jueves, 17 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 14





Pedro miraba la pantalla de su ordenador, con las manos sobre el teclado. Normalmente pasaba las tardes de los sábados trabajando en casa, con sus guiones. Empezaba a trabajar después de comer y no dejaba de hacerlo hasta bien entrada la madrugada, de modo que el domingo se levantaba tarde. Era maravilloso, y sólo lamentaba no poder hacerlo el resto de la semana. Pero aquel día no se podía concentrar.


Dos mujeres pelirrojas llenaban sus pensamientos.


Conocía a la primera de ellas desde hacía años. Siempre le había gustado, y la respetaba. Donna Kaiser era una mujer inteligente y atractiva, y una excelente administradora del instituto. Una persona de la que cualquiera se podía sentir orgulloso.


Pensó, con cierta amargura, que no se parecía nada a Susana. La última mujer con la que había mantenido una relación lo había obligado a elegir entre ella y su hermana y su madre. Pedro no había tenido más remedio que decantarse por su familia; al fin y al cabo, dependían de él.


Desde entonces había estado solo, aunque últimamente había sentido la necesidad de volver a salir con una mujer, aunque sólo fuera de vez en cuando.


Pedro no quería mantener ninguna relación seria hasta que Carolina terminara los estudios y recobrara su libertad. Pero Donna Kaiser deseaba algo más que una relación superficial, y Pedro lo sabía.


A pesar de ello, y a pesar de lo que había sentido en la clase de literatura de Sabrina, había decidido pedirle el día anterior que salieran a cenar. Lamentablemente, durante la cena había notado que el interés de Donna era excesivo para él; no quería que se hiciera falsas ilusiones. Pero, por alguna razón, se había despedido de ella con un beso e incluso le había pedido que volvieran a salir la semana siguiente. Al parecer, tenía un problema.


Y el problema se llamaba Sabrina.


Aquella joven era todo un problema. Un problema para su carrera, para su sentido de la justicia e incluso para su honradez. Durante las agradables horas que había pasado con Donna, no había pensado en ella en ningún momento. 


De modo que había decidido utilizar a Donna como una especie de antídoto. No era muy caballeresco, pero no se le ocurría otra cosa. Además, Donna sabía cuidar de sí misma. 


Era una mujer adulta, a diferencia de Sabrina.


Pedro decidió concentrarse en el trabajo y leyó lo que había escrito:




De noche. En el exterior de la mansión del senador Maxwell.
Vestido con prendas oscuras, y con la cara pintada de negro, Mike arroja una cuerda con un garfio que se engancha en la barandilla del segundo piso. Después, sube por la cuerda, alcanza la balconada y saca una ganzúa para abrir la puerta.
Visión general de la cámara, de modo que aparezca toda la mansión mientras Mike se introduce en la casa y desaparece de vista.
Interior del dormitorio, por la noche.
Todo está oscuro. Mike avanza con sumo cuidado hacia la cama en la que duerme Ann Maxwell, iluminada por un rayo de luna. Una mujer de treinta y pocos años, rubia, con un modesto camisón blanco de algodón. De una belleza angelical.
Zoom de la cámara en el rostro de Mike, cuya expresión tensa se suaviza mientras contempla su sueño.
Imagen general. Mike avanza y tapa la boca de Ann con una mano enguantada. Ann abre los ojos, se sobresalta y mira, aterrorizada, a Mike.
Mike se inclina sobre ella para decirle, al oído: No grites, me envía Jerry. No voy a hacerte daño. Si lo has entendido, asiente con la cabeza.
La mujer asiente y Mike aparta la mano. Ann, en tono de urgencia: Hay un guardia de vigilancia en el exterior de la casa. Puede que no lo hayas visto, pero estará aquí muy pronto. Viene a la habitación cada dos horas, para comprobarlo todo.
Mike, con una sonrisa: Esta noche no vendrá. Digamos que se ha quedado dormido, y que tendrá un pequeño problema cuando tenga que explicárselo a tu padre.




Lamentablemente, Pedro no sabía cómo continuar. En principio, tenía intención de que Ann Maxwell fuera la impotente víctima de un padre corrupto, que dependería totalmente de Mike Ransom para salvar la vida. Pero el personaje de Ann daba para más, como si quisiera tener un papel más activo en la trama del guión, así que Pedro estaba considerando la posibilidad de darle más carácter.


Al pensar en ello, recordó a la joven pelirroja que había defendido a Eliana ante Wendy y sus amigas. Supuso que, de haberse encontrado en el papel de Ann, Sabrina se habría empeñado en ayudar a Mike, a pesar del peligro.


Pero los pensamientos de Pedro se interrumpieron de inmediato. Estaba haciéndolo otra vez. Sin darse cuenta, permitía que aquella joven se introdujera en ellos, y la atracción que lo dominaba comenzaba a convertirse en una obsesión.


Tenía que hacer algo. Hasta entonces se había limitado a intentar evitarla; pero, por primera vez, pensó que tal vez sería mejor que intentara averiguar más cosas sobre ella.


Hablaba y se comportaba con una madurez muy rara entre los alumnos, una madurez que debía de haber adquirido en alguna parte.


Se dijo que el lunes echaría un vistazo a su ficha para descubrir más cosas de su vida y comenzar el proceso de desmitificación de Sabrina Davis. Tenía la esperanza de que la fascinación que sentía por ella desapareciera entonces.


La perspectiva bastó para que se sintiera mucho mejor, y comenzó a escribir de nuevo, hasta que al cabo de un rato oyó voces en la cocina. Intentó recobrar la concentración, pero sus temores se confirmaron; una vez más, Valeria y Carolina se estaban peleando.


—¿Pedro?


La voz de su madre lo irritó. Por una vez deseó que Valeria lo dejara al margen de sus conflictos con Carolina, de modo que no respondió; esperaba que la disputa se resolviera sin su intervención.


No obstante, minutos más tarde se abrió la puerta de su despacho. Y Valeria Alfonso entró como una exhalación.


—¡Ya no lo soporto más! Me rindo. No le importan los sentimientos de los demás.


—¿Qué ocurre ahora, madre? —preguntó, con cansancio.


—Si no te importa lo que le ocurra a Carolina, me da igual. Te dejaré a solas y llamaré a la policía. Puede que ellos se encarguen de tu hermana.


Pedro se volvió y miró a su madre. Parecía realmente preocupada.


—¿De qué estás hablando?


Valeria se metió la mano en un bolsillo y sacó unas pastillas.


—De esto. Las encontré en la habitación de Carolina. Pedro, tu hermana es drogadicta. ¿Qué piensas hacer al respecto?


Pedro se levantó de su butaca, se acercó y las examinó. Eran anfetaminas.


—¿Dónde está Carolina? —preguntó Pedro.


—En la cocina, si es que no se ha marchado para ver a ese chico. A veces la espera en la esquina. Carolina cree que no lo sé, pero Phyllis Lowrey los vio por la ventana de su cocina y me lo dijo.


—¿Está saliendo con un chico? ¿Desde cuando?


—Desde las vacaciones de Navidad. Phyllis dijo que parecía demasiado mayor para ser un alumno del instituto. Al parecer es alto, de pelo negro, con aspecto deportivo y un coche de color rojo.


Pedro lo identificó de inmediato. Era Bruce Logan.


—Es obvio que Phyllis Lowrey no tiene nada mejor que hacer que espiar a la gente —murmuró Pedro—. De todas formas, ¿por qué no me lo habías contado?


Su madre adoptó una actitud defensiva.


—Porque siempre estás encerrado aquí, trabajando hasta altas horas de la madrugada, y no quería molestarte. Phyllis dijo que no los había vuelto a ver desde diciembre, así que olvidé el asunto. Además, sabes de sobra que Carolina no me hace caso. Y yo me limito a hacer todo lo que puedo.


Pedro no quiso discutir con su madre, de modo que se dirigió a la cocina. Valeria lo siguió a escasa distancia.


Pedro había dado clase a Bruce el año anterior, y sabía que sólo era otro niño mimado. Tenía mucho dinero y se rumoreaba que lo gastaba con bastante generosidad, pero no tenía el menor sentido de la responsabilidad. El profesor supuso que estaría saliendo con Carolina para vengarse de él; primero se había dedicado a comer con su hermana delante de sus narices, y ahora le daba anfetaminas, algo que Pedro no estaba dispuesto a permitir. Sin embargo, sabía que le esperaba una buena discusión con Carolina.


Su hermana estaba sentada a la mesa, con expresión de infinito aburrimiento. Tenía el pelo revuelto y llevaba una camiseta negra, demasiado grande para ella. Valeria siempre la regañaba porque no compartía su gusto estético; Pedro tampoco lo compartía, pero lo respetaba.


Decidió evitar los preámbulos y le enseñó las pastillas.


—¿De dónde las has sacado?


—Las he encontrado debajo de la almohada. Las habrá dejado un duende —se burló.


—Vamos, Carolina, hablo en serio.


Carolina apretó los labios y apartó la mirada, sin decir nada.


—Ya te lo he dicho, Pedro —intervino su madre—. No le importamos los demás. Es una suerte que su padre no esté con nosotros. Se sentiría terriblemente avergonzado.


Pedro notó la emoción en los ojos de su hermana y dijo:
—Eso no es cierto, madre.


—Déjalo, Pedro —dijo Carolina—. No cambiará nunca de opinión con respecto a mí. No merece la pena intentarlo.


—Lo único que sé es que tu hermano nunca escondía drogas en su habitación —espetó Valeria—. Aunque él era una estrella del baloncesto y no habría hecho nada tan estúpido, nada que pusiera en peligro su salud. Nada de esto habría pasado si te hubieras metido en el equipo de voleibol del instituto.


Carolina se levantó.


—No pienso seguir escuchándote. En lo que a ti respecta, nunca hago nada lo suficientemente bien, nunca seré suficientemente inteligente ni suficientemente responsable. Desde tu punto de vista, nunca conseguiré ser tan buena como Pedro, haga lo que haga.


Carolina miró a su madre y rogó, en silencio, que le dijera a Carolina que la quería. Pero no lo hizo.


—Tengo la impresión de que no lo intentas —espetó Valeria.


Carolina apartó la mirada, con una sonrisa amarga.


—Me voy.


—Carolina, espera... —dijo Pedro.


Pero Carolina no esperó. Segundos más tarde, entró en su dormitorio y cerró la puerta de golpe.


Pedro se sentía muy frustrado. No había conseguido averiguar la procedencia de las pastillas, ni había podido hablar con ella, y desde luego no había tenido ocasión de averiguar si Bruce Logan tenía algo que ver. Pero después de lo que había ocurrido, no tenía corazón para presionar a su hermana.


Miró a su madre a los ojos, pero Valeria no mantuvo la mirada. Se volvió y siguió cocinando. Siempre había utilizado la cocina para escapar de las cosas.


—No sé por qué me miras así —declaró la mujer—. He sido dura con ella, es cierto, pero sólo porque quiero que desarrolle todo su potencial. En fin... esta noche cenaremos pollo asado y ensalada. Ah, por cierto, hay cartas para ti sobre la panera.


Pedro tampoco tenía corazón para culpar a su madre. Sabía que había amado a Bruno Alfonso con todo su corazón. De hecho, tardó todo un año en recuperarse de su muerte, y sólo gracias a la medicación contra la depresión. Además, notó que le temblaban las manos, así que decidió dejar sus preocupaciones para otro momento.


Pensó en lo que sentiría cuando fuera libre, cuando no tuviera que cargar con la responsabilidad de la familia, y se animó un poco. Caminó hacia la pila, se lavó las manos y tomó el correo.


Y entonces lo vio. Entre la propaganda, un par de revistas y diversas cartas, se encontraba una que llamó su atención de inmediato. Era de la agencia Greenbloom.


Su corazón empezó a latir más deprisa. Pensó que lo había conseguido.


Intentó abrir la carta, pero estaba tan nervioso que no lo conseguía. Cuando por fin lo logró, la leyó con avidez. Y cuando terminó de leerla, volvió a leerla de nuevo, con incredulidad. Decían que les había gustado mucho el guión, que tenía un gran potencial, que querían hablar con él para discutir sobre el proyecto y que se pusiera en contacto con ellos cuanto antes.


No podía creerlo. Acababa de pensar en lo que sentiría cuando fuera libre, y ahora lo sabía.


Era la sensación más maravillosa del mundo.




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