lunes, 2 de abril de 2018

POR UNA SEMANA: EPILOGO




Dos meses después.


—¡Pero Alfonso, me prometiste que no ibas a dejar que Paula te hiciera ningún truco! —exclamó Frankie en voz alta consiguiendo que lo oyeran al menos las personas sentadas en los tres primeros bancos de la iglesia.


Frankie, Pedro y Lucas, el padrino de boda, estaban de pie en el santuario, cerca de la puerta que daba a la nave central de la iglesia. Estaban esperando a que comenzara la música. El chico estaba oficialmente encargado de acomodar a la gente, pero había aprovechado un momento para acercarse a Pedro y tratar de hacerlo recapacitar por última vez.


—¡Esto es una boda, por el amor de Dios! —Continuó Frankie—. Eso significa que tendrás que estar a su lado para siempre. Mi padre dice que puede ser muy caro.


—¿Pero a ti qué te preocupa, mi libertad, o mi cartera? —preguntó Pedro solemne conteniendo la risa.


—¿Te va a dejar Paula que subas a la cabaña? — Preguntó Frankie inquieto, sin darse cuenta de lo divertido que resultaba para Pedro—. Papá dice que las mujeres tienen que darte permiso para todo, y que siempre están enfadadas por algo.


—Eh, eso no me lo había dicho nadie —contestó Pedro restregándose la barbilla pensativo—. Quizá tenga que reconsiderar este asunto después de todo.


—Y nunca puedes salir solo —añadió Frankie alentándolo—. Pensaba que te gustaba tener tu vida privada


—Frankie —lo llamó su madre sacando la cabeza—, no te atrevas a darle ideas al señor Alfonso. Será mejor que vengas a sentarte conmigo... ¡ahora!


—¡Y se me olvidaba, les gusta dar órdenes! —susurró Frankie apresurándose a seguir a su madre.


En lugar de cancelar la boda, Pedro se quedó pensando en lo bien que había salido todo durante los últimos dos meses. 


Después de bajar de la cabaña, Paula y él habían decidido que querían experimentar cómo funcionaban las cosas entre ellos. Al fin y al cabo él iba a tener que volar a Virginia y ella tenía una tienda y una vida feliz en Bedley Hills. Pedro se había quedado en la ciudad hasta el momento de presentarse en el ejército, y para entonces ambos sabían que no querían separarse.


Pero no iba a ser fácil. Pedro tendría que volar con frecuencia, y ambos habían decidido que Paula no cerrara la tienda, así que iban a tener que improvisar un matrimonio movidito. Paula había ascendido a Chantie a encargada, y Pedro iba a tener por fin una verdadera casa. Para entonces, sin embargo, él había descubierto que ya no le gustaba tanto volar, así que comenzó a considerar la posibilidad de cambiar de trabajo. Planeaba ejercer como marido a jornada completa, y quizá incluso como padre. Lo importante era que no huía del amor. Paula era todo cuanto deseaba en la vida. Se sentía como si por fin hubiera vuelto a casa.


Pedro sacó la cabeza y miró a los invitados. Parecía que ya había llegado todo el mundo. Sólo quedaba una cuestión: ¿por qué no aparecía la novia?


Al otro extremo de la iglesia, tras las puertas, Paula esperaba con Chantie, su única dama de honor.


—¿Puedo decirlo? —Preguntó Chantie—. Por favor, déjame que lo diga.


—¿El qué?


—Te lo dije —contestó Chantie sonriendo.


—Sabía que no te callarías ni aunque fuera el día de mi boda. Debería de haberte obligado a ponerte ese vestido amarillo, el que te hacía tan pálida.


—Pero, ¿por qué no empezamos ya? —Preguntó Chantie ignorando las palabras de Paula—. Es más que la hora.


—Créeme —contestó Paula asomándose a la iglesia—, tengo tantas ganas como tú... —Chantie rió sofocadamente ante aquella confesión—. Ya no puede tardar. Y luego Pedro disfrutará del mejor momento de su vida.


—No estarás pensando en hacerlo en la iglesia, ¿no?


—¡Chantie! —exclamó Paula abriendo la boca atónita—. No me estaba refiriendo a eso.


—Bueno, ¿pero qué momento puede ser el mejor de un hombre, si no es el del sexo?


Paula sonrió misteriosamente y volvió la vista hacia la madre de Pedro, que se dirigía hacia su hijo y su ex-marido. A pesar de haber prometido que jamás volvería a interferir en la vida de nadie, Lucas le había pedido ayuda para salvar su matrimonio. Como cliente, por supuesto. Y lo que ella le había contestado, aparentemente, había funcionado. Maria Alfonso, que en un principio se había mostrado dubitativa, estaba de hecho reconsiderando la reconciliación. Le había llegado el turno a Lucas de convencer a su ex-esposa de que había cambiado.


En cualquier momento, pensó Paula temblando de felicidad. Unos segundos y la vida de Pedro volvería a comenzar.


Pedro se volvió para mirar hacia el pulpito a través de la puerta. El párroco estaba en su puesto.


—Alguien debería de haber dado la señal de comenzar —comentó nervioso ajustándose el nudo de la corbata—. No pensarás que Paula me ha dejado plantado delante del altar, ¿verdad? —preguntó mirando a su padre.


—Esa chica está locamente enamorada de ti — sonrió Lucas mirando el reloj —. Pero tienes razón, es la hora.


—¿Y no deberías de salir para asegurarte de que Paula está bien?


—No hace falta, sé qué es lo que está pasando.


Pedro pasó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra. El aspecto de Lucas era tan serio que de repente comenzó a preocuparse de que estuviera sucediendo algo malo.


—Paula está aquí, ¿verdad?


—La he visto con mis propios ojos hace un momento. No se trata de tu novia, se trata de mí. Me temo que no voy a poder ser tu padrino de boda.


Pedro sintió de pronto que los muros de la distancia comenzaban a izarse de nuevo, pero se esforzó por derribarlos. Tenía a Paula, se dijo, era suficiente si su padre decidía volver a decepcionarlo.


—Pero... —añadió Lucas sonriendo de pronto—, he encontrado a un voluntario para sustituirme. ¿Maria? Ya puedes pasar.


—Pero mamá no puede ser mi padrino, Lucas —protestó Pedro irritado y confuso mientras veía entrar a Maria con un hombre en el santuario.


Tenía el pelo oscuro, y era más alto y más ancho de hombros que Pedro, pero mantenía un gran parecido con él en el rostro y en sus recuerdos. Pedro se quedó mirándolo. No podía ser, se dijo. Después de tantos años... dos sueños se convertían en realidad en el mismo día.


—Este es el regalo de bodas de tu madre y mío, con el consentimiento de Paula —dijo Lucas—. Hemos encontrado a tu hermano.


Pedro parpadeó unas cuantas veces. Los ojos le ardían. Se adelantó deprisa y Guillermo y él se encontraron a medio camino, abrazándose sin dudarlo.


—He estado buscándote durante años —dijo Pedro mirando a su padre sin soltar a Guillermo por miedo a que el milagro pudiera desaparecer.


—Lucas me encontró —explicó Guillermo.


—Lo vi en un programa de televisión. Parece que tu hermano se ha hecho famoso.


—¿Famoso? —repitió Pedro.


Era incapaz de creer que tuviera por fin reunida a toda su familia. Y además tenía a Paula, pensó.


—Sólo un poco —lo corrigió Guillermo sonriendo—. Estaba haciendo propaganda de mi seminario y de mis libros.


—¿Has escrito un libro? —preguntó Pedro sorprendido—. ¿Qué tipo de libro?


—Uno sobre la emotividad, ¿puedes creerlo? Sigue tus sueños y haz de tu vida lo que quieras.


—¿Y dónde estabas cuando te necesitaba?


Guillermo sonrió y miró el traje de etiqueta de Pedro.


—He visto a tu novia. Yo diría que has realizado tus sueños sin mis consejos.


—De todos modos nunca los seguí —contestó Pedro.


—¡Es cierto!


Era como si nunca se hubieran separado, pensó Pedro. Guillermo siempre había sido el optimista, el chico bueno, el del buen humor que nunca quería contrariar a nadie. Y la vida no parecía haber acabado con su sencillez. Sin embargo, Pedro sabía por lo que había tenido que pasar, y se preguntaba si sería cierto que había escapado del pasado sin rasguños.


—Tiene mucho sentido que te hayas dedicado a eso —asintió Pedro despacio—. Seminarios. Siempre fuiste un charlatán.


Guillermo hizo una mueca y le golpeó con el puño suavemente en el brazo, y Pedro lo imitó sonriendo. No recordaba haberse sentido nunca tan bien.


—No entiendo cómo puede ser que hayas crecido más que yo —comentó Pedro.


—Debe de haber sido por la leche. Tú siempre la tirabas


—¿Es cierto eso? —Preguntó Maria—. ¿Y cómo es que yo no me había enterado?


Ambos hermanos miraron a su madre.


—No sabes ni la mitad de lo que te has perdido, mamá —contestó Guillermo—. Éramos inseparables.


Maria sacudió la cabeza y sonrió a su ex-marido.


—Creo que ya es hora de que nos sentemos, Lucas, antes de que me entere de más cosas que no quiero saber.


Lucas asintió. Pedro se volvió hacia sus padres y abrazó a su madre largamente.


—Gracias. Gracias a los dos.


Lucas y Maria abandonaron el santuario y entraron en la iglesia. Pedro tenía un montón de preguntas que hacerle a Guillermo, pero no sabía por dónde empezar. Se quedó mirando a su hermano casi sin habla.


—He conocido a Paula —dijo Guillermo—. Tienes mucha suerte.


—Lo sé. ¿Y tú qué tal? —Preguntó Pedro—. ¿Estás casado? ¿Tienes hijos? —una sombra cruzó el rostro de Guillermo—. ¿No es un buen tema de conversación?


Aquella sombra desapareció, sustituida por una sonrisa familiar.


—Estamos en tu boda, hermanito, ¿y me preguntas si el matrimonio es un buen tema de conversación? ¿De dónde te has sacado ese sentido del humor? No eras así cuando éramos niños.


—Debe de haber sido Paula.


Pedro no perdía detalle. El hecho de que su hermano hubiera cambiado de conversación no le pasó desapercibido. Se quedó mirándolo a los ojos y Guillermo hizo lo mismo.


—Deberíamos de salir ahí fuera, si no alguien te tomará la delantera y te quitará la novia —comentó Guillermo—. Si esperas más, Paula pensará que hemos ido a tomar una cerveza y empezará a buscar un novio mejor.


—Dios no lo quiera —contestó Pedro de corazón.


—¿Tan fantástica es?


—Sí, lo es —respondió serio—. Pero recuerda, Guillermo —añadió dirigiéndose hacia la iglesia mientras su hermano lo seguía de cerca—, siempre estaré aquí si me necesitas.


—Bueno, ha merecido la pena esperar veinte años para escuchar eso.


El párroco los vio entrar e hizo una seña al organista para que comenzara a tocar. Pedro se inclinó hacia Guillermo para asegurarse de que oía lo que tenía que decirle al oído:


—Pero, por favor, no me necesites hasta después de la luna de miel.


Guillermo sonrió y ambos se volvieron en el momento justo de ver a Paula avanzando por la iglesia. Pedro contuvo el aliento y se olvidó por completo de su hermano. Paula estaba bellísima con su vestido de satén entretejido de perlas, pensó. Su escote no hacía sino recordarle las ganas que tenía de quitárselo. Paula llegó a su lado y ambos miraron al párroco.


Después de la ceremonia, se dijo Pedro. Por supuesto.


Estuvieron bastante tiempo en la celebración, que se desarrolló en el jardín de la casa de Paula, pero luego se escabulleron y se dirigieron hacia un hotel al otro lado de la ciudad. Pedro la levantó en brazos y atravesó la puerta con vestido y todo. Le había rogado que no se lo quitara hasta llegar al hotel, y Paula había consentido al ver lo deseoso que se mostraba Pedro de quitárselo. Después de que el botones se marchara, Pedro cerró la puerta y la dejó en el suelo. Un segundo más tarde sus bocas se encontraron en un beso que la hizo perder el sentido.


—Supongo que eso significa que te ha gustado tu sorpresa —susurró Paula rodeándolo con los brazos.


—¿Cuál? ¿La de que mi madre disfrutara de la compañía de mi padre? Pues claro.


—No, cabezota, la de que tu hermano viniera para el día de tu boda —contestó Paula sacudiendo la cabeza.


—¿Es ésa la forma en que vas a tratar a tu marido? —Preguntó Pedro besándola de nuevo—. Quizá debería de haber escuchado a Frankie. Trató de convencerme de que no me casara, ¿sabes?


—¿En serio?


—Incluso me advirtió de que no volvería a tener vida privada —añadió Pedro regándola de besos por el cuello y el escote mientras sus dedos recorrían los hombros desnudos por encima de la manga caída del traje. No había nada en el mundo más sexy que Paula con encajes, pensó—. ¿Te lo imaginas?


—Bueno, no te preocupes. Ese asunto de la vida privada lo tengo resuelto —contestó Paula dejando caer la cabeza mientras él la cubría de besos.


—¿En serio? —murmuró Pedro.


—Uh-huh —contestó ella deslizando los dedos por su pecho y apartándolo despacio—. Déjame que te lo enseñe —añadió acercándose a la maleta y abriéndola para sacar un corazón de papel—. Es para colgarlo del picaporte de la puerta. Se supone que sirve para que la gente se aleje.


No molestar.
Estamos en luna de miel; hay cuarentena.


Pedro leyó el cartel y la miró. 


—Eso no engañará a Frankie.


—¡Por supuesto que no!, tendré que regañarlo. Pero te aseguro que los demás sí que nos dejarán en paz —añadió levantándose la falda y enseñándole las medias hasta los muslos y las ligas de seda—. Y queremos estar solos, Pedro, así que date prisa y cuélgalo.


Pedro se apresuró a echar la llave de la puerta y a volver al lado de Paula, que mientras tanto se había quitado los zapatos y acercado a la cama. Si sus ojos no lo engañaban... pensó.


—¡Pero si no llevas bragas! —Exclamó abrazándola.


—Sé que querías quitarme el vestido, pero en serio, Pedro, ¿para qué perder el tiempo?


Paula lo empujó y Pedro fue a caer a la cama con ella en brazos. Luego lo ayudó a quitarse la ropa hasta que sólo estuvieron él, ella, y un montón de satén suave y blanco. Pedro se sentía como en la gloria. La estrechó entre sus brazos y la besó largamente.


—Así que, ¿qué enfermedad tenemos para estar en cuarentena?


—Mal de amor, por supuesto —contestó Paula.


—Esperaba que lo dijeras —contestó Pedro haciéndola rodar por la cama y ayudándola a deshacerse de tanto satén para sentir el calor de su piel contra él.


—¿Por qué? —susurró Paula.


—Porque tengo el remedio —contestó Pedro inclinándose sobre ella para posar un beso en sus labios y proceder a enseñarle en qué consistía la cura.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 36




Aquella sencilla afirmación dejó a Pedro atónito. 


¿Tendría razón Paula?, se preguntó. ¿Acaso la tortura insoportable que había estado padeciendo durante todo el día se debía a sus propios sentimientos hacia ella? Aquella atracción fiera hacia esa mujer, ese alivio que sentía cuando estaba con ella era como... como cuando el párroco y su mujer lo recogieron, recordó. Era el mismo tipo de sensación reconfortante. Con Paula se sentía como parte de algo mágico, como si tuviera en las manos algo precioso, especial, sereno, un adorno navideño tintineante y frágil. Se sentía querido, como si su vida mereciera la pena, reflexionó. 


Pero, ¿eran todos esos sentimientos juntos el amor?, volvió a preguntarse.


—¿Y qué ocurrirá si no puedo darte todo lo que tú necesitas? —Preguntó Pedro casi en una súplica—. No quiero tenerte para luego perderte.


—Lo sé —susurró Paula acercándose a él hasta sentarse sobre su regazo y envolverlo con los brazos por el cuello—. Sé lo que quieres decir, y sé lo que has tenido que pasar. ¿Pero crees realmente que yo te haría algo así?


Pedro sacudió la cabeza lentamente. No, ella nunca lo abandonaría, pensó, y aquel conocimiento, hasta entonces inconsciente, era con seguridad lo que le había retenido en Bedley Hills.


Los labios de ambos se encontraron en un beso tortuoso, tanto por la incomodidad del lugar como por la imposibilidad de llevarlo más allá. 


Cuando se separaron, Pedro deslizó las manos por debajo de su camiseta para sentir el calor de su piel y atraerla hacia sí.


—Tú confiaste en mí —susurró Paula—, y créeme, he aprendido la lección sobre lo de interferir. Nunca he estado tan preocupada por nadie como por ti. No lo volveré a hacer, te lo prometo... —se interrumpió al ver su enorme sonrisa—. ¿Qué?


—No cambies nunca —contestó Pedro—. Estoy pensando en lo divertido que es que los opuestos se atraigan.


—Pues yo personalmente no encuentro nada divertido en ello —contestó Paula suspirando y haciendo un gesto con las manos—. Eres el hombre más exasperante que jamás he conocido y...


—Y me amas.


—¡Por supuesto que no! —Contestó Paula con los ojos muy abiertos por el asombro—. Bueno, quizá sí, no lo sé. Pero aunque así fuera... cosa que no estoy admitiendo, tenlo muy en cuenta... aunque fuera así te aseguro que no iba a quedarme aquí sentada a confesártelo.


—¿Y por qué no?


—Porque no es así como se hacen las cosas.


—Creía que había un refrán que decía: «las mujeres primero».


—En el amor todos tenemos las mismas oportunidades —contestó Paula sacudiendo la cabeza.


—Supongo que aún tengo mucho que aprender del amor. ¿Qué te parecería si tú me lo enseñaras?


Paula abrió la boca atónita y Pedro besó su labio inferior comenzando luego a profundizar en aquel beso largamente.


Al terminar, su expresión era seria.


—Es mi turno para hablar. Te prometo que después te dejaré a ti —aseguró Pedro—. Frankie me ha hecho comprender que tenía prejuicios contra la gente y que no era muy amable. Todo empezó cuando mis padres me abandonaron y luego ocurrió aquel desastre del juzgado. Cada vez que conocía a alguien comenzaba a pensar que me iba a hacer daño, y desde ese momento se malograba cualquier relación. Ahora me doy cuenta de que tenía miedo de confiar en la gente porque pensaba que yo no era digno de su amor.


Pedro acarició el rostro de Paula, la estrechó entre sus brazos haciendo una pausa, y luego añadió:
—Y entonces apareciste tú. Te preocupaste por mí desde el principio, constantemente... —continuó enterrando su rostro en el cabello de Paula, imaginando qué habría sido de su vida si ella no se hubiera empeñado en ayudarlo ni hubiera fingido ser su mujer.


—Entonces, ¿me has perdonado? —preguntó Paula en un susurro volviendo la cara para mirarlo.


—A ti y a Frankie, a los dos —sonrió—. Es un buen chico, ¿verdad? Ha construido este lugar sólo para mí.


—¡Dios, por fin has aprendido algo de todo esto! —comentó Paula mirando a su alrededor—. Pero lo que sigues sin entender es que Frankie ha construido esta cabaña para que te escondieras de mí, y eso no me parece particularmente noble —añadió Paula sorbiéndose la nariz.


—Es que no estás razonando como un chico de ocho años —contestó Pedro sonriendo.


—No, supongo que no. Pero si la construyó para eso, ¿qué estoy haciendo yo aquí, dentro de sus sagrados límites?


—Estás aquí porque yo tampoco razono como un chico de ocho años —contestó Pedro.


—Supongo que eso significa que me quieres.


—Siempre te he querido —sonrió Pedro—, desde el mismo momento en que te vi, y tú lo sabes —confesó mirando sus enormes ojos marrones —. Ya es hora de que deje atrás el pasado y emprenda el futuro sin miedos, Paula. Comencé a hacerlo ayer con mi padre, gracias a ti, y ahora quiero hacerlo contigo... si tú lo deseas.


El rostro de Pedro estaba tan lleno de inseguridad y temor a que ella dijera que no, que Paula tuvo que acercarse y besarlo. Y al hacerlo, lo supo.


El amor podía suceder dos veces en una sola vida, pensó.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 35




Mientras Frankie bajaba de la cabaña, Pedro tuvo tiempo para pensar en las lágrimas que acababan de salir de sus ojos y en qué hacer con Paula. El chico le había hecho comprender que se podía cuidar de alguien en un sentido profundo. Si Paula subía, ¿sería capaz de enseñarle tanto amor como Frankie?, se preguntó.


Medio minuto más tarde, Paula asomó la cabeza en la cabaña. Miró a su alrededor sujetando la escalera y frunció el ceño.


—No estarás pensando en empujarme, ¿verdad?


Pedro dio unas palmaditas sobre el suelo a su lado para que se acercara. Su expresión era indescifrable. Paula le había oído echarse a reír unos minutos antes, y esperaba que se le hubiera pasado el enfado. Sin embargo estaba muy pálido, pensó, quizá esperara demasiado.


—Está bien, está bien —añadió subiendo a la cabaña y sentándose a su lado—. Sé que estás enfadado conmigo...


—Espera un momento —la interrumpió Pedro arrodillándose y mirando para abajo por encima de la pared de cartón—. La función se ha terminado, señores. Frankie y su hermano construyeron esta casita con materiales prestados del vecindario, y yo mismo los devolveré a sus legítimos propietarios cuanto antes. Aquí no queda nada más que ver.


Hasta Paula pudo escuchar los murmullos de descontento entre los vecinos que habían seguido la persecución desde sus casas y que comenzaron a dispersarse. Finalmente, cuando Pedro y ella escucharon por fin el canto de los pájaros y el murmullo de las hojas de los árboles, él se sentó y se quedó mirándola.


Durante toda la carrera, Paula había estado pensando en cuánto deseaba que Pedro permaneciera en su vida y cuestionándose por qué había estado ocultándose a sí misma aquél amor tan poco parecido al que había sentido por Ramiro. De pronto, mirando a Pedro, comprendió la razón.


Hasta ese momento no había encontrado a nadie que la necesitara realmente. Toda su vida había hecho lo que le convenía a otras personas, exceptuando a Ramiro. Sus padres la ignoraban excepto cuando discutían y la llamaban para que se pusiera del lado de uno de los dos. Sus novios tampoco parecían echarla mucho de menos cuando no estaba, y siempre temía quedarse sola cuando aparecía alguien interesante. Paula no había encontrado nunca el amor porque siempre buscaba fuego en los ojos de un hombre, siempre esperaba sentir una pasión arrebatadora, siempre buscaba la otra mitad de su naranja.


Contemplándose el uno al otro, Paula comprendió por fin que la intensidad que siempre veía en los ojos de Pedro no era otra cosa que amor. Él la deseaba, y ella lo deseaba a él, pensó. Los sentimientos que había albergado por Pedro habían sido siempre distintos de cualquiera otros sentimientos que jamás hubiera experimentado: eran ardientes y apasionados. Hacían que su corazón latiera acelerado y que su cuerpo temblara de deseo. El era su pasión, recapacitó. ¿Pero significaba ella lo mismo para él? 


Y si era así, ¿cómo podía convencerlo?, se preguntó.


—Tengo la estúpida costumbre de tratar de remediar todos los males, Pedro, necesito que la gente me necesite —explicó Paula a borbotones—. Siento mucho haber interferido en tu vida, pero sé que hice bien. Tú necesitas a tu padre, sólo que no confías en él. Él antes era otro hombre. Han pasado muchos años, Pedro. ¿Crees de verdad que serás el mismo dentro de veinte años? Espero que no, lo espero más que nada en el mundo. Desearía que fueras más amable, más prudente, menos crítico.


—¿Paula? —ella abrió inmensamente los ojos y calló—. No puedo decir que me gusten esos juicios sobre mi carácter —contestó Pedro con una ligera sonrisa—, pero ahora estoy bien con mi padre. Lucas y yo hemos hecho las paces.


—¿En serio?


Pedro asintió. Acercó una mano a su rostro para acariciar su cabeza y dejó que sus dedos resbalaran por el suave cabello, provocando en ella todo tipo de sensaciones.


—¿Y qué me dices de nosotros, Pedro? —preguntó Paula en voz baja.


—Siempre he temido hacer infeliz a una mujer como tú, tan generosa y tan llena de amor, porque siempre he pensado que acabarías por desear a un hombre que pudiera sentir.


—Tú sientes muchas cosas por mí desde que hicimos el amor, Pedro, sólo que no quieres admitirlo.


domingo, 1 de abril de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 34



El reloj sonó en el vestíbulo. Pedro lo miró irónico y luego volvió la vista hacia la maleta, aún a medias. 


—Las seis en punto, y aún me siento... ¿desgraciado? —dijo en voz alta.


Desgraciado era la única palabra que podía describir cómo se sentía. Había comenzado a entenderse con su padre, así que había llegado el momento de volar a Virginia. Y sin embargo era incapaz de marcharse. Estaba furioso con Paula, pero por otro lado había aprendido algo de aquel enfrentamiento con su padre. Algo en su fuero interno le impedía dejar las cosas tal y como estaban con ella. ¿Se estaba ablandando?, se preguntó. ¿Era eso amor? No lo sabía, pero estaba durando demasiado. ¿Cómo se suponía que iba a averiguarlo?


Respiró hondo. Había estado sentado en un sillón durante horas, o al menos eso le había parecido. Sabía que si esperaba lo suficiente, Paula volvería a casa, y entonces él podría acercarse y encararse con ella. Sin embargo no se creía capaz de reunir el coraje suficiente. Pero si estaba acostumbrado a enfrentarse con enemigos, ¿cómo podía ser que una sola y pequeña mujer le asustase de ese modo?, se preguntó.


Alguien llamó a la puerta. Pedro se apresuró a bajar las escaleras esperando que fuera Paula y que, de algún modo, ella tuviera la respuesta.



*****

Nunca aprendería, se dijo Paula mientras fingía cuidar de los arbustos que, en aquel momento, no le interesaban en absoluto. Era incapaz de seguir dentro de la casa sabiendo que Pedro no se había ido. Cuando se marchara, pensó, como buena masoquista que era, lo vería.


Se había puesto unos pantalones cortos y una camiseta y había recogido los utensilios de jardín fingiendo estar entretenida. Cuando escuchó golpes en la puerta trató de observar a través de los arbustos, pero sólo consiguió que se le llenara la cara de hojas.


Dio un paso atrás y se obligó a sí misma a no mirar por el agujero. Estaba obsesionada, se dijo. Si ella misma hubiera sido su propia paciente en la consulta matrimonial a esas horas ya se habría mandado al psiquiatra, recapacitó. 


Pero a pesar de todo, sus pies se negaban a llevarla dentro. 


Tampoco, por otro lado, la llevaban a casa de Pedro. Si él no estaba enamorado, pensó, era inútil. Había cosas sobre las que no tenía control.


La puerta se abrió y Paula escuchó a Pedro preguntar al visitante qué quería. No pudo evitarlo. Un último vistazo y aquella imagen permanecería con ella para siempre. 


Esperaba que nadie la viera desde la calle. Se inclinó y sacó la cabeza por el agujero. El rostro de Pedro era indescifrable. 


Estaba bajando las escaleras del porche.


—Espera un momento, Frankie, quiero hablar contigo —gritó.


Paula tuvo la sensación de que volvía al pasado. 


Todo era exactamente igual que la primera vez, cuando conoció a Pedro. La excitación recorría sus venas, apenas se daba cuenta de que contenía el aliento. ¿Era aquella una nueva oportunidad para volver a comenzar con Pedro?, se preguntó. Si lo era, ¿haría las cosas de un modo diferente?


De repente comprendió que volvería a hacer lo mismo, y comprendió al mismo tiempo qué sentimiento era ése. 


Observó a Pedro volverse y correr por el camino gritando y llamando a Frankie, y entonces entró en acción. Si iba a tomarla con alguien que la tomara con ella, se dijo.


Se deslizó por el agujero y entró en el jardín de Pedro mientras éste salía a la calle. Por un momento pensó que él se daría la vuelta al comprender que Frankie estaba lejos, pero Pedro siguió llamándolo una y otra vez y corriendo en pos de él.


Lo había conseguido, se dijo asustada. Había conseguido volverlo loco, pensó. Pedro estaba persiguiendo al chico calle abajo, y total por nada. No tenía tiempo de ir a buscar a la madre de Frankie, así que se puso a correr ella también detrás de los dos preguntándose cómo era posible caer tan bajo... Ella, Paula Chaves, estaba persiguiendo a un hombre, y precisamente a uno por el que aseguraba no sentir nada, recordó. Chantie iba a reírse bien a gusto.


Elijah Tuttle estaba de rodillas en su jardín cuando Frankie pasó a toda velocidad en la bicicleta y casi tiró una de las plantas que estaba cuidando.


—¡Malditos chicos! —musitó entre dientes.


Segundos más tarde Pedro también pasó corriendo. Aquello era una sorpresa para Tuttle, que casi perdió el equilibrio. Se quedó mirando a Pedro y volvió a jurar.


Paula Chaves fue la tercera en pasar, pero se paró unos segundos al verlo en el suelo. Tenía la cara colorada, y sus pies golpeaban el suelo pesados, pero al fin consiguió decir:
—Lo he visto. ¿Te encuentras bien?


—Sí, sí —musitó el hombre sacudiendo la mano.


Paula asintió y volvió a correr calle abajo. Tuttle sólo estaba comenzando a levantarse cuando Jeb Tywall pasó también a grandes pasos mirando a lo lejos, hacia adelante.


—Jeb, ¿qué ocurre?


—Eso mismo me pregunto yo. No puedo parar, si lo hago los perderé —contestó Jeb alejándose y mirándolo por encima del hombro—. ¿Qué estás haciendo ahí tirado? Ven conmigo, esto puede ser interesante.


Tuttle se puso en pie. Ver a Frankie en bicicleta era algo habitual, pero si Pedro corría detrás de él aquello podía convertirse en el entretenimiento del vecindario durante una tarde, pensó. Y Jeb tenía razón. Contemplar a la dulce Paula corriendo detrás de Alfonso era algo insólito. Tuttle dejó las plantas y comenzó a caminar calle abajo en la misma dirección.


Mientras Frankie se internaba entre los árboles, Pedro juraba para sí mismo con el escaso aliento que le quedaba después de la carrera. El chico era el culpable de todo, pensó. Había llamado a su puerta y luego había salido corriendo. 


Pedro estaba decidido a averiguar qué estaba tramando. 


No se trataba de que necesitara saberlo, se dijo. Más bien tenía que demostrarse algo a sí mismo. Tenía que demostrarse que no se equivocaba en su modo de pensar, ni sobre Frankie, ni sobre su vida. Él no era tan insensible, pensó. Sencillamente el mundo estaba podrido, sólo trataba de defenderse.


Lejos, cerca de un árbol, Frankie soltó la bicicleta bruscamente y desapareció en segundos entre la espesura de las ramas. Unos cuantos metros más allá, Pedro se detuvo y juró al ver dónde se había escondido.


Era una cabaña construida sobre un árbol. Bueno, se dijo, aquello explicaba porqué había robado los clavos. Se acercó a grandes pasos y se paró al ver un cartel clavado en el tronco. Dio la vuelta para poder leerlo y, por segunda vez en dos días, sintió que alguien le daba una patada en el estómago. Era su cartel, el que él mismo había dejado abandonado en el porche, recordó. Frankie había escrito algunas palabras nuevas y había tachado otras, pero el mensaje estaba claro:
Esta cabaña del árbol pertenece al señor Alfonso.
¡No molestar! ¡Sí, me refiero a ti!


—¡Frankie! —gritó mientras observaba cómo las hojas se movían y el chico llegaba arriba—. No estoy muy seguro de comprender lo que significa esto.


Por toda respuesta sólo se hizo el silencio. Luego, por fin, el chico contestó:
—Mi hermano y yo hemos construido este fuerte para que tengas un lugar en el que esconderte de la señorita Chaves.



Paula, que estaba lo suficientemente cerca como para oír lo que Frankie estaba diciendo, se detuvo en seco y escuchó. 


Según creía, Pedro no sabía que tenía audiencia. Mejor, se dijo. Pedro sonrió a medias mirando hacia arriba.


—¿Y por qué creíste que quería preservar mi intimidad de Paula?


—Ella es una chica, ¿no es cierto? Y se pasa la vida espiándote... yo la he visto.


No volvería a cocinar galletas para ese chico, se dijo Paula. 


Sin embargo aquella escena resultaba tan emocionante que no se atrevía a interrumpirla. Pedro necesitaba acontecimientos como ése en su vida, pensó. Necesitaba que la gente se preocupara por él.


—Hemos terminado el fuerte hoy mismo —añadió Frankie—. Por eso fui a buscarte, pero cuando abriste la puerta te vi tan furioso que... te pusiste a gritar antes de que dijera una sola palabra.


Pedro respiró hondo. Quizá su expresión al abrir la puerta hubiera asustado a Frankie, pensó.


—Lo siento, Frankie. ¿Puedo subir arriba a verlo?


—¿Me vas a pegar?


—No —prometió Pedro.


Paula hubiera podido abrazar a Pedro allí mismo, a Frankie incluso.


—Está bien, sube —gritó Frankie—. El señor Tuttle dice que pronto te marcharás de la ciudad, así que quizá sea ésta tu última oportunidad.


—Frankie, no sabes hasta qué punto tienes razón —contestó Pedro alcanzando la escalera.


Pedro subió al fuerte y apoyó los pies con fuerza en el suelo para probar su resistencia. Por fortuna parecía sostenerse. 


Las paredes eran del cartón de una caja de frigorífico. Se sentó y miró a su alrededor apreciando el trabajo de los hermanos Simmons.


—Es bonito. Mi hermano y yo no lo hubiéramos hecho mejor a vuestra edad —comentó sonriendo.


—Lo hemos decorado para ti —señaló Frankie.


En un rincón había dos plantas y un par de cosas más que habían desaparecido del vecindario, y sobre la cabeza de Frankie había colgados tres dibujos de aeroplanos. Uno era un F-15, el mismo que Pedro pilotaba. De pronto Pedro vio la fotografía de él con su avión que Frankie se había llevado. El chico le había robado al mismo tiempo su corazón, pensó. 


Sus ojos se llenaron de lágrimas, que enjugó impaciente.


—Es para ti, privado —añadió Frankie con una expresión cauta al ver el rostro de Pedro—. ¿Es que no te gusta?


—Sí, Frankie, significa mucho para mí. ¿De dónde has sacado la madera?


—De papá. Todo lo demás lo he pedido prestado.


Pedro sacudió la cabeza. Se sentía viejo, inteligente... y al mismo tiempo estúpido.


—Frankie, eso no es pedir prestado, es robar — contestó Pedro sin atreverse a confesar que él había hecho exactamente lo mismo en un par de ocasiones para sobrevivir en las calles—. Y robar está mal, por muy buenas que sean tus intenciones.


—No, no es robar —negó Frankie—. Pensábamos devolverlo cuando tú te fueras de la ciudad, nosotros no necesitamos plantas ni esas cosas.


Pedro tuvo que tragar. Al principio no pudo contestar. No quería discutir sobre el tema del vandalismo. Si Frankie era tan listo como Paula decía, entonces recapacitaría, se dijo.


—De modo que pensaste que necesitaba un lugar en el que esconderme de Paula.


—Sí, ella es muy buena y todo eso —asintió Frankie—, pero está desesperada por tener marido, y ya sabes cómo se ponen las chicas solitarias por un marido.


—¡Vaya! —exclamó Paula desde debajo del árbol—. ¡Te he oído, Frankie Simmons! ¡Tu madre te va a regañar por decir esas cosas!


—¡Pero señorita Chaves, si mamá fue la primera que lo dijo! —gritó Frankie.


—¡Frankie Simmons, espera a que te coja! —gritó Karen Simmons.


—¡Ésa era mamá! —Exclamó Frankie preocupado mirando para abajo y viendo a un montón de gente alrededor de Paula—. ¡Dios mío! —volvió a exclamar echándose atrás y sentándose—. Señor Alfonso, la ciudad entera está ahí abajo mirando.


Pedro miró para abajo. Quizá no fuera la ciudad entera, pensó, pero al menos había ocho personas reunidas: el casero, Jeb Tywall, la madre de Frankie dando pisotones nerviosos sobre el suelo, y otras personas a las que no reconocía. Y por supuesto Paula. Ella lo miró y sonrió despacio, tanteando la situación.


—Hablando de vida privada —comentó Frankie.


Pedro tardó unos minutos en comprender que Frankie se refería a la gente que estaba abajo. 


Aquellas palabras habían sonado como si las hubiera dicho él mismo, reflexionó. De pronto se echó a reír. Frankie, orgulloso de haber hecho reír a un hombre tan gruñón, soltó un montón de carcajadas.


—¡Estoy esperando, Frankie! —gritó Karen Simmons.


—¡Ya voy! —contestó Frankie comenzando a deslizarse por un lado de la cabaña.


—¿Frankie? —lo llamó Pedro. El chico lo miró por encima del hombro—. Gracias. Esta cabaña es quizá lo más bonito que haya hecho nunca nadie por mí — añadió enjugándose una lágrima—. Es la alergia —explicó al ver que el chico se quedaba mirándolo.


—Ah, de nada. ¿Aún piensas marcharte de la ciudad?


—No lo sé —contestó Pedro. Aquella sí que era una buena pregunta, se dijo en silencio—. ¿Puedes mandarme a la señorita Chaves aquí arriba, por favor?


—¡Ah, eso sí que no! Por eso construimos el fuerte, para que las chicas no pudieran subir.


—No te preocupes, Frankie —aseguró Pedro en voz baja—. Te prometo que no voy a dejar que me haga trampas.


—Está bien —contestó el chico desilusionado—, le diré que suba.