jueves, 17 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 14





Pedro miraba la pantalla de su ordenador, con las manos sobre el teclado. Normalmente pasaba las tardes de los sábados trabajando en casa, con sus guiones. Empezaba a trabajar después de comer y no dejaba de hacerlo hasta bien entrada la madrugada, de modo que el domingo se levantaba tarde. Era maravilloso, y sólo lamentaba no poder hacerlo el resto de la semana. Pero aquel día no se podía concentrar.


Dos mujeres pelirrojas llenaban sus pensamientos.


Conocía a la primera de ellas desde hacía años. Siempre le había gustado, y la respetaba. Donna Kaiser era una mujer inteligente y atractiva, y una excelente administradora del instituto. Una persona de la que cualquiera se podía sentir orgulloso.


Pensó, con cierta amargura, que no se parecía nada a Susana. La última mujer con la que había mantenido una relación lo había obligado a elegir entre ella y su hermana y su madre. Pedro no había tenido más remedio que decantarse por su familia; al fin y al cabo, dependían de él.


Desde entonces había estado solo, aunque últimamente había sentido la necesidad de volver a salir con una mujer, aunque sólo fuera de vez en cuando.


Pedro no quería mantener ninguna relación seria hasta que Carolina terminara los estudios y recobrara su libertad. Pero Donna Kaiser deseaba algo más que una relación superficial, y Pedro lo sabía.


A pesar de ello, y a pesar de lo que había sentido en la clase de literatura de Sabrina, había decidido pedirle el día anterior que salieran a cenar. Lamentablemente, durante la cena había notado que el interés de Donna era excesivo para él; no quería que se hiciera falsas ilusiones. Pero, por alguna razón, se había despedido de ella con un beso e incluso le había pedido que volvieran a salir la semana siguiente. Al parecer, tenía un problema.


Y el problema se llamaba Sabrina.


Aquella joven era todo un problema. Un problema para su carrera, para su sentido de la justicia e incluso para su honradez. Durante las agradables horas que había pasado con Donna, no había pensado en ella en ningún momento. 


De modo que había decidido utilizar a Donna como una especie de antídoto. No era muy caballeresco, pero no se le ocurría otra cosa. Además, Donna sabía cuidar de sí misma. 


Era una mujer adulta, a diferencia de Sabrina.


Pedro decidió concentrarse en el trabajo y leyó lo que había escrito:




De noche. En el exterior de la mansión del senador Maxwell.
Vestido con prendas oscuras, y con la cara pintada de negro, Mike arroja una cuerda con un garfio que se engancha en la barandilla del segundo piso. Después, sube por la cuerda, alcanza la balconada y saca una ganzúa para abrir la puerta.
Visión general de la cámara, de modo que aparezca toda la mansión mientras Mike se introduce en la casa y desaparece de vista.
Interior del dormitorio, por la noche.
Todo está oscuro. Mike avanza con sumo cuidado hacia la cama en la que duerme Ann Maxwell, iluminada por un rayo de luna. Una mujer de treinta y pocos años, rubia, con un modesto camisón blanco de algodón. De una belleza angelical.
Zoom de la cámara en el rostro de Mike, cuya expresión tensa se suaviza mientras contempla su sueño.
Imagen general. Mike avanza y tapa la boca de Ann con una mano enguantada. Ann abre los ojos, se sobresalta y mira, aterrorizada, a Mike.
Mike se inclina sobre ella para decirle, al oído: No grites, me envía Jerry. No voy a hacerte daño. Si lo has entendido, asiente con la cabeza.
La mujer asiente y Mike aparta la mano. Ann, en tono de urgencia: Hay un guardia de vigilancia en el exterior de la casa. Puede que no lo hayas visto, pero estará aquí muy pronto. Viene a la habitación cada dos horas, para comprobarlo todo.
Mike, con una sonrisa: Esta noche no vendrá. Digamos que se ha quedado dormido, y que tendrá un pequeño problema cuando tenga que explicárselo a tu padre.




Lamentablemente, Pedro no sabía cómo continuar. En principio, tenía intención de que Ann Maxwell fuera la impotente víctima de un padre corrupto, que dependería totalmente de Mike Ransom para salvar la vida. Pero el personaje de Ann daba para más, como si quisiera tener un papel más activo en la trama del guión, así que Pedro estaba considerando la posibilidad de darle más carácter.


Al pensar en ello, recordó a la joven pelirroja que había defendido a Eliana ante Wendy y sus amigas. Supuso que, de haberse encontrado en el papel de Ann, Sabrina se habría empeñado en ayudar a Mike, a pesar del peligro.


Pero los pensamientos de Pedro se interrumpieron de inmediato. Estaba haciéndolo otra vez. Sin darse cuenta, permitía que aquella joven se introdujera en ellos, y la atracción que lo dominaba comenzaba a convertirse en una obsesión.


Tenía que hacer algo. Hasta entonces se había limitado a intentar evitarla; pero, por primera vez, pensó que tal vez sería mejor que intentara averiguar más cosas sobre ella.


Hablaba y se comportaba con una madurez muy rara entre los alumnos, una madurez que debía de haber adquirido en alguna parte.


Se dijo que el lunes echaría un vistazo a su ficha para descubrir más cosas de su vida y comenzar el proceso de desmitificación de Sabrina Davis. Tenía la esperanza de que la fascinación que sentía por ella desapareciera entonces.


La perspectiva bastó para que se sintiera mucho mejor, y comenzó a escribir de nuevo, hasta que al cabo de un rato oyó voces en la cocina. Intentó recobrar la concentración, pero sus temores se confirmaron; una vez más, Valeria y Carolina se estaban peleando.


—¿Pedro?


La voz de su madre lo irritó. Por una vez deseó que Valeria lo dejara al margen de sus conflictos con Carolina, de modo que no respondió; esperaba que la disputa se resolviera sin su intervención.


No obstante, minutos más tarde se abrió la puerta de su despacho. Y Valeria Alfonso entró como una exhalación.


—¡Ya no lo soporto más! Me rindo. No le importan los sentimientos de los demás.


—¿Qué ocurre ahora, madre? —preguntó, con cansancio.


—Si no te importa lo que le ocurra a Carolina, me da igual. Te dejaré a solas y llamaré a la policía. Puede que ellos se encarguen de tu hermana.


Pedro se volvió y miró a su madre. Parecía realmente preocupada.


—¿De qué estás hablando?


Valeria se metió la mano en un bolsillo y sacó unas pastillas.


—De esto. Las encontré en la habitación de Carolina. Pedro, tu hermana es drogadicta. ¿Qué piensas hacer al respecto?


Pedro se levantó de su butaca, se acercó y las examinó. Eran anfetaminas.


—¿Dónde está Carolina? —preguntó Pedro.


—En la cocina, si es que no se ha marchado para ver a ese chico. A veces la espera en la esquina. Carolina cree que no lo sé, pero Phyllis Lowrey los vio por la ventana de su cocina y me lo dijo.


—¿Está saliendo con un chico? ¿Desde cuando?


—Desde las vacaciones de Navidad. Phyllis dijo que parecía demasiado mayor para ser un alumno del instituto. Al parecer es alto, de pelo negro, con aspecto deportivo y un coche de color rojo.


Pedro lo identificó de inmediato. Era Bruce Logan.


—Es obvio que Phyllis Lowrey no tiene nada mejor que hacer que espiar a la gente —murmuró Pedro—. De todas formas, ¿por qué no me lo habías contado?


Su madre adoptó una actitud defensiva.


—Porque siempre estás encerrado aquí, trabajando hasta altas horas de la madrugada, y no quería molestarte. Phyllis dijo que no los había vuelto a ver desde diciembre, así que olvidé el asunto. Además, sabes de sobra que Carolina no me hace caso. Y yo me limito a hacer todo lo que puedo.


Pedro no quiso discutir con su madre, de modo que se dirigió a la cocina. Valeria lo siguió a escasa distancia.


Pedro había dado clase a Bruce el año anterior, y sabía que sólo era otro niño mimado. Tenía mucho dinero y se rumoreaba que lo gastaba con bastante generosidad, pero no tenía el menor sentido de la responsabilidad. El profesor supuso que estaría saliendo con Carolina para vengarse de él; primero se había dedicado a comer con su hermana delante de sus narices, y ahora le daba anfetaminas, algo que Pedro no estaba dispuesto a permitir. Sin embargo, sabía que le esperaba una buena discusión con Carolina.


Su hermana estaba sentada a la mesa, con expresión de infinito aburrimiento. Tenía el pelo revuelto y llevaba una camiseta negra, demasiado grande para ella. Valeria siempre la regañaba porque no compartía su gusto estético; Pedro tampoco lo compartía, pero lo respetaba.


Decidió evitar los preámbulos y le enseñó las pastillas.


—¿De dónde las has sacado?


—Las he encontrado debajo de la almohada. Las habrá dejado un duende —se burló.


—Vamos, Carolina, hablo en serio.


Carolina apretó los labios y apartó la mirada, sin decir nada.


—Ya te lo he dicho, Pedro —intervino su madre—. No le importamos los demás. Es una suerte que su padre no esté con nosotros. Se sentiría terriblemente avergonzado.


Pedro notó la emoción en los ojos de su hermana y dijo:
—Eso no es cierto, madre.


—Déjalo, Pedro —dijo Carolina—. No cambiará nunca de opinión con respecto a mí. No merece la pena intentarlo.


—Lo único que sé es que tu hermano nunca escondía drogas en su habitación —espetó Valeria—. Aunque él era una estrella del baloncesto y no habría hecho nada tan estúpido, nada que pusiera en peligro su salud. Nada de esto habría pasado si te hubieras metido en el equipo de voleibol del instituto.


Carolina se levantó.


—No pienso seguir escuchándote. En lo que a ti respecta, nunca hago nada lo suficientemente bien, nunca seré suficientemente inteligente ni suficientemente responsable. Desde tu punto de vista, nunca conseguiré ser tan buena como Pedro, haga lo que haga.


Carolina miró a su madre y rogó, en silencio, que le dijera a Carolina que la quería. Pero no lo hizo.


—Tengo la impresión de que no lo intentas —espetó Valeria.


Carolina apartó la mirada, con una sonrisa amarga.


—Me voy.


—Carolina, espera... —dijo Pedro.


Pero Carolina no esperó. Segundos más tarde, entró en su dormitorio y cerró la puerta de golpe.


Pedro se sentía muy frustrado. No había conseguido averiguar la procedencia de las pastillas, ni había podido hablar con ella, y desde luego no había tenido ocasión de averiguar si Bruce Logan tenía algo que ver. Pero después de lo que había ocurrido, no tenía corazón para presionar a su hermana.


Miró a su madre a los ojos, pero Valeria no mantuvo la mirada. Se volvió y siguió cocinando. Siempre había utilizado la cocina para escapar de las cosas.


—No sé por qué me miras así —declaró la mujer—. He sido dura con ella, es cierto, pero sólo porque quiero que desarrolle todo su potencial. En fin... esta noche cenaremos pollo asado y ensalada. Ah, por cierto, hay cartas para ti sobre la panera.


Pedro tampoco tenía corazón para culpar a su madre. Sabía que había amado a Bruno Alfonso con todo su corazón. De hecho, tardó todo un año en recuperarse de su muerte, y sólo gracias a la medicación contra la depresión. Además, notó que le temblaban las manos, así que decidió dejar sus preocupaciones para otro momento.


Pensó en lo que sentiría cuando fuera libre, cuando no tuviera que cargar con la responsabilidad de la familia, y se animó un poco. Caminó hacia la pila, se lavó las manos y tomó el correo.


Y entonces lo vio. Entre la propaganda, un par de revistas y diversas cartas, se encontraba una que llamó su atención de inmediato. Era de la agencia Greenbloom.


Su corazón empezó a latir más deprisa. Pensó que lo había conseguido.


Intentó abrir la carta, pero estaba tan nervioso que no lo conseguía. Cuando por fin lo logró, la leyó con avidez. Y cuando terminó de leerla, volvió a leerla de nuevo, con incredulidad. Decían que les había gustado mucho el guión, que tenía un gran potencial, que querían hablar con él para discutir sobre el proyecto y que se pusiera en contacto con ellos cuanto antes.


No podía creerlo. Acababa de pensar en lo que sentiría cuando fuera libre, y ahora lo sabía.


Era la sensación más maravillosa del mundo.




BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 13





Paula tomó el último pastel que quedaba en el plato y lo examinó.


—¿Crees que algún día fabricarán cosas sin ninguna caloría? —preguntó—. Creo que no debería comérmelo.


—Oh, vamos, ya te has comido uno —dijo Donna—. Déjate llevar. Es sábado.


Donna tenía razón, y Paula estaba encantada con ello. 


Necesitaba pasar un tranquilo fin de semana para recobrarse del episodio que había vivido en clase de literatura, el día anterior. Sin darse cuenta, se había puesto a discutir con Alfonso como una adulta, en lugar de la joven alumna que se suponía que era; y para empeorar las cosas, se había descubierto admirando a su profesor, embelesada, como si el resto del mundo hubiera desaparecido. Ya no podía negar que se sentía sexualmente atraída por él.


—Ese pastel era fresco cuando lo compré esta mañana —bromeó Donna—. Así que no me culpes si está duro como una piedra cuando por fin te decidas a probarlo.


Paula regresó a la realidad y miró el pastel.


—No sé, creo que no debería comérmelo, pero...


—Si no quieres comértelo, no te lo comas. Dámelo a mí.


Paula lo hizo, aunque a regañadientes.


—Había olvidado que eres perfectamente capaz de comerte cinco pasteles y...


—Seis —corrigió Donna, mientras daba cuenta del dulce.


—Pues eso. Había olvidado que puedes comerte seis pasteles y tener una silueta perfecta.


Donna alzó los ojos al cielo y se cruzó de piernas. Llevaba pantalones negros y un jersey blanco de cachemir. Su pelo rojo brillaba, y sus ojos azules estaban llenos de energía. 


Era una mujer muy atractiva.


Paula bajó la mirada y contempló el traje gris que llevaba; lo había comprado Donna, a instancias suyas. Pensó que Steinbeck habría encontrado una enorme carga simbólica en la comparación estética entre ellas. Donna era la elegancia clásica, y ella poseía una elegancia mucho más popular. No obstante, y a pesar de las evidentes diferencias, se había desarrollado una larga y profunda amistad entre ellas con el paso del tiempo.


Cuando terminó con el pastel, Donna tomó su refresco bajo en calorías.


—De todas formas, no me alimento de pasteles —dijo Donna, riendo—. Sólo los tomo cuando estoy de buen humor.


—Es cierto, estás de un humor demasiado bueno para haber perdido una preciosa mañana haciendo la compra. ¿Qué ha ocurrido? Venga, cuéntamelo.


—Oh, Sarah, no te lo vas a creer.


—Si me lo cuentas, lo veremos.


—Ayer, cuando estaba en la sala de profesores...


—Venga, sigue...


—En realidad, ya había renunciado a la esperanza —dijo Donna.


—Oh, vamos, Donna, cuéntamelo de una vez.
Donna parpadeó.


—Bueno, te lo contaré. Pedro Alfonso me ha pedido que salga con él.


Paula se quedó helada, pero intentó disimular.


—¿Salir con él? ¿A tomar un café o algo así?


—No, no... a cenar. De modo que salimos juntos anoche. Con todo el tiempo que ha pasado y por fin me ha pedido que salga con él... —dijo, con una enorme sonrisa.


Paula pensó que obviamente se había equivocado con Alfonso. Pensaba que se sentía atraído por ella, pero supuso que todo habría sido un error de apreciación por su parte.


—¿Qué te parece? —preguntó Donna.


—Bueno... que es extraño que te invite a cenar por la tarde para salir esa misma noche. Es un poco apresurado.


—Se disculpó —dijo Donna—. Al parecer tenía otros compromisos, pero se anularon. Vamos,Paula... sé que Alfonso no te gusta, pero deberías alegrarte por mí.


Paula intentó recobrar la compostura. Aunque Alfonso se sintiera atraído por ella, no podía esperar que actuara de forma inapropiada con alguien que se suponía que tenía dieciocho años y que era, además, alumna suya. Ya se sentía suficientemente culpable por las muertes de Juan Merrit y de Luis, y no quería añadir a su curriculum la destrucción de la carrera de Alfonso.


—Claro que me alegro. Me alegro mucho por ti, de verdad. Pero bueno, ¿dónde estuvisteis cenando? ¿Qué hicisteis?


Paula no quería saberlo, pero tuvo que escuchar la explicación de Donna. Eran muy amigas, y se lo contaban todo al detalle. Lamentablemente, los detalles de aquella historia fueron como pequeños cuchillos que se iban clavando en el corazón de Paula.


Al cabo de una hora, Paula sabía que la chaqueta de Pedro hacía que sus ojos parecieran más marrones que verdes, y también sabía que cuando se entusiasmaba con algún tema parecían más verdes. Sabía que iba a menudo al cine, que le gustaba jugar al baloncesto, que pasaba horas en las librerías y que salía a pescar a la bahía de Galveston. 


Además, había averiguado que le gustaba la buena comida y el vino.


Según Donna, el color preferido de Pedro era el morado; su libro preferido, Matar a un ruiseñor; y en cuanto a películas, le habían gustado mucho Fargo; de los hermanos Coen, y Terminator II. Cuando terminó de hablar sobre sus gustos, empezó a describir su maravilloso aroma, lo que había sentido cuando le había puesto una mano en la espalda, y la elegancia que había mostrado al acompañarla a casa.


—Mira, Donna —interrumpió, incapaz de soportarlo más—. Me siento una mirona. Creo que deberías mantener ciertas cosas en privado.


Paula miró a su amiga y se sintió muy culpable. La había interrumpido, sencillamente, porque estaba celosa. Y no entendía por qué.


—Lo siento, Paula. He sido tan egoísta., no he debido hablar tanto sobre un hombre tan atractivo cuando tú estás virtualmente prisionera en un instituto. Debes echar de menos charlar y... bueno, imagino que echas de menos a Marcos.


Paula se ruborizó.


—Hoy no es mi día, según veo —continuó Donna—. Intento arreglarlo y sólo consigo que te sientas más incómoda. Espero que puedas perdonarme.


—Claro, no te preocupes.


Paula se levantó y llevó el plato y los vasos vacíos a la cocina. Después, se tomó su tiempo metiéndolos en el lavaplatos. No estaba dispuesta asumir los confusos sentimientos que albergaba hacia Pedro. Pero podía corregir la impresión que había dado sobre su relación con Marcos, de modo que se dio la vuelta y se apoyó en la encimera.


—Echo de menos a Marcos, es cierto —continuó—, pero ni siquiera llegamos a hacer el amor.


Donna la miró con asombro.


—Pensé que manteníais una relación...


—Bueno, ya me conoces. Me cuesta confiar en la gente. De todas formas, no era ningún secreto que Marcos quería que me casara con él. Pero ahora... se me ocurren un par de candidatas que aprovecharán la ocasión en mi ausencia.


Donna frunció el ceño.


—Si te ama, estoy segura de que te será fiel. Has dicho que la policía le ha explicado lo sucedido, y que sabe por qué te has marchado. Es probable que esté muy preocupado.


—Sí, seguro que sí —dijo Paula—, pero va a presentarse a la alcaldía dentro de unos años, y tiene que asistir a muchos acontecimientos sociales. Y como sabes, a los políticos de este país les conviene llevar mujeres del brazo. Dudo que espere a que regrese.


Paula sintió una intensa angustia. En realidad, nadie estaba preocupada por ella. Ni sus padres, ni Marcos, ni sus amigos de Worldwide Public Relations.


Sin embargo, sabía que la policía intentaba mantenerla a salvo, y que contaba con el apoyo de los fiscales en el caso por el asesinato de Juan Merrit. Al fin y al cabo necesitaban que testificara en el juicio.


—Paula, cariño... sé que todo esto es muy duro para ti. Has tenido que dejar tu trabajo, has dejado atrás a la gente que quieres y por si fuera poco te están tratando como si fueras una adolescente otra vez. Por no mencionar los deberes del instituto, la enemistad de Wendy y de sus amigos, y la obligación de llevar una aburrida existencia entre el instituto y esta casa. Pero el plan está saliendo bien. Estás a salvo, y eso es lo importante a largo plazo. Lo superaremos, ya lo verás. Y antes de que te des cuenta, todo habrá sido un mal recuerdo.


Paula la miró y pensó que se había equivocado. Donna estaba muy preocupada por ella.


—No, no será un mal recuerdo, sólo un recuerdo extraordinario —rió Paula—. Pero no malo, gracias a ti. Eres la mejor amiga del mundo. ¿Cómo podré pagarte lo que estás haciendo por mí?


—No seas tonta —dijo Donna—, ya te he dicho que pienso cobrarte todos los gastos. Ya me lo pagarás cuando termine el juicio. Por cierto... aún quedan cinco pasteles más en el frigorífico, ¿verdad?


Paula rió y negó con la cabeza.


—No, pero volviendo al tema que estábamos tratando, no te confíes demasiado. Puede que Pedro sea un simple aprovechado.


Paula intentó convencerse de que sólo estaba preocupada por Donna. Su amiga parecía muy ilusionada, y no quería que le hicieran daño. Lo que significaba, para empezar, que tendría que alejarse de Alfonso.




miércoles, 16 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 12





Dos horas más tarde, Pedro se estaba preparando para dar la clase a la que asistía Sabrina. Día a día, había crecido en él un sentimiento de anticipación; pasaba todo el día esperando aquel momento, por mucho que le disgustara.


Sin embargo, no dejaba de repetirse que si conseguía dominar sus emociones no tendría ningún problema. Y de momento, lo estaba consiguiendo. Seguía siendo tan responsable y tan justo en su comportamiento como lo había sido su padre.


Seguir los pasos de Bruno Alfonso no era tan sencillo, pero Pedro hacía lo que podía. Siempre lo había hecho. El primer paso había consistido en rechazar la oferta que le había hecho la Universidad de California, para que asistiera a la facultad de cine y televisión. En realidad, no había tenido otra opción. Tenía que cuidar de su madre y de su hermana, y llevaba once años haciéndolo, siguiendo el ejemplo de su padre.


Sólo había fallado una vez. Al menos, desde el punto de vista de su madre. Tal y como ella había observado, podía haber estudiado empresariales por la noche, una carrera que a su madre le parecía potencialmente más lucrativa. Pero Pedro había decidido estudiar filosofía inglesa, y cuando terminó la carrera se decidió por la enseñanza. Valeria Alfonso no lo entendía. No comprendía la importancia social del magisterio, y consideraba que enseñar era un simple divertimento que le permitía tener más días de vacaciones en Navidad y en verano, para perder el tiempo con sus guiones.


Lógicamente, Pedro no estaba de acuerdo con ella. Pero en aquel momento pensó que tal vez tuviera razón. Habían pasado cinco semanas desde que había enviado el guión de Free Fall y no había recibido ninguna respuesta de Irving Greenbloom.


De todos modos, los alumnos empezaron a entrar en clase y Pedro olvidó el asunto. Algunos, como Eliana Harper, entraban con tranquilidad y se sentaban en sus pupitres. 


Otros, como Beto García, aparecían riendo, aunque en seguida adoptaban una actitud más seria.


En cierta ocasión, Tim Williams se había interesado por los métodos que utilizaba Alfonso para mantener un buen ambiente en sus clases.


—Los chicos conocen mis normas —había explicado Pedro—. No son excesivas, ni injustas, y saben que les conviene asumirlas. Es tan sencillo como eso.


Alfonso no había añadido, por mucho que le apeteciera, que hacía algo no demasiado común entre los profesores: las normas valían para todo el mundo, sin excepciones de ninguna clase.


Jesica Bates entró poco después, al igual que Tony Baldovino y cuatro chicos más. Estaba a punto de sonar el timbre y faltaban dos alumnos. Uno de ellos era Sabrina, pero Pedro sabía que se encontraba en el instituto porque la había visto en la cafetería.


Por fin, sonó el timbre. Y cuando estaba a punto de dejar de sonar, apareció Sabrina. 


Si Pedro hubiera sido un policía de tráfico, la habría detenido por saltarse un semáforo cuando estaba en naranja. Pero Sabrina le sonrió y el corazón de Pedro se aceleró. Cuando consiguió recobrarse, Sabrina ya se había sentado en su pupitre.


Pedro pensó que, de haber sido policía, se habría arrestado a sí mismo. No podía controlar sus emociones.


Entonces, Kim se levantó y cerró la puerta sin que Pedro se lo pidiera.


—Gracias, Kim —dijo Pedro.


Era viernes, y los chicos estaban más animados que de costumbre. Algo que también ocurría con los profesores.


—Supongo que no podríais divertiros este fin de semana si no sabéis el resultado de los exámenes que hicisteis ayer —continuó él—, así que anoche estuve corrigiéndolos, hasta altas horas de la madrugada.


Pedro se levantó, ante las protestas de la clase, y comenzó a repartir los exámenes. Las preguntas no habían sido demasiado difíciles. 


Cualquiera que hubiera leído los primeros ocho capítulos de Las uvas de la ira habría aprobado. 


Pero, a juzgar por las notas, sólo lo habían leído dos tercios de los alumnos.


—Kathleen, será mejor que revises el segundo capítulo. Por lo demás, has hecho un buen trabajo. En cuanto a ti, Beto, el Noah al que me refería en la pregunta era el hijo mayor de los Joad, no el Noé de la biblia.


Beto tomó su examen y lo miró con disgusto.


—Vaya, hombre. ¿No merezco una nota más alta por haber ojeado la Biblia? Es un libro bastante más largo que Las uvas de la ira —declaró, sonriente.


Pedro apreciaba a Beto. Era un chico brillante e inteligente, pero más interesado por hacerse el gracioso que por sacar buenas notas.


—Me alegra que leas algo de vez en cuando, Beto. Y es posible que la Biblia te sea útil en el futuro, porque tendrás que rezar mucho si quieres aprobar la asignatura. A no ser, claro está, que empieces a tomarte las cosas en serio.


Pedro lo miró con ironía antes de dirigirse a Eliana.


—Muy bien, Eliana, como de costumbre. Ojalá que todos fueran tan responsables como tú.


Eliana se ruborizó y evitó las miradas de sus compañeros. 


Pedro siguió repartiendo los exámenes, hasta que llegó al pupitre de cierta mujer de cabello anaranjado.


Sabrina había leído los ocho capítulos, pero en una de las preguntas no se había atenido a las pautas. Al parecer, estaba empeñada en ser diferente.


—Sabrina, vuelve a leer el capítulo tres y todo irá bien —declaró, mientras se alejaba de ella—. Buen trabajo, Bonnie. Y en cuanto a ti, Tony, tu beca de deportes no te servirá de nada si no apruebas el curso. Espero que seas consciente de que...


—¿Me perdonas un momento? —lo interrumpió Sabrina.


Pedro se detuvo, nada sorprendido por la interrupción.


—¿Sí?


—No entiendo qué error he cometido en esa pregunta —declaró ella.


—No has contestado adecuadamente. Por si no lo habías notado, se trataba de elegir entre las opciones que os había dado. No de añadir una nueva.


—Por supuesto que lo noté. Pero, ¿has leído mi explicación?


—La tortuga del capítulo tres es la metáfora de la lucha del ser humano contra su incontrolable destino.


—¿Y quién dice eso?


—Sabrina... —dijo Pedro, con tono de advertencia.


—No pretendo ser poco respetuosa. Sinceramente, me gustaría saber por qué es la explicación correcta.


Los ojos de Sabrina denotaban tanta inteligencia como interés. Parecía que la asignatura le interesaba realmente, así que Pedro decidió dar una explicación más profunda.


—Los especialistas están de acuerdo en que Steinbeck era un maestro del simbolismo en la realidad. Piensa en la escena de la tortuga. La escribió con tanto detalle que todos somos esa tortuga. Una tortuga que deambula de un lado a otro hasta que finalmente se enfrenta al semáforo. Del mismo modo en que el hombre se enfrenta a un universo hostil.


—No niego en modo alguno el simbolismo —declaró Paula—. Pero, bajo mi punto de vista, la tortuga es el paradigma del valor, del esfuerzo continuado a pesar de los obstáculos. Es un símbolo de la fortaleza, no del victimismo. Entre las posibles respuestas a la pregunta no habías incluido ninguna con la que estuviera de acuerdo, de modo que añadí una.


La respuesta de Sabrina sorprendió a Pedro. Era una respuesta mucho más lógica, estructurada y razonada de lo habitual entre los alumnos.


—En cualquier caso, no puedes añadir respuestas cuando se trata de elegir entre interpretaciones de reconocidos expertos en literatura.


—¿Por qué?


—Sabrina...


—Una vez más insisto en que respeto las opiniones de esos expertos. Pero no veo por qué tengo que limitar la interpretación de una obra a sus puntos de vista. Estoy segura de que a Steinbeck no le habría importado discutir conmigo al respecto.


Pedro se cruzó de brazos. La situación comenzaba a divertirle.


—Lo dudo mucho. La opinión pública no le importó nunca, y probablemente te habría echado a patadas del bar en el que estuviera. De hecho no fue muy apreciado en su época.


—Sin embargo, ahora lo es...


—En efecto, pero ha tenido que pasar mucho tiempo para que apreciaran su trabajo.


—¿Lo ves? —preguntó ella—. Los expertos de su época deploraban su obra, y no habrían compartido los puntos de vista de los expertos actuales. Así que, ¿quién dice que mi interpretación sobre la escena de la tortuga no será la más aceptada en el futuro?


Pedro no fue capaz de responder. Sabrina tenía razón.


—Yo pensaba que querías que los alumnos desarrolláramos nuestras propias opiniones, que analizáramos los temas con independencia.


—¿Es que crees que no es así? —preguntó él.


—Si me atengo al resultado de mi examen, tengo serias dudas. Al menos me he tomado la molestia de ofrecer una explicación imaginativa y razonable.


—¿Es que los profesores de tu antiguo instituto permitían que añadieras respuestas propias en este tipo de exámenes? —preguntó él.


—El instituto Milburn utiliza métodos de enseñanza más progresistas y abiertos. Los profesores de literatura han descubierto que la literatura y el álgebra no son la misma cosa.


Pedro entrecerró los ojos.


—¿Ah, sí? Explícame eso.


—En los exámenes de literatura, no hay contestaciones erróneas si la gente demuestra que ha leído los libros y se atiene a los temas.


—Puede que sea un método acertado, pero, por ponerte un ejemplo con el examen de Beto, Noah Joad no construyó un arca, ni la llenó de animales.


Sabrina rió de buena gana. Y lo hizo de un modo tan sensual y femenino que Pedro se estremeció.


—Tienes razón. Pero sabes de sobra que me refiero a otra cosa.


Pedro también sonrió.


—Sí, creo que me hago una idea.


Pedro pensó que era preciosa, aunque no le gustara su color de pelo ni la ropa que llevaba. Se preguntó si su piel sería tan suave como parecía, y admiró el intenso color de sus ojos.


Entonces se sobresaltó y por primera vez fue consciente de que estaba mirándola con demasiada intensidad. Se había cruzado de brazos y estaba apoyado, cómodamente, en el pupitre de uno de los alumnos. Así que hizo un esfuerzo para recobrar la compostura y carraspeó.


Veintiocho alumnos lo miraban como si acabara de llegar de otro planeta.


Frunció el ceño y siguió entregando los exámenes. Se había dejado encantar por los ojos de Sabrina. No obstante, y por bellos que fueran sus ojos, sabía que lo que más le atraía en ella era su inteligencia.


Definitivamente tenía un problema. Ya no controlaba sus emociones, y sabía que ya no se parecía nada al responsable y honrado hombre que había sido su padre