miércoles, 11 de julio de 2018

BESOS DE AMOR: CAPITULO 10




La cara del niño estaba llena de granitos que aparecían cada minuto, como burbujitas.


Tenía una fiebre tan alta que Paula había tenido que meterlo en la bañera a la fuerza. Al principio, no confiaba mucho en lo del baño con harina de avena, pero Luisa insistió en que calmarían los picores.


La harina se le quedaba pegada a las manos, como un engrudo, pero eso animó a su hijo.


—¿Puedo hacerlo yo, mamá?


—Claro.


A pesar de la fiebre, el niño lo estaba pasando estupendamente con el engrudo.


—No sabia que lo de la harina funcionase —dijo Paula.


—Divinamente —asintió Luisa—. Mis dos hijos tuvieron varicela y no tienen una sola marca.


—Pues mi madre no debía saberlo, porque yo sí tengo —sonrió ella.


—Pero no se ven —intervino Pedro. Inmediatamente puso cara de horror al pensar
cómo podía entenderse aquella frase—. Quiero decir que... vamos, que no tienes marcas en la cara. Tienes la piel... bueno, que podemos irnos cuando quieras. La cita con el médico es a las once.


—Vale —murmuró Paula, cortada—. Santi está...


—No hay prisa. Aún tenemos media hora.


—De acuerdo.


—Me llevo tu camioneta, mamá. ¿Vas a venir con nosotros al pueblo?


—No, pero tengo una lista de recados para ti.


Paula se relajó un poco al oír eso. Al menos, no iban a Blue Rock sólo para ver al médico.


Pedro había entrado en el baño para lavarse y con él entraba aquella sensación de espacios abiertos, de trabajo duro, que llevaba por donde iba.


Era sexy. Saber que había estado trabajando con las manos, moviendo cabezas de ganado, montando a caballo y usando los músculos para ganarse la vida le parecía sencillamente sexy. 


Era algo que Paula nunca antes había experimentado.


Pedro se lavó la cara y cuando estaba secándose con una toalla vio que ella lo estaba mirando. Se quedó inmóvil. La tensión que había entre ellos era como las cuerdas de una guitarra.


Paula seguía de pie en medio del cuarto de baño, con las rodillas temblorosas, pensando en Pedro Alfonso, en caballos, en espacios abiertos...


Él se acercó entonces y acarició su cara.


—Tienes avena en la barbilla.


—Gracias.


—¿Nos vemos abajo?


—Sí, claro —asintió Paula.


Pero se quedó cinco minutos de pie en el baño después de que Pedro saliera, con el corazón acelerado.


La tensión marcó el viaje hasta Blue Rock. Santiago estaba medio dormido en el asiento trasero y ella no quería despertarlo. Iban en una camioneta nueva, seguramente último modelo. 


Más nueva incluso que la enorme casa de la colina.


Debían de haber tenido algunos años buenos allí, antes de la muerte de Francisco Alfonso. Y debió de ser muy duro para ellos dejar esa casa y encontrarse con un montón de problemas económicos.


Afortunadamente, Pedro tenía demasiado trabajo como para llorar por la muerte de su padre.


Y Paula sabía por experiencia lo que eso significaría para él más tarde porque lo había vivido en carne propia cuando murió su padrastro.


David Chaves era el único padre que había conocido y lo quiso mucho, pero también ella tuvo que trabajar duro después de su muerte.


A los diecisiete años, Rosa la obligó a dejar el instituto para dar clases de patinaje y un año más tarde se quedó embarazada de Santiago. No tuvo tiempo de llorar y, por eso, a veces la pena la golpeaba con tal fuerza que ni siquiera podia llorar.


—¿Vamos bien de tiempo?


—Sí —contestó Pedro, sin mirarla.


Evidentemente, no le hacía gracia tener que llevarla al pueblo.


—Lamento mucho que hayas tenido que traerme. No quiero hacerte perder la mañana —se disculpó Paula.


—No es eso. Es que... estaba pensando en mi padre.


—¿Piensas mucho en él?


—Mucho —contestó Pedro—. Pero no lo suficiente. Trabajo tanto que pasan muchas horas sin que pueda pensar en él. Y cuando lo hago, me siento culpable. Como si lo estuviera decepcionando. Como si me hubiera ido de vacaciones sin mandarle una postal.


—Te entiendo.


Pedro la miró entonces.


—Sí, ya me imagino.


Era algo de lo que habían hablado en Las Vegas aquella noche. Como Francisco Alfonso, su padrastro también murió de un infarto. Tenían muchas cosas en común y seguramente eso fue parte de la magia. Pero la magia debería haber desaparecido.


No podía imaginar lo que Alan diría si supiera que seguía sintiéndose atraída por aquel silencioso vaquero.


La actitud de su prometido fue muy práctica, casi obcecada, desde que le contó lo que había pasado en Las Vegas.


—No puedes decirme que sí hasta que hayas vuelto a ver a ese Pedro AlfonsoCuando vayas a Montana lo verás de otra forma, no bajo las luces de un salón de baile, salvándote de un destino peor que la muerte. Quizá incluso querrá agilizar el proceso de divorcio con algo de dinero.


—No te entiendo.


—El propietario en un rancho en Montana debe tener millones, ¿no?


—En este momento, no pasa por una buena situación.


—Créeme, seguro que tiene más dinero que tú.


—Pero yo no necesito...—protestó Paula.


—Santiago sí lo necesita. Pensé que en eso estábamos de acuerdo. Nuestros hijos son lo primero, pase lo que pase. Por eso me he lanzado de cabeza a este negocio, para tener un futuro. Si consigues que este tipo te dé dinero para acelerar el proceso de divorcio, tendrás algo ahorrado para Santiago.


Paula no discutió. Pero no pensaba pedirle a Pedro un solo céntimo.


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