martes, 10 de julio de 2018
BESOS DE AMOR: CAPITULO 9
Paula llevaba años levantándose al amanecer para entrenar en la pista de patinaje y no la sorprendió despertarse con los primeros rayos del sol.
Pero la gente que trabajaba en el campo también se levanta temprano y encontró a Pedro haciendo huevos con baicon cuando entró en la cocina.
—Perdona. No quería despertarte.
—No me has despertado. Suelo levantarme a las seis de la mañana.
—¿En serio?
—¿Por qué te sorprende tanto?
—Pues...no sé. Pensé que te acostabas tarde.
—¿Por lo de Las Vegas? Yo no soy así, Pedro.
—No, claro. ¿Quieres hacer zumo de naranja?
—Vale.
No la sorprendió el repentino cambio de conversación. Evidentemente, tenía que ponerse a trabajar en cuanto fuera posible, pero antes necesitaba desayunar. Paula tomó un cuchillo y un montón de naranjas y empezó a exprimirlas.
Un olor agrio se extendió por la cocina, mezclándose con el del baicon.
—Hablamos toda la noche en ese restaurante. A estas horas, estabas a punto de irte a dormir.
—Y tú, a punto de tomar la autopista.
—Pero me entró sueño. Tuve que pararme en el arcén y dormir un par de horas.
—Y yo tuve que levantarme cuatro horas más tarde para ensayar.
—Así que los dos estábamos locos aquella noche —sonrió Pedro—. Estar despiertos hasta las tantas de la mañana...
Entonces oyeron ruido en el piso de arriba y Paula deseó que Luisa bajase pronto
para hacer de carabina.
El beso.
Ese era el problema. Esa era la razón por la que se sentía incomoda. Los dos estaban pensando en el beso.
Haberse quedado en aquel restaurante durante horas, contándole su vida a un completo extraño era una locura. Pero terminarlo con un beso fue una locura aun mayor. No debería haber ocurrido.
Los primeros rayos del sol entraban por la ventana de la cocina. Era a esa misma hora cuando salieron del restaurante. Pedro quería volver a su hotel para buscar su bolsa de viaje.
El motel que Paula compartía con dos compañeras estaba al otro lado de la ciudad, de modo que era el momento de separarse.
El aire fresco del desierto había enfriado la dormida ciudad de Las Vegas. Paula seguía llevando el vestido de novia y Pedro le había prestado su chaqueta.
Debía de tener un aspecto extraño con aquel vestido de tul color marfil debajo de una chaqueta oscura que le llegaba hasta los muslos... La novia de un vaquero.
No había querido quitarse la chaqueta. No sólo para tener frío, no sólo para no tener que volver al motel vestida de novia... Era algo más.
Había algo especial en esa chaqueta. Los hombros eran demasiado anchos, las mangas demasiado largas, pero el calor que sentía era más que físico. Era como estar envuelta entre los brazos de Pedro Alfonso.
Pero llegó el momento de olvidar absurdas fantasías y Paula se había quitado la chaqueta, temblando.
—Quédatela. Puedes enviármela por correo, si quieres. Te he dado mi dirección...
—No, Pedro.
—Quédatela. —insistió él.
Paula asintió, mirándolo a los ojos. Y supo que él iba a besarla treinta segundos antes de que ocurriese...
—¡Porra!
Pedro no estaba atento y el beicon le cayó en la mano.
«Idiota», pensó, metiéndola bajo el grifo de agua fría. Estupendo, si se le hacia una ampolla no podría trabajar.
Pero sabia por qué no estaba atento. Porque estaba pensando en el beso. Como Paula.
Por eso estaban mirándose a los ojos.
Aunque había ocurrido seis meses antes, recordaba cada segundo con todo detalle.
Recordaba su nariz fría, sus labios suaves y calientes, como los había imaginado. Recordaba cómo Paula había enredado los dedos en su pelo, el gemido ahogado que escapó de su garganta, cómo la chaqueta le hacía parecer más pequeña...
—Esa quemadura no tiene buena pinta.
—Lo mejor es el agua fría —murmuró él.
—¿Te ha salido una ampolla?
—No lo creo.
—Yo tengo un buen remedio para las quemaduras —sonrió Paula, llenando una fuente de agua. Después, metió la mano del hombre y echó un chorro de jabón líquido.
La quemadura era mayor de lo que Pedro había creído. Y todo porque no dejaba de pensar en aquel beso.
Y seguía haciéndolo.
Sus manos se rozaron como en Las Vegas.
Aquel día, él había dado un paso adelante para apretarla contra su pecho. Quería capturar el momento y el recuerdo para siempre. Debían de tener una pinta espantosa, de pie en la puerta del restaurante. El vaquero y su Cenicienta, besándose al amanecer, envueltos en los pliegues del vestido de novia.
Pero a Pedro le daba igual lo que pareciesen.
Todo le daba igual. Durante aquel largo minuto, nada existía en el mundo más que Paula.
—Pedro... se están quemando los huevos.
—Ah, sí claro —murmuró él.
Nervioso, sacó la mano de la fuente y rescató los huevos revueltos mientras ella rescataba el beicon antes de que se carbonizase.
Unos minutos después, con las tostadas, los huevos, lo que quedaba del beicon y una taza de café en la mano, las cosas empezaron a recuperar la normalidad.
Y entonces apareció Luisa en la cocina.
—¿Paula?
—¿Sí?
—Santiago acaba de despertarse. Y me temo que sé cual es el problema.
—¿Qué ocurre?
—Cariño, Santiago tiene varicela.
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