viernes, 11 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 22





Una vez más en la soledad de su apartamento, Paula se puso a pensar. El problema era que ella no había tenido la experiencia de ninguna relación íntima con nadie, aunque tal cosa jamás la había acomplejado. En su adolescencia, a pesar de llevar aparato en los dientes, se lo había pasado bien. No había sido una de esas chicas bonitas que tienen detrás a todos los chicos, pero se había sentido protegida por los chicos de los Wells.


Hasta entonces lo cierto era que no había tenido demasiadas citas… hasta que conoció a Daniel.


A decir verdad, sentía por él lo que podría sentir hacia un hermano, y quizá, después de vivir tantos años con los hermanos Wells, tendiera un poco a tratar a todos los hombres como si fueran sus hermanos.


¿A todos los hombres?


Tragó saliva pensando de pronto en Pedro. Con él no se sentía en absoluto como con un hermano. A veces, y con sólo mirarlo, sentía como una sensación de mareo, casi tan fuerte como cuando la había besado.


Consultó sus manuales sobre el sexo, no sin cierto rubor, pero todos ellos ahondaban simplemente en el acto sexual en sí, no en los preámbulos que llevaban a ello. No decían nada de aquella sensación tan mágica, de aquella sacudida eléctrica de apasionado anhelo que inducía a la heroína romántica a desnudarse y a echarse a los brazos de su amante para consumir el fuego de su pasión; precisamente de la manera en que una esposa se debe sentir hacia su marido.


Y así era como ella se sentía cuando Pedro la besaba… pero no era el momento de pensar en eso.



****


Habitualmente, Pedro jugaba un partido de golf con dos o tres personas más los domingos por la mañana, pero aquel domingo estaban solos él y Daniel Masón. Se alegró de ello, pues quería hablar con Daniel. Fue directo al grano:
—Me sorprendió mucho que aparecieras en Los Angeles la semana pasada.


—Oh, bueno, ya me conoces —Daniel se encogió de hombros.


—No sabía que Paula y tú salíais juntos. ¿Cuánto tiempo lleváis?


—¿Con Paula? Pues, no sé… Bueno, tú nos presentaste, ¿no? Fue aquel día con el senador Dobbs…


—Sí, lo recuerdo.


¡Tremenda equivocación!


—Qué buenos palos —dijo Daniel mirando los nuevos palos de golf de Pedro—. Déjame que les eche un vistazo.


Pedro le pasó uno de ellos mientras en su mente se libraba una batalla. Daniel podía tratarse de su mejor amigo, pero ¿por qué narices tenía que perseguir algo que no era asunto suyo?


—Son muy buenos, eh. Pero no te van a servir de nada, hoy estoy buscando con quién desquitarme.


—Probablemente lo conseguirás, como siempre, claro que si yo tuviera tanto tiempo como tú para practicar… —eso le hizo recordar algo—. Por cierto, ¿qué pasó con Gloria?


—¿Con quién? —Daniel parecía tan confundido que Pedro meneó la cabeza.


—Gloria no sé qué más —dijo con énfasis—. No puedes haberte olvidado de aquella pelirroja tan fantástica que te acompañaba a todas partes el año pasado.


—¡Ah, Gloria! Era guapísima, ¿verdad? Creo que está en Hollywood, al menos yo le conseguí un contrato con una de las cadenas. Pero la verdad es que no sé dónde está. Salió de mi vida.


—¿O a lo mejor saliste tú de la suya?


Estaban llegando al punto de salida. Daniel se detuvo y miró a Pedro extrañado.


—¿Adonde quieres llegar exactamente?


—No te molestes, pero lo cierto es que tienes fama de utilizar a las mujeres.


—¿Y bien?


—Paula Chaves es diferente.


—Lo sé.


—No es tu tipo.


—Paula no es el tipo de nadie —dijo.


—Exacto. Ella es una mujer de carne y hueso.


Daniel lo miró sin pestañear. 


—¿Y qué me quieres decir?


—Que no se la puede comprar con un apartamento, una pulsera de diamantes o un contrato de trabajo. Ella no es así.


—Lo sé, además, lo he intentado.


Pedro experimentó un sentimiento de júbilo; su confianza en Paula estaba fundamentada en la realidad. Ella no caería en las redes de Daniel Masón ni la moverían su encanto o sus millones.


—¿Y a qué viene este interrogatorio?


—Me gusta y no quiero que la hagan daño.


—Ya veo. ¿Me estás pidiendo que te cuente mis intenciones?


Aquello le dejó de una pieza; jamás se había imaginado que Daniel tuviera otra intención que pasar el rato con las mujeres.


—Bueno… supongo que sí.


—Mis intenciones son estrictamente honradas, amigo mío.


Aquello también le sorprendió.


—¿Qué quieres decir?


—Que pretendo casarme con ella. ¿Satisfecho?


—¡No, claro que no lo estoy! Serías un marido terrible.


—No te estoy pidiendo permiso, hombre.


—¿Cómo?


—Tú eres su jefe, ¿recuerdas?, no su padre.


—Sí, pero…


—Además, cualquier padre me vería como uno de los mejores partidos.


Pedro lo miró fijamente. Sí, la mayoría de los padres pensarían eso y supuso que Paula también. «Soy un tonto, un imbécil, un cretino integral… por preocuparme por la inocente y vulnerable de Paula que sabe perfectamente lo que está haciendo.»


En realidad a quien debía proteger era al pobre Daniel, al que claramente había echado el anzuelo. ¡Sí, Paula se había puesto de cebo y había logrado pescar el pez más gordo!


—Venga, hombre, ya nos toca.


—¡Allá voy!


Pedro dio un paso, colocó la pelota y sacó su palo de golf. El golpe envió la pelota lejos, al final de la calle.


—¡Maldita sea! —dijo Daniel—. ¡Tú eres el que parece que vas pidiendo guerra!




CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 21





Pedro, atrapado en una nave por sexta o séptima vez volaba por las atmósferas simuladas de otros planetas. Se preguntó dónde estaría Paula. 


Claro, estaba con Daniel. Mucha camaradería… demasiada camaradería. Se preguntó cuánto tiempo llevaban así y se dio cuenta de que no le gustaba nada. Sabía que Daniel era una buena persona, pero que también era descuidado con su encanto y sus millones y que había roto ya muchos corazones.


Paula, a pesar de aquel barniz de sofisticación, era una joven inocente… además de dulce, honesta, cariñosa y vulnerable.


¡No le gustaba un pelo todo aquello!



****


Paula disfrutó del vuelo a Wilmington en el avión de Daniel. Tenía razón, no sólo había una gran cama sino un dormitorio al completo bellamente amueblado. 


—Con tanto lujo —dijo—, cualquiera podría volverse consentido.


—Me gusta mimarte —le dijo—. ¿Qué te apetece? ¿Café? ¿Desayunar? ¿Echar un sueñecito?


—No, por Dios. He dormido toda la noche y ya he tomado café y fruta en el hotel. Creo que lo que más me apetece es relajarme y disfrutar de todo este cielo tan maravilloso —dijo mirando por una de las ventanas, por donde se veían las nubes y los acantilados.


—Eres muy bella —le dijo, pasándole un dedo por el cuello de la blusa—. Me gusta la blusa, es suave y femenina. Te queda muy bien.


—Para provocarle mejor, señor.


—¿Estás intentando provocarme?


—¡De eso nada!


—Ven aquí, déjame enseñarte cómo se hace.


Se acercó a él y la besó suave y tiernamente, pero ella no sintió nada. Se acercó más a él, intentado responder, pero nada.


Lo miró a la cara, tenía un rostro apuesto y bronceado y el cabello dorado, aclarado por el sol. ¿Cómo era él en realidad?


—Cuéntame cosas de tu vida —le dijo—. ¿Tus padres viven?


—Sí, pero están divorciados. Mamá está en París y papá en Nueva York —le acarició el pelo—. Creo que me estoy enamorando.


Paula no estaba preparada para aquello.


—Estás cambiando de tema —dijo, sentándose algo más derecha.


—Venga, relájate.


—No, me estás engañando. Se supone que me debes hablar de ti. ¿Tuviste una infancia feliz o fuiste uno de esos pobres niños ricos abandonados? ¿Tuviste niñeras o tutores que te acomplejaron?


—No tengo complejos y nunca me abandonaron. Entre mis padres, abuelos, tíos, tías y varios primos me sentí bien cuidado.


Ella, que sólo había tenido a su tía, suspiró.


—Todos esos parientes valen más que todo el oro del mundo.


—Bueno, depende —dijo con una sonrisa burlona—. Pero ya que eres de esa opinión, ¿te gustaría unirte al grupo?


—¿Cómo?


—Si te gustaría formar parte de la familia.


—¿A qué te refieres?


—Pues que si quieres casarte conmigo, gansa.


—Oh, yo…


Ya estaba ahí, así, sencillamente. Se lo había pedido.


—Deja de bromear —dijo, tratando de escaparse por la tangente.


—Nunca he dicho algo tan en serio en mi vida —le tomó de la mano y le acarició el dedo anular—. He tenido algunas relaciones, Paula, pero nunca le he pedido a nadie que se casara conmigo.


—Oh, Daniel… Me siento tan halagada, es un honor para mí. Eres una persona tan especial… y te tengo mucho cariño. Pero el matrimonio es algo muy serio y yo… ¿Podrías darme tiempo para pensármelo?


—Todo el tiempo que te haga falta. Puedo esperar. 


¿Por qué iba a pensárselo? Él era perfecto, precisamente el tipo de hombre que ella deseaba. Entonces, ¿por qué tenía dudas?


Seguramente sería porque le tenía afecto y creía que merecía una mujer que lo amara de verdad.


Paula no estaba segura de ser esa mujer.



jueves, 10 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 20



Bueno, Jefrey estaba muy guapo, pensaba Paula cuando lo vio la primera mañana de la conferencia. El uniforme de Safetek, pantalones y blazier azul marino, camisa azul pálido y corbata, le daba un aspecto muy correcto.


Estaba de pie tras el mostrador de inscripción con un aire muy profesional, aunque un poco nervioso. Paula había intentado tranquilizarlo:
—Será muy sencillo, simplemente debes estar al tanto de todo lo que sea necesario. Se te va a pedir sobre todo que hagas recados, que contestes al teléfono, que entregues material y cosas de ese tipo.


La conferencia duró tres días y fue muy ajetreada. Paula enseguida se hizo con sus tareas propias y se olvidó completamente de Jefrey. El jueves fue un día especialmente agotador y se retiró a su habitación inmediatamente después de la sesión vespertina. Sólo quedaba un día más, pensaba mientras se metía en la cama.


Estaba demasiado cansada como para dormir inmediatamente, por lo que encendió la lamparita de la mesilla y se puso a leer una novela.


Eran casi las doce cuando sonó el teléfono. ¿Quién podría ser?


 —Hola, nena. ¿Qué tal la conferencia?


—¡Oh, Daniel! Qué amable por tu parte. Sí, todo va sobre ruedas… y sólo nos queda un día más.


—Bien —contestó—. Te echo de menos.


—Yo también —mintió; no resultaría muy halagador decirle que no había pensado en él ni un solo momento.


—¿A qué hora vuelves el sábado?


—¿El sábado? No, no llego el sábado sino el domingo…


—¿Por qué no? ¿No terminas mañana?


—Sí, pero tenemos programado quedarnos un día más.


—¿A quién te refieres? ¿Tú y Pedro? —dijo Daniel, irritado.


—Sí, y Jefrey.


—¿Quién es Jefrey?


—Es un joven interno que trabaja en nuestra oficina y al que hemos traído a la conferencia de ayudante; un chico muy listo y agradable. Como está trabajando mucho, Pedro… el señor Alfonso pensó que le vendría bien divertirse un poco. Ya que estamos aquí, ya sabes, en Disneylandia…


—Ya entiendo. Bueno… podrías viajar antes que ellos, ¿no? No tienes por qué quedarte.


—Oh, pero… —se calló. ¿Cómo explicarle que deseaba quedarse? ¿Que quería ver a Jefrey divertirse?—. Es difícil cambiar las reservas en un plazo de tiempo tan corto.


—Te aseguro que puede hacerse, cariño. Espera, se me ha ocurrido algo mejor; haré que Conyers te recoja.


—¿Conyers? 


—Uno de los pilotos. Hará aterrizar el avión y…


—¡Daniel no digas tonterías! —todavía no se había hecho a la idea de lo que significaba tener un avión privado a su disposición en cualquier momento—. Ya tengo el billete, además, se trata sólo de un día.


—Pero quiero que estés aquí para poder ir a navegar el domingo. Pensé que podríamos…


—¡Por todos los santos, Daniel! Siempre estamos… quiero decir, podremos ir a navegar otro día.


—No, no podremos. Siempre estás trabajando. Y esto me recuerda que ya es hora de que hagamos algo al respecto.


—¿Eh?


—Hablaremos de ello cuando nos veamos, que será dentro de veinticuatro horas. ¿Te parece? Le diré a Conyers…


—No, Daniel, no hagas nada. Es que… bueno, se lo prometí a Jefrey. Se va a disgustar si no voy con él.


—Ah, ¿entonces ese pequeño cretino significa más para ti que yo?


—No seas tonto, sólo es que… una promesa es una promesa.


—Muy bien, intentaré sobrevivir. ¿Pero te das cuenta de todo el tiempo que llevo sin verte?


—Por lo menos cuatro días, qué barbaridad —dijo en tono burlón.


—Entonces, ¿has estado soñando?


—¿Soñando?


—Sí, soñando conmigo…


—Bueno, señor Masón, no debería ahondar en el romanticismo de una mujer.


—Oh, pero debo hacerlo. Tales cosas deben ser compartidas —la amonestó con un susurro en tono seductor—. Aliméntate de esos sueños hasta que estés conmigo para convertirlos en realidad, cariño.


—Eso es lo que estoy haciendo —exageró, en broma.


—Buenas noches, preciosa.


Paula colgó el teléfono con una sonrisa en sus labios. Le gustaba Daniel y le tenía mucho cariño, pensaba mientras volvía a abrir la novela.


La conferencia terminó el viernes por la tarde. 


Alfonso mantuvo una reunión resumen con Prescott y algunos otros directivos algo más tarde. Paula estaba contenta de que hubiera sugerido hacer aquella excursión a Disneylandia, pues no había parado de trabajar ni un minuto. Necesitaba relajarse mucho más que Jefrey, quien, junto con otros ayudantes y botones estaba distribuyendo y empaquetando material para transportar a diferentes oficinas.


A primera hora de la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, se pusieron a mirar varios folletos informativos con evidente emoción.


—¡Aja! Ya sabía que os encontraría aquí. ¿Estáis recuperando fuerzas para la gran aventura?


Paula se quedó mirando a Daniel, alto y delgado, muy apuesto con unos vaqueros de diseño y una camisa polo, y con cara de niño travieso, como si acabara de gastarle una broma muy pesada a alguien.


De pronto, Paula se sintió tremendamente irritada.


—¡Daniel! —exclamó Alfonso, tan sorprendido como ella—. ¿Qué estás haciendo aquí? 


Pero al responder se dirigió a Paula.


—Si la montaña no viene a Mahoma… —dijo y se inclinó para plantarle un beso en los labios.


No fue el beso, sino la cara que puso Pedro lo que le produjo escalofríos. Su expresión era intensa, exigente, como pidiéndole que recordara su beso; un beso que le había estremecido hasta los cimientos. ¿Estaría él pensando lo mismo?


Hizo un enorme esfuerzo para apartar la mirada, y se sintió rara al volverse a mirar a Daniel.


—¡Qué… qué agradable sorpresa! —dijo sonriendo y preguntándose por qué se sentía como una intrusa—. ¿Cuándo has llegado?


—Demasiado tarde ayer por la noche como para molestarte —dijo sentándose a su lado y tomando una de las fresas de su plato, un gesto tan posesivo como su beso e igualmente embarazoso—. Ya que no podías venir a navegar conmigo, decidí ir a Disneylandia contigo.


—Me sorprende que hayas podido desembarazarte de las presiones del… campo de golf —comentó Pedro, con expresión severa.


—Sí, ha sido difícil —respondió Daniel con buen humor—; pero al pensar en Paula en compañía de… —vaciló y algo tardíamente miró a Jefrey— dos caballeros tan encantadores durante tantas horas…


—Un acontecimiento que se produce a diario —dijo Pedro—. ¿Acaso te molesta?


—Oh, en absoluto, claro que no. El trabajo puede también resultar aburrido, pero cuando se trata de pasar el rato…


—Daniel —lo interrumpió Paula—, éste es Jefrey, el joven del que te hablé. Jefrey, éste es el señor Masón. Va a… venir con nosotros, espero —añadió sonriendo a Daniel con expresión dubitativa.


—Para eso es para lo que he venido. Entonces, Jefrey, he oído que has entrado en Safetek hace poco. ¿Qué te parece?


Paula respiró aliviada al ver que se ponía a charlar con Jefrey y que él y Pedro dejaban de tirarse indirectas. Sabía que eran buenos amigos y que aquel día en el campo de golf, cuando conoció a Daniel, parecían estar a partir un piñón. Pero en ese momento parecía haber cambiado el ambiente sin saber cómo.


O quizá fuera ella. ¿Por qué se sentía como deprimida… desde que había llegado Daniel? 


Era como si Pedro y ella hubieran planeado juntos aquel día en honor de Jefrey y Daniel no tuviera derecho a…


¡Pero qué ridiculez! Además, era el hombre con el que iba a casarse; es decir, si él se lo pedía.


¿Pero podría prometerle amor?


Un matrimonio podía ser la conclusión de un plan, pero, ¿y el amor? El amor no era algo que pudiera imponerse, sino que tenía que venir por sí solo, como algo natural.


O quizá fuera un sentimiento que pudiera surgir con el tiempo. A ella le gustaba Daniel, y él había viajado muchos kilómetros nada más que para estar con ella, ¿no? Paula le tocó la mano.


—Estoy tan contenta de que hayas venido.


La tensión, si es que se había producido en algún momento, se había desvaneció para cuando llegaron a Disneylandia.


La alegre muchedumbre, el ambiente festivo y todo lo que se podía ver y hacer allí parecieron influir sobre el ánimo de todos. Bromearon y rieron, como cuatro chiquillos de vacaciones, y montaron en todas las atracciones habidas y por haber. Bajaron tres veces en la Montaña Mágica y un par de ellas por las cataratas gigantes. 


Visitaron el Buque Fantasma y la Isla de Tom Sawyer. Se montaron en una canoa a través de un río en medio de una jungla, infestado de cocodrilos e hipopótamos que parecían de verdad y se tomaron montones de perritos calientes, hamburguesas y refrescos en varios restaurantes, sentados a la sombra de árboles y sombrillas.


—Parece como si de verdad estuviera uno volando por el espacio, ¿no? —le dijo a Daniel mientras esperaba con él a que bajaran Jefrey y Pedro—. No sé por qué me siento tan mareada, pero siento haber tenido que dejarlos.


—Yo no —dijo Daniel, tomándole de la mano—. Ya es hora de que estuviéramos solos un rato.


—Daniel, llevamos todo el día juntos.


—Quiero que estemos solos —dijo con énfasis—. Escucha, quiero que vuelvas en el avión conmigo. ¿Te gustaría?


—Yo… esto… no estoy segura —murmuró, un tanto avergonzada por no haber estado prestándole atención.


—Llegaríamos a Wilmington sobre las cuatro… pero no tendríamos que movernos hasta la hora del desayuno. Luego podríamos embarcarnos directamente. 


—Oh, Daniel, vas demasiado deprisa para mi gusto —dijo, intentando poner en orden sus pensamientos.


¿Salir aquella misma noche y dormir en su avión? Conociendo a Daniel, imaginaba que dispondría de una cómoda cama de matrimonio.


No sería una buena idea.


—No sabemos cuándo saldremos de aquí; yo estoy verdaderamente cansada y ni siquiera he hecho la maleta. Será mejor que hagamos planes para salir por la mañana.


Consultó su reloj de pulsera y levantó la vista hacia la Montaña Espacial. ¿Cuánto tiempo llevaban allí arriba?