martes, 15 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 8




Paula estaba contemplando el ventilador del techo, tumbada en el sofá de su nueva casa. 


Había llegado a la conclusión de que cualquier persona que le siguiera el rastro podría dar con la casa de Donna, así que habían decidido que se escondiera en la casa de su abuela, justo detrás de la propiedad de los Kaiser.


De ese modo, Donna podía ir a verla con la excusa de visitar a su abuela, sin despertar sospechas. Además, la casa estaba muy cerca del instituto y podía ir y volver andando.


Se frotó uno de los pies y miró a su amiga.


—Te aseguro que he armado un lío tremendo. Entre las opiniones políticas que he dado en la clase de sociología y mi enfrentamiento con Alfonso, Sabrina Davis debe de ser la comidilla de todo el instituto.


—Bah, los alumnos tienen mala memoria —dijo Donna—. Seguro que no ha sido tan malo.


—Lo ha sido, en serio. He adquirido la sana costumbre de decir lo que pienso, y de lograr que los adultos me escuchen. Hacer de alumna de un instituto va a resultar mucho más difícil de lo que había pensado. ¿No podrías cambiar mi horario? No quiero llegar tarde a las clases de Alfonso. Seguro que tiene una lista con los nombres de los alumnos más conflictivos en la sala de profesores; y si es así, habrá subrayado mi nombre con un rotulador rojo. No puedo creer que alguien tan... tan...


—¿Atractivo?


Paula no respondió. Sencillamente, no podía quitarse aquel rostro de la cabeza.


—¿Trabajador? —siguió preguntando su amiga—. ¿Honrado? ¿Inteligente? Vamos, Paula, tienes que admitir que es una joya.


Paula entrecerró los ojos.


—Sí, pero es demasiado conservador.


—Te equivocas. Es un gran tipo.


Algo en el tono de voz de su amiga hizo que Paula la mirara con interés. Donna era una mujer preciosa, de cabello rojizo; a pesar de que acababa de llegar del trabajo, parecía tan fresca como si se acabara de levantar. Era algo asombroso. Y su traje azul estaba tan impecable como si acabara de llevarlo a la tintorería.


—¿Estáis saliendo? —preguntó Paula

.
—Bueno... hemos salido a tomar algo un par de veces —respondió Donna, con ojos brillantes.


—Es un obseso del control. Te aseguro que cuando me meta en la cama esta noche aún estaré oyendo esa ridícula campanilla. En lugar de un profesor parece un recepcionista llamando a un botones.


Donna rió y se echó el pelo hacia atrás.


—Sí, puede que Pedro sea un poco estricto, pero admiro su sentido de la responsabilidad. Ha sido como un padre para su hermana Carolina, y por lo que sé, se ha desvivido por ayudar a su madre durante los últimos años. Su situación familiar es algo complicada.


—¿Su madre está enferma?


—Físicamente no. He tenido ocasión de hablar con ella varias veces, siempre por cuestiones relacionadas con su hija. Carolina es una chica muy problemática, pero Valeria no quiere enfrentarse a ello. La última vez que insinué que hablara con ella, para que variara su actitud, se lavó las manos y puso toda la responsabilidad en Pedro.


—¿Cuántos años tiene Pedro? ¿Treinta y tantos?


—Treinta y dos.


—Mmm...


Paula pensó que Pedro tenía demasiados problemas familiares y que no podía ser un buen partido para Donna, así que decidió interesarse por su último novio conocido.


—Por cierto, ¿qué ha pasado con David, el banquero?


Donna rió.


—Se casó hace dos años con una cliente importante y dejó el trabajo para convertirse en su «asesor financiero». Espero que le vaya bien —añadió con ironía.


Paula sintió cierta vergüenza. Se había concentrado tanto en su trabajo, durante los últimos años, que no se había interesado demasiado por los problemas de sus amigos. Ni siquiera por los problemas de Donna, su mejor amiga.


—Siento haberte involucrado en este lío, Donna. Pero no sabía qué hacer, no sabía a quién acudir. Te agradezco todo lo que estás haciendo por mí. Arriesgas tu trabajo, dejas que viva aquí e incluso me compras ropa... no merezco tantas atenciones.


Paula no podía acudir a sus padres, aunque había sido su primera intención. Sabía lo que podía esperar de Denise y de Roberto Chaves: unos cuantos abrazos y varios besos, seguidos de una permanente irritación por haber introducido un elemento de inestabilidad en sus vidas y por interminables peleas entre sus padres, a cuento de lo que Paula debía hacer. 


Llegados a tal punto, Paula se marcharía y ellos ni se darían cuenta. Lo sabía de sobra. A fin de cuentas, había vivido escenas muy similares durante años y años.


En aquel instante, Donna la tocó en el brazo, sacándola de sus pensamientos.


—Mira, cuando murieron mis padres caí en una profunda depresión. Y tú me ayudaste, de algún modo, a salir. Conseguiste que riera y que siguiera viviendo a pesar de todo el dolor que sentía. Me habría hundido si no me hubieras devuelto las ganas de vivir —declaró, con solemnidad—. Me ayudaste a superar la peor crisis de mi existencia, Paula, y te estoy muy agradecida por darme la oportunidad de devolverte el favor.


Paula miró a la preciosa mujer con la que había compartido habitación en la facultad de la universidad de Saint Edward.


—¿El favor? La única que debe algo soy yo. Convertiste a una mujer aburrida y llena de temores en una persona capaz de enfrentarse a cualquier problema.


—No seas tonta. El problema no eras tú, sino tu timidez.


Tras años de vivir con Donna, Paula había asimilado las habilidades sociales de su amiga y su estilo, desde la forma de vestir a los gustos culinarios. Ahora sabía que Donna tenía razón, pero en su juventud no había sido así; Paula había sido una joven tímida, convencida de que los hombres no se acercaban a ella porque estaba gorda. Ahora comprendía que perder peso no cambiaba a una persona; era una cuestión de actitud, de confianza.


No obstante, el problema de su juventud había servido para algo positivo. Había asumido el poder de la imagen, y la manera en que ésta podía cambiar las reacciones y actitudes de los demás, así que había centrado su carrera en profundizar ese ámbito del conocimiento.


De repente, Donna se levantó y dijo:
—Si algo ha cambiado en tu vida, para bien, la única responsable eres tú misma, Paula Chaves. No me debes nada.


Paula miró a su amiga, que caminó hacia la cocina, y pensó que no era cierto. Se dijo que encontraría algún modo de demostrarle su gratitud cuando pasara el juicio. Si es que seguía viva para entonces.


Donna había dejado varias bolsas con comida en la encimera de la cocina, media hora antes. 


De modo que tomó la más grande y empezó a meter las cosas en el frigorífico, de espaldas a Paula.


—Creo que mi abuela se alegra de que hayas venido. Es obvio que le preocupa tu situación, pero ahora la veo más a menudo.


—Es un encanto. Le agradezco que me permita vivir en su casa. Y la señora Anderson también ha sido encantadora. Me ha traído dulces caseros dos veces.


—Sabía que se convertiría en tu bienhechora en cuanto conociera tu historia. Al fin y al cabo ama a los niños.


La señora Anderson, el ama de llaves, pensaba que Paula era algo así como una bisnieta que necesitaba estar en un lugar tranquilo para acabar sus estudios. Le habían dicho que los padres de Paula no podían tenerla en casa porque acababan de divorciarse.


—Estoy segura de que la llamada que hiciste a la policía habrá revuelto unos cuantos asientos —dijo Donna, con seriedad—. Nadie ha venido todavía a hacer preguntas, pero no podemos relajarnos. Tenemos que mantenernos en guardia.


Habían decidido que se pusiera en contacto con Tomas Castle, el fiscal, para que supiera que Paula estaba viva y dispuesta a declarar en el juicio. Tomas se había empeñado en que Paula se pusiera bajo la protección de la policía, otra vez, hasta que llegara la fecha del juicio, pero Paula no había aceptado. De hecho habían calculado la duración de la llamada para que no pudieran rastrearla.


—Intentaré traer comida todos los fines de semana —dijo Donna, cambiando de conversación—. Pero si te quedas sin ella o si quieres algo especial, llámame por teléfono. Ah, por cierto, espero que sigas siendo adicta a los productos bajos en calorías, porque casi todo lo que he comprado entra en esa categoría. ¿Te parece bien?


Paula no podía creer que le preguntara algo así. Iba a alimentarla, a vestirla y a proporcionarle un hogar durante cuatro meses, y a pesar de todo le preocupaba que no le pareciera adecuado. 


Sabía que Donna era rica; había heredado una enorme fortuna cuando sus padres se mataron, en un accidente de tráfico. Pero ésa no era la cuestión. Aunque le sobrara el dinero, lo hacía porque era una mujer generosa y solidaria, una amiga en el sentido más profundo de la palabra.


Donna se volvió y la miró como si le hubiera leído el pensamiento.


—Ah, y no te sientas culpable. Te aseguro que estoy guardando todas las facturas, para que lo pagues todo cuando salgas de este lío —bromeó—. Te prohíbo que salgas a comprar cosas por tu cuenta.


—De acuerdo, de acuerdo.


—Me alegro de que lo entiendas. Ayudarte no es un acto de caridad. Me has dado una ocasión perfecta para tomarle el pelo a esa sabelotodo de Linda, la que trabaja en secretaría. Sólo necesité tres intentos para acceder a los archivos del instituto. Linda habría tardado todo un día, aunque dudo que hubiera sido capaz de encontrar la contraseña. Cree que es una especie de hacker, pero yo sé mucho más de informática que ella.


—Tienes razón.


—Y tanto. Además, es tan vaga que no se toma ninguna molestia. Ni siquiera se molestó en comprobar la carta en la que envíe los documentos. Me esforcé para conseguir un sobre con el matasellos de San Diego, y una dirección de respuesta, y ni siquiera lo miró.


Paula sonrió, se levantó y se dirigió a la cocina.


—Eres genial. No sé cómo has conseguido registrarme en el instituto con una nueva identidad, y no sé si quiero saberlo, pero admiro tu talento. Gracias.


—De nada. Yo también admiro tu talento. Lo estás haciendo muy bien. Acertaste al decidir que sería mejor que aparecieras en clase con tu estética habitual; no habrías quedado muy bien disfrazada de jovencita de buena familia.


—¿Estás diciendo que no soy de buena familia, sólo por mi aspecto? —sonrió—. Pues te recuerdo que fuiste tú quien me enseñaste a vestir bien. Por cierto, ¿has comprado el tinte que te pedí?


—Sí, está en una de las bolsas. A todo esto, has acertado en la elección del color de tu pelo.


—No sé... tal vez debería haberme teñido de rubio.


—No, en absoluto. A primera vista, ni siquiera yo podría reconocerte. Aunque debo admitir que tienes un aspecto diferente. Yo diría que Sabrina Davis parece... una estrella del rock. En todo caso, das una imagen muy distinta a la habitual, opuesta a la imagen clásica de una ejecutiva.


Mientras sacaba las cosas de las bolsas, Paula pensó que todo aquello era bastante curioso. En la caracterización del personaje de Sabrina estaba rompiendo muchas más normas que en su trabajo como relaciones públicas en Worldwide Public Relations. Le habría gustado saber lo que habría pensado Marcos de haberla visto.


—¿Quién es Marcos? —preguntó su amiga.


Paula miró a su amiga con asombro. Al parecer, había pronunciado su nombre en voz alta mientras pensaba. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando comprendió que era la primera vez, desde que contempló la muerte de Luis, que pensaba en Marcos.


—Has palidecido... —continuó Donna—. ¿Es que Marcos es el hombre que intentó matarte?


—No, en absoluto —respondió ella, con una débil sonrisa—. Marcos es el hombre que intentó casarse conmigo.


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