miércoles, 16 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 11





Desde su regreso a la vida académica juvenil, Paula no dejaba de culpar a su falta de práctica por su escaso rendimiento en la clase de economía doméstica.


A fin de cuentas, su madre nunca había necesitado ni había aceptado su ayuda en las tareas de la casa. Cuando estaba en la universidad, Paula se las arreglaba bastante bien con comidas preparadas y con la ayuda de la mujer que trabajaba para Donna; su amiga tenía mucho dinero y podía permitirse el lujo de contratar gente para ciertas tareas. De modo que no tenía costumbre de limpiar y no había aprendido a cocinar.


Sin embargo, intentaba justificarse pensando que era perfectamente capaz de limpiar su propia casa, arreglar pequeños desperfectos e incluso cocinar de vez en cuando. 


En todo caso, no veía por qué tenía que hacerlo cuando había cosas mucho más importantes en su vida. Era una mujer de carrera, y no había razón para que perdiera el tiempo con ciertos asuntos cuando se podía permitir el lujo de contratar a otra persona para que los solucionara por ella.


Lamentablemente, las justificaciones no le iban a servir en la clase de economía doméstica, de la señora Dent, en la que se encontraba en aquel momento.


La prueba más evidente de ello se encontraba ante ella, en una encimera roja. Acababa de echar un vistazo a las pequeñas cocinas de la sala del instituto y había comprobado que todos sus compañeros habían preparado platos perfectos, desde tartas a dulces de todo tipo. No podía negar que ella y su compañero, Fred Adler, eran los peores de la clase; el profesor les había pedido que trabajaran en parejas, y Fred tampoco se distinguía por sus habilidades culinarias.


—Bueno, seamos positivos —dijo ella—. Al menos huele bien.


—Si te gusta el olor a quemado...


—No sé, tal vez podríamos decir que es una nueva receta de comida cajún, ya sabes.


—Ya. ¿Y qué vamos a decir de eso? —preguntó, mirando hacia un bol con algo parecido a un dulce.


—Vamos, Fred, anímate. Seguro que sabe muy bien, aunque no tenga buen aspecto.


Fred alzó los ojos al cielo. Después, tomó un palillo y pinchó una de las tartas. El palillo se rompió.


—Sabrina, me temo que está algo duro.


—Pues he seguido las instrucciones de la receta.


—Lo dudo. Te habrás saltado algo o habrás leído mal. Debiste permitir que yo midiera los ingredientes. Pero ya no tiene remedio; supongo que no sacaremos buena nota.


—Te recuerdo que tú te has encargado de calcular el tiempo, Fred.


—Sí, pero he sacado las cosas del horno cuando tenía que hacerlo. Si lo hubieras hecho bien, no se habría quemado.


—Lo sé, lo sé, tienes razón, no valgo para esto. 


Sencillamente, no sé cocinar. Le diré a la señora Dent que ha sido culpa mía.


Paula sabía que la profesora aparecería en cualquier momento. Miró a su alrededor y vio varios ordenadores en la sala; con cierta nostalgia, pensó que sabía cómo enfrentarse a ellos; en cambio, no sabía utilizar un simple horno.


—No, no, debí prestar atención a lo que estabas haciendo en lugar de... bueno, debí ayudarte más, eso es todo —declaró, ruborizándose.


Paula le dio una palmadita en la espalda y se acercó a la pila. Ni siquiera había notado que su compañero no había prestado atención a las recetas porque no dejaba de admirar a Carolina Alfonso. Obviamente, le gustaba.


—¿Por qué no terminas la tarta mientras yo lavo los cacharros?


—De acuerdo, pero ten cuidado con el agua. Podrías quemarte.


—La ironía no te va, Fred —espetó, sonriendo.


Paula miró los cacharros que habían dejado en la pila y se subió las mangas del jersey. Al menos no era la primera vez en su vida que fregaba, y se sentía perfectamente capaz de hacerlo. Pero, mientras lo hacía, sus pensamientos se dirigieron hacia uno de los temas que más despertaban su curiosidad.


Desde que había descubierto que Carolina era la hermana de Pedro, Paula había observado a la joven con suma atención; aunque no habían intercambiado ninguna palabra. 


Carolina parecía decidida a romper todas las normas que tanto respetaba su hermano. Durante las últimas semanas, la señora Dent había enviado dos veces a Carolina al despacho del director, para que hablara con él. La primera ocasión, por dedicarse a charlar por Internet, durante la clase de informática, en lugar de hacer lo que le habían pedido; y la segunda, por enfrentarse a la profesora. Al parecer, le había dicho que no había hecho cierto trabajo porque era una tontería y porque ella no era una «ignorante en términos de informática», como su profesora.


Parecía una joven bastante rebelde, pero después de observarla con detenimiento Paula había llegado a la conclusión de que su rebeldía era pura fachada. Había algo que no encajaba en ella. Hasta en su atrevida indumentaria, aunque le quedara bien. Suponía que actuaba de aquel modo sólo para molestar a su hermano. Al fin y al cabo, Donna le había dicho que su madre había delegado toda responsabilidad sobre Carolina en Pedro.


Mientras fregaba, miró a su compañero.


Fred Adler, todo un genio de la informática, estaba terminando de arreglar la tarta. Paula sospechaba que llegaría lejos, y que Carolina lo recordaría. Pero en aquel momento, actuaba como si ni siquiera supiera de su existencia; tal vez, porque la conservadora vestimenta de Fred no hacia justicia a su atractivo.


—¿Qué te parece tan gracioso? —preguntó Fred, al ver que Paula sonreía.



—Yo... no, nada, un chiste que me contaron —mintió.


—Pues cuéntamelo. No me importaría reír un poco antes de que aparezca la profesora.


—Mmm. Bueno, está bien, pero no le digas a nadie que te lo he contado yo. ¿Cómo pone una bombilla Wendy Johnson?


—No lo sé.


—Empuja la bombilla contra el casquillo mientras el mundo gira a su alrededor.


Fred empezó a reír a carcajadas, con una risa sorprendentemente masculina. Todas las chicas se volvieron, incluyendo a Carolina, y lo miraron con interés. 


Los ojos de Carolina eran más verdes que los de Pedro, pero muy parecidos, y tenía unas pestañas tan largas como las de su hermano.


—Oh, no... ya viene... —dijo Fred, de repente. Una mujer de pelo canoso entró en la sala y se detuvo.


—Aquí huele muy bien —dijo—. El comité organizador del baile se alegrará mucho. Habéis trabajado muy bien, así que he decidido que se contentarán con cuatro tartas de cada clase. ¿Tenéis alguna idea de lo que podemos hacer con las tartas sobrantes?


—¡Comérnoslas! —gritaron varios alumnos, a la vez.


La profesora sonrió.


—Bueno, bueno, tranquilizaos. Aún tenemos tiempo de tomar un pedazo antes de que suene el timbre. Melanie, por favor, trae unos platos. Thomas, los cubiertos de plástico están en el armario que se encuentra encima de ti. Venga, rápido, moveos... Pero, ¿qué tarta vamos a cortar?


Era viernes, y todo el mundo estaba contento. Casi todos los alumnos levantaron las manos para que la profesora se decidiera por sus tartas. Paula y Fred, en cambio, no compartían el entusiasmo de los demás. Y la profesora lo notó. Sonrió hacia y ellos y preguntó:
—¿Qué estáis escondiendo? Venga, apartaos para que pueda verlo... oh, Dios mío...


La profesora miró la tarta con el gesto de repugnancia más evidente que Paula había observado en toda su vida. Y no era para menos. Fred había hecho un gran trabajo intentando arreglar lo inarreglable; había intentado nivelar la superficie poniendo nata extra en algunas partes y había mejorado bastante el aspecto inicial, pero no era Houdini. A pesar de sus esfuerzos, si alguien la hubiera puesto en un cercado con ganado, la gente habría pensado que se trataba de otra cosa.


—Es culpa mía —se apresuró a decir Paula—, no de Fred. Yo soy la responsable de la tarta. Fred sólo se ha encargado de la decoración y de la nata, y es seguro que sabrá muy bien. Le ruego que nos califique por separado para que...


—No, eso no es cierto, yo también soy responsable —declaró Fred—. Y la calificación debe ser para los dos.


La anciana profesora se ajustó el cuello de su jersey rosa, intentando encontrar las palabras adecuadas. Pero, cuando parecía que iba a hablar, miró la tarta y miró a los dos alumnos y sonrió. Y su sonrisa se convirtió, en seguida, en carcajadas.


Fue la excusa que necesitaba toda la clase para unirse a la fiesta. Automáticamente, todos empezaron a hacer bromas al respecto. Unos sugirieron que donaran la tarta al equipo de lanzamiento de disco. Otros, que la utilizaran como yunque en una herrería. E incluso alguno tuvo el atrevimiento de sugerir que la pusieran en la silla del director, para que se llevara una sorpresa cuando se quisiera sentar.


Cuando la clase terminó, se encontró con Carolina a la salida.


—Estás en la clase de Alfonso, ¿verdad? —preguntó Carolina.


—Sí. ¿Cómo lo sabías?


Paula pensó que cabía la posibilidad de que Pedro le hubiera hablado de ella.


—Lo sabe todo el mundo. Has roto sus normas y has vivido para contarlo. Todo el mundo habla sobre ello.


—No sé por qué, la verdad. Desde entonces, he sido una alumna modélica.


Pedro Alfonso era un profesor estricto, pero había descubierto que también era un excelente profesional. De hecho, comenzaba a disfrutar de sus clases.


—Mmm... eso no es lo que dice mi hermano —sonrió la joven.


—Muévete, Sabrina —dijo alguien, a sus espaldas.


Paula comprendió que estaban bloqueando el paso y se apartó. Entonces vio a un chico alto y atractivo, de pelo tan negro como su cara cazadora de cuero. Más que un jovencito, parecía un hombre. Por la edad que parecía tener, imaginó que había repetido el curso más de una vez.


No era la primera vez que lo veía; se sentaba a menudo con Carolina, durante la comida, y Pedro los miraba con cara de pocos amigos.


Paula comprendió el motivo de la desconfianza de Pedro


Carolina miraba al joven con evidente fascinación. El chico le apartó un mechón de la cara, dijo algo que no pudo entender y metió algo en uno de los bolsillos de Carolina. Fue un movimiento casi imperceptible, que Paula no habría notado si no se hubiera encontrado tan cerca de ellos.


—Oye, Carolina... —dijo Paula.


Carolina se apartó del joven, con cierto gesto de alivio. En cambio, el chico parecía irritado.


—¿Quieres sentarte a comer conmigo? —preguntó Paula—. Hay sitio de sobra en la mesa.


Eliana y Paula habían empezado a comer juntas en una mesa vacía. Pero se estaba llenando de gente a una velocidad asombrosa.


—Carolina se sienta conmigo, preciosa —dijo el joven.


Paula se volvió hacia él y lo miró. Y en aquel momento sucedió algo inesperado. Los ojos azules del joven le recordaron a un individuo muy distinto. Volvió a regresar al pasado, volvió a ver un cuchillo que brillaba a la luz de la luna y se sintió desfallecer.


—Sabrina... ¿Te encuentras bien? —preguntó Carolina.


Paula parpadeó, confusa, y respiró profundamente.


—Sí, sí, no es nada. Supongo que necesito comer algo, eso es todo.


—Por un momento he pensado que estabas de tripi —dijo el joven.


—No suelo drogarme —declaró Paula.


El joven sonrió.


—De modo que eres una buena chica, ¿eh?


—Sólo una chica inteligente —puntualizó ella.


—Sea como sea, no nos hemos presentado. Soy Bruce Logan. Y tú debes de ser la chica de California de la que tanto he oído hablar...


—Supongo que sí. Lamentablemente, no he oído hablar de ti —declaró ella, sólo por molestar—. Pero volviendo a lo que estaba diciendo, Carolina... ¿te gustaría comer conmigo?


Carolina tampoco tuvo ocasión de responder esta vez. Tony Baldovino se acercó al trío y se dirigió a Bruce.


—Vaya, por fin te encuentro —dijo—. Tengo que hablar contigo, tío. Casi me he quedado sin... bueno, ya te lo diré más tarde.


Bruce pasó un brazo por encima de los hombros de Carolina.


—Estaré contigo enseguida— dijo, antes de volverse hacia Paula—. Ya te he dicho que Carolina se sienta conmigo, a menos que yo diga lo contrario. Se lo estás pidiendo a la persona equivocada.


Paula arqueó una ceja.


—No, no me he equivocado. Se lo estoy preguntando a ella, no a ti. Y estoy segura de que es perfectamente capaz de decidir por sí misma, ¿verdad, Carolina?


Carolina se ruborizó y miró a Bruce y a Tony con nerviosismo, antes de responder.


—Bueno... tal vez podríamos comer juntas en otra ocasión.


Los ojos de Bruce brillaron, triunfantes.


—Claro, cuando quieras —dijo Paula.


Bruce sonrió con insolencia.


—Si quieres, puedes sentarte en mi mesa. Está llena, pero podrías acomodarte en mi regazo.


—Buena idea —dijo Tony, sonriendo.


—¿Qué te parece, preciosa? —preguntó Bruce—. Seguro que nos llevaríamos bien.


—Lo dudo —dijo Paula, con tranquilidad.


—Creo que eso es una negativa —dijo Tony.


—¿Estás segura? —preguntó Bruce, sin dejar de mirarla—. Piénsalo, pequeña. No sabes lo que te pierdes.


Bruce se llevó una mano a la entrepierna, y Paula la miró con desprecio.


—Lo sé de sobra. Si fuera tan grande como tu ego, cabría la posibilidad de que me sintiera tentada. Pero es evidente que no es así.


Tony estalló en una carcajada, y Paula volvió a mirar a Carolina.


—¿Estás segura de que no quieres sentarte conmigo?


Carolina negó con la cabeza.


—Como quieras. De todas formas, te recuerdo que la invitación sigue en pie. Puedes sentarte conmigo cuando quieras.


Bruce la miró con abierta hostilidad, pero Paula mantuvo la mirada de Carolina hasta que la joven asintió. Después, se despidió de Tony y se alejó.


—¿Quién se ha creído esa bruja que es? —oyó que decía Bruce, a sus espaldas.


Carolina respondió algo que Paula no pudo entender, y lo lamentó, porque le habría gustado oír la respuesta. 


Últimamente, no sabía quién era. Sólo sabía que ya no era la antigua Paula.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 10




Pedro contempló toda la escena desde la pared del fondo de la cafetería, en la que estaba apoyado. Resultaba evidente que Sabrina había causado un gran revuelo entre las jóvenes que estaban sentadas a la mesa; sus gestos de incredulidad, o de rabia, lo decían todo.


Al parecer, Sabrina no era una joven que pasara desapercibida.


Acababa de poner en su sitio a un pequeño grupo de alborotadoras cuando vio que Jesica y Sabrina se acercaban a la mesa de las «elegidas». Pero lo que más llamó su atención fue la presencia de Eliana. Y no se arrepintió de haber contemplado la escena; había sido como una película del gran Griffith, sin sonido. Un drama puramente visual. 


Pero no necesitaba subtítulos, ni sonido, para entender lo que había pasado.


Las brujas de la mesa de Wendy se habían burlado de Eliana, y la nueva alumna de California les había hecho frente. Era algo asombroso, e hizo que se sintiera muy satisfecho, sobre todo después de haber contemplado la profunda tristeza de Eliana.


Mientras observaba a Wendy, pensó que nunca la había visto tan humillada. Ni siquiera cuando tuvo que ponerla en su sitio, después de que intentara besarlo. La joven rubia era una enemiga temible, sobre todo cuando no se estaba sobre aviso.


Frunció el ceño y observó a Sabrina. Sonreía con confianza, y caminaba como una pantera que acabara de matar a una presa.


Al parecer, era perfectamente capaz de enfrentarse con éxito a Wendy. Pedro la observó con evidente interés, mientras la joven caminaba hacia el lado opuesto de la cafetería; pero, cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, apartó la mirada.


No podía creer que estuviera admirando su precioso cuerpo, ni el vestido de terciopelo que se ajustaba a sus curvas. Era una alumna, y la mayor parte de los estudiantes aún lo miraban con desconfianza por la falsa denuncia de Wendy. 


Lo sucedido le había afectado tanto que ya ni siquiera sonreía a las jóvenes; y, desde luego, no las tocaba nunca ni permanecía a solas con ellas en ninguna habitación.


Una vez más, se apoyó en la pared y miró a su alrededor. 


Casi esperaba que alguien lo estuviera mirando con desaprobación, pero sólo se encontró con la mirada de Carolina, que arqueó una ceja. Pedro hizo un esfuerzo por controlar su incomodidad y miró a Bruce Logan antes de volver a mirar a su hermana. Estaba buscando alguna excusa para librarse de Bruce, un niñato rico con fama de mujeriego que no quería que se acercara a su hermana.


En todo caso, Carolina entendió el mensaje y apartó la mirada. 


Carolina había dejado bien claro que no quería que interviniera en sus relaciones personales en el instituto, pero Pedro no estaba dispuesto a pasar por alto que estuviera comiendo con semejante canalla.


A pesar de todo, Pedro se relajó. Esta vez había tenido suerte. Había salido con bien de la denuncia de Wendy, pero a pesar de todo sabía que pasaría bastante tiempo antes de que recobrara la confianza de los demás, y no podía poner en peligro su situación, sobre todo porque su hermana aún estaba en el instituto.


Sin embargo, se animó un poco al pensar en su futuro. 


Había enviado un guión a Irving Greensbloom. La secretaria del agente le había comentado que normalmente contestaban a los autores de guiones no solicitados en un plazo de seis a doce semanas, y estaba dispuesto a esperar.


Pedro se apartó de la pared y comenzó a dar la vuelta habitual por el comedor. Mientras caminaba, pensó que no debía hacerse ilusiones. Aunque el agente de Los Ángeles decidiera responderle, las posibilidades de vender el guión de Free Fall eran muy escasas. De todos modos, estaba preparado y sabía que podría soportar una negativa. En cambio, no estaba preparado para algo que había descubierto recientemente: enseñar ya no le divertía. En el pasado, la enseñanza lo había sido todo para él; pero sólo quedaba un rescoldo, y débil, de aquella pasión.


A escasa distancia vio que un chico estaba lanzando patatas fritas al aire. Era Tim Williams, pero Pedro decidió no intervenir y pensó que el alumno tenía suerte de que estuviera cansado de ser el malo de la película.


Poco después, un cabello rojizo llamó su atención. Su pulso se aceleró, algo que le disgustó en extremo; y aún se sintió más incómodo cuando se dio cuenta de que, por alguna razón, no podía variar la trayectoria. Se sentía irremisiblemente atraído por Sabrina, aunque intentó justificar su actitud pensando que sólo estaba preocupado por Eliana. 


La joven estudiante estaba comiendo con la recién llegada.


Parecía que mantenían una conversación interesante. Al menos, Sabrina estaba hablando. Eliana se limitaba a escuchar, con una mirada sospechosamente brillante. La joven asintió en determinado momento, y para desesperación de Pedro, derramó una lágrima que resbaló lentamente por una de sus mejillas.


Sabrina tomó las manos de Eliana, se echó hacia delante y dijo:
—Hazme caso.


Eliana asintió de nuevo, sonrió con debilidad y acto seguido hizo algo que Pedro no esperaba: rió. No fue una carcajada en toda regla, pero su juvenil rostro se iluminó.


Pedro miró la sonrisa de Sabrina, igualmente brillante, y sintió algo en su interior que no pudo definir. Algo muy intenso.


Se dio la vuelta con rapidez y se dirigió, de nuevo, a la pared. Sólo faltaban diez minutos para que terminara su turno; entonces podría comer. Su madre le había preparado un asado el día anterior, y llevaba una buena ración en un recipiente de plástico. Valeria lo hacía porque necesitaba sentirse útil, y su hijo lo sabía.


Aunque su madre cocinaba muy bien, Pedro habría preferido cocinar y encargarse de las labores de la casa personalmente; de ese modo, habría podido pasar más tiempo con Carolina. Su hermana estaba en una edad problemática, y necesitaba que la apoyaran.


Pero a pesar de la preocupación que sentía por su familia, el profesor se sorprendió, de nuevo, mirando a Sabrina.


Una vez más, apartó la mirada con rapidez y decidió que saldría al exterior y que comería en algún lugar tranquilo y apartado. Necesitaba tiempo para pensar, tiempo para examinar sus emociones y para recordarse a sí mismo que debía respetar el código deontológico de todo profesor. Tenía que recobrar la compostura y su expresión inescrutable.


Y debía hacerlo antes de entrar en la clase de Sabrina.




martes, 15 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 9





Al día siguiente, Paula guardó sus textos legales y el libro para aprender español en un cajón y saco Las uvas de la ira y el libro de texto de la case de ciencias. El edificio en el que se encontraba tenía varias ventajas en comparación con la sede del instituto; las taquillas de los alumnos tenían cerraduras de combinación, y por si fuera poco el moderno edificio disponía de una cafetería y de un pequeño restaurante. Pero si no se marchaba con rapidez, tendría que comer en diez minutos para no llegar tarde al resto de las clase.


Paula movió la cabeza en gesto negativo y se puso a la cola, como todos los alumnos. Pensó que Marcos habría encontrado muy divertida la situación. Después de haber disfrutado de los mejores restaurantes de Dallas, y de la comida de los mejores chefs, se encontraba en la cola del comedor de un instituto.


Sabía que a Marcos siempre le había impresionado el trato de preferencia que recibía en los locales públicos. Paula había ganado una merecida reputación en su gremio, y sus contactos con los medios de comunicación podían ser de gran ayuda para un joven político. 


Tal vez por eso, sabía que le iba a pedir que se casara con él. A fin de cuentas tenían muchos intereses en común.


Sin embargo, Paula también sabía que el interés no era una base suficiente para mantener una relación.


En cualquier caso, frunció el ceño y decidió dejar de pensar en aquellos términos, mientras la cola avanzaba. Se dijo que la relación que había mantenido con Marcos había sido la más hermosa de su vida, aunque no estuvieran locamente enamorados.


—¡Sabrina! Espera un momento...


Paula se volvió. Era Jesica, una chica de pelo rubio que también asistía a las clases de Alfonso.


—Llevas un vestido precioso. Pero no he visto nada parecido en las tiendas de la zona. ¿Dónde compras?


—Donde puedo —respondió—. Esto lo compré en San Diego.


—¿Eres de San Diego? Yo estuve allí el verano pasado, para visitar a mi tía. Me gusta mucho esa ciudad.


—Sí, a mí también. Pero volviendo al tema de la ropa... —dijo, para cambiar la conversación— ¿cuál es el mejor sitio para comprar cosas interesantes en esta zona?


Jesica mordió el anzuelo y le dio una larga lista de tiendas de moda. Paula apreciaba mucho los esfuerzos de su amiga Donna, pero aquel día se había sobrepasado un poco con el vestido de terciopelo, especialmente porque contrastaba mucho con su pelo rojo.


—¿Quieres que nos sentemos juntas hoy? —preguntó la joven—. He hablado con Wendy y ha dicho que te reservará una silla en su mesa.


—Gracias, me encantaría. ¿Quién es Wendy?


—Wendy Johnson.


—¿Debería conocerla?


—Pues claro... es la novia de Tony Baldovino, la chica más popular del instituto. Además, quiere conocer a la persona que se ha atrevido a enfrentarse a Alfonso. Wendy también lo odia.


—De todas formas, creo que Alfonso no es tan malo como pensaba.


—Confía en mí, es peor de lo que pensabas. El año pasado fue tutor personal de Wendy, y se excedió con ella.


Paula la miró. No podía creer que Alfonso fuera capaz de hacer algo así.


—Alfonso le ofreció a Wendy un aprobado si se acostaba con él —continuó la joven—. Pero no había testigos, de modo que no lo juzgaron. Oh, vaya... hemos llegado tan tarde que casi no queda comida. ¿Te apetece un poco de pizza?


—No, gracias, prefiero algo más ligero.


—Bueno, cuando termines aquí reúnete conmigo en la parte de atrás y te llevaré a la mesa de Wendy.


Paula asintió, distraída, y pensó que había algo que no encajaba en aquella historia. Alfonso era un profesor rígido, pero sospechaba que completamente incapaz de abusar de una joven. 


Además, sólo un loco o un idiota arriesgaría su futuro profesional por sobrepasarse con una alumna.


—Eh, muévete —protesto un chico, a sus espaldas.


Paula avanzó en la cola. Estaba detrás de una chica de cabello castaño. Era muy bonito, pero con un peinado excesivamente conservador. 


Además, la ropa que llevaba hacía que pareciera más gruesa.


Ella había actuado del mismo modo cuando tenía su edad. Intentaba ocultar su sobrepeso con prendas inadecuadas, sin éxito. Pero dudaba que aquella chica quisiera aceptar un consejo, y mucho menos de una completa desconocida.


Entonces, la joven miró hacia un lado y Paula pudo ver su perfil. Era una compañera de clase.


—¿Eliana? —dijo Paula—. Soy Sabrina Davis. Estamos juntas en la clase de literatura.


—Sí, lo sé.


Paula sonrió.


—Supongo que impresioné a la gente con mi actitud, pero no volveré a llegar tarde a clase.


—¿Has conseguido que te cambien los horarios?


—Sí, claro.


Eliana arqueó una ceja.


—Qué raro. En general no suelen cambiarlos con tanta rapidez.


—Supongo que he tenido suerte —explicó Paula.


No podía decirle que una de sus mejores amigas trabajaba en la dirección del instituto, así que optó por una estrategia de distracción.


—Tienes un pelo precioso.


La joven la miró con desconfianza, como si pensara que le estaba tomando el pelo.


—Lo digo en serio —continuó ella—. Mira cómo brilla a la luz... Tiene un color tan bonito que podrías hacer anuncios de champú.


—Si tú lo dices... preferiría tener tu pelo.


—¿Mi pelo? Bueno, ¿qué te parece si te lo tiñes el miércoles? Ponte algo de color crema y asombrarás a todo el mundo.


En aquel momento, Paula oyó que se había armado un pequeño revuelo en una mesa cercana, llena de chicas. Dos hombres avanzaron hacia la mesa. Uno de ellos era Pedro Alfonso, que avanzó por el comedor con toda la confianza del mundo. Llevaba pantalones marrones, camisa a juego y una corbata, también en tonos marrones. Paula pensó que Alfonso habría roto muchos corazones más si hubiera tenido tanto gusto con la ropa como Marcos. Tenía carisma, un cuerpo excelente y confianza.


Y por si fuera poco, resultaba muy masculino.


—¿Qué está haciendo aquí? Pensaba que los profesores comían en la sala de arriba.


Paula se refería a una sala separada del comedor, y un poco más elevada, donde comían veinte adultos, ajenos al caos del comedor de los jóvenes.


—A Alfonso y al señor Williams les ha tocado ser supervisores del comedor durante unos días. Pero no intervienen nunca a menos que alguien se exceda.


Paula volvió a mirar a Pedro.


El profesor se había acercado a la mesa de las chicas y estaba hablando con ella. Las chicas lo miraban más con admiración que con respeto, como si su atractivo fuera aún más intenso en las distancias cortas.


De todos modos, Paula intentó pensar en otra cosa. Al fin y al cabo, desarrollar un interés personal por Pedro sería algo estúpido y desleal. 


Sabía que le gustaba a Donna. Conocía bien a su amiga, y era consciente de la profundidad de su interés.


—No me gustaría estar en su lugar —dijo Paula, en voz baja.


—No creas. Alfonso será justo con ellas.


—Suena como si te cayera bien ese cretino...


—Bueno... creo que es un buen profesor. Estricto, desde luego, pero muy bueno. Me cae bien porque se preocupa por nosotros y por su trabajo. Quiere que aprendamos.


El sincero comentario de la joven hizo que la estima de Paula creciera.


—¿Puedes sentarte a comer conmigo, o te sientas en algún sitio en concreto?


—¿Quieres que me siente contigo? —preguntó Eliana, asombrada.


—Si quieres, sí. Pero primero tendrías que servirte algo de comer.


Paula rió y la empujó ligeramente para que se sirviera.


Cada comida en el comedor era una verdadera batalla. Paula dejó su bandeja sobre las barras de hierro del autoservicio y observó la comida que había elegido: un poco de ensalada de patata, un filete, un pedazo de tarta de chocolate, una botella de agua mineral y una manzana. Pagó la cuenta y luego hizo un gesto a Eliana para que la siguiera.


Jesica la estaba esperando.


—¿Ya lo tienes todo?


—Sí —respondió Paula—. ¿Sabes si hay más sitio en la mesa?


—¿Por qué lo dices?


—Porque le he pedido a Eliana que se siente con nosotras.


Jesica miró a Eliana como si fuera la primera vez que reparaba en ella. Acto seguido, miró a Paula de nuevo, sin decir nada, y se dirigió a la zona izquierda del comedor.


—Creo que será mejor que me siente en otro sitio —dijo Eliana—. No me importa, en serio.


—No, no, espera... Estoy segura de que cabremos todas en la mesa. Venga, será divertido.


Las mesas eran rectangulares, y en cada una de ellas cabían doce alumnos. Varios estudiantes saludaron a Jesica por el camino; al parecer, era bastante popular. En cambio, nadie saludó a Eliana; la chica avanzaba cabizbaja, como si se dirigiera al patíbulo.


Paula no había recordado, hasta entonces, que la jerarquía que se establecía en los comedores de Estados Unidos era muy rígida. Seguramente iban a sentarse en «la mesa de Wendy», e imaginaba que no les gustaría que Eliana estuviera presente.


En la mesa había ocho chicas, que ni siquiera levantaron la mirada de sus platos cuando apareció Paula. Todas ellas eran atractivas, delgadas y elegantes. Pero una de ellas irradiaba un carisma especial; resultaba evidente que estaba ante la niña mimada del instituto Roosevelt.


La chica más popular del lugar era una joven extremadamente bella, tal y como esperaba. 


Tenía el pelo de color rubio platino, y rasgos de muñeca de porcelana. Por si fuera poco, sus ojos eran de color esmeralda, y sus rasgos, perfectos. En cuanto a su cuerpo, no era el cuerpo de una quinceañera: era el cuerpo de una mujer. De hecho, parecía mayor de lo que realmente era.


—Wendy, te presento a Sabrina Davis. Sabrina, te presento a Wendy Johnson.


Jesica también le presentó al resto de las presentes, pero Paula no se quedó con los nombres.


—Tony me ha contado lo que hiciste en la clase de Alfonso —dijo Wendy—. Estoy impresionada, sinceramente. Me habría gustado ver la cara de ese cretino.


—Creo que me excedí. De hecho se portó bastante bien conmigo, a pesar de lo que hice.


Wendy la miró con sorpresa y disgusto.


—Ese hombre es un cerdo —espetó—. Deberían haberlo expulsado.


—Entonces, ¿por qué no lo han hecho?


Los ojos de Wendy brillaron con irritación.


—Porque yo fui la única chica del instituto que tuvo el valor de denunciarlo ante el director.  Aunque por tu actitud sospecho que no me crees.


No era una pregunta, sino una afirmación. Paula pensó que era una chica perceptiva, pero no le sorprendió. Las personas con poder solían ser perceptivas. Era una cualidad muy útil para manipular a los demás.


—Todas las historias tienen varios puntos de vista —comentó Paula, antes de cambiar de conversación—. En fin, será mejor que me siente. Esta bandeja pesa demasiado.


Varias chicas rieron, pero la sonrisa de Wendy fue bastante falsa.


—Jesica, apártate para que Sabrina pueda sentarse frente a mí.


Jesica obedeció y miró a Eliana con cierto nerviosismo. Paula recordó a la chica con la que había estado hablando e hizo un gesto para que se acercara.


—He invitado a alguien para que se siente con nosotras. Supongo que ya conocéis a Eliana, ¿verdad?


Las jóvenes se miraron entre sí con incredulidad.


—Oh, vamos, será una broma, ¿verdad? —preguntó una de ellas.


—Todos conocemos a Eliana —dijo otra chica—. Eliana la empollona.


—Sí, claro, la niña lista, ¿verdad, Eliana? —se burló otra.


Wendy miró fijamente a Paula y dijo:
—En esta mesa sólo pueden comer las personas que yo invite. Estoy segura de que Eliana lo comprenderá. ¿Verdad, Eliana?


Eliana bajó la mirada, en un gesto tímido que Paula comprendió muy bien, y se alejó de la mesa.


—No te preocupes, Sabrina, estará bien —dijo Wendy—. Vamos, siéntate.


Paula miró a las jóvenes con evidente desaprobación. Su actitud era indignante.


—No os comprendo. ¿De verdad creéis que herir a Eliana os hace más listas, o más populares? ¿Sois tan ingenuas como para creer que eso hace que esta mesa sea más especial?


—Vamos, no exageres —declaró Wendy—. Eliana es una perdedora y tenemos que cuidar de nuestra reputación.


—Sí, claro. Reputación de crueles y de groseras.


—¿Groseras? —preguntó Wendy—. ¿De dónde has sacado esa palabra?


Paula comprendió que había utilizado una palabra demasiado seria para un grupito de adolescentes, de modo que intentó corregir la situación.


—En California todos usamos esa palabra como si fuera de argot. Seguro que el año que viene también se utilizará en Texas.


—Texas es tan aburrido... —se quejó otra de las chicas.


—Cállate, Pamela —espetó Wendy.


—¿Lo ves? Vuelves a ser grosera otra vez —dijo Paula, con ironía—. Oh, lo siento, había olvidado que no te gusta esa palabra. Pero espera un momento, ya lo tengo... ¿prefieres que te llame bruja asquerosa?


Wendy se ruborizó, llena de ira.


—¿Quién te crees que eres para hablarme de ese modo? Eres patética y estúpida. Esta mesa es especial. Podías haberte sentado aquí y ser una privilegiada durante el resto del curso, pero eres una perdedora.


—Te equivocas. Si me siento contigo, la gente pensará que soy como tú. Y sinceramente, prefiero sentarme con Eliana. Ya ves, yo también tengo que cuidar mi reputación.


Paula se volvió y se alejó con absoluta tranquilidad. Acababa de enemistarse con la chica más popular del instituto, un hecho que la habría destrozado nueve años antes. Pero ahora una mujer madura, y tenía una perspectiva de las cosas mucho más adecuada.


Su sonrisa creció a medida que avanzaba. 


Empezaba a pensar que su segundo paso por el instituto iba a resultar muy divertido.