A Pedro no se le pasaron por alto sus esfuerzos y finalmente tuvo que reconocer que lo estaba haciendo mejor de lo que lo habría hecho Stan.
Seguramente, éste habría ido directamente al grano, cosa que habría irritado al senador. El acercamiento decididamente femenino de Paula resultaba más conciliador y probablemente más efectivo.
—Oh, tiene toda la razón señor, las normas son absolutamente necesarias —entonces le lanzaba una sonrisa picaruela—. Pero, por favor, que no sean como si nos echasen una soga al cuello. Nuestro negocio es proteger y necesitamos la libertad de movimientos y los medios necesarios para proporcionar los mayores beneficios.
Había hecho muy bien en llevarla consigo. ¿Por qué entonces había dudado?
Sabía muy bien por qué; apenas si lograba mantenerse alejado de ella durante las horas de trabajo. Pero más o menos lo lograba, en tanto en cuanto se concentrara en los negocios y no la observara demasiado. No como estaba haciendo en ese momento. No era capaz de dejar de mirarla y de sonreír mientras ella adoptaba la postura típica de un jugador de golf.
¡Vaya golpe! El impacto del palo envió la bola a través del campo. Se preguntó cómo podría haber tanta fuerza en un cuerpo tan pequeño.
—¡Buen tiro, Paula!
—Gracias, Pedro—dijo con el semblante radiante, refrescante… incitante.
—Hoy hemos trabajado bien —le comentó en el coche, de vuelta a la ciudad—. No tenía idea de que supieras darle a la pelota como una profesional, y lo que es más, has dejado impresionado al senador.
—Qué tontería. Tú has sido el que te has encargado de sacar los temas.
—Pero tú le has hecho escuchar; tienes una forma de hacerlo muy efectiva, te debo una.
—No, sólo es parte de mi trabajo, señor.
—Bueno, te mereces una bonificación. Siento mucho estar ocupado esta noche —mintió.
Después de observarla durante todo el día, si la llevaba a cenar esa noche no podría evitar que pasara algo.
Paula pudo no haber vuelto a pensar en Daniel Masón, pero a él no le había ocurrido lo mismo.
Esa chica tenía algo que no sabía explicar… algo diferente.
No se podía decir que Daniel Masón fuera un mujeriego, sino que más bien eran las mujeres las que caían a sus pies, y él daba por sentado su adulación. Tenía la costumbre de disfrutar de cualquier mujer que le interesara en el momento, sin darle importancia, del mismo modo que solía jugar con cualquier parte del negocio familiar que le llamara la atención en un momento dado.
Paula Chaves le llamó la atención, probablemente porque no hizo esfuerzo alguno para llamarla. No trató de coquetear con él, no se mostró ni demasiado tímida ni demasiado seductora. Tampoco le hizo ninguna invitación ni directa ni indirecta. Nada; al menos nada de a lo que él estaba acostumbrado a recibir.
Sí, definitivamente, Paula Chaves era diferente: franca, abierta y simpática. Simplemente se había divertido de lo lindo jugando una partida de golf, casi como si fuera uno de ellos.
No era de una belleza extraordinaria, al menos no del tipo al que estaba habituado, pero tenía la cara bonita.
—Sí, yo también disfruté mucho —contestó Paula, muy sorprendida por su llamada.
—Entonces, ¿por qué no intentarlo de nuevo? Seremos sólo nosotros dos y podremos disputar una competición amistosa.
—¿Una competición? ¿Solos tú y yo? —Paula habló con su franqueza habitual—. No sería una competición, sino un asesinato. Tú le pegas a la pelota como un demonio.
Él se echó a reír.
—Bueno, yo no diría eso, además, tú eres muy buena.
—Y tú buenísimo.
—Muy bien; llamémosla una sesión de prácticas.
—¿Seguro? —dijo, verdaderamente contenta—. Sería estupendo.
—Excelente. ¿Qué te parece el sábado?
—Me parece bien; sólo que… —vaciló un momento: para ella estaría bien pero él era casi un profesional, con mucho más nivel que ella—. ¿Estás seguro de que no acabará siendo un engorro?
—De eso nada; será un placer. ¿Te voy a buscar a… digamos las ocho?
Eso fue el principio. Volvieron dos veces más a jugar al golf, fueron a cenar y también a bailar.
En otra ocasión la llevó a navegar en su goleta, tenía vales de temporada para todos los espectáculos y la invitó a ir a una obra de teatro que se estrenaba el sábado siguiente. Era una obra a la que le apetecía mucho ir y estaba deseando que llegara aquel día. La verdad era que se lo estaba pasando en grande: le gustaba Daniel y jamás un hombre le había prestado tanta atención en su vida.
El sábado por la noche, al salir del teatro, la invitó a hacer una escapada de una semana a las Bermudas, sugiriéndole que partieran al día siguiente.
Ella se lo quedó mirando fijamente, dándose cuenta por primera vez de adonde conducía toda aquella diversión. Una semana juntos en las Bermudas no se limitaría simplemente a cenar, bailar y algún beso de buenas noches sin importancia; significaría una intimidad para la que no estaba preparada. No sería como en San Francisco cuando fue capaz de limitar a Pedro a un beso; un beso que dicho sea de paso le había vuelto loca…
¿Besaría a aquella Gwen como la había besado a ella? ¿Se le quedaría también sin fuerzas el cuerpo con aquel deseo erótico?
—¡Eh! —exclamó Daniel, chasqueando los dedos—. Vuelve. ¿Dónde estabas?
—Oh, yo…, estaba pensando.
—Entonces ¿qué te parece? ¿Podrías salir mañana?
«Tranquila», se decía a sí misma, «intenta calmarte». ¿Por qué estaba de pronto pensando en Pedro?
—¿Salir mañana? ¿Durante una semana? —consiguió soltar una risita—. Tonto, te olvidas de que soy una trabajadora.
—También los que trabajan tienen vacaciones.
—Oh, claro, pero no se puede ir al jefe y despedirse de él así de pronto durante una semana.
¿Qué pensaría Pedro si lo hiciera? ¡Maldita sea!
¿Por qué no podía dejar de pensar en él?
Daniel se echó a reír.
—Vale, haz tú el programa. ¿Cuándo te gustaría marcharte?
Entonces empezó a preguntarse qué estaba Daniel pensando. Seguramente que era el tipo de mujer de las que se marchan alegremente de viaje para pasar una semana con un hombre…
¿Para qué? ¿Para divertirse y jugar, y luego irse juntos a la cama? ¿Sin ningún tipo de compromiso o intenciones honorables? Muy bien, sabía que era una gazmoña. Evitó la pregunta y también la implicación. No le importaba lo que Daniel Masón tuviera en mente; ella tenía sus propios planes y entre ellos no estaba pasar un fin de semana íntimo ni con él ni con ningún otro.
—Dímelo cuando lo sepas —dijo al despedirse—. Yo estoy libre en cualquier momento.
Ya en casa se puso a pensar en todo ello. Claro, estaba libre en cualquier momento; según lo que sabía de él, Daniel no tenía la carga de ninguna responsabilidad. Pero tenía tiempo y dinero, todo lo que ella deseaba en un hombre para casarse.
Porque estaba a la caza y captura, ¿no? De nuevo se puso a pensar en aquella noche en San Francisco, cuando se puso frente al espejo a admirar su nueva apariencia y le prometió a un maravilloso desconocido que iría a por él. Sí, aquella noche se había puesto tan presumida a causa de… Pedro. No fue solamente el beso, o la loca sucesión de emociones que aquel beso la hacía evocar, sino también la respuesta de Pedro. Él también temblaba con aquella ola de emoción y su cuerpo se apretaba al de ella, tierna pero posesivamente. En sus ojos había visto una hambrienta adoración que la había hecho sentirse mujer… una mujer bella, atractiva, excitante.
Ella lo había rechazado después, aunque su cuerpo aún le quemara durante un buen rato. La excitación permaneció con ella, como un regalo que le daba la seguridad en sí misma que tanto necesitaba: saber que era una mujer deseable.
Pero aquella emoción se había desvanecido… dado la suficiente confianza en sí misma como para empezar a buscar a partir de entonces; además, se había apuntado al club de golf y…
Y nada. Daniel Masón había caído rendido a sus pies, como quien dice, cuando ni siquiera estaba buscando. Y, a decir verdad, se había limitado a pasárselo bien con él, como si fuera uno de los chicos de los Wells.
Aunque, pensándolo bien, no podría encontrar mejor partido por mucho que buscara.
Se sentó en la cama y se quitó los zapatos. No había razón para avergonzarse de lo que estaba pensando.
Estaba claro que él también disfrutaba de su compañía, pues no dejaba de llamarla y de invitarla a salir. ¿Sería el marido perfecto? Quizá el matrimonio no estaba dentro de los planes de Daniel. Esperaría a ver.
***
—Buenos días, jefe; aquí tienes tú café.
—Gracias, era justo lo que estaba deseando —Pedro sonrió; no era el café lo que esperaba, sino que ella se lo llevara como cada día—. Veamos, hoy tenemos el asunto de Spaulding, ¿verdad?
—Eso es. He traído la carpeta. Pensé que sería mejor que lo repasáramos antes de ir a comer con él —se sentó junto a su escritorio y abrió una carpeta.
Eso era lo que le gustaba de ella: su eficiencia, la manera en que se adelantaba a sus deseos o necesidades. Era la mejor asistente administrativa que había tenido nunca.
Meramente profesional, y así era como deseaba que fuera su relación. Si el verla le animaba el día, o si se sentía orgulloso de su apoyo en una conferencia o una comida de negocios… bueno, y qué. La cosa no iba más allá. No hacían manitas en la oficina, ni viajaban juntos…
Solamente que… bueno, le parecía injusto no llevarla a la conferencia de África del Este en Nairobi. El punto más importante del programa sería la expansión de Uganda, de cuya planificación ella había sido casi la única artífice.
Sonrió al evocar aquella tarde cuando tenía todo colocado sobre la cama de su dormitorio, con dos niños revoltosos en sus manos.
—Sabe, creo que al señor Spaulding le preocupa… —Paula se calló, y lo miró fijamente—. ¿De qué se ríe, jefe?
—Oh, de nada —se aclaró la garganta—. Sabes, Paula… creo que deberías formar parte del grupo de la conferencia de África del Este.
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