miércoles, 9 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 16




Paula estaba emocionada con el viaje a África. 


Tenía ganas de ver los animales salvajes en libertad en su hábitat natural, y contemplar kilómetros y kilómetros de bellos paisajes. 


Planeó, con el permiso de Pedro, unas pequeñas vacaciones aparte del viaje de negocios. Se quedaría tres días más después de la conferencia para hacer un safari en uno de los parques, aunque todavía no sabía en cuál. 


Durante el vuelo, estudió minuciosamente los folletos de viaje intentando decidirse.


—¿Cuál te parece mejor? —le preguntó a Pedro, que iba sentado a su lado.


—A mí no me preguntes, yo no sé nada de safaris —dijo encogiéndose de hombros—. Échalo a suertes —añadió, volviendo al periódico que estaba leyendo.


Paula apretó los labios, irritada. Ni siquiera había mirado los coloridos folletos; en realidad, casi ni la había mirado a ella durante todo el viaje. Lo pasó enfrascado en la lectura de periódicos y revistas o bien estudiando los datos de la conferencia, datos que ya habían examinado a conciencia antes de marcharse. 


Hacía como si no estuviera allí, o como si deseara que ella no estuviera. Paula sonrió. Quizá hubiera preferido que fuera la bella Gwen la que fuera sentada en el asiento contiguo.


Le extrañaba mucho que no le hubiera pedido que lo acompañara desde la conferencia de San Francisco y que entonces, después de habérselo pedido, mantuviera así las distancias. 


¡Era como si tuviera una enfermedad contagiosa!


¡Oh, Dios mío! ¿Pensaría acaso que después de lo de San Francisco estaba detrás de él?


¿Es que le molestaba que Pedro Alfonso estuviera más pendiente de sus cosas que de ella?


¡Qué ridiculez! Guardó los folletos y se puso a mirar por la ventana, intentando ver el mar que se extendía a muchos kilómetros por debajo de ellos.


Pedro la espió por el rabillo del ojo. Aquella chica se emocionaba tanto por cualquier cosa… Pero cuando lo hacía, se le iluminaban los ojos y aparecía el hoyuelo en una de las mejillas; entonces no podía quitarle ya los ojos de encima.


Se había prometido a sí mismo que no pensaría en ella y que, aunque viajaran juntos, se mantendría atento a los negocios.


Desde el aeropuerto de Nairobi, una limusina los llevó hasta el Hotel Safan de Nairobi. Fatigada por el cambio de horario, Paula se fue directamente a la habitación a dormir. Tenía que estar lista para la primera sesión de la conferencia, a primera hora de la mañana.


A la mañana siguiente, cuando Paula entró en la sala para escuchar el discurso de apertura de Pedro, sintió una cierta aprensión. Muchas empresas competirían por conseguir los contratos que acompañaban a un gran plan de expansión. Los proyectos a discutir serían no sólo extensos sino también complicados, ya que en ellos estarían involucrados los principales países del África del Este. Sería necesario pactar compromisos y conciliar posiciones, pero no resultaría una tarea fácil, ni siquiera para el maestro negociador que sabía que era Pedro Alfonso.


Elegante y correcto, con un traje ligero de excelente corte en marrón tabaco, camisa de seda y corbata a juego, irradiaba un aire de confianza que afianzaba a los presentes en la idea de que estaban allí para negociar y de que él era el hombre con quien hacerlo, el encargado de todo. Sus modales tranquilos y su afable sonrisa hicieron que todo el mundo se sintiera a gusto. Dos minutos después de comenzar el discurso, los delegados empezaron a apoyarle, anticipando una operación empresarial en la que todos participarían y con la que todos alcanzarían el éxito.


Paula escuchó su envolvente discurso hasta el final con el corazón latiéndole con fuerza.


—Nuestras diversas responsabilidades consisten en comprobar que las partes más estratégicas de la expansión en África del Este sean tratadas, resueltas e incluidas dentro del rendimiento del proyecto.


¿Cuántas veces y en cuántos sitios diferentes lo había escuchado expresar el mismo sentimiento? Se trataba de la expansión de un negocio que empleaba mano de obra y que alimentaba y vestía a miles de trabajadores. De nuevo, y no por primera vez, Paula sintió un sentimiento de orgullo. Le gustaba el estilo de Pedro trabajando, la manera en que llevaba a los demás a su terreno, consiguiendo lo necesario.


El señor Mambosa, ministro de economía de Uganda, que estaba sentado a su lado aquella noche durante la cena, se hizo eco de sus sentimientos.


—Me gusta su señor Alfonso —le dijo.


—¿Mi señor… ? —Paula hizo un esfuerzo por no enrojecer más; querría decir el señor Alfonso de la compañía, no el suyo.


—Me gustaría ofrecerle la cartera de turismo.


—¡Oh!


—El turismo es nuestra mayor fuente de ingresos y también uno de nuestros mayores problemas. Estamos luchando por la conservación de nuestras especies salvajes, pero los animales, al igual que las personas, necesitan espacio. Conseguir las dos cosas no es tan fácil como parece.


—Sí, me imagino, pero parece que lo están haciendo muy bien —Paula lo miró sonriendo amigablemente.


Él podría aconsejarla, y entusiasmada se enfrascó en una conversación acerca de los diversos safaris.


Pedro no se apuntó a la excursión programada para la mañana del último día. Estuvo con el ministro de economía, pues le pareció una compañía productiva. Los impuestos de las empresas exigían que los inversores extranjeros fueran justos, pero él tenía que asegurarse de que serían a su vez equitativos.


Estaba pensando en los proyectos que tenía que examinar al llegar a la oficina. Antes de meterlos en la maleta los estudió y mientras bajaba a comer, empezó a pensar en las posibles decisiones que tendría que tomar. Se marchaba al día siguiente y debía estar de vuelta en el despacho el martes. ¿Le daría tiempo a…?


—Oh, Pedro, deberías haber venido con nosotros —Paula, con una Polaroid al hombro, acababa de volver de la excursión—. Nos han dado un paseo en coche por todo el parque y he hecho unas fotos maravillosas —parecía una niña pequeña toda emocionada, con aquellos pantalones cortos amarillos, el pelo revuelto y los ojos brillantes—. Ahora tengo mucho hambre; me voy a sentar contigo y te enseño las fotos, ¿vale?


—Muy bien —asintió Pedro.


—¡Mira! —dijo extendiéndolas sobre la mesa—. Esa es una leona con sus cachorros; ¿no te parecen preciosos?


—Sí —contestó, pero la miraba a ella.


Él había viajado por todo el mundo y nunca se había molestado en llevarse una cámara.


—Estuve a punto de no pillar al antílope; se acercaron mucho pero iban tan rápidos. Había tanto que ver y tan poco tiempo que… —hizo una pausa mientras el camarero les tomaba nota—. Ya he decidido dónde voy a ir; ayer por la noche estuve hablando con Mambosa.


—Sí, ya me di cuenta.


Él había estado en otra mesa junto a un ministro tanzano, intentando prestar atención a varias quejas, pero de vez en cuando le echaba miradas a Paula, que estaba charlando como si nada le interesara aparte de lo que le contaba Mambosa. ¿Y qué le habría estado diciendo?


—Parece un hombre interesante, ¿no?


—¡Oh, sí! Me ha contado muchas cosas sobre este país.


—Ya veo.


Ella tenía esa habilidad de atraer a las personas.


—Me ha hablado de tantos lugares bellos, como las cataratas Victoria, las más grandes del mundo. ¡Oh, hay tanto que me gustaría ver!


Pedro se preguntó si Mambosa había sentido la misma alegría contagiosa que sentía él al estar con Paula.


—Y todavía no he visto casi ningún animal. Hay rinocerontes, elefantes, tigres, hienas, macacos… —pero cuando el camarero les llevo la comida y Paula empezó con la ensalada, su entusiasmo pareció disminuir—. Claro que, no podré ver las cataratas.


—No sé por qué no —dijo él.


—Están en Zambia y yo me he decantado por el safari de Nairobi Treetop —se quedó pensativa un instante—. No tendría ni tiempo ni dinero para más.


—Podríamos alquilar una avioneta —dijo en un impulso.


—¿Nosotros? ¿Una avioneta? —lo miró fijamente.


—Y cubrir muchos kilómetros en poco tiempo —se aclaró la garganta—. Podría resultar un buen negocio.


—¿Negocio?


—Nuestra empresa lleva el seguro de la mayoría de los parques naturales. No estaría de más pasar a ver cómo va todo… ya que estamos aquí —añadió, preguntándose qué demonios le pasaba.


—Claro, ya que estamos aquí —repitió con la boca abierta por la sorpresa.


—Entonces, ¿qué zonas te interesan más? —le preguntó, mientras empezaba a comer con inusitado apetito —dijo Pedro.


—Bueno…


¡Una avioneta podría conducirlos con rapidez de un mágico lugar a otro! Estaba algo atemorizada pero… a caballo regalado no hay que mirarle el diente.



CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 15




Pedro no se le pasaron por alto sus esfuerzos y finalmente tuvo que reconocer que lo estaba haciendo mejor de lo que lo habría hecho Stan. 


Seguramente, éste habría ido directamente al grano, cosa que habría irritado al senador. El acercamiento decididamente femenino de Paula resultaba más conciliador y probablemente más efectivo.


—Oh, tiene toda la razón señor, las normas son absolutamente necesarias —entonces le lanzaba una sonrisa picaruela—. Pero, por favor, que no sean como si nos echasen una soga al cuello. Nuestro negocio es proteger y necesitamos la libertad de movimientos y los medios necesarios para proporcionar los mayores beneficios.


Había hecho muy bien en llevarla consigo. ¿Por qué entonces había dudado?


Sabía muy bien por qué; apenas si lograba mantenerse alejado de ella durante las horas de trabajo. Pero más o menos lo lograba, en tanto en cuanto se concentrara en los negocios y no la observara demasiado. No como estaba haciendo en ese momento. No era capaz de dejar de mirarla y de sonreír mientras ella adoptaba la postura típica de un jugador de golf. 


¡Vaya golpe! El impacto del palo envió la bola a través del campo. Se preguntó cómo podría haber tanta fuerza en un cuerpo tan pequeño.


—¡Buen tiro, Paula!


—Gracias, Pedro—dijo con el semblante radiante, refrescante… incitante.


—Hoy hemos trabajado bien —le comentó en el coche, de vuelta a la ciudad—. No tenía idea de que supieras darle a la pelota como una profesional, y lo que es más, has dejado impresionado al senador.


—Qué tontería. Tú has sido el que te has encargado de sacar los temas.


—Pero tú le has hecho escuchar; tienes una forma de hacerlo muy efectiva, te debo una.


—No, sólo es parte de mi trabajo, señor.


—Bueno, te mereces una bonificación. Siento mucho estar ocupado esta noche —mintió.


Después de observarla durante todo el día, si la llevaba a cenar esa noche no podría evitar que pasara algo.


Paula pudo no haber vuelto a pensar en Daniel Masón, pero a él no le había ocurrido lo mismo. 


Esa chica tenía algo que no sabía explicar… algo diferente.


No se podía decir que Daniel Masón fuera un mujeriego, sino que más bien eran las mujeres las que caían a sus pies, y él daba por sentado su adulación. Tenía la costumbre de disfrutar de cualquier mujer que le interesara en el momento, sin darle importancia, del mismo modo que solía jugar con cualquier parte del negocio familiar que le llamara la atención en un momento dado.


Paula Chaves le llamó la atención, probablemente porque no hizo esfuerzo alguno para llamarla. No trató de coquetear con él, no se mostró ni demasiado tímida ni demasiado seductora. Tampoco le hizo ninguna invitación ni directa ni indirecta. Nada; al menos nada de a lo que él estaba acostumbrado a recibir.


Sí, definitivamente, Paula Chaves era diferente: franca, abierta y simpática. Simplemente se había divertido de lo lindo jugando una partida de golf, casi como si fuera uno de ellos.


No era de una belleza extraordinaria, al menos no del tipo al que estaba habituado, pero tenía la cara bonita.


—Sí, yo también disfruté mucho —contestó Paula, muy sorprendida por su llamada.


—Entonces, ¿por qué no intentarlo de nuevo? Seremos sólo nosotros dos y podremos disputar una competición amistosa.


—¿Una competición? ¿Solos tú y yo? —Paula habló con su franqueza habitual—. No sería una competición, sino un asesinato. Tú le pegas a la pelota como un demonio.


Él se echó a reír.


—Bueno, yo no diría eso, además, tú eres muy buena.


—Y tú buenísimo.


—Muy bien; llamémosla una sesión de prácticas.


—¿Seguro? —dijo, verdaderamente contenta—. Sería estupendo.


—Excelente. ¿Qué te parece el sábado?


—Me parece bien; sólo que… —vaciló un momento: para ella estaría bien pero él era casi un profesional, con mucho más nivel que ella—. ¿Estás seguro de que no acabará siendo un engorro?


—De eso nada; será un placer. ¿Te voy a buscar a… digamos las ocho?


Eso fue el principio. Volvieron dos veces más a jugar al golf, fueron a cenar y también a bailar. 


En otra ocasión la llevó a navegar en su goleta, tenía vales de temporada para todos los espectáculos y la invitó a ir a una obra de teatro que se estrenaba el sábado siguiente. Era una obra a la que le apetecía mucho ir y estaba deseando que llegara aquel día. La verdad era que se lo estaba pasando en grande: le gustaba Daniel y jamás un hombre le había prestado tanta atención en su vida.


El sábado por la noche, al salir del teatro, la invitó a hacer una escapada de una semana a las Bermudas, sugiriéndole que partieran al día siguiente.


Ella se lo quedó mirando fijamente, dándose cuenta por primera vez de adonde conducía toda aquella diversión. Una semana juntos en las Bermudas no se limitaría simplemente a cenar, bailar y algún beso de buenas noches sin importancia; significaría una intimidad para la que no estaba preparada. No sería como en San Francisco cuando fue capaz de limitar a Pedro a un beso; un beso que dicho sea de paso le había vuelto loca…


¿Besaría a aquella Gwen como la había besado a ella? ¿Se le quedaría también sin fuerzas el cuerpo con aquel deseo erótico?


—¡Eh! —exclamó Daniel, chasqueando los dedos—. Vuelve. ¿Dónde estabas?


—Oh, yo…, estaba pensando.


—Entonces ¿qué te parece? ¿Podrías salir mañana?


«Tranquila», se decía a sí misma, «intenta calmarte». ¿Por qué estaba de pronto pensando en Pedro?


—¿Salir mañana? ¿Durante una semana? —consiguió soltar una risita—. Tonto, te olvidas de que soy una trabajadora.


—También los que trabajan tienen vacaciones.


—Oh, claro, pero no se puede ir al jefe y despedirse de él así de pronto durante una semana.


¿Qué pensaría Pedro si lo hiciera? ¡Maldita sea! 


¿Por qué no podía dejar de pensar en él?


Daniel se echó a reír.


—Vale, haz tú el programa. ¿Cuándo te gustaría marcharte?


Entonces empezó a preguntarse qué estaba Daniel pensando. Seguramente que era el tipo de mujer de las que se marchan alegremente de viaje para pasar una semana con un hombre… 


¿Para qué? ¿Para divertirse y jugar, y luego irse juntos a la cama? ¿Sin ningún tipo de compromiso o intenciones honorables? Muy bien, sabía que era una gazmoña. Evitó la pregunta y también la implicación. No le importaba lo que Daniel Masón tuviera en mente; ella tenía sus propios planes y entre ellos no estaba pasar un fin de semana íntimo ni con él ni con ningún otro.


—Dímelo cuando lo sepas —dijo al despedirse—. Yo estoy libre en cualquier momento.


Ya en casa se puso a pensar en todo ello. Claro, estaba libre en cualquier momento; según lo que sabía de él, Daniel no tenía la carga de ninguna responsabilidad. Pero tenía tiempo y dinero, todo lo que ella deseaba en un hombre para casarse.


Porque estaba a la caza y captura, ¿no? De nuevo se puso a pensar en aquella noche en San Francisco, cuando se puso frente al espejo a admirar su nueva apariencia y le prometió a un maravilloso desconocido que iría a por él. Sí, aquella noche se había puesto tan presumida a causa de… Pedro. No fue solamente el beso, o la loca sucesión de emociones que aquel beso la hacía evocar, sino también la respuesta de Pedro. Él también temblaba con aquella ola de emoción y su cuerpo se apretaba al de ella, tierna pero posesivamente. En sus ojos había visto una hambrienta adoración que la había hecho sentirse mujer… una mujer bella, atractiva, excitante.


Ella lo había rechazado después, aunque su cuerpo aún le quemara durante un buen rato. La excitación permaneció con ella, como un regalo que le daba la seguridad en sí misma que tanto necesitaba: saber que era una mujer deseable.


Pero aquella emoción se había desvanecido… dado la suficiente confianza en sí misma como para empezar a buscar a partir de entonces; además, se había apuntado al club de golf y…


Y nada. Daniel Masón había caído rendido a sus pies, como quien dice, cuando ni siquiera estaba buscando. Y, a decir verdad, se había limitado a pasárselo bien con él, como si fuera uno de los chicos de los Wells.


Aunque, pensándolo bien, no podría encontrar mejor partido por mucho que buscara.


Se sentó en la cama y se quitó los zapatos. No había razón para avergonzarse de lo que estaba pensando.


Estaba claro que él también disfrutaba de su compañía, pues no dejaba de llamarla y de invitarla a salir. ¿Sería el marido perfecto? Quizá el matrimonio no estaba dentro de los planes de Daniel. Esperaría a ver.



***

—Buenos días, jefe; aquí tienes tú café.


—Gracias, era justo lo que estaba deseando —Pedro sonrió; no era el café lo que esperaba, sino que ella se lo llevara como cada día—. Veamos, hoy tenemos el asunto de Spaulding, ¿verdad?


—Eso es. He traído la carpeta. Pensé que sería mejor que lo repasáramos antes de ir a comer con él —se sentó junto a su escritorio y abrió una carpeta.


Eso era lo que le gustaba de ella: su eficiencia, la manera en que se adelantaba a sus deseos o necesidades. Era la mejor asistente administrativa que había tenido nunca. 


Meramente profesional, y así era como deseaba que fuera su relación. Si el verla le animaba el día, o si se sentía orgulloso de su apoyo en una conferencia o una comida de negocios… bueno, y qué. La cosa no iba más allá. No hacían manitas en la oficina, ni viajaban juntos…


Solamente que… bueno, le parecía injusto no llevarla a la conferencia de África del Este en Nairobi. El punto más importante del programa sería la expansión de Uganda, de cuya planificación ella había sido casi la única artífice.


Sonrió al evocar aquella tarde cuando tenía todo colocado sobre la cama de su dormitorio, con dos niños revoltosos en sus manos.


—Sabe, creo que al señor Spaulding le preocupa… —Paula se calló, y lo miró fijamente—. ¿De qué se ríe, jefe?


—Oh, de nada —se aclaró la garganta—. Sabes, Paula… creo que deberías formar parte del grupo de la conferencia de África del Este.


martes, 8 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 14






Desde el asiento delantero del Porsche de Pedro, Paula contempló el terreno del Club de Campo Overland. Tenía el sello del dinero y unos espaciosos terrenos cubiertos de césped y altos y majestuosos árboles, que con elegancia ocultaban las numerosas instalaciones, como pistas de tenis, una piscina olímpica y un campo de golf de dieciocho hoyos.


—¡Qué lugar más bonito!


Pedro, que lo conocía de toda la vida por haber heredado la condición de miembro de su familia, se limitó a emitir un sonido parecido a un gruñido. Tenía un poco de miedo pues Daniel tenía un handicap de seis hoyos y sospechaba que el senador estaría al mismo nivel. A ninguno de los dos iba a gustarles jugar con una principiante. Y no era que dudara de la palabra de Paula, pero…


—Ya han llegado —dijo señalando a un hombre que estaba a la puerta de la tienda de artículos de deporte, mientras aparcaba el coche en el aparcamiento.


Daniel, un hombre rubio aproximadamente de la estatura de Pedro, se acercó al coche a ayudarles a sacar las bolsas del maletero. 


—Hola —dijo—. Ya he apuntado nuestros nombres y tenemos media hora para relajarnos —sonrió a Paula pero miró a Pedro de forma inquisitiva.


Paula Chaves —la presentó—; viene en puesto de Stan.


—Bien, me alegro; yo soy Daniel, Daniel Masón.


Fueron hasta la tienda y Daniel les presentó al senador, un hombre bajo y fornido de unos cuarenta años.


—Nada de protocolo —los amonestó jovialmente—. He venido aquí a jugar y me llamo Al.


Pedro se dio cuenta que tanto el senador como Daniel miraban a Paula con admiración. Cierto, los pantalones cortos dejaban ver aquellas piernas tan perfectas. La camisa sin mangas verde a juego con los pantalones hacía que sus ojos de color azul parecieran de un verde luminoso. Y con aquella gorra de golf que llevaba con tanta gracia…


Suspiró profundamente, contento de haberse entrenado para ser inmune. Muy bien, el atuendo era el adecuado, pero, ¿sabría jugar bien al golf?


Se dio cuenta de que los otros dos se estaban preguntando lo mismo que él mientras se colocaban en los puntos de salida de los hoyos para practicar. Los cuatro se inclinaron, palo en mano, pero todos los tenían los ojos fijos en Paula. Ella se colocó, balanceó y golpeó la pelota. Los otros tres se quedaron boquiabiertos al verla volar por los aires y casi alcanzar la marca de los cien metros.


Pedro respiró aliviado, pero fue Daniel el único que habló.


—Buen tiro, Paula.


—Gracias —dijo mientras se inclinaba a seleccionar otra pelota.


Continuó desplegando las misma habilidades al tiempo que pasaba de los palos de hierro a los de madera. Los hombres, aunque seguían practicando sus propios tiros, no dejaban de mirarla.


Cuando se posicionaron para dar el primer golpe, fue Daniel el que sugirió que Paula y él jugaran contra los otros dos.


—Así estaremos igualados, ¿no os parece?


—Claro —dijo Pedro, preguntándose por qué le irritaba tanto ir con el senador en uno de los coches para atravesar el campo mientras que Paula y Daniel los seguían en otro.


¿No había estado intentando distanciarse de Paula excepto en el trabajo? No le había hecho ninguna gracia que ella ocupara el puesto de Stan. Además, ¿no era aquella la oportunidad que estaba esperando para poder charlar con el senador?


El senador estuvo dispuesto a hablar del tema amigablemente, pero Pedro no tenía los cinco sentidos puestos en la conversación y, de vez en cuando, miraba disimuladamente a los otros dos. ¡Qué cómodos parecían ir allí juntos! ¿Y qué había de nuevo en todo ello? Aquel era el estilo de Daniel; cuanto más le gustaba una mujer, más intentaba arrimarse a ella.


¡Maldita sea! ¿Y a él qué le importaba lo que hiciera Paula con un galán como Daniel? Se centró en la conversación con el senador Dobbs, pero no le quitaba ojo a Paula.


Paula se lo estaba pasando estupendamente. Al ver a otras mujeres allí jugando se dio cuenta de que no se había equivocado al vestirse así. Las muchas horas de práctica no le habían fallado y estaba demostrando lo bien que lo hacía. 


Además, el encantador joven que tenía a su lado resultó ser un agradable compañero.


—¿Cómo es que no nos hemos conocido antes? ¿Dónde estaba, bella señorita?


—Muy ocupada buscándome la vida —dijo disfrutando de sus piropos pero dispuesta a no sucumbir ante sus insinuaciones. No se atrevió a preguntarle nada sobre su vida pero si era amigo de Pedro… Dios los cría y ellos se juntan.


—¿Conoces a Pedro desde hace mucho tiempo?


—De toda la vida: párvulos, compañeros de habitación en el internado, los mismos clubes, en los negocios también…


—Oh —dijo, pensando que no se había equivocado.


Un rato después estaba charlando con el senador mientras Daniel y Pedro se dirigían a buscar las pelotas.


Pedro me ha dicho que es usted su auxiliar —dijo el senador—. Entonces está también subida al tren de los seguros.


—Y usted el hombre que se va a poner en nuestra contra —lo provocó.


—Alguien tiene que hacerlo.


—Bueno, entonces no sea demasiado duro con nosotros —le dijo sonriendo—. Ya sabe lo necesarios que somos. ¡Eh, mire eso! —exclamó cuando la pelota de Daniel describió una espiral en el aire y calló en el verde a tres pies de su agujero—. ¡Es verdaderamente bueno!


—Debería serlo —dijo el senador—. Se pasa la mayor parte de su tiempo de un campo de golf a otro. A mí siempre me pega una paliza terrible cada vez que va a Dover.


—¿Son buenos amigos? Quiero decir, ¿hace mucho que lo conoce?


—Unos ocho años. Estoy casado con una prima suya; él vino a nuestra boda.


—Ya entiendo.


—Y sí, es un buen amigo, especialmente para el partido.


—Oh.


—Siempre hace donaciones muy generosas, que claro está no representan nada para los millones de los Masón. ¡Buen tiro, Daniel! —gritó a los otros que iban hacia ellos—. Pedro, necesitamos un birdie; estos dos nos llevan mucha ventaja.


Paula se quedó callada porque de pronto todo encajaba: los millones de Masón, el Edificio Masón, el Centro Comercial Masón. Una gran parte de las vastas propiedades inmobiliarias estaban aseguradas por Safetek; incluso había oído hablar de Daniel Wellington Masón, pero nunca se le había ocurrido relacionarlo con las casuales referencias que Pedro hacía a un tal Daniel.


En ese momento, Paula lo relacionó todo. Daniel Wellington Masón, joven apuesto y rico, con mucho tiempo libre; no se trataba exactamente de un jubilado pero le valía igual.


De pronto le invadió la timidez al subirse al cochecito para recorrer el siguiente tramo. El hecho de prepararse y planear la caza y captura de un supuesto marido era una cosa, pero Daniel era un ser real.


¿Pero en qué demonios estaba pensando? No tenía ni idea de cómo atraer a un hombre, todo lo que sabía hacer era… bueno, ser ella misma. 


Hacía un día precioso y decidió pasárselo bien y punto.


Pero no olvidó el propósito que la había llevado allí: estuvo especialmente encantadora con el senador Dobbs e intentó servirle de apoyo a Pedro