sábado, 12 de mayo de 2018
CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 26
Daniel había anclado el barco en un lugar remoto de una pequeña isla frente a las costas de Delaware. Estaba en la cubierta, se inclinó sobre la barandilla y la miró.
—Entonces, ¿la respuesta es que no? ¿No quieres casarte conmigo?
Meneó la cabeza.
—No sería justo; yo no… Oh, Daniel, te tengo mucho cariño, pero ése no es el tipo de amor que mereces.
—Podría esperar.
—No, yo… No va a cambiar.
Su mirada recorrió las azules aguas, las gaviotas, los altos árboles y el espeso follaje. El lugar era perfecto, el hombre era perfecto y deseó poder amarlo.
—No estés triste, mi pequeña —dijo acariciándole la mejilla.
—No puedo evitarlo. Estoy triste, y avergonzada por haberte perseguido.
—¡Tú! Perdóname, cariño, pero he sido yo el que ha ido detrás de ti. Tú ni siquiera sabes cómo se hace.
—Bueno, pues lo intenté. Sabes, quería casarme contigo porque eres rico, y…
—Y son raras las mujeres que lo reconocerían. ¡Oh, Paula, Paula! —le echó los brazos al cuello y se echó a reír—. No me extraña nada que te quiera.
—¡Oh, déjalo, Daniel! —ella lo abrazó a su vez y lo miró seriamente—. No era sólo porque seas rico sino también porque serás un marido maravilloso.
—¿Ah, sí? Es la primera vez que me dicen algo así. Siempre me han dicho que sería un marido terrible.
—Pues estaban equivocados. Eres bueno, cariñoso, amable, generoso y divertido. Todo lo que cualquier mujer desearía.
—Excepto tú.
—Sí. No he tenido el acierto de enamorarme de ti. Lo siento, pero espero que podamos seguir siendo amigos, ¿no?
—Claro que sí, y no hace falta que lo sientas. Estoy triste pero no sorprendido.
—¿No?
—No perdía las esperanzas, pero sabía que no me amabas.
—¿Cómo lo supiste?
—Porque me he fijado en ti muy bien, probablemente más de lo que lo hayas hecho tú misma.
—¿Y qué es lo que has visto en mí?
—Que eres una planificadora nata y que todo lo que deseas lo tienes cuidadosamente planeado.
Arrugó la nariz, pensando en lo que le decía.
—Muy bien, quizá tengas razón. Pero eso es bueno, ¿no crees?
—Pero no para alguien como tú; tienes un gran corazón.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Tú haces muchos planes, pero el corazón tiene razones que la razón no entiende.
—¿Qué es lo que quieres decir, Daniel?
—Pues que quizá estés enamorada de otra persona.
Paula sintió una presión en el corazón y una sensación de ahogo.
—¿Por qué dices eso? —dijo, apenas en un susurro.
—Te he visto cómo lo mirabas, aunque a decir verdad sólo he estado con vosotros dos juntos un par de veces. Pero como ya te he dicho antes, soy un observador nato.
—Yo… no quiero estar enamorada de… otra persona —dijo, sin atreverse a pronunciar su nombre.
—Quieres seguir un plan que has trazado, ¿no?
—Sí.
—Planear tanto las cosas puede traerte problemas.
Paula casi se echó a reír.
—Pero no he hecho planes por ahí. La nuestra es puramente una relación laboral.
—Oh, venga Paula, no digas tonterías. Aquel día en Los Ángeles cuando llegué y te di un beso… Recuerdo que le echaste una mirada casi como pidiéndole permiso.
—Sólo es que… bueno, que me quedé tan sorprendida al verte que…
—Pero a mí me sentó fatal.
—Pues lo disimulaste muy bien.
—Eso fue por orgullo, querida; no es fácil admitir una derrota —suspiró—, pero ha llegado el momento de reconocerlo. Y dime, ¿por qué quieres ponerte en contra de lo que te dicta el corazón?
—Yo no estoy haciendo eso.
—¿Vas a negar que amas a Pedro?
No podía negarlo.
—Ya te he dicho que fuera de la oficina apenas nos vemos. Nunca hemos hablado de…
—¿Lo estás negando?
—¿Por qué me presionas?
—Porque Pedro es el único hombre con el que me gustaría que estuvieras si no puede ser conmigo.
—Eso es ridículo; Pedro no está…
—¿Enamorado de ti? ¡Ja! Está tan loco por ti que no es capaz de pensar a derechas.
Paula pestañeó.
—¿Tú crees… ? —dijo con un tono de duda y un rayo de esperanza en su corazón.
—Es posible que incluso te ame un poco más que yo.
Paula intentó empaparse de aquel sentimiento de júbilo. La amaba. No lo sabía, no se le había ocurrido… Había estado demasiado ocupada lidiando con sus propios sentimientos, intentando resistirse a algo que en esos momentos le parecía demasiado bueno para ser cierto.
Daniel suspiró largamente.
—Ojalá no estuvieras tan contenta con lo que te acabo de decir.
—Oh —lo miró, intentando disimular su alegría—. Es que… bueno, me sorprende. Pero, ¿y tú cómo lo sabes?
—Lo único que sé es que estuvo a punto de darme un golpe con el palo de golf cuando pensó que podría estar… bueno, jugando con tus sentimientos. Y ya se puso como un loco cuando le dije que mis intenciones eran serias y que iba a casarme contigo.
—¿Se lo dijiste?
—Vale, ya sé que mentí —dijo sonriendo—, pero sé que no iba a intentar tomarme la delantera de haber sido verdad. Además, tú no me habías dicho que no; aún me quedaban esperanzas.
—Oh, Daniel —fue todo lo que consiguió decir.
—Todo vale en el amor, Paula. Piénsatelo; y piensa en lo que te dice tu corazón —le acarició la mejilla—. ¿Quieres que naveguemos un poco más antes de volver?
¡Me ama, me ama, me ama!
Esas palabras eran como una canción que su mente repetía sin cesar, bloqueando cualquier otro pensamiento.
Daniel le había aconsejado que pensara en lo que le decía su corazón, y no podía dejar de hacerlo.
Su corazón estaba con Pedro, estuviera donde estuviera e hiciera lo que hiciera, para siempre.
Y su corazón le decía que no le importaba que fuera un hombre de negocios trabajador y ambicioso pues, a decir verdad, era una de las cosas que le gustaba de él.
Pensó en el matrimonio. Seguía queriendo casarse, tener hijos y quedarse en casa con ellos; pero sólo si el padre era Pedro. ¿Y qué deseaba en realidad Pedro Alfonso?
No lo sabía. ¿Cómo podía haber trabajado con él durante tres años y no haberse enterado?
Porque no había querido enterarse, no había querido amarlo. Simplemente había pensado en él como un autómata de los negocios.
¿Cómo es que no se había dado cuenta de que él era el hombre de su vida?
Todo lo que él deseara, ella lo aceptaría. Si no estaba de acuerdo con el matrimonio… si quisiera que continuara siendo su asistente.
Pues lo haría, porque deseaba estar siempre a su lado, y porque Pedro necesitaba a alguien que cuidara de él.
Necesitaba una esposa, y ella se había preparado para ser eso, ¿no?
Estaba inquieta esperando su regreso de Hawai.
Daniel le había dicho que Pedro la amaba, ¿no?
¿Pero qué sabría Daniel?
El vuelo desde Hawai fue aburridísimo. Nueve horas a Nueva York y una hora más en un avión de la misma compañía hasta Wilmington.
Conduciendo de vuelta a casa, se puso a pensar en el día siguiente.
CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 25
Paula no pudo llamar a Clara hasta que despidió a Pedro. Para entonces, Clara estaba al borde de un ataque de nervios y Paula le prometió que iría a verla tan pronto como pudiera salir de la oficina.
Mientras iba en el coche de camino a casa de Clara, iba pensando si, en realidad, George podía estar liado con otra. Él y Clara llevaban juntos desde… madre mía, desde que entraron en el instituto. George, el gran héroe del fútbol, y Clara, la guapa del instituto. Estaban en plena adolescencia y los besos y las caricias afloraban por doquier; un impulso sexual que podría bien haber sido confundido con el amor.
¿Y después?
La vida podía volverse monótona y rutinaria.
Sabía que Clara estaba infeliz e insatisfecha y probablemente George también lo estaría.
Sí, la verdad era que podía muy bien estar con otra persona; y Clara también podría, si tuviera tiempo.
Las personas deberían pensárselo muy bien antes de dar el paso del matrimonio, antes de dejarse llevar por aquel deseo… bueno, en resumidas cuentas, aquel deseo sexual.
Pensó en aquellos dos niños adorables. ¿Qué sería de ellos si George y Clara se separaran?
Al mismo tiempo, pensaba que nada de eso les ocurriría a sus hijos. Daniel era todo lo que quería y se alegraba de haberse preparado para ser el tipo de esposa que necesitaba. Le daría una contestación cuando volviera del partido de golf en Dover.
¿Y por qué estaba pensando en sí misma cuando debería pensar en Clara? Por bien de los niños, ella y George debían permanecer juntos. ¿Tenía esperanzas aquel matrimonio?
—¡Paula! —Bety cruzó el salón y se echó a sus brazos, manchándole el elegante vestido de lino de algo pegajoso.
—¡Hola, chocolate! —dijo sin importarle las manitas pegajosas—. Hace tanto que no te veo. ¿Qué pasa aquí?
—Papá no está aquí y mamá está llorando y Teo no deja de chuparse el dedo —dijo atropelladamente.
—¡Hola, Teo! ¿Cómo está mi chico favorito? —Paula dejó a Bety en el suelo y se inclinó a hacerle una carantoña al niño, que estaba sentado sobre la alfombra.
—¡Lo ves! —interrumpió Clara, señalando el reloj—. Son más de las seis y no está aquí todavía. Oh, Paula, ¿qué voy a hacer?
Limpiar esta guarrería de casa para empezar, fue lo primero que pensó Paula mientras miraba a su alrededor buscando un lugar limpio donde dejar el bolso.
—¿Por qué te preocupas tanto por la hora? Nunca se sabe con el tráfico, y teniendo en cuenta ese camión tan pesado que lleva…
—Oh, no te lo he dicho, pero ahora es repartidor y tiene una jornada de trabajo regular aquí en la ciudad.
—¡Me alegro por él! —dijo Paula, encantada—. No, no lo sabía. Eso es que le han ascendido, ¿no?
—¡Oh sí! Se va temprano cada mañana, vestido con traje y corbata, pavoneándose como si fuera alguien importante.
—¡Clara! —la cortó Paula—. Hablaremos más tarde —dijo mirando hacia Bety significativamente—, después de bañar a los niños. ¿Han cenado?
—Oh, sí, hace mucho rato. Ya he aprendido a no esperar a George; él nunca…
—¡Clara!
—Bueno, vale. Pero no sabes lo que está pasando.
Clara tenía toda la pinta de que se iba a echar a llorar de nuevo pero se fue al baño y abrió el grifo de la bañera.
—Venga, niños —dijo Paula, tomando a Teo en brazos—. ¡Vamos a nadar!
Después del baño y de leerles un par de cuentos, metieron a los niños en la cama.
—Me estoy volviendo loca —dijo Clara nada más cerrar la puerta del dormitorio de los niños—. Ni siquiera sé quién es.
—Ni siquiera sabes si hay alguien o no —dijo Paula—. Ven a la cocina y nos tomamos algo fresquito. ¿Qué dice George?
—¿Y qué podría decir? No supondrás que me lo va a contar, ¿verdad?
—Bueno, ¿pero qué dice?
—Que está trabajando, por supuesto; que ha llegado un envío inesperado o que hay un camión averiado en Chicago. ¿Qué quieres que me diga?
—A lo mejor es cierto que está trabajando.
—Oh, no, no lo está; lo sé.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque incluso cuando está en casa es como si no estuviera —soltó Clara.
—¿A qué te refieres con eso? —preguntó Paula mientras ponía hielo en dos vasos.
—Quiero decir que no… bueno, lo único que hace aquí es dormir.
—Ah —Paula le pasó el vaso—. Salgamos al patio.
—¿Oh, Paula, qué voy a hacer? —Clara volvió a preguntar en cuanto se hubieron sentado.
—Bueno —empezó Paula—. Si de verdad estás convencida de que George te está engañando, me parece que sólo tienes dos alternativas. Puedes dejarlo o bien…
—¿Dejar a George? ¡Jamás! No podría vivir sin él —Clara se echó a llorar de manera incontrolable.
Durante unos instantes, Paula se quedó asombrada. Clars no había dicho nada de que odiara a George ni se planteó qué hacer con los niños, solamente que no podía vivir sin él. Se había equivocado completamente: el único hombre con quien Clara quería estar era con su marido.
—Si no puedes vivir sin él —dijo—, entonces debes luchar por él.
Clara la miró con el rostro lloroso.
—Oh, no sería capaz de hacer eso; no podría enfrentarme a él y decirle…
—¿Quién ha dicho que tengas que enfrentarte? Te he dicho que luches por él.
—¿Y cómo voy a hacer eso?
—Tengo entendido que la única forma de competir con otra mujer es hacer que el rato que pase contigo sea más feliz que cuando esté con ella. Haz que vuestra casa sea un lugar agradable y cuídate de manera que te encuentre atractiva y apetecible.
Clara meneó la cabeza.
—Eso es fácil para ti. Tú tienes tiempo de arreglarte y ponerte guapa.
—¡Clara! Ni con todo el tiempo del mundo podría llegar a ser tan guapa como tú.
Clara se sintió halagada con sus palabras.
—Pero supongo que soy muy aburrida —dijo suspirando—. No tengo un trabajo emocionante, ni nada de eso. Lo único que hago es darle de comer a los niños y cambiarles los pañales.
—¡Ése es tu trabajo! —dijo Paula, de repente enfadada—. Es el trabajo más importante del mundo, mucho más interesante que ser una reina de la belleza. Pero no lo es si te pasas todo el día tirada en el sillón comiendo chocolatinas. ¡Tienes que poner en ello los cinco sentidos, como si fuera cualquier otro trabajo! —Paula siguió hablando y al final pareció convencerla de todo ello cuando añadió—: si no quieres vivir sin George.
Aun así, sabía que Clara necesitaba ayuda. Se pasó dos días con ella, fregando, limpiando, llevando flores a la casa, todo para mejorar el ambiente.
—Huele muy bien —anunció Bety—. Y no voy a dejar que Teo lo ensucie todo.
Paula invitó a Clara a que pasara un día entero en el salón de belleza y la acompañó a comprar ropa interior y de estar en casa muy sexy.
—Esto es algo que quien quiera que sea la otra, no podría usarlo nunca en la oficina —le dijo a Clara guiñándole un ojo.
A última hora del domingo, Paula decidió que había hecho todo lo que estaba en su mano. El resto era ya cosa de Clara, que estaba muy bonita, emocionada y dispuesta a hacer las cosas bien.
—Compórtate con él con toda la dulzura posible, y ya verás como todo sale bien —le aseguró Paula, que así lo creía.
Dos manzanas más allá vio a George en su Ford azul, de camino a casa. Le tocó la bocina para llamar su atención. Él también estaba subido a aquel barco, y quizá no vendría mal charlar un poco con él.
Aparcó y esperó a George, que había hecho lo propio al otro lado de la calle.
—Bueno, bueno, pero si es la mano derecha de su jefe en persona —dijo sonriéndole con cariño—. Ha llovido mucho desde que llevabas el aparato, ¿eh?
—No hace falta que me lo recuerdes, George Wells.
—Te lo digo con cariño —dijo riéndose—. No te vemos mucho por aquí últimamente, pero Clara me habla de ti. ¿Es que sólo vienes a visitarnos cuando no estoy yo?
—Claro que voy cuando no estás, y me parece que últimamente no estás nunca.
—Oh. ¿Clara se ha estado quejando?
—¿Y no harías tú lo mismo en su lugar? ¿Qué está pasando, George?
—Es el trabajo. He estado trabajando como un burro últimamente.
—¿Y abandonando a tu familia mientras tanto?
—Me imagino que un poco sí… Estoy agotado, Paula. Todo lo que hago es meterme en la cama cuando por fin llego a casa.
—¿Ah, sí?
—No quería contárselo a Clara —dijo frunciendo el ceño—. Quería darle una sorpresa. La casa y los niños la están matando, pobre chica, y nunca vamos de vacaciones. Estoy haciendo todas las horas extras que puedo para poder llevármela a Nueva York o Atlantic City a pasar unos días. Hay bastantes posibilidades de que me vuelvan a ascender a gerente de envíos. Así podremos contratar a una mujer de la limpieza.
—Oh, George, eso es estupendo —dijo Paula, sintiéndose muy aliviada—. Quiero decir, es una alegría que te asciendan. Y creo que tienes razón; a Clara le hacen falta unas vacaciones.
—Sí, pero quizá debería decirle por qué estoy echando horas extras.
—No, no lo hagas. Se va a llevar una sorpresa de las grandes.
Si el hecho de estar un poco preocupada la motiva para cuidar de la casa y de sí misma, tanto mejor, pensaba Paula. George necesitaba cariño y ternura. Sonrió al despedirse de él pensando en la sorpresa que le esperaba en casa.
De camino a su casa, Paula se dio cuenta de lo equivocada que había estado. George estaba todavía tan enamorado de su esposa que ni siquiera veía sus defectos más gordos, ni que tenía la casa abandonada. Todo lo que pensaba era que su mujer estaba deprimida y cargada de trabajo y que necesitaba un descanso. Clara, por mucho que se quejara, reconocía que no podía vivir sin su marido.
Debía de tratarse de algo muy profundo, algo que hacía que las personas se olvidaran de las imperfecciones y los fallos de la otra persona.
Pero había algo más, y era aquel sentimiento tan fuerte que te decía que ése era el único hombre en el mundo sin el que no podía una vivir.
¿Se sentía ella así con Daniel?
No.
Casarse con él sería engañarlo.
CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 24
Cuando Clara llamó aquel miércoles por la mañana, Paula estaba en el despacho de Pedro pasando unos documentos de su cartera a la de su jefe. El plan había sido que lo acompañara a la reunión en Hawai, pero él había cambiado de opinión en el último momento.
—Es una reunión rutinaria, nada importante. Creo que preferiría que te quedaras aquí.
No había nada tan urgente por lo que necesitara quedarse y lo cierto era que se había ilusionado con el viaje. Nunca había estado en Hawai y todo el mundo decía que era precioso.
—Claro, jefe, lo que digas —había sido su jovial respuesta.
De repente sonó el interfono sobre la mesa del despacho y Paula contestó.
—¿Sí?
—Es para ti, Paula, una tal señora Wells. Dice que es urgente.
—¡Mary! Ahora la atiendo, gracias.
Descolgó el teléfono.
—¡Paula! —era Clara—. Tengo que hablar contigo.
—Muy bien, pero ¿puedo llamarte dentro de un rato? Estoy bastante…
—Se trata de George —dijo Clara; Paula se dio cuenta de que estaba llorando—. Él… creo que… tiene a otra.
¡Oh, no!
—Lo dudo. Bueno, escúchame, te llamo ahora mismo. Me pillas haciendo algo —colgó el teléfono antes de que Clara pudiera protestar—. Lo siento, era mi cuñada, quiero decir, Clara —corrigió.
No sabía por qué le había dicho nada pues de nuevo parecía estar ajeno a todo. La estaba mirando, pero era como si mirase a través de ella y en su rostro se marcaba aquella expresión alicaída que había tenido toda aquella semana.
Aquello le recordó lo que le había estado diciendo antes de llamar Clara.
—Como te iba diciendo, serán sólo un par de reuniones. Creo que podrías aprovechar y relajarte un poco durante este viaje, ya sabes, ir a la playa…
—Oh, lo siento. ¿Qué estabas diciendo?
—Que te hace falta relajarte y divertirte un poco. Llevas una temporada que no paras y por eso te estaba sugiriendo que te quedaras unos días más en la playa tomando el sol, nadando…
—Me parece una buena idea.
—¿Te quedarás entonces?
Se encogió de hombros.
—¿Por qué no?
—Bien, voy a cambiar la reserva inmediatamente; el vuelo de regreso para el martes, ¿vale?
Asintió sin entusiasmo.
—¡Y no te atrevas a volver antes del martes!
Le dedicó una picara sonrisa y volvió a su despacho. Sí, y lo dejó llevándose consigo la luz del sol, pensaba Pedro.
¡Dios mío, se estaba poniendo demasiado sentimental! Él no era un hombre dado a los sentimentalismos y tampoco de los que se arrepienten por los fallos cometidos. A veces uno pierde, a veces gana, pensaba, pero hay que seguir adelante.
Pero en esa ocasión… ¿Cómo podía dolerle tanto perder un juego en el que ni siquiera había participado?
Eso era: nunca había entrado en el juego. ¿Y por qué no? ¿Por qué no se había dado cuenta de que ella era la única mujer a la que podría amar? Había estado tan cerca de ella durante todo un año, durante tres años si contaba los dos que hizo de chica de los recados, pero no se había dado cuenta hasta entonces. Como buen hombre de negocios, lo único que sabía desde un principio era que sería un estupendo auxiliar.
Pero sus besos… ¡Dios, jamás se había excitado tanto con los besos de otra mujer!
¡Y él que se había reído de aquello del anzuelo para pillar marido! Había caído en la trampa igual que Daniel.
Echó la silla hacia atrás, se puso de pie y fue hasta la ventana.
En realidad, el matrimonio no le convencía; lo cierto era que había jurado no cometer nunca el error de casarse. Pero sabía que sí ella lo deseaba y le daba la oportunidad, le pondría un anillo al dedo. Si ella lo deseara se jubilaría incluso; no tenía tanto dinero como Daniel, pero… Pero el juego había terminado y su mejor amigo había resultado vencedor. ¡Qué asco!
Tendría que empezar a buscar una nueva auxiliar. Resultaba bastante peligroso estar cerca de ella en la oficina, ni que decir tenía que de viajar juntos nada.
¿Paula y él juntos en Hawai? No podía arriesgarse a hacer eso; Daniel era un buen amigo.
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