sábado, 2 de junio de 2018

HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 21





Paula buscó su boca con los ojos cerrados, sus lenguas moviéndose sinuosamente mientras tenía que apoyarse en la pared para no caer al suelo.


Pero no podía estar quieta y enredó los dedos en su pelo, tirando de Pedro hacia ella.


Lo oía decir algo, palabras en italiano que resultaban increíblemente eróticas, aunque apenas entendía lo que decía. Y cuando se paró un momento, con una voz que ni ella misma reconocía le pidió que siguiera.


Sólo una vez, se decía a sí misma. Aunque sabía que sucumbiría una y otra vez porque Pedro le robaba la voluntad.


Él parecía capaz de separar el deseo de la emoción, pero para ella todo estaba mezclado y se odiaba a sí misma por no ser capaz de apartarse cuando sabía que le perjudicaba.


—¿Qué ocurre?


—No quiero que pares, pero te odio por... obligarme a decirlo.


—Tú no me odias, Paula. Soy un reto para ti y crees que tienes que pelearte conmigo, pero no es verdad. Si te sirve de consuelo, tú también eres un reto para mí y he descubierto que intentar luchar contra eso no sirve de nada. ¿Por qué seguimos negando lo que queremos?


—Tú no sabes lo que quiero —protestó Paula.


—Sí sé lo que quieres —Pedro le quitó el gorro de lana y enterró la cara entre sus rizos. 


Siempre olía a flores, fresca, limpia e inocente, tanto que podría perderse en su aroma.


Con una mano en su nuca, volvió a disfrutar de su boca mientras con la otra mano acariciaba sus femeninas curvas. 


No podía entender el poder que tenía sobre él, pero desde la primera vez que hicieron el amor lo había hecho sentir como un hombre hambriento que de repente se hubiera encontrado con un banquete.


Pedro, no, por favor... —Paula tembló cuando metió la mano bajo el leotardo de lana, sus caricias despertando un volcán en su interior—. No, espera, no pares.


Un segundo después Pedro estaba de rodillas frente a ella y Paula enredó los dedos en su pelo mientras le bajaba el leotardo y las braguitas. Separó las piernas para acomodar su cabeza y dejó escapar un suspiro convulso cuando empezó a acariciarla con la lengua como antes la había acariciado con los dedos.


Quería gritar, pero sabía que no podía hacerlo y se limitaba a suspirar, moviéndose febrilmente contra su boca mientras Pedro la acariciaba con un ritmo que la llevaba al borde del precipicio... para apartarse después.


Dejando escapar un gruñido de frustración, se levantó para apretarse contra ella. Pero, por si no había notado en qué estado se encontraba, puso su mano sobre la cremallera del pantalón y tuvo que apretar los dientes cuando ella empezó a acariciarlo.


—Te necesito —murmuró mientras Paula intentaba torpemente bajar la cremallera del pantalón—. Pero aquí no.


—Pero...


—No creas, no soy de los que le dicen que no a un revolcón en la paja de vez en cuando, pero hacerlo en un cobertizo con este frío me parece demasiado.


—No podemos entrar... —de repente, a Paula le dio la risa—. Mis padres están en casa y...


—No creo que podamos hacer otra cosa. No puedo desnudarte aquí y lo necesito.


No le dio tiempo a ordenar sus pensamientos y le recordó lo que los dos querían levantando el jersey para acariciar sus pechos.


Sabía que eran tretas sucias, pero le daba igual. Y tampoco se paró a pensar por qué tenía que usar tretas con Paula, sucias o no.


—Podemos entrar por la puerta de atrás... pero no sé por qué, se supone que no deberíamos hacer esto —a Paula le temblaban las manos mientras bajaba el jersey. En realidad, le daba igual. Quería entrar en cualquier habitación, quitarse la ropa y... se mareaba sólo de pensarlo.


Pero no quería pensar, no debía hacerlo. Le había dado un discurso a su madre sobre por qué habían reconsiderado la idea de la boda, le había dado una charla Pedro sobre la estupidez de sacrificarse por el niño, había insistido en que lo único que podían ser era amigos. ¿Desde cuándo los amigos hacían el amor como dos adolescentes con un calentón?


Pero nada de eso sirvió para impedir que entrasen en la casa por la puerta de atrás. 


Podían oír las voces de sus padres en el salón, pero se quitaron las botas para subir la escalera sin hacer ruido. Apenas tuvieron tiempo de llegar arriba y cerrar la puerta antes de caer el uno sobre el otro. 


Ropa, leotardos, calcetines... todo desapareció a la velocidad del rayo.


—No te metas bajo las sábanas —dijo Pedro.


—Estoy gorda.


—Estas guapísima —replicó él. 


Tumbada en la cama, con los pálidos brazos sobre la cabeza y el pelo extendido por la almohada, estaba realmente guapísima. Pedro se tomó su tiempo para admirar sus redondeadas formas, sus pechos, con los pezones más grandes y más oscuros que antes. Era la experiencia más erótica de su vida.


Cuando pensaba en el niño creciendo dentro de ella se mareaba. ¿Cómo podía un hombre que jamás había planeado seriamente tener hijos marearse al pensar que Paula esperaba un hijo suyo?


—Tú también —dijo ella.


—Ah, un cumplido —Pedro sonrió de esa forma que la excitaba tanto—. Eso me gusta. Mucho.


—Porque tienes un ego del tamaño de esta casa.


—Bueno, recuérdame dónde estábamos. Ah, sí, ¿cómo he podido olvidarlo? — Pedro se colocó sus piernas sobre los hombros y respiró la dulce miel de su feminidad. Le encantaban sus gemidos, pensó, excitado.


¿Cómo podía intentar apartarse de él cuando los dos sabían que aquello era lo que deseaba? La acarició a placer y luego, temporalmente saciado, se colocó encima, enterrando la cara entre sus pechos.


Paula tuvo que ponerse la almohada sobre la boca para disimular sus jadeos mientras él empezaba a chupar un pezón, tirando suavemente para luego hacer lo mismo con el otro. Con los ojos semicerrados, podía ver la humedad que dejaba sobre sus pechos, disfrutando voluptuosamente mientras la tocaba entre las piernas.


—¿Te gusta? —Pedro levantó la cabeza para mirarla y Paula asintió como una marioneta obedeciendo a su amo. Y lo peor de todo era que no tenía remordimientos por lo que estaba haciendo.


Sólo quería tenerlo dentro.


Pedro tiró de ella para colocarla encima cuando no pudo aguantar más y dejó escapar un gruñido de satisfacción cuando empezó a frotarse contra su erección. Sus pechos se movían arriba y abajo mientras lo montaba hasta que no pudo soportarlo más y todo su cuerpo se convulsionó en un orgasmo salvaje, casi al mismo tiempo que Paula.


Y mirándola en ese momento, las mejillas ardiendo, el pelo alborotado, los ojos cerrados, fue suficiente para excitarse de nuevo.


—¿Es que no estás nunca satisfecho? —le preguntó ella, riendo, mientras deslizaba un dedo por su torso.


—Cuando se trata de ti, parece que no. ¿A ti te pasa lo mismo?


Cuando ella asintió con la cabeza fue como una descarga de adrenalina.


—Me alegro, porque así es como debe ser. Una vez que dejes de pelearte conmigo podrás empezar a aceptar que voy a ser alguien permanente en tu vida. Si no quieres casarte conmigo me parece bien, pero de todas formas estaremos juntos.


—¿Como tu amante embarazada? —Paula tuvo que tragar saliva.


—Prefiero no usar etiquetas cuando se trata de una relación —respondió Pedro, besando su pelo—. Especialmente, cuando la etiqueta es la palabra «amigo». Esa etiqueta, imagino que estarás de acuerdo conmigo, ya es totalmente irrelevante.



HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 20




El ambiente era un poco tenso cuando se abrió la puerta y Pedro y su padre entraron en la casa, llevando con ellos un golpe de viento y nieve.


Pero Paula estaba preparada. Se había puesto el jersey más ancho que encontró en el armario, que le llegaba por debajo de la cintura, unas botas forradas de piel y un gorro de lana y lo secuestró antes de que pudiese entrar en la cocina.


—Tengo que hablar contigo —le dijo, mientras se ponía los guantes.


—¿No puede esperar? Tengo que darme una ducha.


—No, no puede esperar.


Pedro no había imaginado lo que le esperaba, pero debía reconocer que se había adaptado muy bien. Incluso había encontrado una solución que podría no ser la apropiada para ella, pero era mucho más de lo que hubiesen hecho otros hombres.


No sabía cómo se había familiarizado tan pronto con la sierra mecánica para cortar la leña, pero también lo había hecho. Y aunque la nieve empezaba a apilarse de nuevo en el camino, había conseguido limpiar espacio suficiente como para que no resultase incómodo.


—Vamos al cobertizo, detrás de la casa. Te ayudaré a llevar la leña y podremos hablar allí.


—¿Por qué tengo la impresión de que esta charla no va a gustarme nada?


El cobertizo donde guardaban la leña, y donde estaba la caldera, era sorprendentemente grande, pero apenas iluminado por una bombilla.


—¿He saltado los primeros obstáculos con éxito? —le preguntó Pedro cuando dejaron el último tronco sobre una pila de ellos—. ¿O se te ha ocurrido alguno más? ¿Tengo que demostrar que estoy a la altura?


—No tienes que demostrar nada.


—No, tienes razón. Me alegro de que al fin hayas llegado a esa conclusión.


Paula estaba apoyada en la pared, con las manos a la espalda. Bajo esa ropa tan ancha tenía un aspecto pequeño y frágil, pero las apariencias solían ser engañosas, se recordó a sí mismo. Aquélla era la mujer que le había mentido sobre su identidad, que les había mentido a sus padres sobre él, que le había escondido su embarazo. Y, después de hacer el amor con ella, había salido con
esa tontería de que fuesen amigos. Él le había ofrecido una solución a sus problemas, siendo tremendamente generoso, y ella se la había tirado a la cara. Él decía una cosa y Paula inmediatamente decía la contraria. Él iba en una dirección y ella en la otra.


—He estado hablando con mi madre —empezó a decir Paula entonces—. Le he dicho que no va a haber boda.


Pedro no había esperado aquello.


—¿Y por qué has hecho eso? —le preguntó.


—Tú sabes por qué. Ya te he explicado que tener un hijo no es una razón para que dos personas se casen.


—¿Y tu madre no ha sentido curiosidad por esa decisión?


—Le he explicado que... podríamos estar a punto de cometer un error, que todo ha sido demasiado rápido.


—Ah, ya, como siempre, no le has dicho la verdad.


—Tú tienes que volver a Londres y sería una locura que yo fuese contigo, pero tampoco puedo quedarme aquí si mis padres creen que nuestra relación va viento en popa. Tenía que darles alguna explicación.


Pedro decidió que tomarse las cosas con calma no iba a servir de nada. Y tampoco recordarle que no tenía intención de abandonar a su hijo para visitarla esporádicamente mientras ella intentaba encontrar a otro hombre.


De modo que dio un par de pasos hacia delante y Paula sintió que el vello de su nuca se erizaba.


‐¿Qué haces?


—No pienso pelearme más contigo.


Podía intentar engañarlo todo lo que quisiera, pero sentía su deseo llegándole en olas. De modo que apoyó las manos en la pared, a cada lado de su cara, y Paula tuvo que hacer un esfuerzo para llevar aire a sus pulmones.


—¿Entonces estás de acuerdo en que... bueno, en fin, po‐podemos discutir esto como adultos? ¿Que no hay necesidad de fingir que va‐vamos a vivir el cuento de hadas que esperan mis padres? —Paula apenas podía reconocer su propia voz.


—Claro que podemos, si eso es lo que quieres.


Su aroma masculino la envolvía de tal forma que tuvo que cerrar los ojos. Y cuando los abrió de nuevo, Pedro estaba mirándola de esa manera tan erótica, como la miraba en Barbados...


Entonces se le ponía la piel de gallina y su cuerpo respondía al instante. Y en aquel momento le pasaba lo mismo. Sentía que sus pechos se hinchaban y el recuerdo de cómo había acariciado sus pezones con la lengua por la noche la calentó por dentro, a pesar del frío del cobertizo. Le gustaría dar un paso atrás, pero estaba pegada a la pared y no podía moverse.


‐Bueno, me gustaría que... lo discutiéramos... —sabía que estaba tartamudeando y respiró profundamente, pero no sirvió de nada.


—Muy bien.


‐Entonces, has decidido volver a Londres.


‐Con esta nevada me parece que va a ser imposible —Pedro se pasó una mano por la nuca antes de dar un paso atrás—. Pero dime cuándo quieres que me marche.


Paula se miró los pies, cortada. Pedro había decidido dejar de pelear, de modo que había conseguido lo que quería.


‐Imagino que estarás deseando marcharte.


—No has respondido a mi pregunta. 



—Marcharse ahora sería una locura. En esta zona uno nunca sabe cuándo va a parar de nevar...


Era increíble que después de haber deseado que se fuera ahora tuviese tanto miedo al pensar que podría irse de verdad. Sí, volvería de vez en cuando y seguramente se portaría bien, pero...


—Quieres que me vaya, ¿verdad? —Pedro puso una mano en su cintura al ver que vacilaba. 


Había intentado ser amable, le había dado tiempo, pero ya estaba harto. Si no iba a admitir lo que sentía por él, tendría que recordárselo.


Pero esta vez no iba a darle tiempo a levantar barreras.


‐Tú sabes que sí.


—Para que puedas volver a tu ordenado mundo —mientras hablaba, Pedro metía una mano bajo el jersey, pero debajo encontró un forro polar y debajo una camiseta. ¿Cuántas capas de ropa llevaba?


Paula dejó escapar un gemido. Mientras estuviera un poco alejado podía echar mano de la lógica y el sentido común, pero cuando estaba tan cerca, tocándola, se encendía como una cerilla. Pedro había logrado abrirse paso bajo las capas de ropa y notaba el calor de sus dedos sobre la piel. No llevaba sujetador porque los antiguos le quedaban pequeños y no se había molestado en comprar otros...


—Se supone que so‐somos amigos —murmuró cuando él empezó a acariciar sus pezones.


—Me parece que eso de la amistad no me interesa. Intento pensar que somos amigos, pero enseguida me llega una imagen de ti desnuda, excitada... y me enciendo, Paula —Pedro levantó el jersey y acarició sus pechos con las dos manos.


—No, para... esto no es justo.


—Lo sé —murmuró él, besando su cuello.





HIJO DE UNA NOCHE: CAPITULO 19




Pedro lo descubrió muy pronto. Después de un buen desayuno, el tipo de desayuno que no había vuelto a probar desde que era un adolescente, con un apetito insaciable y abundante tiempo libre para quemar calorías, se encontró con una lista de cosas que hacer que, con toda seguridad, Paula habría confeccionado con enorme satisfacción.


La mayoría de las tareas habían de hacerse fuera de la casa y, como no llevaba ropa adecuada, se vio obligado a usar un jersey y un pantalón de su padre, que le quedaban cortos y anchos por todas partes.


—Limpiar el camino, echar sal, cortar leña... comprar leche y pan en la tienda de la esquina —Pedro empezó a leer la lista—. ¿Seguro que esto es todo? ¿No tienes más tareas al aire libre para mí?


Paula estaba haciendo algo frente al fregadero, la viva imagen de una dulce ama de casa... de no ser por esa sonrisita.


—No, por el momento eso es todo. Y como tú eres don perfecto, seguro que no tendrás ningún problema.


Naturalmente, durante el desayuno Pedro se había ganado a su madre llevando los platos a la mesa, a pesar de sus protestas, y a su padre con sus conocimientos de política, economía y, sobre todo, pensiones de jubilación, una de las grandes preocupaciones de Mauricio Chaves.


A ella la había ignorado por completo y Paula había tenido que recordarse a sí misma que era lo mejor, considerando que eran amigos. Claro que tendrían que inventar alguna historia para explicarles a sus padres que no habría boda, pero cruzaría ese puente cuando llegase a él.


Mientras tanto, había conseguido exactamente lo que quería, su respeto.


Pedro había entendido la situación y estaba manteniendo las distancias.


Nada de tomar su mano o rozarla a cada momento.


—Ah, ahora soy don perfecto —Pedro sonrió, acercándose un poco más.


Paula tragó saliva, intentando no imaginar que desabrochaba los botones de la camisa para acariciar su piel desnuda...


La ropa que había elegido para él, porque había dejado su maleta en el hotel, debería hacer reducido el sex appeal de Pedro a cero. Era una de las prendas más viejas de su padre, una descolorida camisa de cuadros que usaba para trabajar en el jardín. Todo lo contrario a las camisas italianas que Pedro solía llevar. Y, sin embargo, a él le quedaba fabulosa.


—No quiero que te mueras de frío —le había dicho mientras le daba la camisa y el pantalón de pana—. En esta parte del mundo hay que abrigarse bien, así que nada de camisitas de diseño...


—Además, habiendo pasado tanto tiempo en África y Afganistán, yo no sabría nada sobre camisas de diseño, ¿verdad?


Paula se cruzó de brazos.


—Seguro que no has trabajado con las manos en toda tu vida.


—¿Y por qué crees eso?


—Tú trabajas detrás de un escritorio.


—Pero cuando estaba en la universidad trabajaba todos los veranos en una obra —le informó él—. Siempre he pensado que el trabajo físico es bueno para el cerebro y te ayuda a mantener un sano equilibrio. Incluso ahora voy al gimnasio todos los días, así que hazme un favor e intenta no encasillarme — añadió, poniéndose un anorak que a su padre jamás le había quedado tan bien—. De hecho, cuando haya terminado con estas tareas, puede que ayude a tu padre con las vacas. Y ahora, si no te importa, sé una buena chica y encárgate de planchar mi camisa...


—¿Qué? ¿Cómo te atreves?


—¿A encasillarte? Eso es lo mismo que acabas de hacer tú.


Por toda respuesta, Paula se limitó a darle la espalda. Aún estaba molesta por la conversación cuando su madre sacó la camisa de la secadora y le dio la tabla de planchar.


‐No sé por qué no lo hace él mismo —murmuró, irritada.


‐Si estás cansada puedo hacerlo yo, cariño. No me importa pasar la plancha un momento.


—No es eso, mamá. Sólo estoy diciendo que los días de lavar y planchar para tu marido han terminado.


‐No creo que sea pedir demasiado planchar la camisa de Pedro —dijo su madre, riendo—. Además, está siendo muy amable y, según tu padre, le ha dado muy buenos consejos sobre qué hacer con sus ahorros. En realidad, es una joya de hombre. Me gustaría que tus hermanas trajeran a casa un par de chicos como Pedro.


‐Mamá, he estado pensando... la verdad es que tengo ciertas dudas sobre casarme con Pedro —Paula se puso colorada cuando su madre se volvió para mirarla, perpleja.


—¿Por qué?


—En realidad no iba a decirte nada, pero... —cuanto más tiempo durase aquella mentira, más difícil sería aclarar la situación. Además, ¿qué iba a hacer cuando Pedro se fuera a Londres? ¿Irse con él? ¿Vivir con él en su apartamento?


¿Quedarse sentada mientras él salía con otras mujeres?


No, imposible.


—Siéntate, Pau, voy a hacerte una taza de té. De hecho, creo que voy a hacer una taza de té para mí también.


—He estado pensando que todo ha ocurrido con demasiada rapidez. Sé que vas a decirme que también papá y tú os casasteis poco tiempo después de conoceros, pero las cosas ya no son así. El matrimonio no es la opción inmediata.


‐Pero hija...


—Creo que no nos conocemos lo suficiente como para casarnos.


Como era de esperar, la expresión de su madre alternaba entre la preocupación y angustia.


—Pero os queréis, que es lo importante.


—Sí, bueno, pero yo creo que es más importante no dejarse llevar por el hecho de que voy a tener un hijo.


—Pero Pedro es el padre y lo más natural...


—Lo sé, lo sé. Yo nunca le negaría sus derechos como padre, pero creo que es mejor pararse a pensar un poco ahora que lamentarlo más tarde. Siento mucho si papá y tú os lleváis un disgusto, pero me parece lo más sensato —Paula se encogió de hombros, filosófica.


De esa forma, Pedro volvería a Londres y no podría chantajearla para que fuese con él.


Debería sentirse aliviada después de haber aclarado la situación con su madre, pero de repente se vio asaltada por una extraña sensación de vacío. Haberle ganado por la mano era lo menos satisfactorio que había hecho nunca.


Además, su madre no podía entender por qué tenía dudas sobre alguien tan espectacularmente perfecto. Podía verlo en su cara. Pedro se la había ganado y, aunque no decía nada, seguramente la culpaba a ella por ser demasiado exigente.