sábado, 30 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 17




Paula apagó el ordenador de Pedro y miró el reloj. Ni siquiera eran las nueve y media, así que aún quedaban horas antes de que Pedro regresara. Paula se levantó y se estiró para aliviar la tensión de los músculos.


Se sentía un poco culpable por usar su ordenador para la búsqueda que estaba realizando; pero había decidido vivir con la teoría de que, lo que Pedro no sabía, no le haría daño.


Estaba convencida de que podía cuidar de sí misma mientras el detective privado hacía su trabajo. Pedro no tenía por qué verse involucrado, y ella no necesitaba que él fuera testigo de otra de sus catástrofes. Al día siguiente llamaría a Claudio, le contaría sus sospechas y le daría la lista de nombres de los clientes misteriosos. Deseaba poder tener algo más concreto que sospechas, pero los informes mensuales que acababa de revisar no le habían aportado nada que pudiera relacionar con los nombres o con las sumas de dinero de los clientes.


Y ahora que había terminado con los negocios, era el momento de prepararse para el placer... 


Se asomó al dormitorio de Pedro y sacudió la cabeza al ver los montones de libros y revistas.


No era una zona catastrófica, pero estaba lejos de ser el escenario de seducción que ella quería.


Paula tomó algunos libros y revistas. Pedro era un hombre de inquietudes. Había revistas de deportes, de temas actuales y de derecho. Se sentía como una mirona aprendiendo cosas de él de aquella manera, pero estaba dispuesta a aprovechar todo lo que pudiera.


Almacenó los libros y las revistas sobre el montón de zapatos que había en el suelo del armario de Pedro, y casi no logró cerrar la puerta antes de que el desastre amenazara con salir al exterior. Mientras se dirigía al salón para recoger los artículos que había comprado como preparación para aquella noche, tuvo que admitir que el deseo que sentía por Pedro no había comenzado hacía un par de días. Lo había deseado siempre. Cuando era una adolescente, sus primeros chispazos de curiosidad sexual habían estado centrados en él. Y ahora, como mujer, pensaba actuar en consecuencia.


De vuelta en el dormitorio metió la mano en la bolsa y sacó uno de los artículos que había comprado. Abrió la botella de aceite para masajes y la olió.


—Perfecto.


La dejó en la mesilla de noche, junto con las pequeñas velas aromáticas en sus soportes de cristal.


Había puesto sobre la mesilla la caja de preservativos que había encontrado en un cajón y estaba ahuecando las almohadas y doblando el edredón cuando sonó el teléfono. Al principio pensó en dejarlo sonar, pero luego recordó que el teléfono de la cocina no tenía contestador automático, y aquél otro, tampoco.


¿Y si era Pedro el que llamaba? ¿Y si iba a llegar más tarde, o se había quedado sin gasolina? Al cuarto timbrazo, decidió contestar.


—Residencia Alfonso —dijo.


Después de un corto silencio, oyó una voz de mujer.


—¿Es la casa de Pedro Alfonso? —parecía confusa o sorprendida.


—Sí.


—Y... eh... ¿está Pedro?


Paula intentó mantener a raya su propia curiosidad.


—No, lo siento, no está disponible. ¿Quieres dejarle un mensaje?


—¿Quién eres? —preguntó la mujer.


Paula no sintió ganas de compartir ninguna información con ella.


—Una amiga de Pedro. ¿Y tú?


—Bety.


—Bety —repitió Paula—. ¿No quieres que le diga nada?


—Yo..., espera, hoy tenía clase por la noche, ¿no? No puedo creer que me haya olvidado.


Muy bien, así que estaba al tanto de los horarios de Pedro. Pero eso no significaba que tuvieran una relación íntima...


—¿Le digo que te llame cuando vuelva?


—Por supuesto. Dile que se trata de algo que llevaba tiempo esperando.


—¿Tiene tu número de teléfono? —preguntó Paula.


Bety se rió.


—No te preocupes, lo tiene.


Se despidieron y Paula colgó, preguntándose quién sería Bety. No estaba exactamente celosa; sabía que Pedro no tenía novia formal. Era un hombre honesto y no le hubiera permitido quedarse en su casa si la tuviera... menos aún la habría tocado como lo había hecho la noche anterior.


Aun así, Paula se sintió inquieta. Pedro tenía toda una vida de la que ella sabía poco. Y no podía preguntarle, ya que ella no estaba muy dispuesta a compartir detalles de su propia vida.


Había planeado esperarlo en su cama, pero cambió de opinión. Se puso el camisón dorado y decidió esperarlo en el sofá. Al menos ese lugar era suyo.


LA TENTACION: CAPITULO 16





Pedro aparcó su coche junto al de Paula. Pensó con asombro que habían pasado menos de cuarenta y ocho horas desde que había hecho ese mismo gesto, y era muy poco tiempo para todo lo que estaba pasando entre ellos.


Sacó del coche la bolsa en la que había puesto el almuerzo para Paula y para él. La comida no era la mejor oferta de paz por cómo había dejado que la tentación lo envolviera la noche anterior, pero era todo lo que podía ofrecer.


Entró en la casa, que estaba en silencio. Se dirigió a la cocina, donde Alejandra había agrupado todas las plantas, y después de dejar allí la comida, comprobó que la tierra de las macetas acababa de ser regada.


—¿Paula? —la llamó—. ¿Estás aquí?


Al entrar en el salón vio el maletín y algunos papeles dispersos sobre la mesa. Les echó una mirada y se acercó a los ventanales del salón, comprobando que no estaban cerrados con llave. Paula debía de estar en el lago. Aunque sintió una punzada de culpabilidad en la conciencia, volvió a los papeles que acababa de ver.


Sabía que antes del tórrido encuentro que había tenido con Paula la noche anterior, ella había querido usar el ordenador, igual que sabía que no había vuelto al pueblo simplemente para hacer una visita. Lo que estaba haciendo exactamente... eso no lo sabía.


Sin agarrar los papeles, leyó los apuntes un par de veces. Aquellos nombres no significaban nada para él, lo que no era ninguna sorpresa. 


Sin embargo, las cantidades de millones de dólares marcadas con signos de interrogación y el encabezamiento de «Clientes misteriosos» que Paula había escrito fueron suficientes para que se formulara algunas preguntas.


Se arrepintió de no haberle preguntado a Esteban qué había estado haciendo exactamente Paula durante aquellos años. Se había temido que la respuesta hubiera caído en la categoría de «más de lo mismo», de una princesa mimada que usaba a la gente, y había querido pensar mejor de ella. Pero ahora que había pasado algo de tiempo con ella, no podía imaginarse que siguiera yendo de fiesta en fiesta y de crisis en crisis. De hecho, casi podía decir que Paula era una persona madura.


Sonrió al recordar el calor y la excitación de la noche anterior. Sí. Casi madura.


Entonces, ¿qué estaba haciendo que tuviera que ver con clientes misteriosos y con las cantidades de dinero que había anotado? 


Evidentemente, lo mejor era preguntárselo, pero tendría que hacerlo de manera que no empezara con «estaba leyendo algunos papeles que no debería haber leído...» Pero como no se le ocurría nada, supuso que improvisaría algo cuando estuviera más cerca de ella... un lugar en el que realmente le estaba gustando estar.


Agarró la comida que había dejado en la cocina y se dirigió a las dunas que llevaban al lago. Al llegar a la última duna vio a Paula cerca del agua, donde la arena era algo más dura. Tenía el cabello mojado y peinado hacia atrás, como si hubiera estado nadando, y llevaba un biquini rojo lo suficientemente provocativo como para enardecerlo.


Se rió al darse cuenta de que la toalla sobre la que estaba echada la había visto por última vez en su armario aquella misma mañana. Esa mujer tenía un don para apropiarse de todo lo que la rodeaba.


Mientras se acercaba, ella lo vio. Se hizo una visera con la mano para protegerse los ojos del sol y, al comprobar que era él, agarró rápidamente una tela y se la ató a la cintura. 


Pedro la vio incorporarse y colocarse la prenda para que le tapara las cicatrices que los dos sabían que había tenido durante años. Ella puso la mano derecha sobre la vieja herida y lo saludó con la izquierda.


Pedro se le encogió el corazón al ver aquel gesto de vulnerabilidad. Ella siempre se había esforzado por parecer impermeable ante las opiniones de los demás. Y él siempre se había sentido un poco triste al ver que ella tenía que ser tan perfecta.


—Hola —le dijo ella cuando Pedro se acercó—. Estás demasiado vestido para venir a la playa, ¿no?


Pedro le tendió la bolsa del almuerzo.


—Estoy en el descanso de la comida. Te vi salir de la biblioteca y supuse que estarías aquí, así que he traído algo de comer.


Paula dio unas palmaditas a la toalla, junto a ella.


—Siéntate.


Mientras sacaba un recipiente con ensalada de pasta y otro con macedonia, Pedro pensaba en la mejor manera de preguntarle en qué estaba metida. Paula agarró la ensalada de pasta.


—¡Carbohidratos! ¡Maravillosos carbohidratos! —exclamó Paula. Tomó el tenedor de plástico que él le ofrecía y lo hundió en la pasta—. No hay nada mejor que los carbohidratos para el estrés —dijo con la boca llena.


—¿Estás estresada? —preguntó Pedro. Ella asintió con la cabeza.


—Al máximo.


Pedro aprovechó la oportunidad que le acababa de dar para abordar el tema.


—¿Qué te ocurre?


Ella dudó antes de hablar.


—Creía que no estaba preparada para hablar de esto, pero supongo que lo estoy. Lo que ocurrio anoche me asustó, Pedro.


—¿Lo único que te preocupa es lo que ocurrio anoche? ¿No hay nada más?


Ella volvió a cargar el tenedor y siguió hablando como si no lo hubiera oído.


—Nos hemos besado dos veces en tres años, y en las dos he terminado comportándome como una especie de... no sé... reina del porno. Debes de tener alguna de estas dos opiniones de mí: que soy fácil o que estoy loca.


Pedro no tenía una respuesta clara para eso, pero sabía que no tenía nada que ver con reinas del porno.


—No reacciono así con todos los hombres, ¿sabes? Sólo contigo, y no sé por qué. Quiero decir, eres atractivo y todo eso, pero no puede decirse que hayamos sido los mejores amigos.


Pedro frunció el ceño.


—Yo siempre me he sentido muy amigable hacia ti —lo que era lo mismo que decir que la playa sobre la que estaban tenía sólo dos granos de arena.


Ella se encogió de hombros y tomó algo más de pasta.


—¿Crees que podrías compartir eso conmigo? —preguntó Pedro, señalando la ensalada de pasta.


—Claro —respondió ella, poniendo el recipiente entre los dos—. No estoy segura de cuánto tiempo más voy a estar en la ciudad. Podrían ser sólo unos pocos días si las cosas se solucionan pero, en cualquier caso... me gustaría quedarme en tu casa.


—Sí, me gustaría —contestó él. También le agradaba la posibilidad de saber lo que estaba pasando con Paula, una tarea que le resultaría más fácil si estaban bajo el mismo techo—. Quédate el tiempo que necesites.


—Gracias —contestó sonriendo.


—¿Y qué cosas tienen que solucionarse?


—Asuntos de trabajo.


—Así que tienes otro trabajo aparte de secuestrar doncellas y cocineros...


—Claro que sí. Ser la oveja negra de los Chaves no se paga muy bien. Después de trabajar como agentes inmobiliarios para terceros, una amiga y yo conseguimos nuestras propias licencias y nos establecimos por nuestra cuenta hace un par de años —dijo Paula—. Tenemos una pequeña agencia en la zona de Miami, especializada en propiedades de lujo.


—Eso te pega, princesa.


Paula sonrió.


—Es cierto. Me ha llevado algún tiempo encontrar mi lugar, pero ahí estoy.


—Cuéntame más sobre lo que haces.


Paula cambió ligeramente de postura, teniendo cuidado de mantener tapada la cicatriz.


—Es aburrido, a menos que seas otro agente inmobiliario.


—No puede ser peor que algunas cosas que he estudiado en la Facultad de Derecho.


—Me gustaría dejar mi vida de Florida en Florida.


—No estás casada ni nada por el estilo, ¿no?


Ella puso los ojos en blanco.


—Me considero afortunada si tengo una cita cada tres meses.


Aunque le pareció egoísta a Pedro le gustó cómo sonó aquello. Pero no sintió la misma emoción al darse cuenta de que podía aplicarse las mismas estadísticas.


—¿No podríamos tornarnos estos días de otra forma? ¿Con pocas preguntas y algo de diversión? —preguntó ella.


Aquélla era una evasión masculina, una que él había usado en varias ocasiones. Nunca se habría imaginado que estaría al otro lado, y no le gustaba demasiado.


—Claro —dijo, igual que le habían dicho antes a él algunas mujeres, aunque fuera mentira.


Porque sabía que Paula merecía algo más que sólo sexo, pero si era lo que ella quería, se lo daría. Tampoco podía decirse que él fuera a sufrir en el proceso...


Paula lo miró directamente a los ojos.


—Me parece evidente que vamos a terminar lo que empezamos anoche, así que vamos a dejar algunas cosas claras, ahora que aún podemos pensar con claridad. No estoy tomando la píldora, así que vas a tener que usar protección. 
De todas formas, lo habría esperado de ti. Y también espero que me digas que no tienes ningún problema de salud... ya sabes lo que quiero decir.


Pedro asintió con la cabeza.


—Sí a todo lo que has dicho.


Ella se relajó un poco.


—Lo mismo digo.


Pedro le tomó la mano y se la llevó a la boca para darle un ligera beso.


—Ahora que hemos dejado eso claro, tengo que decirte que esta noche tengo clase en East Lansing. Me iré a las tres y probablemente no regresaré hasta medianoche. Así que, a menos que quieras... —señaló la toalla sobre la que estaban sentados.


Paula se rió.


—Vamos a ver... podría hacer el amor con un agente de policía a pleno día en la playa con un montón de gente alrededor o podría terminar de comer carbohidratos y esperar a estar en una cama de verdad contigo —se inclinó hacia delante y lo besó en los labios—. Odio decirte que ganan los carbohidratos y la cama. ¿Crees que podrás esperar?


Podría, pero iba a ser una verdadera tortura... Pedro le echó una mirada a su reloj y se levantó.


—Mi descanso para comer se ha terminado. Te dejo con tus carbohidratos. Y no te metas en problemas, ¿de acuerdo?


—Mis días de chica mala ya se han terminado —contestó con sinceridad.


Por su propio bien, al igual que por el de Paula, Pedro esperaba que fuera verdad.




viernes, 29 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 15




Ya había amanecido y Pedro se había marchado cuando finalmente Paula abandonó todo intento de dormir. La noche anterior, después de haberse puesto la camiseta del departamento de policía y de haberse acostado en el sofá, había oído a Pedro en la ducha y después otra vez en su estudio.


Paula se levantó, se duchó y se puso ropa limpia, pero aun así se sentía entumecida, como si no hubiera dormido absolutamente nada. 


Estaba tensa.


Se dirigió a la cocina, donde encontró una nota de Pedro junto a una llave. Paula leyó su caligrafia angular:



¿Podrías regar las plantas de Alejandra? Aquí está la llave lo que, con vistas a la ley, posiblemente quieras usar esta vez.



Miró la nota y se dio cuenta de que no hacía ninguna referencia a la noche anterior. No era que hubiera esperado una carta de amor, pero ya que le había escrito algo, podía haberlo mencionado.


Paula dobló la nota en dos y la tiró a la basura. 


Después se guardó en el bolsillo la llave, que usaría después. Después de haber hecho buen uso del PDA de Roxana.


Estaba hambrienta, así que sacó algunas fresas de la nevera, las lavó y se las comió con gusto, dejando sólo los tallos verdes. Después fue al estudio de Pedro por un poco de papel y recogió su maletín. Tras pensárselo un instante, también agarró una toalla y su nueva ropa de playa. Si iba a ir a regar las plantas de Alejandra, tal vez pudiera también acercarse al lago Michigan.


Después de una rápida parada en la cafetería Village Grounds, llegó a la pequeña biblioteca. 


Al llegar vio un coche patrulla en el aparcamiento, junto al edificio de la escuela que había al lado, donde un grupo de niños jugaba al baloncesto. Pedro estaba en el borde del campo, bromeando con algunos jugadores.


Paula supo el momento exacto en el que él la vio. Su corazón empezó a latir rápidamente, pero consiguió aparcar su coche y entrar en el edificio.


Una vez dentro se presentó a la bibliotecaria y le ofreció su carné de conducir en lugar del carné de biblioteca. La sala de ordenadores estaba vacía, y Paula se sintió agradecida por ello. 


Entró en la página de Chaves-Pierce y sacó el PDA de Roxana de uno de los bolsillos del maletín.


Segundos después estaba metida de lleno en el correo de su compañera. Comenzó con los mensajes antiguos que Roxana no se había molestado en borrar del servidor. Al principio nada le pareció inusual, y empezó a preguntarse si todos los nervios y las sospechas serían infundados. Tal vez Roxana estuviera realmente de vacaciones...


Entonces leyó un correo que la sorprendió. El mensaje era sencillo, y se refería a una fecha límite. Pero estaba casi segura de que nunca habían hecho negocios con el cliente que se mencionaba. Chaves-Pierce era una empresa pequeña y elegante. Una firma que se especializaba en escondites tropicales que costaban millones de dólares no hacía negocios de gran volumen, y Paula reconocía la mayoría de los nombres de sus clientes.


Sacó el cuaderno que se había llevado de casa de Pedro y empezó a hacer una lista de nombres, fechas y cantidades. Había otros siete mensajes que se referían a tratos y clientes que ella no recordaba. Era posible que se olvidara de uno o dos, pero no de ocho. Pero lo que realmente le puso la piel de gallina fue un mensaje que confirmaba una «cita para entregar los documentos del préstamo», fijada el día anterior a la visita que habían hecho a Casa Pura Vida.


Paula no sólo no reconoció el nombre del remitente, sino que además Roxana y ella nunca tocaban los documentos de préstamos hipotecarios.


Aquello fue suficiente para convencer a Paula de que Roxana había implicado el negocio en el lío en el que estuviera metida. Paula apartó las notas que había tomado, se frotó el cuello para aliviar la tensión y volvió a concentrarse en la pantalla del ordenador. Tenía que volver a comprobar esos clientes misteriosos antes de pasarle sus nombres al detective privado.


Tampoco quería comenzar rumores pidiéndole a Susana que buscara a los clientes misteriosos. 


Paula sabía que las antenas de la oficina estarían funcionando a tope, ya que las dos propietarias nunca habían estado fuera a la vez. 


Así que sólo le quedaba una fuente de información: el ordenador.


Un año atrás Paula había mantenido una reunión con Roxana y el diseñador de software que habían contratado para que pusiera toda la información de la contabilidad de la empresa en una base de datos y así pudieran acceder a ella sus contables. Ya que todo aquello aburría a Paula mortalmente, sólo había prestado atención a una palabra de cada diez. Y ahora se recriminaba por ello.


El tiempo pasó y Paula siguió buscando. Justo cuando llegaba a los informes mensuales que buscaba, todas las madres de Sandy Bend parecieron ponerse de acuerdo en librarse un rato de sus hijos, porque de repente tropecientos mil niños entraron en la sala y se apiñaron en torno a los ordenadores.


Algunos se quedaron detrás de ella, enviándole ondas cerebrales para que se marchara. Paula salió de la página web, recogió su maletín y se fue. Necesitaba tiempo para asimilar lo que estaba ocurriendo, tiempo para combatir el estrés que amenazaba con atenazarle los nervios. Y tenía el lugar exacto para ello.


Quince minutos después estaba en la que había sido su casa durante la infancia, y tuvo que admitir que usar una llave para entrar era mucho más fácil que dejarse los codos y las rodillas en el intento, trepando a un árbol y arrastrándose por el tejado. Cerró la puerta principal y dejó el maletín y la ropa de playa en una mesita del salón.


Cuando hubo terminado de regar las plantas, se puso el bañador. Antes de irse, sacó del maletín la lista de los nombres que había elaborado, pensando en echarle otro vistazo. Sin embargo, antes incluso de haber empezado, un álbum de fotos de boda que había en una estantería le llamó la atención.


Bodas...


Sentía malas vibraciones siempre que aparecía el tema de las bodas, pero tomó el álbum y se sentó en el sofá. Pasó rápidamente las imágenes de Esteban y Alejandra en la playa, y después ojeó con más detenimiento las fotos de la celebración de la boda.


Paula había accedido a ser una de las damas de honor, a pesar de que con su horrible comportamiento durante todo el verano había hecho lo posible por arruinar el romance de Alejandra y Esteban. Lo que, por otra parte, había provocado que Pedro tuviera aquellas palabras con ella, que habían desembocado en un tórrido interludio.


El hecho de que Pedro estuviera involucrado en ello la humillaba aún más. Parecía que desde que él había estado en la escena del accidente de coche que le había destrozado la cadera y la pierna a Paula cuando tenía dieciséis años, también hubiera presenciado todos los malos acontecimientos de su vida.


La tarde del ensayo de la boda Paula había tenido intención de conducir desde su casa de Chicago a Sandy Bend, pero el pánico se había apoderado de ella. No podía enfrentarse a Pedro... no podía enfrentarse a Sandy Bend.


Había terminado en un bar de Rush Street, tomando cualquier mezcla de fruta y alcohol que le parecía interesante. Ya fuera por el alcohol o el azúcar, los detalles se volvieron borrosos. 


Hasta la pelea. Ya que no tenía ninguna escapatoria y que no parecía haber nadie interesado en rescatarla, Paula había usado lo único que tenía a mano, arrojando vasos al suelo y gritando a pleno pulmón, pidiendo ayuda.


¿Quién habría dicho que el dueño del bar se iba a tomar tan en serio los desperfectos, que ascenderían a unos doce dólares?


Paula había terminado en la cárcel. Cuando por fin se le permitió llamar a su padre y salir bajo fianza, era demasiado tarde para asistir a la boda de Alejandra y Esteban. Evidentemente, las consecuencias habían sido tremendas.


Semanas más tarde, su padre le había ofrecido una esperanza de redención familiar. Paula sentaría la cabeza con un hombre maduro, alguien que tuviera una buena influencia sobre ella y la ayudara a estabilizarse. El hombre que su padre proponía era Wiilson Evers, su mano derecha en el imperio Whitman.


Paula aceptó porque, durante años, había intentado complacer a su padre, en parte porque así seguía consiguiendo dinero pero, sobre todo, porque ansiaba contar con su aprobación.


Wilson era un hombre brillante y tenía un agudo sentido del humor, pero era veinte años mayor que Paula. Se había divorciado algunos años atrás, no tenía hijos y no salía con mujeres a menos que lo obligaran las circunstancias sociales. Posiblemente era la única persona que Paula consideraba que, personalmente, estaba más perdida que ella.


Habían pasado algo de tiempo juntos, evitando cualquier cosa más íntima que un sencillo beso en los labios, y habían fijado la fecha de la boda. 


Entre las fiestas que le daban sus amigos, las pruebas del vestido y las sesiones de belleza, se las había arreglado para distraerse del hecho de que se iba a casar con un hombre al que respetaba pero al que nunca podría amar.


Sin embargo, Wilson la había rescatado. Ella estaba en la iglesia, preparada para la ceremonia, cuando él le había pedido que hablaran un minuto a solas. La había llevado junto a una ventana que daba a uno de los patios del complejo, le había levantado la barbilla y había sacudido la cabeza.


—¿Cuándo dormiste por última vez? —le había preguntado.


—No estoy segura —había estado soñando muchísimo. La mayoría de los sueños habían sido explícitamente sexuales y en todos había aparecido Pedro.


—Puedes irte, ya lo sabes.


El pánico, o tal vez la emoción, se había apoderado de ella. Negó con la cabeza vehementemente.


—No podría. Nunca.


—Puedes, y probablemente deberías hacerlo. No voy a ser un marido en toda regla, ya lo sabes. Si te vas, mi reputación sobrevivirá. Pero la tuya, querida... —chasqueó la lengua y la besó en la mejilla.


Lo que los demás pudieran pensar de repente le pareció secundario. Por primera vez en meses Paula se sintió libre, y era una sensación vertiginosa y embriagadora.


—Esto es una locura. Todo el mundo ha venido a la boda. ¿Cómo puedo hacerlo?


—Dando primero un paso, y luego otro.


Ella había asentido con la cabeza.


—Un paso y después otro.


Y así lo había hecho.


Había escrito cartas a casi todos los miembros de su familia, disculpándose por su comportamiento lamentable a lo largo de los años. Algunos le habían contestado, otros no. Y todo lo que ella podía hacer era demostrar que podía arreglárselas sola, que no era una mantenida. Y la persona a quien más tenía que demostrárselo era ella misma.


Paula cerró el álbum de fotos de boda de Alejandra y Esteban y lo volvió a dejar donde lo había encontrado. Atravesó las cristaleras del salón y salió al porche. Si un baño en las frías aguas del lago Michigan no le hacía olvidar el pasado, nada lo haría.