jueves, 21 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 13




—¡Oh, qué pena! Se han roto, lo siento —dijo Lisa recogiendo las gafas de Paula—. ¿Tienes unas de repuesto?


—Sí, pero en casa. Lo siento, he estropeado la partida —dijo Paula con voz temblorosa, completamente avergonzada.


—No digas tonterías; además, ya se nos ha acabado el tiempo —comentó Pedro al tiempo que le ponía un brazo por la cintura y, con ternura, le quitaba la raqueta de la mano—. Venga, vamos a comer algo, me muero de hambre.


—¡Eh, espera! —gritó Paula—. Hay cristales por todas partes.


En la pista de tenis, por su culpa.


—Yo los recogeré —dijo Richard.


Paula le oyó pedir un cepillo a alguien y luego añadió:
—Pillad una mesa, Pedro, enseguida voy.


Pedro, creo que debería ir a casa. Yo…


—Sí, ya lo sé, no ves nada sin las gafas, pero no te preocupes, encanto, estás conmigo. Además, ya hemos pasado por esto antes, ¿no es verdad?


En un rincón de la terraza donde servían el almuerzo, le pareció que había menos gente o, al menos, que la gente que había era más silenciosa.


—Siéntate aquí, Paula. Es un buffet, así que yo te traeré la comida —Pedro vaciló—. Hay mucho para elegir, ¿qué te apetece?


—La tortilla española es deliciosa —interpuso Lisa.


—Sí, me apetece —respondió Paula rápidamente.


Le apetecía cualquier cosa, no conseguía sobreponerse a la vergüenza que había pasado. 


Se sentía una inútil allí sentada, sin siquiera poderse servir la comida.


—Gracias —le dijo a Pedro cuando éste le puso el plato delante.


—Espera, te voy a quitar la mitad de la tortilla… y, a cambio, te daré un trozo de mi crepé de marisco. Toma —dijo Pedro mientras acababa de arreglar los platos—. Come, compañera. A propósito, no me habías dicho que eras una experta jugando al tenis, Paula. Creo que te voy a hacer mi compañera oficial.


—No, la mía —dijo Lisa—. Oye, Paula, el mes que viene hay un campeonato femenino. ¿Querrías ser mi compañera en los partidos de dobles?


—¿Y estropearlo todo como he hecho hoy?


—No digas tonterías, eso ha sido un accidente, una de esas cosas que sólo ocurren una vez en la vida.


Se estaban esforzando por hacerla sentirse cómoda, ignorando el hecho de que había roto sus gafas y…


—¿Miopía, Paula? —preguntó Richard sorprendiéndola.


—Sí. No veo nada sin gafas.


—Podías deshacerte de ellas, ¿sabes?


—No. no. Soy alérgica a las lentillas.


—Sí, lo suponía. Además, en los casos de miopía tan severa como la tuya, son difíciles de acoplar.


—Ah.


¿Y qué sabía Richard al respecto?


—Hay otra alternativa. ¿Has pensado en una queratotomía?


—¿Qué?


—La operación que corrige la miopía. Me sorprende lo poco conocida que es esa operación.


Como primera reacción, los ojos de Paula mostraron su asombro. ¡No tener que llevar nunca más esas pesadas gafas ni volver a sentirse ciega sin ellas! No ser diferente. Su segunda reacción fue incredulidad. ¿Sabía Richard lo que estaba diciendo? Y si así era, ¿por qué ella nunca había oído hablar de esa operación?


—El doctor Smith, mi oftalmólogo, jamás lo ha mencionado.


Richard sonrió.


—No todos los oftalmólogos utilizan esa técnica.


—¿Por qué?


—Para empezar, porque es muy nueva y se requiere una preparación especial. Por otra parte, aún no sabemos si pueden presentarse efectos secundarios a largo plazo. Además, como con cualquier otro tipo de operación, siempre hay riesgos.


—¿Qué riesgos? —preguntó Paula.


Richard le dio una explicación del proceso, con sus riesgos y sus ventajas; después, añadió que el éxito de la operación dependía del problema de visión de cada paciente en concreto.


—En la mayoría de los casos, los resultados han sido buenos. Si quieres, podemos hacer una cita para que vengas a mi consulta para examinarte y ver si a ti se te puede hacer la operación.


—Escucha a mi esposo, Paula —interpuso Lisa—. Es cirujano de la vista, y muy bueno. Y ésta operación es su especialidad.


—Oh. No lo sabía —Paula fijó los ojos en Pedro y captó una cabeza borrosa asintiendo.


—Sí —dijo Pedro—, Richard sabe lo que está diciendo.


Un cirujano. Y Pedro lo sabía y no le había dicho nada. Paula no sabía por qué eso la irritó. ¿Por qué debería habérselo dicho? ¿Y por qué se sentía como un conejillo de indias? Se sentía desnuda, expuesta y más consciente que nunca de que era diferente. Sin embargo, no pudo evitar prestar atención a lo que Richard estaba diciendo.


—Esta operación… debe costar mucho, ¿no? —preguntó ella.


—Sólo mil quinientos dólares, y hay muchos seguros médicos que la cubren.


Pero no el suyo, que ni siquiera le cubría las gafas. Era como si de repente le hubieran abierto una puerta con una maravillosa vista para volvérsela a cerrar bruscamente. La frustración se tornó en ira que dirigió contra Pedro. Una ira que disimuló durante el resto de la comida, que acabó con sonrisas y despedidas. La ira se manifestó en un obstinado silencio mientras Pedro la llevaba a su casa.


—Estás muy callada, Paula.


—Sí.


—¿Estás enfadada por algo?


—No.


—Siento lo de tus gafas. ¿Tienes unas de repuesto en casa?


—Sí.


—Estupendo. Necesitarás que te pongan unos cristales nuevos… aunque la montura ha quedado un poco torcida por el golpe.


—Sí.


—Deja que te las lleve yo a arreglar. ¿Cómo has dicho que se llama tu oftalmólogo?


—¡Deja de dar rodeos! Di lo que quieras decir.


—¿Y qué es lo que quiero decir?


—¡Tú sabías lo de la operación! —exclamó ella en tono acusatorio.


—Sí, lo sabía.


—Y querías que tu cuñado me hablara de ello. ¡Por eso has arreglado lo de la partida de tenis!


—Desde luego, no he arreglado que se te rompieran las gafas.


—¡No me extrañaría que lo hubieras hecho! —Paula guardó silencio unos momentos al darse cuenta de que había dicho una tontería; pero después, sintió completa seguridad de que Pedro estaba sonriendo triunfalmente—. Te crees muy listo. Y la jugada te ha salido perfecta, una oportunidad excelente para que Richard me dijera cómo deshacerme de las gafas.


—¡Y tú estás dispuesta a pelearte con cualquiera que te sugiera que te deshagas de tu escudo! —gritó Pedro mientras adelantaba a un camión.


—¿Qué quieres decir con eso?


—Quiero decir que te escondes detrás de esas gafas, Paula, porque crees que jamás podrás ser tan hermosa como tu madre y, por eso, te niegas a competir.


—¿Y por qué iba yo a querer competir con mi madre? —preguntó ella realmente sorprendida—. Yo… adoro a mi madre.


—¿Que la adoras? La idolatras. No te falta más que besar el suelo por donde pisa, denigrándote a ti misma. ¡Te asusta la vida!


—¡Eso no es verdad! —¿sus gafas un escudo?—. Necesito las gafas para…


—Deja ya las malditas gafas, sólo son parte de la fachada, una excusa para no parecer atractiva y una excusa para que no te traten como a una persona adulta… como a una mujer. Piénsalo, Paula. Diseñas ropa preciosa, de un gusto exquisito y, sin embargo, las veces que te he visto en público, excepto la primera vez, te vistes como una trapera para asegurarte de que no le pareces bonita a nadie.


—¡Por supuesto, tú sabes perfectamente lo que yo siento!


—Es muy posible. Dime, cuando eras pequeñas, ¿jugabas a vestirte de mayor con la ropa de tu madre?


—¿Por qué? ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?


—¿Lo hacías?


—No, pero…


—¡Exacto! Eso explica mucho, Paula, tanto si lo sabes como si no. La mayoría de las niñas…


—Yo no soy la mayoría de las niñas. ¡Soy yo! Además, no sé por qué estamos hablando de mi infancia.


—Perdona, tienes razón —habían tomado ya una autovía y Pedro se paró delante de un semáforo—. De acuerdo, hablemos de la operación.


—No hay nada que hablar de la operación, ésa no es la cuestión. En primer lugar, no tengo mil quinientos dólares y, si los tuviera, no me los gastaría en una estúpida operación estética.


—¿Una operación estética? Ya, así es como tú lo ves —el semáforo se puso en verde y Pedro continuó conduciendo.


—¿Y cómo lo ves tú?


—En mi opinión, esa operación es para corregir un problema. Se te olvida que estás prácticamente ciega,Paula.


¡Ciega! ¡Jamás le habían dicho algo tan cruel!


—¡No estoy ciega! Con las gafas veo perfectamente.


—Pero no ves nada sin ellas. Cuando se te rompieron en la pista de tenis, te quedaste sin saber adónde ir. Y la noche que nos conocimos en el restaurante, te sentaste a mi mesa y no podías verme. No tenías ni idea de quién era yo. Podría haber sido cualquiera y te podría haber llevado a cualquier sitio.


—Eso es una ridiculez. Habría gritado y habría pedido…


—No, te da demasiada vergüenza admitir que necesitas ayuda, no quieres depender de nadie. ¡Eres una mujer insegura que tiene miedo a dar… y a recibir!


—¡Y tú eres un sabelotodo que hablas como un psiquiatra! —gritó Paula al tiempo que salía del coche.


Subió corriendo las escaleras del porche. Por suerte, la puerta de la casa no estaba cerrada con llave.


—¡Paula, espera! —Paula le oyó correr detrás de ella y luego los golpes en la puerta, después de que ella la cerrara.


Se apoyó en la puerta respirando costosamente. 


Pedro le había dicho… No, no quería recordar sus palabras.


Esperó. Por fin, le oyó bajar las escaleras, meterse en el coche y marcharse. Fue entonces cuando se adentró en la casa.


—Paula, querida, ¿ya has vuelto? Estupendo —gritó Alicia desde la cocina—. Jorge está al teléfono, quiere hablar contigo.


¿Jorge? ¿Qué quería Jorge? Despacio, se acercó a la cocina. Hola.


—Hola, Pau. Joanne me ha dicho que has llamado.


—Ah, sí. Bueno, no era nada importante.


—¿Que no era importante? Joanne me ha dicho que, al parecer, querías enseñarle tus diseños a Spencer y algo sobre una línea de vestidos.


—Bueno… creo que es una idea disparatada, Jorge. No te preocupes, déjalo.


—¿Disparatada? A mí me parece una idea excelente, la clase de idea que le gustará a Spencer. Escucha, mamá me ha dicho que tienes un montón de dibujos de diseños, ¿por qué no me los envías?


—Tengo un portafolios.


—Estupendo, mándamelo cuanto antes. Spencer volverá mañana por la mañana y quiero pillarlo entre un viaje y otro. Haz lo posible para que el portafolios llegue antes de la semana que viene.


Paula le aseguró que así lo haría, pero ya no le parecía importante. Había perdido el entusiasmo.

miércoles, 20 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 12




Pedro, sonriendo y saludando a unos y a otros, condujo a Paula hasta una mesa con vistas a los campos de tenis; casi al llegar a la mesa, un hombre alto de cabello oscuro y una mujer rubia con hoyuelos en las mejillas se pusieron en pie.


—Mi hermana, Lisa, y su esposo, Richard Hartfield. Esta es Paula Chaves —dijo Pedro ofreciéndole una silla.


—Hola, Paula —dijo Richard—. Me alegro de que hayas venido.


—Y yo espero que no seas una de esas expertas jugadoras —añadió Lisa con una sonrisa que le acentuó los hoyuelos—. Aunque sólo sea por una vez, a Richard y a mí nos encantaría ganar a mi hermano.


—En ese caso, no desaprovechéis la oportunidad, porque hace mucho que no juego —contestó Paula devolviéndole a Lisa la sonrisa.


Lisa, al contrario que Pedro, era baja y su cabello aún más rubio que el de su hermano, pero los ojos avellana… eran los mismos.


—Lo importante no es ganar, sino jugar —dijo Pedro.


—Claro, para ti no es importante ganar porque siempre ganas, sinvergüenza—dijo Richard—. Pero en el campeonato de la semana pasada estuve a punto de ganarte. Si no llega a ser por el último set… estaba agotado. Sin embargo, tú, que te pasaste toda la semana tumbado haciendo como si escribieses…


—¡Por favor, calla ya! —exclamó Lisa mirando a su esposo—. Se está ganando a pulso la comida y la habitación. Incluso llevó a Damian al dentista la semana pasada.


Pedro hizo una mueca de disgusto.


—Y os aseguro que no fue nada agradable; así que, cuidado con lo que dices, Richard —Pedro notó que el camarero se les había acercado y estaba esperando, y se volvió a Paula—. ¿Te apetece una mimosa, encanto?


—No, gracias. Un zumo de naranja —pero no mezclado con champán.


Se les unieron otras personas a la mesa y la timidez natural de Paula salió a la superficie. Se sintió incapaz de murmurar más que un «hola, qué tal». Lisa se mostró muy amable, cada comentario que hacía, miraba a Paula, sólo consiguiendo con ello ponerla más nerviosa. 


Pedro también trató de que Paula participase en la conversación y, de vez en cuando, le tocó la mano.


Paula deseó poder mostrarse más relajada en público, decir algo gracioso, pero no lo consiguió.


—Muy bien, nuestro campo ya está libre. Venga, Paula vamos a darles una lección —le dijo Pedro a Paula al tiempo que le agarraba la mano y la ayudaba a levantarse.


Paula lo siguió y, detrás, iban Pedro y Richard. Intentó recordar todo lo que su padre le había enseñado. Años atrás, solía jugar bien y esperaba que no se le hubiera olvidado.


Pronto, Paula se dio cuenta de que, por lo menos, jugaba tan bien como sus contrarios, pero ninguno se comparaba a Pedro, que parecía un profesional. Perdieron el primer set y Lisa gritó de alegría.


—Quien ríe el último ríe mejor —declaró Pedro sonriendo maliciosamente—. Os hemos dejado ganar el primero, pero eso va a ser todo. Y Paula y Pedro ganaron los dos sets siguientes. A Paula le pareció que estaba jugando bien y la confianza en sí misma aumentó, en parte debido a los ánimos que Pedro le daba.


Se sintió excitada y llena de vitalidad y energía. 


Era estupendo volver a jugar al tenis con una experiencia que creía habría perdido. Sólo un punto más y el cuarto set era suyo.


Lisa lanzó una pelota por encima de la red, que Pedro devolvió con un golpe excelente. Sin embargo, Richard consiguió responder y Paula se lanzó a devolverle a su vez la pelota, pero se le cayeron las gafas al hacerlo. Las oyó romperse cuando su pie derecho fue a parar encima de ellas.


La angustia que sintió casi le dolió físicamente. 


Se quedó inmóvil, desolada y sin saber qué hacer. No podía ver nada.




AT FIRST SIGHT: CAPITULO 11




A Paula le resultó difícil ponerse en marcha a la mañana siguiente, le costó enfrentarse a la realidad cuando su mente vagaba por las alturas.


«Tienes un talento excepcional», recordó a Pedro decirle.


Recogió los platos de la cena de Alicia y los metió en el lavavajillas. Tomó un pomelo, lo partió por la mitad y, después, se detuvo a admirar el pequeño cisne de madera que estaba en el dintel de la ventana y que su padre tallara. 


«Crear es vivir».


Era sábado. Tenía que darse prisa y comenzó a cortar el pomelo. Le había prometido a Laura que llegaría a la tienda temprano. El traje deportivo ya estaba acabado, así que podría llevar…


«Uno no lleva un vestido así a un sitio que se llama La Boutique».


Lanzar su propia línea de diseño… ¿y por qué no? Podía mandar su portafolios. No, hablaría con el señor Spencer primero. No, llamaría a Jorge primero.


Comenzó a preparar el bacón y los huevos sin saber si llamar a Alicia para que bajase o subirle el desayuno en una bandeja.


No podía volver a hablar con ese hombre después de desdeñar de esa forma su idea de una tienda de modas. Sin embargo, Pedro le había dicho que se había presentado a un hombre que pensaba a lo grande con una idea muy pequeña.


Mientras el bacón se freía, cerró los ojos e imaginó ropas con la etiqueta Paula en todas las tiendas del mundo. Un verdadero sueño.


Abrió los ojos a tiempo de rescatar el bacón y lo colocó en una bandeja.


—Me encanta el olor a café y a bacón por las mañanas —Alicia entró en la cocina, se sirvió una taza de café y, con cuidado, se subió las mangas de la preciosa bata—. Paula, qué bien que ya tienes el desayuno preparado. Estupendo.


—Sí —Paula besó a su madre en la mejilla —. Siéntate y tómate tu pomelo mientras frío los huevos. ¿Has dormido bien?


—Ya sabes lo que me pasa cuando estoy sola en casa por las noches; sin embargo, esta noche debí quedarme dormida porque no te oí llegar. Viniste muy tarde, Paula.


—Yo… sí. Bueno, te llamé por teléfono para decírtelo. El señor Alfonso me llevó a cenar.


—¿Es ese hombre tan agradable que está jugando en lugar de Leonard? —Alicia se quedó con la cuchara suspendida en el aire—. ¿Estaba en Sacramento? Qué raro, creo que vive… Bueno, debió ir allí por algo relativo a su trabajo.


—Sí, supongo que sí. Me estaba esperando en las escaleras automáticas y dijo…


—De todos modos, ¿de qué negocio se trataría? No parece hacer nada.


—¿No? —Paula puso los huevos en dos platos y se sentó a la mesa para desayunar con su madre.


—La primera tarde que vino, creí que era el jefe de Jorge. Bueno, en realidad, primero creí que era el señor Simmons y… Paula, estos huevos están deliciosos. Siempre los haces justo como a mí me gustan.


—Ya —dijo Paula casi para sí misma mientras comenzaba a desayunar apresuradamente.


Su madre le había dicho que el jefe de Jorge había llamado y ella había llamado a Jorge y descubrió que él y Spencer estaban en Japón.


—¿Así que creías que era el señor Spencer?


—No, el señor Simmons. Y luego… —Alicia frunció el ceño—. Bueno, él dijo que no era el señor Simmons y yo supuse que era el jefe de Jorge. Pero da lo mismo, es encantador. ¿Adonde te ha llevado a cenar?


—Al hotel que está enfrente de Grove, al mismo restaurante al que Jorge me llevó para cenar con Spencer.


«Y donde lo conocí».


—Ha sido muy amable al invitarte. Paula, querida, ¿podrías pasar por la biblioteca antes de ir a La Boutique? No tengo nada para leer y la televisión me aburre.


—Claro. Tuve una charla muy interesante con él. Pedro… Bueno, Pedro opina que debería volver a hablar con el señor Spencer para proponerle lanzar una línea de moda.


—Qué bien. Y no te olvides de comprar mermelada de fresa, querida.


—Sí, lo haré. Le encantan mis diseños. Parece muy interesado en ellos.


—¡Es un hombre encantador! Le interesa todo y todo el mundo… incluso Ashley Trent —Alicia dejó de untarse mermelada en las tostadas como si se hubiera acordado de algo importante—. Tomates. Ash cultiva tomates y Pedro no dejó de hacerle preguntas al respecto. ¡Imagínate, interrumpir una partida de bridge para hablar de tomates!


—Oh —así que le interesaba todo y todo el mundo—. ¿Y a qué se dedica Pedro Alfonso?


—A nada, que yo sepa. Ya te he dicho que no parece estar haciendo nada. Es de Londres y ha venido a ver a su hermana; al parecer, está de vacaciones, aunque son unas vacaciones bastante largas. Ha dicho que estaba escribiendo… ¿o pintando? —Alicia frunció el ceño—. Bueno, da igual, dijo que era algo que llevaba queriendo hacer desde hacía mucho tiempo.


«Haz lo que te guste», le había dicho Pedro.


—La verdad es que creo que no tiene ninguna ocupación y sí mucho tiempo libre. Me llama a cualquier hora del día para hablar de la partida de bridge del periódico. Pero reconozco que juega muy bien y que es encantador. A todos les gusta. Y es muy inglés. Me encanta su acento y la forma como llama a todas las mujeres «encanto».


A todas las mujeres. A Paula se le hizo un nudo en el estómago y, de repente, se sintió deprimida.


—Incluso a Josie Starks, que es más seca que la paja. Pero cuando Pedro sonríe… Josie se derrite.


«No me cabe la menor duda», pensó Paula irritada al tiempo que se levantaba de la mesa para fregar los platos del desayuno.


—Por favor, Paula, no te olvides de pasarte por la biblioteca —le dijo Alicia cuando Paula se dispuso a salir.


—Está bien, pero iré en la hora del almuerzo, le he prometido a Laura que llegaría pronto.


Tal y como había dicho Alicia, Pedro Alfonso parecía tener mucho tiempo libre. Aquella semana, se presentó dos veces en los almacenes donde trabajaba Paula a la una de la tarde.


—Hola, Paula. ¿Vienes a almorzar conmigo?


—Me he traído un bocadillo y ya me lo he comido, aunque he salido para tomar un poco de aire.


—Estupendo. Daremos un paseo y tomaremos un batido.


En cierto modo, a pesar de la excitación que despertaba en ella, se sentía cómoda con él, tanto en un restaurante como ahí sentados en un banco en la calle.


Y sí era cierto que le interesaba todo el mundo, como la mujer que estaba sentada en el mismo banco con su hijo de unos diez años y con el que discutía sobre el color de los zapatos que él quería comprarse.


—¿No le parece que tengo razón? —le preguntó la mujer a Pedro.


Él no se limitó a sonreír como la mayoría de la gente habría hecho. Por el contrario, entró en una larga conversación con ella sobre la presión y la autoridad paterna. Y también era listo, pensó Paula por la forma como convenció a la mujer de que había ciertas cosas por las que no merecía la pena discutir.


Cuando Paula se marchó para volver al trabajo, Pedro se quedó hablando con un hombre que acababa de jubilarse y que se quejaba de que estaba muerto de aburrimiento.


—Vamos a ver, ¿qué le gusta hacer? ¿Con qué disfruta? —le oyó decir a Pedro mientras se alejaba.


Suponía que Pedro hacía precisamente eso, lo que le apetecía. Escribir, no pintar, era lo que le había respondido cuando ella le preguntó:
—Mi madre ha dicho que eres pintor. Creí que habías dicho que…


—Tu madre tiene una gran capacidad para mezclar las cosas, ¿no lo has notado? No, no soy pintor, estoy escribiendo. Al menos, lo intento.


—¿Así que eres escritor?


—La verdad es que no. Es algo que llevo queriendo hacer desde hace mucho, pero éste es mi primer proyecto.


—¿Qué es lo que escribes?


—Cosas sobre la vida, una especie de guía para ser feliz. Y tú, Paula, ¿eres feliz?


—¿Qué? Bueno… sí, claro.


La pregunta la sorprendió, nunca había pensado en eso.


—¿Has mandado tu portafolios? ¿Te has puesto en contacto en ese tipo al que le interesan sólo los grandes proyectos?


—No, todavía no —Paula frunció el ceño, avergonzada de decirle que no había encontrado el valor suficiente para hacerlo.


Aquella noche, Laura telefoneó para decirle que una mujer había comprado el vestido de encaje.


—Una rubia que nunca había venido a mi tienda. Se volvió loca con el vestido y no se ha quejado del precio.


¡Seiscientos dólares! Fue entonces cuando Paula llamó a Jorge. Joanne le dijo que no estaba en la ciudad, pero que le llamaría en cuanto volviera.


El domingo por la mañana llamó Pedro.


—Tengo que decirte una cosa —gritó Paula—. ¿Te acuerdas del vestido de encaje? ¡Lo he vendido por seiscientos dólares!


—¿De verdad? Y eso que lo tenías en un sitio que se llama La Boutique. ¡Imagínate por cuánto lo habrías vendido si hubiera estado en París!


—¡Eres imposible!


—¿Y qué haces para divertirte, Paula?


—¿Para divertirme? Pues no sé, leo libros.


—Eso está muy bien, pero necesitas hacer ejercicio, encanto.


—También hago ejercicio. La verdad es que ahora mismo me estaba preparando para cortar las malas hierbas del jardín y…


—No está mal, pero a mí se me ha ocurrido algo más estimulante. ¿Sabes jugar al tenis?


—Sí, solía hacerlo cuando… cuando mi padre vivía.


Cuando tenía tiempo libre y una persona con quien jugar.


—Muy bien, pasaré a recogerte dentro de media hora.


—No sé si puedo.


—No tengo tiempo para discutir ni para convencerte, Paula. Tenemos el campo de tenis reservado para las diez, una partida de dobles. Hasta ahora.


«Desde luego, no acepta un no por respuesta». 


Pero estaba entusiasmada mientras se ponía los pantalones cortos de tenis y buscaba la raqueta.


El club de campo Oaks era mayor y más selecto que el pequeño club de tenis al que Paula iba con su padre. Tenía un campo de golf, una piscina olímpica y doce campos de tenis. 


Aunque su camiseta y los pantalones cortos estaban limpios y blancos como la nieve, le dio complejo de inferioridad al ver a los socios del club con ropa deportiva de última moda y zapatillas de deportes de diseño. Era la única que llevaba una playera sencilla.