martes, 15 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 8




Paula estaba contemplando el ventilador del techo, tumbada en el sofá de su nueva casa. 


Había llegado a la conclusión de que cualquier persona que le siguiera el rastro podría dar con la casa de Donna, así que habían decidido que se escondiera en la casa de su abuela, justo detrás de la propiedad de los Kaiser.


De ese modo, Donna podía ir a verla con la excusa de visitar a su abuela, sin despertar sospechas. Además, la casa estaba muy cerca del instituto y podía ir y volver andando.


Se frotó uno de los pies y miró a su amiga.


—Te aseguro que he armado un lío tremendo. Entre las opiniones políticas que he dado en la clase de sociología y mi enfrentamiento con Alfonso, Sabrina Davis debe de ser la comidilla de todo el instituto.


—Bah, los alumnos tienen mala memoria —dijo Donna—. Seguro que no ha sido tan malo.


—Lo ha sido, en serio. He adquirido la sana costumbre de decir lo que pienso, y de lograr que los adultos me escuchen. Hacer de alumna de un instituto va a resultar mucho más difícil de lo que había pensado. ¿No podrías cambiar mi horario? No quiero llegar tarde a las clases de Alfonso. Seguro que tiene una lista con los nombres de los alumnos más conflictivos en la sala de profesores; y si es así, habrá subrayado mi nombre con un rotulador rojo. No puedo creer que alguien tan... tan...


—¿Atractivo?


Paula no respondió. Sencillamente, no podía quitarse aquel rostro de la cabeza.


—¿Trabajador? —siguió preguntando su amiga—. ¿Honrado? ¿Inteligente? Vamos, Paula, tienes que admitir que es una joya.


Paula entrecerró los ojos.


—Sí, pero es demasiado conservador.


—Te equivocas. Es un gran tipo.


Algo en el tono de voz de su amiga hizo que Paula la mirara con interés. Donna era una mujer preciosa, de cabello rojizo; a pesar de que acababa de llegar del trabajo, parecía tan fresca como si se acabara de levantar. Era algo asombroso. Y su traje azul estaba tan impecable como si acabara de llevarlo a la tintorería.


—¿Estáis saliendo? —preguntó Paula

.
—Bueno... hemos salido a tomar algo un par de veces —respondió Donna, con ojos brillantes.


—Es un obseso del control. Te aseguro que cuando me meta en la cama esta noche aún estaré oyendo esa ridícula campanilla. En lugar de un profesor parece un recepcionista llamando a un botones.


Donna rió y se echó el pelo hacia atrás.


—Sí, puede que Pedro sea un poco estricto, pero admiro su sentido de la responsabilidad. Ha sido como un padre para su hermana Carolina, y por lo que sé, se ha desvivido por ayudar a su madre durante los últimos años. Su situación familiar es algo complicada.


—¿Su madre está enferma?


—Físicamente no. He tenido ocasión de hablar con ella varias veces, siempre por cuestiones relacionadas con su hija. Carolina es una chica muy problemática, pero Valeria no quiere enfrentarse a ello. La última vez que insinué que hablara con ella, para que variara su actitud, se lavó las manos y puso toda la responsabilidad en Pedro.


—¿Cuántos años tiene Pedro? ¿Treinta y tantos?


—Treinta y dos.


—Mmm...


Paula pensó que Pedro tenía demasiados problemas familiares y que no podía ser un buen partido para Donna, así que decidió interesarse por su último novio conocido.


—Por cierto, ¿qué ha pasado con David, el banquero?


Donna rió.


—Se casó hace dos años con una cliente importante y dejó el trabajo para convertirse en su «asesor financiero». Espero que le vaya bien —añadió con ironía.


Paula sintió cierta vergüenza. Se había concentrado tanto en su trabajo, durante los últimos años, que no se había interesado demasiado por los problemas de sus amigos. Ni siquiera por los problemas de Donna, su mejor amiga.


—Siento haberte involucrado en este lío, Donna. Pero no sabía qué hacer, no sabía a quién acudir. Te agradezco todo lo que estás haciendo por mí. Arriesgas tu trabajo, dejas que viva aquí e incluso me compras ropa... no merezco tantas atenciones.


Paula no podía acudir a sus padres, aunque había sido su primera intención. Sabía lo que podía esperar de Denise y de Roberto Chaves: unos cuantos abrazos y varios besos, seguidos de una permanente irritación por haber introducido un elemento de inestabilidad en sus vidas y por interminables peleas entre sus padres, a cuento de lo que Paula debía hacer. 


Llegados a tal punto, Paula se marcharía y ellos ni se darían cuenta. Lo sabía de sobra. A fin de cuentas, había vivido escenas muy similares durante años y años.


En aquel instante, Donna la tocó en el brazo, sacándola de sus pensamientos.


—Mira, cuando murieron mis padres caí en una profunda depresión. Y tú me ayudaste, de algún modo, a salir. Conseguiste que riera y que siguiera viviendo a pesar de todo el dolor que sentía. Me habría hundido si no me hubieras devuelto las ganas de vivir —declaró, con solemnidad—. Me ayudaste a superar la peor crisis de mi existencia, Paula, y te estoy muy agradecida por darme la oportunidad de devolverte el favor.


Paula miró a la preciosa mujer con la que había compartido habitación en la facultad de la universidad de Saint Edward.


—¿El favor? La única que debe algo soy yo. Convertiste a una mujer aburrida y llena de temores en una persona capaz de enfrentarse a cualquier problema.


—No seas tonta. El problema no eras tú, sino tu timidez.


Tras años de vivir con Donna, Paula había asimilado las habilidades sociales de su amiga y su estilo, desde la forma de vestir a los gustos culinarios. Ahora sabía que Donna tenía razón, pero en su juventud no había sido así; Paula había sido una joven tímida, convencida de que los hombres no se acercaban a ella porque estaba gorda. Ahora comprendía que perder peso no cambiaba a una persona; era una cuestión de actitud, de confianza.


No obstante, el problema de su juventud había servido para algo positivo. Había asumido el poder de la imagen, y la manera en que ésta podía cambiar las reacciones y actitudes de los demás, así que había centrado su carrera en profundizar ese ámbito del conocimiento.


De repente, Donna se levantó y dijo:
—Si algo ha cambiado en tu vida, para bien, la única responsable eres tú misma, Paula Chaves. No me debes nada.


Paula miró a su amiga, que caminó hacia la cocina, y pensó que no era cierto. Se dijo que encontraría algún modo de demostrarle su gratitud cuando pasara el juicio. Si es que seguía viva para entonces.


Donna había dejado varias bolsas con comida en la encimera de la cocina, media hora antes. 


De modo que tomó la más grande y empezó a meter las cosas en el frigorífico, de espaldas a Paula.


—Creo que mi abuela se alegra de que hayas venido. Es obvio que le preocupa tu situación, pero ahora la veo más a menudo.


—Es un encanto. Le agradezco que me permita vivir en su casa. Y la señora Anderson también ha sido encantadora. Me ha traído dulces caseros dos veces.


—Sabía que se convertiría en tu bienhechora en cuanto conociera tu historia. Al fin y al cabo ama a los niños.


La señora Anderson, el ama de llaves, pensaba que Paula era algo así como una bisnieta que necesitaba estar en un lugar tranquilo para acabar sus estudios. Le habían dicho que los padres de Paula no podían tenerla en casa porque acababan de divorciarse.


—Estoy segura de que la llamada que hiciste a la policía habrá revuelto unos cuantos asientos —dijo Donna, con seriedad—. Nadie ha venido todavía a hacer preguntas, pero no podemos relajarnos. Tenemos que mantenernos en guardia.


Habían decidido que se pusiera en contacto con Tomas Castle, el fiscal, para que supiera que Paula estaba viva y dispuesta a declarar en el juicio. Tomas se había empeñado en que Paula se pusiera bajo la protección de la policía, otra vez, hasta que llegara la fecha del juicio, pero Paula no había aceptado. De hecho habían calculado la duración de la llamada para que no pudieran rastrearla.


—Intentaré traer comida todos los fines de semana —dijo Donna, cambiando de conversación—. Pero si te quedas sin ella o si quieres algo especial, llámame por teléfono. Ah, por cierto, espero que sigas siendo adicta a los productos bajos en calorías, porque casi todo lo que he comprado entra en esa categoría. ¿Te parece bien?


Paula no podía creer que le preguntara algo así. Iba a alimentarla, a vestirla y a proporcionarle un hogar durante cuatro meses, y a pesar de todo le preocupaba que no le pareciera adecuado. 


Sabía que Donna era rica; había heredado una enorme fortuna cuando sus padres se mataron, en un accidente de tráfico. Pero ésa no era la cuestión. Aunque le sobrara el dinero, lo hacía porque era una mujer generosa y solidaria, una amiga en el sentido más profundo de la palabra.


Donna se volvió y la miró como si le hubiera leído el pensamiento.


—Ah, y no te sientas culpable. Te aseguro que estoy guardando todas las facturas, para que lo pagues todo cuando salgas de este lío —bromeó—. Te prohíbo que salgas a comprar cosas por tu cuenta.


—De acuerdo, de acuerdo.


—Me alegro de que lo entiendas. Ayudarte no es un acto de caridad. Me has dado una ocasión perfecta para tomarle el pelo a esa sabelotodo de Linda, la que trabaja en secretaría. Sólo necesité tres intentos para acceder a los archivos del instituto. Linda habría tardado todo un día, aunque dudo que hubiera sido capaz de encontrar la contraseña. Cree que es una especie de hacker, pero yo sé mucho más de informática que ella.


—Tienes razón.


—Y tanto. Además, es tan vaga que no se toma ninguna molestia. Ni siquiera se molestó en comprobar la carta en la que envíe los documentos. Me esforcé para conseguir un sobre con el matasellos de San Diego, y una dirección de respuesta, y ni siquiera lo miró.


Paula sonrió, se levantó y se dirigió a la cocina.


—Eres genial. No sé cómo has conseguido registrarme en el instituto con una nueva identidad, y no sé si quiero saberlo, pero admiro tu talento. Gracias.


—De nada. Yo también admiro tu talento. Lo estás haciendo muy bien. Acertaste al decidir que sería mejor que aparecieras en clase con tu estética habitual; no habrías quedado muy bien disfrazada de jovencita de buena familia.


—¿Estás diciendo que no soy de buena familia, sólo por mi aspecto? —sonrió—. Pues te recuerdo que fuiste tú quien me enseñaste a vestir bien. Por cierto, ¿has comprado el tinte que te pedí?


—Sí, está en una de las bolsas. A todo esto, has acertado en la elección del color de tu pelo.


—No sé... tal vez debería haberme teñido de rubio.


—No, en absoluto. A primera vista, ni siquiera yo podría reconocerte. Aunque debo admitir que tienes un aspecto diferente. Yo diría que Sabrina Davis parece... una estrella del rock. En todo caso, das una imagen muy distinta a la habitual, opuesta a la imagen clásica de una ejecutiva.


Mientras sacaba las cosas de las bolsas, Paula pensó que todo aquello era bastante curioso. En la caracterización del personaje de Sabrina estaba rompiendo muchas más normas que en su trabajo como relaciones públicas en Worldwide Public Relations. Le habría gustado saber lo que habría pensado Marcos de haberla visto.


—¿Quién es Marcos? —preguntó su amiga.


Paula miró a su amiga con asombro. Al parecer, había pronunciado su nombre en voz alta mientras pensaba. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando comprendió que era la primera vez, desde que contempló la muerte de Luis, que pensaba en Marcos.


—Has palidecido... —continuó Donna—. ¿Es que Marcos es el hombre que intentó matarte?


—No, en absoluto —respondió ella, con una débil sonrisa—. Marcos es el hombre que intentó casarse conmigo.


BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 7




A las cinco y media de la tarde, Pedro aparcó su vehículo. Pero no apagó el motor de inmediato. 


Permaneció en el interior unos minutos, escuchando el sonido de su viejo utilitario. Por un momento sintió el deseo de volver a la autopista y seguir su camino, sin parar, hasta llegar a Los Ángeles. A fin de cuentas, era donde quería estar. Quería estar cerca de los profesionales del cine, labrándose un futuro como guionista, lejos, muy lejos de allí.


Se hubiera sentido algo mejor si hubiera terminado de pagar, al menos, los plazos de su casa. Pero su modesto salario no daba para más. Sin embargo, sólo faltaban dos años para que fuera suya, y su hermana terminaría los estudios en tres, así que las posibilidades que se abrían en su futuro bastaron para que se acelerara su corazón.


Apoyó la cabeza en el asiento, cerró los ojos y se dejó llevar por su fantasía preferida. Imaginó que podía despertar por las mañanas tan tarde como quisiera, y que luego se reunía con su agente para tratar sobre algún guión cinematográfico con éxito, para más tarde volver a casa y trabajar hasta altas horas de la madrugada. Siempre era más creativo por la noche.


Era una fantasía maravillosa. Como estar en el cielo.


Pero no duró demasiado. Alguien dio unos golpecitos en la ventanilla del coche, y Pedro volvió a la realidad.


—¿Pedro?


Pedro abrió los ojos y vio que Valeria Alfonso se encontraba junto al vehículo, con una mano levantada, como si estuviera a punto de volver a llamar. Vera lo miró y Pedro bajó la ventanilla.


—La cena ya está preparada —dijo ella, con irritación—. ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la calma. Pero no le costó demasiado. 


Tenía años de práctica.


—Estaba escuchando el sonido del motor. Necesitaba relajarme con algo.


—Pues déjalo para más tarde y entra en casa antes de que la cena se enfríe. Tu hermana no ha tenido la cortesía de llegar a tiempo, así que empezaremos sin ella.


Antes de que Pedro pudiera hablar, Valeria se dio la vuelta y se dirigió a la entrada de la modesta casa a la que se habían marchado a vivir tras la muerte del padre de Pedro. Valeria era una mujer esbelta, de pelo castaño, y de espaldas parecía una jovencita en lugar de una viuda de cincuenta y tres años.


Sólo cuando la miraba de frente, y contemplaba sus arrugas, recordaba su verdadera edad.


Pedro subió la ventanilla del coche, apagó el motor y tomó su libreta. Sentía curiosidad por saber dónde se habría metido Caro. Sólo tenía quince años y no le gustaba que llegara tarde a casa.


Estaba saliendo del vehículo cuando oyó el sonido de otro coche, que se acercaba. Se volvió hacia él y esperó. Podía oír el inconfundible sonido de unas risas.


Era una camioneta de color negro, que se acercaba a gran velocidad. Cuando el conductor quiso dar la curva de la calle, estuvo a punto de chocar con un coche aparcado. Por suerte, frenó a tiempo; Pedro se sintió intensamente aliviado, porque había reconocido a su hermana, que viajaba en el interior.


—Maldita sea... es el señor Alfonso—dijo alguien.


Pedro se acercó a la camioneta y llamó a una de las ventanillas.


—Sal enseguida, Carolina —ordenó.


Carolina salió de la camioneta y se despidió de uno de sus amigos.


—Gracias por traerme, Tony —dijo.


—Vamos, Tony, arranca de una vez —dijo otro chico, desde el interior del vehículo—. Tengo que estar en casa dentro de cinco minutos.


Pedro miró a Carolina con frialdad, dio la vuelta al vehículo y llamó a la portezuela del conductor, que bajó la ventanilla de inmediato.


Los chicos llevaban tan alto el volumen de la radio que Pedro tuvo que pedirles que la bajaran. Acto seguido, miró en el interior de la camioneta. Temía que estuvieran borrachos, lo que podría haber explicado el accidente que habían estado a punto de sufrir, pero no era así. 


En cualquier caso, resultaba evidente que Tony Baldovino no esperaba encontrarse con él. El atleta más famoso del instituto no estaba muy contento. Pero Pedro, tampoco.


—Hola, Tony, no sabía que Carolina y tú fuerais amigos.


—No lo somos —dijo Tony—. Sólo la conozco de vista. Nos encontramos en el centro y me pidió que la llevara a casa.


—¿Te lo pidió?


—Sí, me pidió que las llevara a ella y a Pame.


—Comprendo —dijo Pedro.


El profesor miró hacia la parte trasera de la camioneta. Los cuatro chicos que viajaban atrás también eran estudiantes del centro. En cambio, no reconoció a las chicas, que lo miraron con evidente interés.


El interés de las mujeres siempre le había agradado en el pasado. Estaba acostumbrado a llamar la atención, incluso entre las quinceañeras del instituto; suponía que a su atractivo personal se sumaba el atractivo de la diferencia de edad, que lo hacía más excitante.


Pero todo había cambiado tras el problema con Wendy; había empezado a coquetear de un modo tan agresivo y persistente con él que no había tenido más remedio que ponerla en su sitio. Nunca había animado a ninguna chica para que coqueteara con él. Y, desde luego, nunca había sentido la tentación de dejarse llevar.


Lamentablemente, sus pensamientos hicieron que recordara a la nueva estudiante, y en términos demasiado inquietantes. De modo que intentó volver a la realidad.


—¿Cuál de vosotras es Pamela?


Una chica rubia levantó una mano.


—La próxima vez que estés con Carolina y que necesitéis que os lleven a casa, dile a mi hermana que me llame por teléfono, ¿de acuerdo? —preguntó Pedro, con una sonrisa.


Las tres chicas sonrieron a la vez, ante el desagrado de los chicos.


—¿Qué problema hay, tío? —preguntó Tony.


—Me llamo Pedro, y el problema es que conduces demasiado deprisa. Si quieres matarte, es asunto tuyo. Pero no tienes derecho a arriesgar la vida de ocho personas más. Como conductor, eres responsable de lo que les suceda.


Tony lo miró con intensidad, desafiante.


—Sólo estábamos divirtiéndonos. No ha pasado nada.


—Esta vez no ha pasado nada —puntualizó el profesor—. En cierta ocasión, cuando tenía vuestra edad, iba en la parte trasera de una camioneta con un par de amigos. También nos estábamos divirtiendo como vosotros, pero el conductor perdió el control. Cuando me di cuenta de lo que había pasado, vi que el fémur de la pierna derecha se me había partido y que había atravesado el muslo y los vaqueros que llevaba.


—Vaya... —murmuraron las chicas.


—Uno de mis amigos salió ileso, sin un solo rasguño. En cambio, mi mejor amigo cayó de cabeza. Pensamos que había muerto. Tenía el cráneo hundido y podíamos ver su cerebro —dijo, mientras recordaba la terrible escena—. Un vecino llamó a la madre de Jimmy, que llegó al lugar antes que las ambulancias. Ella lo quería mucho. Se acercó a él y cuando lo vio se puso a llorar desconsoladamente; lo tomó de una mano, y no quería dejarlo. Ni los vecinos, ni los enfermeros de la ambulancia, ni los médicos, consiguieron que se apartara de él. Al final tuvieron que darle un sedante.


La madre de Pedro también se había preocupado mucho, pero su padre seguía vivo en aquella época, y consiguió tranquilizarla. Fue la última crisis que vivió Bruno Alfonso como cabeza de familia. Dos meses más tarde murió, dejándolos solos.


—¿Y qué le pasó a Jimmy? —preguntó una de las chicas, en voz baja.


—No salió nunca del coma. Aún sigue en el hospital, y su madre va a visitarlo todos los días.


Tal y como esperaba, Tony lo miró con incomodidad.


—Hazme caso, Tony —continuó el profesor—. Deja que tus amigos se burlen de ti si quieren. Que te llamen cobarde, o lo que sea. Cualquier cosa es mejor a que sus madres te llamen asesino por un simple accidente. Prométeme que conducirás con más cuidado de ahora en adelante.


Tony quiso encogerse de hombros, pero no lo hizo.


—Lo haré.


Pedro asintió y extendió una mano. Tony lo miró, y tras unos segundos, estrechó la mano del profesor.


Satisfecho con la responsabilidad recién adquirida de Tony, Pedro se apartó y observó la camioneta mientras se alejaba a cuarenta kilómetros por hora. Al menos, mantuvo la velocidad hasta que desapareció.


Pedro se sorprendió al comprobar que Carolina se había quedado en la acera. Y se sorprendió aún más cuando vio que lo esperaba para entrar en la casa.


—Nunca me habías contado esa historia —dijo ella, con una mirada de curiosidad— . Sabía que te rompiste la pierna una vez, antes de que yo naciera, pero no me contaste cómo.


—¿De verdad pensabas que iba a admitir que era un cretino a tu edad? —preguntó él, pasando un brazo por encima de sus hombros.


Carolina no se apartó de él, como sucedía habitualmente, así que Pedro se sintió mucho más animado. De hecho, decidió dejar las recriminaciones para más tarde.


—¿Quieres decir que no has sido siempre tan perfecto? Tu madre y sus amigos siempre han dicho que debajo de esa camisa tienes alas —declaró ella, con cierta amargura.


Pedro se detuvo, la tomó de los hombros y la miró. Su hermana era muy atractiva. Tenía el pelo oscuro y largo, y rasgos delicados.


—Mamá sabe de sobra que no soy perfecto, pero tiene miedo de que la deje sola cuando termines tus estudios. Así que últimamente me trata mejor que de costumbre.


Carolina lo miró con asombro. No podía creer que hubiera confiado en ella, que le hablara como si fuera una adulta.


—¿Y vas a hacerlo? ¿Vas a marcharte cuando termine los estudios?


—Es posible —respondió—. De hecho, es más que probable. Estoy cansado de intentar ser perfecto. Te aseguro que es un trabajo muy duro, y me encantaría poder romper unas cuantas normas para variar.


Su hermana lo miraba con tal asombro que Pedro rió. Pero la mirada malévola de Carolina borró su sonrisa.


—He oído que hoy ha llegado una alumna nueva a tu clase, y que ha roto unas cuantas normas, como dices —comentó, con ironía—. ¿Qué ocurre, hermanito, es que ya has empezado a cambiar?


Pedro no podía creer que la voz se hubiera corrido tan deprisa. En realidad había pasado casi todo el día pensando en el asunto; no entendía que aquella joven lo hubiera sacado de sus casillas con tanta facilidad, y no entendía que hubiera sido tan amable con ella después de lo sucedido. Normalmente le habría pedido que hablara con el director Miller, o con su ayudante, Kaiser.


—Lo tengo todo bajo control —le aseguró—. Todos los estudiantes nuevos merecen una segunda oportunidad. Sabrina la ha gastado en sus primeros cinco minutos de clase, y a partir de ahora la trataré como a todos los demás.


Sin embargo, y mientras abría la puerta de la casa, Pedro pensó que había mentido. No podía tratarla como al resto de los alumnos, por la sencilla razón de que era completamente diferente.



lunes, 14 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 6





Eliana miró hacia la puerta de la clase y vio que Sabrina sonreía antes de salir.


—Vaya, vaya... —dijo Beto, rompiendo el silencio de la clase.


Casi de inmediato, todos los alumnos comenzaron a hablar sobre la recién llegada. 


Todos menos Eliana, que permaneció en silencio. No tenía problemas de comunicación con los profesores; en cambio, no podía decir lo mismo de sus compañeros. Era baja, algo gruesa y tímida, una combinación que la hacía blanco de todas las críticas.


Se estremeció al pensar en el tropiezo que había tenido minutos antes, cuando se le cayeron los libros, pero intentó pensar en algo que no la avergonzara y decidió pensar en Sabrina. Le parecía que hasta su nombre era elegante. No era alta, pero tenía un cuerpo precioso y vestía muy bien. Confiaba en sí misma y parecía capaz de hacer cualquier cosa. 


De hecho, nunca había conocido a nadie que se atreviera a enfrentarse con Alfonso.


—¡Silencio!


La orden de Tony detuvo las conversaciones de los alumnos e interrumpió los pensamientos de Eliana.


—Callaos. Quiero escuchar lo que dicen —dijo Tony, mientras pegaba una oreja a la puerta.


Eliana se sorprendió intentando escuchar la conversación, como todos sus compañeros.


—Si esperas asistir a mi clase, tendrás que cambiar de actitud —estaba diciendo Alfonso—. ¿Está claro, Sabrina?


Sabrina tardó más de lo normal el responder.


—Sí, amo.


—Es muy valiente —murmuró Jesica.


—Es cierto —dijo Tony.


Los comentarios de los alumnos terminaron ahí, y todos se concentraron en las siguientes palabras de Sabrina.


—Quieres que venga a clase, que me siente y que obedezca sin rechistar. Pero dime una cosa, si respiro cuando hagas sonar esa campanilla, ¿cometeré una infracción?


—¡Ya basta! —exclamó él.


Los alumnos no podían creerlo. Hasta entonces, Pedro Alfonso nunca había gritado a ningún alumno. Ni siquiera a Wendy Johnson, a pesar de que lo había acusado por acoso sexual y a pesar de que había estado a punto de perder su trabajo.


—Mira —continuó él, con más calma—, es tu primer día de clase y supongo que el cambio debe ser difícil para ti, sobre todo porque estamos a mitad del curso. Pero enfrentarte a mí no te va a facilitar las cosas. Hay ciertas normas que tienes que respetar en mi clase. Sencillamente, me gusta trabajar en un ambiente relajado, que facilite el aprendizaje, y no creo que sean normas abusivas. Si las cumples, no tendremos ningún problema.


—Estoy segura de que tú también sabrás que el respeto no es algo que se gane con normas y obligaciones —declaró ella, con tanta seriedad como él—. Pero, a pesar de todo, espero que me disculpes por mi comportamiento. Y te ruego que no lo pagues ahora con los chicos.


Eliana no pudo creer que hubiera dicho «los chicos» para referirse a sus compañeros de clase. A fin de cuentas, era uno de ellos. Pero la conversación había terminado, así que bajó la mirada para seguir con su examen y pensó que Sabrina había conseguido el respeto de todos sus compañeros en apenas unos minutos; en cambio, ella no lo había logrado en tres años.


Sin embargo, no los culpaba. Suponía que no podía esperar que la admiraran cuando ni siquiera se gustaba a sí misma.