jueves, 12 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 13




Pedro Alfonso era un hombre que besaba con los ojos cerrados.


Siempre había sido así. Desde el besito que le dio a su amiga Gloria en la guardería hasta los besos hambrientos que había intercambiado con Melinda Tulley en el asiento trasero del coche a los diecinueve años. Siempre cerraba los ojos.


¿Por qué? Porque besar es algo intenso. 


Importante. Mucho más importante de lo que la gente piensa.


Él quería a Gloria con cinco años. Y había querido a Melinda con el idealismo de un crío, antes de que ella se fuera a la universidad para no volver nunca.


Desde entonces sus relaciones con las mujeres, dos de ellas serias, habían fracasado miserablemente.


Y las dos veces habían roto porque esas mujeres tenían hijos de otro hombre.


A los veintitrés años salió con Karina, una peluquera de Bozeman que, durante cinco meses, le ocultó que tenía un hijo. Cuando por fin se enteró, Karina arguyó que tenía miedo de contárselo por las cosas que él había dicho.


Era cierto. Le había hablado de Manuel, de su madre, de su padre... Quizá Karina tenía razón. Él no quería hijos de otro hombre. Intentó hacerse amigo de Jaime, pero le daba vergüenza, como si estuviera mintiendo. No funcionó y se separaron.


Unos años más tarde conoció a Judith en el banco de Blue Rock. Era una fotógrafa de Seattle, un poco mayor que Pedro, que estaba trabajando en Montana durante unos meses.


Judith no le había mentido. Desde el principio supo que tenía una hija de doce años, Mara, que estaba de vacaciones con su ex marido. Pedro quería que aquella relación funcionase y Mara empezó a caerle bien inmediatamente, incluso antes de conocerla.


Casi le había pedido que se casara con él durante el primer mes, pero decidió esperar hasta que Mara volviera de sus vacaciones. Le parecía lo más justo, lo más decente.


¿Habría sido de otra forma si no hubiera tomado la decisión de esperar?


A Mara no le gustó Montana. Echaba de menos la ciudad y a sus amigos. Judith empezó a decir que quizá debería volver a Seattle...


—Pero, ¿y nosotros? —preguntó Pedro.


—No habría funcionado —contestó ella.


—¿Por qué no?


—Mi hija no quiere vivir aquí. Y ella es lo más importante.


Quizá debería haber insistido. Pero no lo hizo. Si su padre no había conseguido ganarse a Manuel en quince años, ¿cómo podría él convencer a Mara en dos semanas?


Desde entonces, Pedro juró que no volvería a salir con mujeres que tuvieran niños.


No sólo por Karina, no sólo por Judith. Fue entonces cuando Manuel volvió a engañar a
Luisa, cuando volvió a romperle el corazón. Su padre tuvo una bronca con él por teléfono y le dijo que no volviera a aparecer por el rancho. Y aquella vez Manuel le hizo caso. Ni siquiera fue al funeral, a pesar de las súplicas de Luisa.


Y por fin, años después, Pedro estaba besando a alguien. Una mujer a la que conoció como «Cenicienta», con una sonrisa que podría hacer a cualquier hombre sentirse como un príncipe. Una mujer que era tan problemática para él como Karina y Judith.


Una mujer con la que, si cometía el error de mantener una relación, sufriría lo que su padre había sufrido con Manuel.


Sabía que no debía besarla. El problema era que no podía parar.


Besar a Paula Chaves era definitivamente importante. ¿Cómo algo tan bonito podía no serlo? Era tan importante como para olvidar durante unos segundos que no debía hacerlo.


Podía sentir sus pechos, cálidos, reales, apretados contra su torso. Había imaginado cómo sería acariciarlos, cómo sería sentir las dulces cumbres endureciéndose bajo su boca. 


Cómo sería oír a Paula pronunciando su nombre con voz ronca.


Ella estaba de puntillas para poder besarlo y Pedro decidió auparla para ponérselo más fácil.


Cómo deseaba a aquella mujer. El deseo era más fuerte que su intención de no mantener una relación con ella.


Paula llevaba una camiseta corta y no tuvo problemas para meter los dedos debajo.


El sujetador era de encaje.


Había mirado esa zona varias veces aquella mañana, la verdad. Y sentir el encaje bajo sus dedos era tan... Podría estar acariciándola durante horas.


Pero, sobre todo, quería abrazarla, quería apretarla contra él para no soltarla nunca. 


Quería besarla como un loco hasta que ninguno de los dos pudiese hablar.


—Muuu...


Ese es el problema de besar con los ojos cerrados, que los demás sentidos estaban más alertas.


—Muuu...


Era una de las vacas perdidas y Pedro no podía seguir ignorándola. Debería estarle agradecido, además, por hacer de carabina, por devolverlo a la tierra.


—Paula—murmuró con voz ronca—. Tenemos que ir por las vacas.


—Lo sé, perdona.


Él abrió los ojos. Paula respiraba con dificultad.


—No ha sido culpa tuya.


—No, ya...


Estaban mirándose a los ojos y Pedro se dio cuanta que tenía la piel de gallina.


No estaban tocándose, pero eso no significaba que el deseo de hacerlo hubiera desaparecido. Todo lo contrario.


—Vamos a buscar las vacas —murmuró.


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