martes, 15 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 7




A las cinco y media de la tarde, Pedro aparcó su vehículo. Pero no apagó el motor de inmediato. 


Permaneció en el interior unos minutos, escuchando el sonido de su viejo utilitario. Por un momento sintió el deseo de volver a la autopista y seguir su camino, sin parar, hasta llegar a Los Ángeles. A fin de cuentas, era donde quería estar. Quería estar cerca de los profesionales del cine, labrándose un futuro como guionista, lejos, muy lejos de allí.


Se hubiera sentido algo mejor si hubiera terminado de pagar, al menos, los plazos de su casa. Pero su modesto salario no daba para más. Sin embargo, sólo faltaban dos años para que fuera suya, y su hermana terminaría los estudios en tres, así que las posibilidades que se abrían en su futuro bastaron para que se acelerara su corazón.


Apoyó la cabeza en el asiento, cerró los ojos y se dejó llevar por su fantasía preferida. Imaginó que podía despertar por las mañanas tan tarde como quisiera, y que luego se reunía con su agente para tratar sobre algún guión cinematográfico con éxito, para más tarde volver a casa y trabajar hasta altas horas de la madrugada. Siempre era más creativo por la noche.


Era una fantasía maravillosa. Como estar en el cielo.


Pero no duró demasiado. Alguien dio unos golpecitos en la ventanilla del coche, y Pedro volvió a la realidad.


—¿Pedro?


Pedro abrió los ojos y vio que Valeria Alfonso se encontraba junto al vehículo, con una mano levantada, como si estuviera a punto de volver a llamar. Vera lo miró y Pedro bajó la ventanilla.


—La cena ya está preparada —dijo ella, con irritación—. ¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?


Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para mantener la calma. Pero no le costó demasiado. 


Tenía años de práctica.


—Estaba escuchando el sonido del motor. Necesitaba relajarme con algo.


—Pues déjalo para más tarde y entra en casa antes de que la cena se enfríe. Tu hermana no ha tenido la cortesía de llegar a tiempo, así que empezaremos sin ella.


Antes de que Pedro pudiera hablar, Valeria se dio la vuelta y se dirigió a la entrada de la modesta casa a la que se habían marchado a vivir tras la muerte del padre de Pedro. Valeria era una mujer esbelta, de pelo castaño, y de espaldas parecía una jovencita en lugar de una viuda de cincuenta y tres años.


Sólo cuando la miraba de frente, y contemplaba sus arrugas, recordaba su verdadera edad.


Pedro subió la ventanilla del coche, apagó el motor y tomó su libreta. Sentía curiosidad por saber dónde se habría metido Caro. Sólo tenía quince años y no le gustaba que llegara tarde a casa.


Estaba saliendo del vehículo cuando oyó el sonido de otro coche, que se acercaba. Se volvió hacia él y esperó. Podía oír el inconfundible sonido de unas risas.


Era una camioneta de color negro, que se acercaba a gran velocidad. Cuando el conductor quiso dar la curva de la calle, estuvo a punto de chocar con un coche aparcado. Por suerte, frenó a tiempo; Pedro se sintió intensamente aliviado, porque había reconocido a su hermana, que viajaba en el interior.


—Maldita sea... es el señor Alfonso—dijo alguien.


Pedro se acercó a la camioneta y llamó a una de las ventanillas.


—Sal enseguida, Carolina —ordenó.


Carolina salió de la camioneta y se despidió de uno de sus amigos.


—Gracias por traerme, Tony —dijo.


—Vamos, Tony, arranca de una vez —dijo otro chico, desde el interior del vehículo—. Tengo que estar en casa dentro de cinco minutos.


Pedro miró a Carolina con frialdad, dio la vuelta al vehículo y llamó a la portezuela del conductor, que bajó la ventanilla de inmediato.


Los chicos llevaban tan alto el volumen de la radio que Pedro tuvo que pedirles que la bajaran. Acto seguido, miró en el interior de la camioneta. Temía que estuvieran borrachos, lo que podría haber explicado el accidente que habían estado a punto de sufrir, pero no era así. 


En cualquier caso, resultaba evidente que Tony Baldovino no esperaba encontrarse con él. El atleta más famoso del instituto no estaba muy contento. Pero Pedro, tampoco.


—Hola, Tony, no sabía que Carolina y tú fuerais amigos.


—No lo somos —dijo Tony—. Sólo la conozco de vista. Nos encontramos en el centro y me pidió que la llevara a casa.


—¿Te lo pidió?


—Sí, me pidió que las llevara a ella y a Pame.


—Comprendo —dijo Pedro.


El profesor miró hacia la parte trasera de la camioneta. Los cuatro chicos que viajaban atrás también eran estudiantes del centro. En cambio, no reconoció a las chicas, que lo miraron con evidente interés.


El interés de las mujeres siempre le había agradado en el pasado. Estaba acostumbrado a llamar la atención, incluso entre las quinceañeras del instituto; suponía que a su atractivo personal se sumaba el atractivo de la diferencia de edad, que lo hacía más excitante.


Pero todo había cambiado tras el problema con Wendy; había empezado a coquetear de un modo tan agresivo y persistente con él que no había tenido más remedio que ponerla en su sitio. Nunca había animado a ninguna chica para que coqueteara con él. Y, desde luego, nunca había sentido la tentación de dejarse llevar.


Lamentablemente, sus pensamientos hicieron que recordara a la nueva estudiante, y en términos demasiado inquietantes. De modo que intentó volver a la realidad.


—¿Cuál de vosotras es Pamela?


Una chica rubia levantó una mano.


—La próxima vez que estés con Carolina y que necesitéis que os lleven a casa, dile a mi hermana que me llame por teléfono, ¿de acuerdo? —preguntó Pedro, con una sonrisa.


Las tres chicas sonrieron a la vez, ante el desagrado de los chicos.


—¿Qué problema hay, tío? —preguntó Tony.


—Me llamo Pedro, y el problema es que conduces demasiado deprisa. Si quieres matarte, es asunto tuyo. Pero no tienes derecho a arriesgar la vida de ocho personas más. Como conductor, eres responsable de lo que les suceda.


Tony lo miró con intensidad, desafiante.


—Sólo estábamos divirtiéndonos. No ha pasado nada.


—Esta vez no ha pasado nada —puntualizó el profesor—. En cierta ocasión, cuando tenía vuestra edad, iba en la parte trasera de una camioneta con un par de amigos. También nos estábamos divirtiendo como vosotros, pero el conductor perdió el control. Cuando me di cuenta de lo que había pasado, vi que el fémur de la pierna derecha se me había partido y que había atravesado el muslo y los vaqueros que llevaba.


—Vaya... —murmuraron las chicas.


—Uno de mis amigos salió ileso, sin un solo rasguño. En cambio, mi mejor amigo cayó de cabeza. Pensamos que había muerto. Tenía el cráneo hundido y podíamos ver su cerebro —dijo, mientras recordaba la terrible escena—. Un vecino llamó a la madre de Jimmy, que llegó al lugar antes que las ambulancias. Ella lo quería mucho. Se acercó a él y cuando lo vio se puso a llorar desconsoladamente; lo tomó de una mano, y no quería dejarlo. Ni los vecinos, ni los enfermeros de la ambulancia, ni los médicos, consiguieron que se apartara de él. Al final tuvieron que darle un sedante.


La madre de Pedro también se había preocupado mucho, pero su padre seguía vivo en aquella época, y consiguió tranquilizarla. Fue la última crisis que vivió Bruno Alfonso como cabeza de familia. Dos meses más tarde murió, dejándolos solos.


—¿Y qué le pasó a Jimmy? —preguntó una de las chicas, en voz baja.


—No salió nunca del coma. Aún sigue en el hospital, y su madre va a visitarlo todos los días.


Tal y como esperaba, Tony lo miró con incomodidad.


—Hazme caso, Tony —continuó el profesor—. Deja que tus amigos se burlen de ti si quieren. Que te llamen cobarde, o lo que sea. Cualquier cosa es mejor a que sus madres te llamen asesino por un simple accidente. Prométeme que conducirás con más cuidado de ahora en adelante.


Tony quiso encogerse de hombros, pero no lo hizo.


—Lo haré.


Pedro asintió y extendió una mano. Tony lo miró, y tras unos segundos, estrechó la mano del profesor.


Satisfecho con la responsabilidad recién adquirida de Tony, Pedro se apartó y observó la camioneta mientras se alejaba a cuarenta kilómetros por hora. Al menos, mantuvo la velocidad hasta que desapareció.


Pedro se sorprendió al comprobar que Carolina se había quedado en la acera. Y se sorprendió aún más cuando vio que lo esperaba para entrar en la casa.


—Nunca me habías contado esa historia —dijo ella, con una mirada de curiosidad— . Sabía que te rompiste la pierna una vez, antes de que yo naciera, pero no me contaste cómo.


—¿De verdad pensabas que iba a admitir que era un cretino a tu edad? —preguntó él, pasando un brazo por encima de sus hombros.


Carolina no se apartó de él, como sucedía habitualmente, así que Pedro se sintió mucho más animado. De hecho, decidió dejar las recriminaciones para más tarde.


—¿Quieres decir que no has sido siempre tan perfecto? Tu madre y sus amigos siempre han dicho que debajo de esa camisa tienes alas —declaró ella, con cierta amargura.


Pedro se detuvo, la tomó de los hombros y la miró. Su hermana era muy atractiva. Tenía el pelo oscuro y largo, y rasgos delicados.


—Mamá sabe de sobra que no soy perfecto, pero tiene miedo de que la deje sola cuando termines tus estudios. Así que últimamente me trata mejor que de costumbre.


Carolina lo miró con asombro. No podía creer que hubiera confiado en ella, que le hablara como si fuera una adulta.


—¿Y vas a hacerlo? ¿Vas a marcharte cuando termine los estudios?


—Es posible —respondió—. De hecho, es más que probable. Estoy cansado de intentar ser perfecto. Te aseguro que es un trabajo muy duro, y me encantaría poder romper unas cuantas normas para variar.


Su hermana lo miraba con tal asombro que Pedro rió. Pero la mirada malévola de Carolina borró su sonrisa.


—He oído que hoy ha llegado una alumna nueva a tu clase, y que ha roto unas cuantas normas, como dices —comentó, con ironía—. ¿Qué ocurre, hermanito, es que ya has empezado a cambiar?


Pedro no podía creer que la voz se hubiera corrido tan deprisa. En realidad había pasado casi todo el día pensando en el asunto; no entendía que aquella joven lo hubiera sacado de sus casillas con tanta facilidad, y no entendía que hubiera sido tan amable con ella después de lo sucedido. Normalmente le habría pedido que hablara con el director Miller, o con su ayudante, Kaiser.


—Lo tengo todo bajo control —le aseguró—. Todos los estudiantes nuevos merecen una segunda oportunidad. Sabrina la ha gastado en sus primeros cinco minutos de clase, y a partir de ahora la trataré como a todos los demás.


Sin embargo, y mientras abría la puerta de la casa, Pedro pensó que había mentido. No podía tratarla como al resto de los alumnos, por la sencilla razón de que era completamente diferente.



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