la gente piensa.
Él quería a Gloria con cinco años. Y había querido a Melinda con el idealismo de un crío, antes de que ella se fuera a la universidad para no volver nunca.
Desde entonces sus relaciones con las mujeres, dos de ellas serias, habían fracasado miserablemente.
Y las dos veces habían roto porque esas mujeres tenían hijos de otro hombre.
A los veintitrés años salió con Karina, una peluquera de Bozeman que, durante cinco meses, le ocultó que tenía un hijo. Cuando por fin se enteró, Karina arguyó que tenía miedo de contárselo por las cosas que él había dicho.
Era cierto. Le había hablado de Manuel, de su madre, de su padre... Quizá Karina tenía razón. Él no quería hijos de otro hombre. Intentó hacerse amigo de Jaime, pero le daba vergüenza, como si estuviera mintiendo. No funcionó y se separaron.
Unos años más tarde conoció a Judith en el banco de Blue Rock. Era una fotógrafa de Seattle, un poco mayor que Pedro, que estaba trabajando en Montana durante unos meses.
Judith no le había mentido. Desde el principio supo que tenía una hija de doce años, Mara, que estaba de vacaciones con su ex marido. Pedro quería que aquella relación funcionase y Mara empezó a caerle bien inmediatamente, incluso antes de conocerla.
Casi le había pedido que se casara con él durante el primer mes, pero decidió esperar hasta que Mara volviera de sus vacaciones. Le parecía lo más justo, lo más decente.
¿Habría sido de otra forma si no hubiera tomado la decisión de esperar?
A Mara no le gustó Montana. Echaba de menos la ciudad y a sus amigos. Judith empezó a decir que quizá debería volver a Seattle...
—Pero, ¿y nosotros? —preguntó Pedro.
—No habría funcionado —contestó ella.
—¿Por qué no?
—Mi hija no quiere vivir aquí. Y ella es lo más importante.
Quizá debería haber insistido. Pero no lo hizo. Si su padre no había conseguido ganarse a Manuel en quince años, ¿cómo podría él convencer a Mara en dos semanas?
Desde entonces, Pedro juró que no volvería a salir con mujeres que tuvieran niños.
No sólo por Karina, no sólo por Judith. Fue entonces cuando Manuel volvió a engañar a
Luisa, cuando volvió a romperle el corazón. Su padre tuvo una bronca con él por teléfono y le dijo que no volviera a aparecer por el rancho. Y aquella vez Manuel le hizo caso. Ni siquiera fue al funeral, a pesar de las súplicas de Luisa.
Y por fin, años después, Pedro estaba besando a alguien. Una mujer a la que conoció como «Cenicienta», con una sonrisa que podría hacer a cualquier hombre sentirse como un príncipe. Una mujer que era tan problemática para él como Karina y Judith.
Una mujer con la que, si cometía el error de mantener una relación, sufriría lo que su padre había sufrido con Manuel.
Sabía que no debía besarla. El problema era que no podía parar.
Besar a Paula Chaves era definitivamente importante. ¿Cómo algo tan bonito podía no serlo? Era tan importante como para olvidar durante unos segundos que no debía hacerlo.
Podía sentir sus pechos, cálidos, reales, apretados contra su torso. Había imaginado cómo sería acariciarlos, cómo sería sentir las dulces cumbres endureciéndose bajo su boca.
Cómo sería oír a Paula pronunciando su nombre con voz ronca.
Ella estaba de puntillas para poder besarlo y Pedro decidió auparla para ponérselo más fácil.
Cómo deseaba a aquella mujer. El deseo era más fuerte que su intención de no mantener una relación con ella.
Paula llevaba una camiseta corta y no tuvo problemas para meter los dedos debajo.
El sujetador era de encaje.
Había mirado esa zona varias veces aquella mañana, la verdad. Y sentir el encaje bajo sus dedos era tan... Podría estar acariciándola durante horas.
Pero, sobre todo, quería abrazarla, quería apretarla contra él para no soltarla nunca.
Quería besarla como un loco hasta que ninguno de los dos pudiese hablar.
—Muuu...
Ese es el problema de besar con los ojos cerrados, que los demás sentidos estaban más alertas.
—Muuu...
Era una de las vacas perdidas y Pedro no podía seguir ignorándola. Debería estarle agradecido, además, por hacer de carabina, por devolverlo a la tierra.
—Paula—murmuró con voz ronca—. Tenemos que ir por las vacas.
—Lo sé, perdona.
Él abrió los ojos. Paula respiraba con dificultad.
—No ha sido culpa tuya.
—No, ya...
Estaban mirándose a los ojos y Pedro se dio cuanta que tenía la piel de gallina.
No estaban tocándose, pero eso no significaba que el deseo de hacerlo hubiera desaparecido. Todo lo contrario.
—Vamos a buscar las vacas —murmuró.
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