miércoles, 11 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 11




Cuando llegaron a Blue Rock, Pedro entró en la clínica con Santiago en brazos y los dejó en la sala de espera para hacer unos recados.


La doctora Blankenship era una mujer muy seria con un vestido de color rosa fuerte. Pero resultó ser muy simpática.


—Desde luego, es varicela. Y seria. Debe haber estado muy expuesto al virus.


—Había media docena de niños con varicela en su clase hace dos semanas, pero no sabía que el período de incubación era tan largo. La verdad es que no volví a acordarme hasta que vi los granitos.


—¿Ha hecho algún esfuerzo últimamente? ¿Algún disgusto?


—Ha tenido un verano difícil —explicó Paula—. Hubo un pequeño incendio en casa cuando yo estaba en Nueva York asistiendo a un funeral y creo que eso lo dejó muy disgustado. Además, llevamos un par de días de viaje y...


—Ah, claro. Ya veo.


—No somos de aquí, llegamos ayer de Pensilvania después de tres días de viaje.


—Seguramente, eso no ha ayudado nada —sonrió la doctora Blankenship—. ¿Cuándo tiene que volver?


Paula hizo una mueca.


—Cuando usted me diga.


—Debería quedarse aquí diez días por lo menos.


—Diez días...


—Dos o tres días hasta que se le quiten los granos y una semana para que sistema inmunológico vuelva a la normalidad. A veces, la varicela puede ponerse muy fea. Y me gustaría volver a verlo antes de que se vayan, para asegurarme que todo está bien.


—De acuerdo. Si tiene que ser así...


—¿Es un problema tener que quedarse aquí diez días? ¿Está en la casa de algún
familiar?


—En casa de los Alfonso. Viven en...


—¿En casa de Luisa? Son pacientes míos hace años. Son la mejor gente del mundo —sonrió la mujer—. Quédese tres semanas.


Paula sonrió. Pero no podía decirle que no era tan fácil.


Cuando Pedro volvió a buscarlos y le dijo que tendrían que estar en su casa diez días, la expresión del hombre no dejaba lugar a dudas. 


No le hacía ninguna gracia.


Paula pasó el resto del día con Santiago en la habitación. Había empezado a llover y el viento golpeaba las ramas de los árboles con fuerza, de modo que no sintió ninguna tentación de seguirlos fuera de la casa después de comer. 


Aparentemente, tenían que mover varias cabezas de ganado de un pasto a otro. A caballo. Algo en lo que ella no podía ayudar en absoluto.


En lugar de hacerlo, volvió a meter a Santiago en la bañera y limpió un poco la casa mientras el niño estaba durmiendo. El pobre tenía la carita tan llena de granos que le resultaba difícil encontrar un sitio para besarlo.


Por la tarde Santiago parecía algo más animado y le pidió que le leyera un cuento. Eso era algo que había heredado de ella. A Paula le encantaba leer cuentos y, sobre todo, tener el cuerpecito del niño apretado contra su corazón. 


Le encantaba el olor de su hijo y su vocecita cuando le hacía una pregunta sobre la historia.


A las siete, los Alfonso volvieron a la casa.


—¡Está lloviendo a cantaros! —oyó murmurar a Pedro mientras entraba en el baño.


Diez minutos después, Luisa la llamó desde abajo:
—¡La cena está lista!


Mientras iba al cuarto de baño, Paula iba pensando que el pobre Santiago no tenía apetito, pero debía hacerle comer algo...


El pensamiento se cortó en seco cuando chocó con un torso masculino. Un torso desnudo.


Pedro la sostuvo, tan sorprendido como ella. Paula se había puesto una mano en el pecho para recuperar el aliento y, sin querer, él deslizó la mirada hacia las curvas que se marcaban bajo el jersey.


—Perdona, no te había visto.


—No pasa nada —murmuró Pedro, preguntándose si se había subido la cremallera
de los vaqueros.


Tener a Paula en sus brazos estando medio desnudo no era algo que lo hiciera sentir cómodo.


De hecho, se sentía tan incómodo que su cuerpo reaccionó de una forma muy poco oportuna. En particular, una parte de su cuerpo.


En lugar de apartarse, Pedro dio un paso adelante... e inmediatamente volvió atrás. Se le estaban cayendo los vaqueros y Paula podría presenciar algo... que no debía presenciar.


—Tu madre ha dicho que la cena está lista —dijo ella por fin, cuando Pedro la soltó para subirse los pantalones.


Justo a tiempo.


Pero tuvo que hacer un esfuerzo para abrocharlos, con manos temblorosas. Unas manos que habrían preferido desabrochar antes que abrochar botones.


Los de ella.


Los botones de la rebeca color malva bajo la cual se marcaban la curva de unos pechos turgentes...


—Sí, lo sé —consiguió decir Pedro, antes de meterse en su habitación.


Diez días, pensó, mientras se ponía la camisa. 


Seguían temblándole las manos. Paula
estaría allí durante diez días.


Diez días chocándose con ella o rozándose de alguna forma, como suele ocurrir cuando dos comparten un espacio pequeño. Diez días oyéndola ducharse y sabiendo que estaba desnuda a unos metros de él.


Diez días viéndola besar a su hijo y disfrutando de su risa.


Diez días sabiendo que su cama estaba a sólo unos metros de distancia y que su ropa interior se mezclaría con la suya en la lavadora, sabiendo que la vería antes de irse a dormir y nada más levantarse.


—Esto sería mucho más fácil si no estuviéramos casados —murmuró para sí mismo.


Después, sacudió la cabeza. Si no estuvieran casados, Paula no estaría allí.


Pero era cierto. Saber que estaba casado con ella hacía que todo fuera más difícil.


Había algo especial en la idea de estar casado. 


Pedro no podía dejar de pensar en lo que eso significaba. Significaba compartir el espacio, compartir sus historias.


Habían empezado a hacerlo la noche que se conocieron. Empezaron a compartir sus vidas en aquel restaurante...


Pero el matrimonio significaba compartir algo más. La cama.


Ahí estaba el problema. Su cerebro podía decir: «aún no. Llegará el momento en el que puedas buscar a una mujer con la que compartir tu vida. Una mujer que no tenga un hijo porque ya has tenido dos relaciones así que salieron mal, por no hablar de la mala relación entre papá y Manuel».


Pero su cuerpo decía: «Hay una mujer aquí al lado. ¿Qué importa Santiago? Tú deseas a Paula y estás casado con ella. Los casados pueden hacer lo que quieran... ¿ por qué no lo intentas?».


Pedro dejó escapar un suspiro.


Diez días más...


—Léeme otro cuento, mamá —dijo Santi, después de la cena.


—¿Aún no tienes sueño?


—Llevo todo el día durmiendo.


No era cierto del todo, pero casi. Paula sospechaba que no serviría de nada meterlo en la cama... y, además, tenia una buena razón para querer que permaneciera despierto. Luisa y Pablo habían ido a visitar a un amigo enfermo, dejándola sola con Pedro en la casa.


Un niño pequeño de carabina era mejor que no tener carabina en absoluto.


—De acuerdo, te leeré otro cuento. Pero tendrá que ser alguno de los que ya te he leído porque no tenemos más.


—En casa hay libros de cuentos... por alguna parte —dijo entonces Pedro—. Recuerdo que los guardé cuando nos mudamos. Son libros de cuando yo era pequeño.


—¿Libros nuevos? —se animó Santiago—. ¿Tú haces voces?


—¿Voces?


—Mi mamá pone voces cuando me lee un cuento. ¿Tú sabes?


—Cariño, Pedro no ha querido decir que va a leerte los cuentos —intervino Paula.


—¿No? Pues entonces tú, mamá.


—Voy a buscar la caja —dijo Pedro entonces, saliendo de la cocina.


Se sentía incómodo con Santi; Paula lo había notado. Se portaba de forma distante, rara. 


Preguntaba si se encontraba bien, si había comido, pero eso era todo. No se relacionaba con el niño como lo hacía Luisa.


Paula se dijo a sí misma que no había razón para sentirse desilusionada. Era parte de la «realidad» de la que Alan hablaba. La realidad de aquel hombre fuera de Las Vegas. Él no ponía a los niños por encima de todo, como hacía su prometido.


Debería llamarlo para contarle lo que había pasado, pensó entonces.


Pedro, ¿puedo llamar por teléfono?


—Sí —contestó él, desde el pasillo—. Hay un teléfono en mi despacho.


Como el resto de las habitaciones, el despacho estaba lleno de cajas de cartón.


Paula apenas las miró, concentrada en la llamada.


—De todas formas, no habría podido ir a Chicago —le dijo Alan—. No puedo dejar el trabajo.


Su prometido quería saber cómo iba lo del divorcio. ¿Alfonso le había puesto algún problema? ¿Le había hecho alguna oferta económica?


—¿Le has pedido dinero para llegar a un acuerdo?


—No le he pedido dinero —contestó Paula, incómoda con la conversación.


Entonces oyó ruido detrás de ella y cuando se volvió, vio a Pedro en la puerta. La había oído. 


Su expresión lo dejaba claro.


No dijo nada. No tenía hacerlo. Y ella tampoco. 


Después de todo, ¿qué más daba si la creía una mercenaria?


—Pero lo harás, ¿no? —oyó la voz de Alan al otro lado del hilo.


—No lo sé —contestó Paula.


No quería ponerse a discutir en ese momento.


—La caja de los libros está aquí —dijo Pedro—. Acabo de recordar que la vi el otro día.


Sin decir nada más, tomó la caja y salió del despacho. Paula terminó su conversación con Alan diez minutos más tarde y volvió al cuarto de estar, un poco nerviosa.


Pedro estaba leyendo un cuento en voz baja, despacio, pensándose cada frase.


—Te regalaré un broche y muchos juguetes. Te regalaré una canción cada mañana y una estrella por la noche, decía el pájaro...


El único problema era que Santi estaba dormido, pero él no se había dado cuenta todavía.


El niño estaba apoyado sobre su pecho con los ojitos cerrados y Paula no quiso interrumpir.


—Te regalaré un palacio de oro, te regalaré un océano azul y un bosque entero lleno de álamos —seguía leyendo Pedro.


Entonces levantó la mirada y, al verla, sonrió un poco avergonzado.


—Está dormido —murmuró Paula.


—Ah, no me había dado cuenta. Parece que lo he aburrido.


—Todo lo contrario. Tu voz lo ha acunado —sonrió ella—. Ha debido gustarle mucho el cuento porque si no, habría protestado.


—Me gustaban mucho estos libros cuando era pequeño. Imaginaba que yo era el protagonista de todas las historias... Hasta que cumplí los once años y decidí que me apetecía más ser un héroe de rodeo.


—¿Te dedicaste al rodeo?


—Durante un par de años, hasta que me harté de viajar. Pero estuve lo suficiente para caerme varias veces.


—Yo sé bastante de caídas... por el patinaje. Si crees que la arena es dura, deberías probar el hielo. Sobre todo, cuando estás haciendo una pirueta y tienes que levantarte con una sonrisa en los labios.


—Sí, supongo que es algo similar.


Ninguno de los dos parecía querer hablar del asunto. Como si no quisieran explorar sus parecidos.


—Gracias por leerle el cuento.


—De nada —murmuró Pedro—. Tú ...tenías que hablar por teléfono.


—No voy a pedirte dinero —dijo entonces Paula—. No te preocupes por eso.


—Aunque me lo pidieras, no podría dártelo. Supongo que ya lo sabes.


De todas formas, ella no pensaba pedírselo. 


Pero no quería seguir hablando del asunto.


—Debería subir a Santi a la habitación.


—Sí, claro. Pero no puedo ponerme de pie sin despertarlo.


—De todas formas, se despertará. Está acostumbrado a que yo lo meta en la cama.


Paula se inclinó para tomar al niño en brazos y, al hacerlo, rozó la entrepierna de Pedro. Cuando levantaba a Santi, tocó algo duro con la mano... debía ser la hebilla del cinturón.


—¿Quieres que suba contigo? —preguntó él, sin mirarla.


—No, gracias. No hace falta.


—Si quieres, podemos ver una película —dijo Pedro entonces con voz ronca.


—De acuerdo —murmuró ella, colorada como un tomate.


Aunque no sabía por qué.


—¿Sigue dormido?


—Eso parece.


—¿Pesa mucho?


—No, estoy acostumbrada.


—Vale.


—Vuelvo enseguida —dijo Paula, antes de escapar hacia la escalera.





BESOS DE AMOR: CAPITULO 10




La cara del niño estaba llena de granitos que aparecían cada minuto, como burbujitas.


Tenía una fiebre tan alta que Paula había tenido que meterlo en la bañera a la fuerza. Al principio, no confiaba mucho en lo del baño con harina de avena, pero Luisa insistió en que calmarían los picores.


La harina se le quedaba pegada a las manos, como un engrudo, pero eso animó a su hijo.


—¿Puedo hacerlo yo, mamá?


—Claro.


A pesar de la fiebre, el niño lo estaba pasando estupendamente con el engrudo.


—No sabia que lo de la harina funcionase —dijo Paula.


—Divinamente —asintió Luisa—. Mis dos hijos tuvieron varicela y no tienen una sola marca.


—Pues mi madre no debía saberlo, porque yo sí tengo —sonrió ella.


—Pero no se ven —intervino Pedro. Inmediatamente puso cara de horror al pensar
cómo podía entenderse aquella frase—. Quiero decir que... vamos, que no tienes marcas en la cara. Tienes la piel... bueno, que podemos irnos cuando quieras. La cita con el médico es a las once.


—Vale —murmuró Paula, cortada—. Santi está...


—No hay prisa. Aún tenemos media hora.


—De acuerdo.


—Me llevo tu camioneta, mamá. ¿Vas a venir con nosotros al pueblo?


—No, pero tengo una lista de recados para ti.


Paula se relajó un poco al oír eso. Al menos, no iban a Blue Rock sólo para ver al médico.


Pedro había entrado en el baño para lavarse y con él entraba aquella sensación de espacios abiertos, de trabajo duro, que llevaba por donde iba.


Era sexy. Saber que había estado trabajando con las manos, moviendo cabezas de ganado, montando a caballo y usando los músculos para ganarse la vida le parecía sencillamente sexy. 


Era algo que Paula nunca antes había experimentado.


Pedro se lavó la cara y cuando estaba secándose con una toalla vio que ella lo estaba mirando. Se quedó inmóvil. La tensión que había entre ellos era como las cuerdas de una guitarra.


Paula seguía de pie en medio del cuarto de baño, con las rodillas temblorosas, pensando en Pedro Alfonso, en caballos, en espacios abiertos...


Él se acercó entonces y acarició su cara.


—Tienes avena en la barbilla.


—Gracias.


—¿Nos vemos abajo?


—Sí, claro —asintió Paula.


Pero se quedó cinco minutos de pie en el baño después de que Pedro saliera, con el corazón acelerado.


La tensión marcó el viaje hasta Blue Rock. Santiago estaba medio dormido en el asiento trasero y ella no quería despertarlo. Iban en una camioneta nueva, seguramente último modelo. 


Más nueva incluso que la enorme casa de la colina.


Debían de haber tenido algunos años buenos allí, antes de la muerte de Francisco Alfonso. Y debió de ser muy duro para ellos dejar esa casa y encontrarse con un montón de problemas económicos.


Afortunadamente, Pedro tenía demasiado trabajo como para llorar por la muerte de su padre.


Y Paula sabía por experiencia lo que eso significaría para él más tarde porque lo había vivido en carne propia cuando murió su padrastro.


David Chaves era el único padre que había conocido y lo quiso mucho, pero también ella tuvo que trabajar duro después de su muerte.


A los diecisiete años, Rosa la obligó a dejar el instituto para dar clases de patinaje y un año más tarde se quedó embarazada de Santiago. No tuvo tiempo de llorar y, por eso, a veces la pena la golpeaba con tal fuerza que ni siquiera podia llorar.


—¿Vamos bien de tiempo?


—Sí —contestó Pedro, sin mirarla.


Evidentemente, no le hacía gracia tener que llevarla al pueblo.


—Lamento mucho que hayas tenido que traerme. No quiero hacerte perder la mañana —se disculpó Paula.


—No es eso. Es que... estaba pensando en mi padre.


—¿Piensas mucho en él?


—Mucho —contestó Pedro—. Pero no lo suficiente. Trabajo tanto que pasan muchas horas sin que pueda pensar en él. Y cuando lo hago, me siento culpable. Como si lo estuviera decepcionando. Como si me hubiera ido de vacaciones sin mandarle una postal.


—Te entiendo.


Pedro la miró entonces.


—Sí, ya me imagino.


Era algo de lo que habían hablado en Las Vegas aquella noche. Como Francisco Alfonso, su padrastro también murió de un infarto. Tenían muchas cosas en común y seguramente eso fue parte de la magia. Pero la magia debería haber desaparecido.


No podía imaginar lo que Alan diría si supiera que seguía sintiéndose atraída por aquel silencioso vaquero.


La actitud de su prometido fue muy práctica, casi obcecada, desde que le contó lo que había pasado en Las Vegas.


—No puedes decirme que sí hasta que hayas vuelto a ver a ese Pedro AlfonsoCuando vayas a Montana lo verás de otra forma, no bajo las luces de un salón de baile, salvándote de un destino peor que la muerte. Quizá incluso querrá agilizar el proceso de divorcio con algo de dinero.


—No te entiendo.


—El propietario en un rancho en Montana debe tener millones, ¿no?


—En este momento, no pasa por una buena situación.


—Créeme, seguro que tiene más dinero que tú.


—Pero yo no necesito...—protestó Paula.


—Santiago sí lo necesita. Pensé que en eso estábamos de acuerdo. Nuestros hijos son lo primero, pase lo que pase. Por eso me he lanzado de cabeza a este negocio, para tener un futuro. Si consigues que este tipo te dé dinero para acelerar el proceso de divorcio, tendrás algo ahorrado para Santiago.


Paula no discutió. Pero no pensaba pedirle a Pedro un solo céntimo.


martes, 10 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 9




Paula llevaba años levantándose al amanecer para entrenar en la pista de patinaje y no la sorprendió despertarse con los primeros rayos del sol.


Pero la gente que trabajaba en el campo también se levanta temprano y encontró Pedro haciendo huevos con baicon cuando entró en la cocina.


—Perdona. No quería despertarte.


—No me has despertado. Suelo levantarme a las seis de la mañana.


—¿En serio?


—¿Por qué te sorprende tanto?


—Pues...no sé. Pensé que te acostabas tarde.


—¿Por lo de Las Vegas? Yo no soy así, Pedro.


—No, claro. ¿Quieres hacer zumo de naranja?


—Vale.


No la sorprendió el repentino cambio de conversación. Evidentemente, tenía que ponerse a trabajar en cuanto fuera posible, pero antes necesitaba desayunar. Paula tomó un cuchillo y un montón de naranjas y empezó a exprimirlas. 


Un olor agrio se extendió por la cocina, mezclándose con el del baicon.


—Hablamos toda la noche en ese restaurante. A estas horas, estabas a punto de irte a dormir.


—Y tú, a punto de tomar la autopista.


—Pero me entró sueño. Tuve que pararme en el arcén y dormir un par de horas.


—Y yo tuve que levantarme cuatro horas más tarde para ensayar.


—Así que los dos estábamos locos aquella noche —sonrió Pedro—. Estar despiertos hasta las tantas de la mañana...


Entonces oyeron ruido en el piso de arriba y Paula deseó que Luisa bajase pronto
para hacer de carabina.


El beso.


Ese era el problema. Esa era la razón por la que se sentía incomoda. Los dos estaban pensando en el beso.


Haberse quedado en aquel restaurante durante horas, contándole su vida a un completo extraño era una locura. Pero terminarlo con un beso fue una locura aun mayor. No debería haber ocurrido.


Los primeros rayos del sol entraban por la ventana de la cocina. Era a esa misma hora cuando salieron del restaurante. Pedro quería volver a su hotel para buscar su bolsa de viaje. 


El motel que Paula compartía con dos compañeras estaba al otro lado de la ciudad, de modo que era el momento de separarse.


El aire fresco del desierto había enfriado la dormida ciudad de Las Vegas. Paula seguía llevando el vestido de novia y Pedro le había prestado su chaqueta.


Debía de tener un aspecto extraño con aquel vestido de tul color marfil debajo de una chaqueta oscura que le llegaba hasta los muslos... La novia de un vaquero.


No había querido quitarse la chaqueta. No sólo para tener frío, no sólo para no tener que volver al motel vestida de novia... Era algo más.


Había algo especial en esa chaqueta. Los hombros eran demasiado anchos, las mangas demasiado largas, pero el calor que sentía era más que físico. Era como estar envuelta entre los brazos de Pedro Alfonso.


Pero llegó el momento de olvidar absurdas fantasías y Paula se había quitado la chaqueta, temblando.


—Quédatela. Puedes enviármela por correo, si quieres. Te he dado mi dirección...


—No, Pedro.


—Quédatela. —insistió él.


Paula asintió, mirándolo a los ojos. Y supo que él iba a besarla treinta segundos antes de que ocurriese...


—¡Porra!


Pedro no estaba atento y el beicon le cayó en la mano.


«Idiota», pensó, metiéndola bajo el grifo de agua fría. Estupendo, si se le hacia una ampolla no podría trabajar.


Pero sabia por qué no estaba atento. Porque estaba pensando en el beso. Como Paula.


Por eso estaban mirándose a los ojos.


Aunque había ocurrido seis meses antes, recordaba cada segundo con todo detalle. 


Recordaba su nariz fría, sus labios suaves y calientes, como los había imaginado. Recordaba cómo Paula había enredado los dedos en su pelo, el gemido ahogado que escapó de su garganta, cómo la chaqueta le hacía parecer más pequeña...


—Esa quemadura no tiene buena pinta.


—Lo mejor es el agua fría —murmuró él.


—¿Te ha salido una ampolla?


—No lo creo.


—Yo tengo un buen remedio para las quemaduras —sonrió Paula, llenando una fuente de agua. Después, metió la mano del hombre y echó un chorro de jabón líquido.


La quemadura era mayor de lo que Pedro había creído. Y todo porque no dejaba de pensar en aquel beso.


Y seguía haciéndolo.


Sus manos se rozaron como en Las Vegas. 


Aquel día, él había dado un paso adelante para apretarla contra su pecho. Quería capturar el momento y el recuerdo para siempre. Debían de tener una pinta espantosa, de pie en la puerta del restaurante. El vaquero y su Cenicienta, besándose al amanecer, envueltos en los pliegues del vestido de novia.


Pero a Pedro le daba igual lo que pareciesen. 


Todo le daba igual. Durante aquel largo minuto, nada existía en el mundo más que Paula.


Pedro... se están quemando los huevos.


—Ah, sí claro —murmuró él.


Nervioso, sacó la mano de la fuente y rescató los huevos revueltos mientras ella rescataba el beicon antes de que se carbonizase.


Unos minutos después, con las tostadas, los huevos, lo que quedaba del beicon y una taza de café en la mano, las cosas empezaron a recuperar la normalidad.


Y entonces apareció Luisa en la cocina.



—¿Paula?


—¿Sí?


—Santiago acaba de despertarse. Y me temo que sé cual es el problema.


—¿Qué ocurre?


—Cariño, Santiago tiene varicela.