jueves, 21 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 13




—¡Oh, qué pena! Se han roto, lo siento —dijo Lisa recogiendo las gafas de Paula—. ¿Tienes unas de repuesto?


—Sí, pero en casa. Lo siento, he estropeado la partida —dijo Paula con voz temblorosa, completamente avergonzada.


—No digas tonterías; además, ya se nos ha acabado el tiempo —comentó Pedro al tiempo que le ponía un brazo por la cintura y, con ternura, le quitaba la raqueta de la mano—. Venga, vamos a comer algo, me muero de hambre.


—¡Eh, espera! —gritó Paula—. Hay cristales por todas partes.


En la pista de tenis, por su culpa.


—Yo los recogeré —dijo Richard.


Paula le oyó pedir un cepillo a alguien y luego añadió:
—Pillad una mesa, Pedro, enseguida voy.


Pedro, creo que debería ir a casa. Yo…


—Sí, ya lo sé, no ves nada sin las gafas, pero no te preocupes, encanto, estás conmigo. Además, ya hemos pasado por esto antes, ¿no es verdad?


En un rincón de la terraza donde servían el almuerzo, le pareció que había menos gente o, al menos, que la gente que había era más silenciosa.


—Siéntate aquí, Paula. Es un buffet, así que yo te traeré la comida —Pedro vaciló—. Hay mucho para elegir, ¿qué te apetece?


—La tortilla española es deliciosa —interpuso Lisa.


—Sí, me apetece —respondió Paula rápidamente.


Le apetecía cualquier cosa, no conseguía sobreponerse a la vergüenza que había pasado. 


Se sentía una inútil allí sentada, sin siquiera poderse servir la comida.


—Gracias —le dijo a Pedro cuando éste le puso el plato delante.


—Espera, te voy a quitar la mitad de la tortilla… y, a cambio, te daré un trozo de mi crepé de marisco. Toma —dijo Pedro mientras acababa de arreglar los platos—. Come, compañera. A propósito, no me habías dicho que eras una experta jugando al tenis, Paula. Creo que te voy a hacer mi compañera oficial.


—No, la mía —dijo Lisa—. Oye, Paula, el mes que viene hay un campeonato femenino. ¿Querrías ser mi compañera en los partidos de dobles?


—¿Y estropearlo todo como he hecho hoy?


—No digas tonterías, eso ha sido un accidente, una de esas cosas que sólo ocurren una vez en la vida.


Se estaban esforzando por hacerla sentirse cómoda, ignorando el hecho de que había roto sus gafas y…


—¿Miopía, Paula? —preguntó Richard sorprendiéndola.


—Sí. No veo nada sin gafas.


—Podías deshacerte de ellas, ¿sabes?


—No. no. Soy alérgica a las lentillas.


—Sí, lo suponía. Además, en los casos de miopía tan severa como la tuya, son difíciles de acoplar.


—Ah.


¿Y qué sabía Richard al respecto?


—Hay otra alternativa. ¿Has pensado en una queratotomía?


—¿Qué?


—La operación que corrige la miopía. Me sorprende lo poco conocida que es esa operación.


Como primera reacción, los ojos de Paula mostraron su asombro. ¡No tener que llevar nunca más esas pesadas gafas ni volver a sentirse ciega sin ellas! No ser diferente. Su segunda reacción fue incredulidad. ¿Sabía Richard lo que estaba diciendo? Y si así era, ¿por qué ella nunca había oído hablar de esa operación?


—El doctor Smith, mi oftalmólogo, jamás lo ha mencionado.


Richard sonrió.


—No todos los oftalmólogos utilizan esa técnica.


—¿Por qué?


—Para empezar, porque es muy nueva y se requiere una preparación especial. Por otra parte, aún no sabemos si pueden presentarse efectos secundarios a largo plazo. Además, como con cualquier otro tipo de operación, siempre hay riesgos.


—¿Qué riesgos? —preguntó Paula.


Richard le dio una explicación del proceso, con sus riesgos y sus ventajas; después, añadió que el éxito de la operación dependía del problema de visión de cada paciente en concreto.


—En la mayoría de los casos, los resultados han sido buenos. Si quieres, podemos hacer una cita para que vengas a mi consulta para examinarte y ver si a ti se te puede hacer la operación.


—Escucha a mi esposo, Paula —interpuso Lisa—. Es cirujano de la vista, y muy bueno. Y ésta operación es su especialidad.


—Oh. No lo sabía —Paula fijó los ojos en Pedro y captó una cabeza borrosa asintiendo.


—Sí —dijo Pedro—, Richard sabe lo que está diciendo.


Un cirujano. Y Pedro lo sabía y no le había dicho nada. Paula no sabía por qué eso la irritó. ¿Por qué debería habérselo dicho? ¿Y por qué se sentía como un conejillo de indias? Se sentía desnuda, expuesta y más consciente que nunca de que era diferente. Sin embargo, no pudo evitar prestar atención a lo que Richard estaba diciendo.


—Esta operación… debe costar mucho, ¿no? —preguntó ella.


—Sólo mil quinientos dólares, y hay muchos seguros médicos que la cubren.


Pero no el suyo, que ni siquiera le cubría las gafas. Era como si de repente le hubieran abierto una puerta con una maravillosa vista para volvérsela a cerrar bruscamente. La frustración se tornó en ira que dirigió contra Pedro. Una ira que disimuló durante el resto de la comida, que acabó con sonrisas y despedidas. La ira se manifestó en un obstinado silencio mientras Pedro la llevaba a su casa.


—Estás muy callada, Paula.


—Sí.


—¿Estás enfadada por algo?


—No.


—Siento lo de tus gafas. ¿Tienes unas de repuesto en casa?


—Sí.


—Estupendo. Necesitarás que te pongan unos cristales nuevos… aunque la montura ha quedado un poco torcida por el golpe.


—Sí.


—Deja que te las lleve yo a arreglar. ¿Cómo has dicho que se llama tu oftalmólogo?


—¡Deja de dar rodeos! Di lo que quieras decir.


—¿Y qué es lo que quiero decir?


—¡Tú sabías lo de la operación! —exclamó ella en tono acusatorio.


—Sí, lo sabía.


—Y querías que tu cuñado me hablara de ello. ¡Por eso has arreglado lo de la partida de tenis!


—Desde luego, no he arreglado que se te rompieran las gafas.


—¡No me extrañaría que lo hubieras hecho! —Paula guardó silencio unos momentos al darse cuenta de que había dicho una tontería; pero después, sintió completa seguridad de que Pedro estaba sonriendo triunfalmente—. Te crees muy listo. Y la jugada te ha salido perfecta, una oportunidad excelente para que Richard me dijera cómo deshacerme de las gafas.


—¡Y tú estás dispuesta a pelearte con cualquiera que te sugiera que te deshagas de tu escudo! —gritó Pedro mientras adelantaba a un camión.


—¿Qué quieres decir con eso?


—Quiero decir que te escondes detrás de esas gafas, Paula, porque crees que jamás podrás ser tan hermosa como tu madre y, por eso, te niegas a competir.


—¿Y por qué iba yo a querer competir con mi madre? —preguntó ella realmente sorprendida—. Yo… adoro a mi madre.


—¿Que la adoras? La idolatras. No te falta más que besar el suelo por donde pisa, denigrándote a ti misma. ¡Te asusta la vida!


—¡Eso no es verdad! —¿sus gafas un escudo?—. Necesito las gafas para…


—Deja ya las malditas gafas, sólo son parte de la fachada, una excusa para no parecer atractiva y una excusa para que no te traten como a una persona adulta… como a una mujer. Piénsalo, Paula. Diseñas ropa preciosa, de un gusto exquisito y, sin embargo, las veces que te he visto en público, excepto la primera vez, te vistes como una trapera para asegurarte de que no le pareces bonita a nadie.


—¡Por supuesto, tú sabes perfectamente lo que yo siento!


—Es muy posible. Dime, cuando eras pequeñas, ¿jugabas a vestirte de mayor con la ropa de tu madre?


—¿Por qué? ¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?


—¿Lo hacías?


—No, pero…


—¡Exacto! Eso explica mucho, Paula, tanto si lo sabes como si no. La mayoría de las niñas…


—Yo no soy la mayoría de las niñas. ¡Soy yo! Además, no sé por qué estamos hablando de mi infancia.


—Perdona, tienes razón —habían tomado ya una autovía y Pedro se paró delante de un semáforo—. De acuerdo, hablemos de la operación.


—No hay nada que hablar de la operación, ésa no es la cuestión. En primer lugar, no tengo mil quinientos dólares y, si los tuviera, no me los gastaría en una estúpida operación estética.


—¿Una operación estética? Ya, así es como tú lo ves —el semáforo se puso en verde y Pedro continuó conduciendo.


—¿Y cómo lo ves tú?


—En mi opinión, esa operación es para corregir un problema. Se te olvida que estás prácticamente ciega,Paula.


¡Ciega! ¡Jamás le habían dicho algo tan cruel!


—¡No estoy ciega! Con las gafas veo perfectamente.


—Pero no ves nada sin ellas. Cuando se te rompieron en la pista de tenis, te quedaste sin saber adónde ir. Y la noche que nos conocimos en el restaurante, te sentaste a mi mesa y no podías verme. No tenías ni idea de quién era yo. Podría haber sido cualquiera y te podría haber llevado a cualquier sitio.


—Eso es una ridiculez. Habría gritado y habría pedido…


—No, te da demasiada vergüenza admitir que necesitas ayuda, no quieres depender de nadie. ¡Eres una mujer insegura que tiene miedo a dar… y a recibir!


—¡Y tú eres un sabelotodo que hablas como un psiquiatra! —gritó Paula al tiempo que salía del coche.


Subió corriendo las escaleras del porche. Por suerte, la puerta de la casa no estaba cerrada con llave.


—¡Paula, espera! —Paula le oyó correr detrás de ella y luego los golpes en la puerta, después de que ella la cerrara.


Se apoyó en la puerta respirando costosamente. 


Pedro le había dicho… No, no quería recordar sus palabras.


Esperó. Por fin, le oyó bajar las escaleras, meterse en el coche y marcharse. Fue entonces cuando se adentró en la casa.


—Paula, querida, ¿ya has vuelto? Estupendo —gritó Alicia desde la cocina—. Jorge está al teléfono, quiere hablar contigo.


¿Jorge? ¿Qué quería Jorge? Despacio, se acercó a la cocina. Hola.


—Hola, Pau. Joanne me ha dicho que has llamado.


—Ah, sí. Bueno, no era nada importante.


—¿Que no era importante? Joanne me ha dicho que, al parecer, querías enseñarle tus diseños a Spencer y algo sobre una línea de vestidos.


—Bueno… creo que es una idea disparatada, Jorge. No te preocupes, déjalo.


—¿Disparatada? A mí me parece una idea excelente, la clase de idea que le gustará a Spencer. Escucha, mamá me ha dicho que tienes un montón de dibujos de diseños, ¿por qué no me los envías?


—Tengo un portafolios.


—Estupendo, mándamelo cuanto antes. Spencer volverá mañana por la mañana y quiero pillarlo entre un viaje y otro. Haz lo posible para que el portafolios llegue antes de la semana que viene.


Paula le aseguró que así lo haría, pero ya no le parecía importante. Había perdido el entusiasmo.

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