El reloj sonó en el vestíbulo. Pedro lo miró irónico y luego volvió la vista hacia la maleta, aún a medias.
—Las seis en punto, y aún me siento... ¿desgraciado? —dijo en voz alta.
Desgraciado era la única palabra que podía describir cómo se sentía. Había comenzado a entenderse con su padre, así que había llegado el momento de volar a Virginia. Y sin embargo era incapaz de marcharse. Estaba furioso con Paula, pero por otro lado había aprendido algo de aquel enfrentamiento con su padre. Algo en su fuero interno le impedía dejar las cosas tal y como estaban con ella. ¿Se estaba ablandando?, se preguntó. ¿Era eso amor? No lo sabía, pero estaba durando demasiado. ¿Cómo se suponía que iba a averiguarlo?
Respiró hondo. Había estado sentado en un sillón durante horas, o al menos eso le había parecido. Sabía que si esperaba lo suficiente, Paula volvería a casa, y entonces él podría acercarse y encararse con ella. Sin embargo no se creía capaz de reunir el coraje suficiente. Pero si estaba acostumbrado a enfrentarse con enemigos, ¿cómo podía ser que una sola y pequeña mujer le asustase de ese modo?, se preguntó.
Alguien llamó a la puerta. Pedro se apresuró a bajar las escaleras esperando que fuera Paula y que, de algún modo, ella tuviera la respuesta.
*****
Nunca aprendería, se dijo Paula mientras fingía cuidar de los arbustos que, en aquel momento, no le interesaban en absoluto. Era incapaz de seguir dentro de la casa sabiendo que Pedro no se había ido. Cuando se marchara, pensó, como buena masoquista que era, lo vería.
Se había puesto unos pantalones cortos y una camiseta y había recogido los utensilios de jardín fingiendo estar entretenida. Cuando escuchó golpes en la puerta trató de observar a través de los arbustos, pero sólo consiguió que se le llenara la cara de hojas.
Dio un paso atrás y se obligó a sí misma a no mirar por el agujero. Estaba obsesionada, se dijo. Si ella misma hubiera sido su propia paciente en la consulta matrimonial a esas horas ya se habría mandado al psiquiatra, recapacitó.
Pero a pesar de todo, sus pies se negaban a llevarla dentro.
Tampoco, por otro lado, la llevaban a casa de Pedro. Si él no estaba enamorado, pensó, era inútil. Había cosas sobre las que no tenía control.
La puerta se abrió y Paula escuchó a Pedro preguntar al visitante qué quería. No pudo evitarlo. Un último vistazo y aquella imagen permanecería con ella para siempre.
Esperaba que nadie la viera desde la calle. Se inclinó y sacó la cabeza por el agujero. El rostro de Pedro era indescifrable.
Estaba bajando las escaleras del porche.
—Espera un momento, Frankie, quiero hablar contigo —gritó.
Paula tuvo la sensación de que volvía al pasado.
Todo era exactamente igual que la primera vez, cuando conoció a Pedro. La excitación recorría sus venas, apenas se daba cuenta de que contenía el aliento. ¿Era aquella una nueva oportunidad para volver a comenzar con Pedro?, se preguntó. Si lo era, ¿haría las cosas de un modo diferente?
De repente comprendió que volvería a hacer lo mismo, y comprendió al mismo tiempo qué sentimiento era ése.
Observó a Pedro volverse y correr por el camino gritando y llamando a Frankie, y entonces entró en acción. Si iba a tomarla con alguien que la tomara con ella, se dijo.
Se deslizó por el agujero y entró en el jardín de Pedro mientras éste salía a la calle. Por un momento pensó que él se daría la vuelta al comprender que Frankie estaba lejos, pero Pedro siguió llamándolo una y otra vez y corriendo en pos de él.
Lo había conseguido, se dijo asustada. Había conseguido volverlo loco, pensó. Pedro estaba persiguiendo al chico calle abajo, y total por nada. No tenía tiempo de ir a buscar a la madre de Frankie, así que se puso a correr ella también detrás de los dos preguntándose cómo era posible caer tan bajo... Ella, Paula Chaves, estaba persiguiendo a un hombre, y precisamente a uno por el que aseguraba no sentir nada, recordó. Chantie iba a reírse bien a gusto.
Elijah Tuttle estaba de rodillas en su jardín cuando Frankie pasó a toda velocidad en la bicicleta y casi tiró una de las plantas que estaba cuidando.
—¡Malditos chicos! —musitó entre dientes.
Segundos más tarde Pedro también pasó corriendo. Aquello era una sorpresa para Tuttle, que casi perdió el equilibrio. Se quedó mirando a Pedro y volvió a jurar.
Paula Chaves fue la tercera en pasar, pero se paró unos segundos al verlo en el suelo. Tenía la cara colorada, y sus pies golpeaban el suelo pesados, pero al fin consiguió decir:
—Lo he visto. ¿Te encuentras bien?
—Sí, sí —musitó el hombre sacudiendo la mano.
Paula asintió y volvió a correr calle abajo. Tuttle sólo estaba comenzando a levantarse cuando Jeb Tywall pasó también a grandes pasos mirando a lo lejos, hacia adelante.
—Jeb, ¿qué ocurre?
—Eso mismo me pregunto yo. No puedo parar, si lo hago los perderé —contestó Jeb alejándose y mirándolo por encima del hombro—. ¿Qué estás haciendo ahí tirado? Ven conmigo, esto puede ser interesante.
Tuttle se puso en pie. Ver a Frankie en bicicleta era algo habitual, pero si Pedro corría detrás de él aquello podía convertirse en el entretenimiento del vecindario durante una tarde, pensó. Y Jeb tenía razón. Contemplar a la dulce Paula corriendo detrás de Alfonso era algo insólito. Tuttle dejó las plantas y comenzó a caminar calle abajo en la misma dirección.
Mientras Frankie se internaba entre los árboles, Pedro juraba para sí mismo con el escaso aliento que le quedaba después de la carrera. El chico era el culpable de todo, pensó. Había llamado a su puerta y luego había salido corriendo.
Y Pedro estaba decidido a averiguar qué estaba tramando.
No se trataba de que necesitara saberlo, se dijo. Más bien tenía que demostrarse algo a sí mismo. Tenía que demostrarse que no se equivocaba en su modo de pensar, ni sobre Frankie, ni sobre su vida. Él no era tan insensible, pensó. Sencillamente el mundo estaba podrido, sólo trataba de defenderse.
Lejos, cerca de un árbol, Frankie soltó la bicicleta bruscamente y desapareció en segundos entre la espesura de las ramas. Unos cuantos metros más allá, Pedro se detuvo y juró al ver dónde se había escondido.
Era una cabaña construida sobre un árbol. Bueno, se dijo, aquello explicaba porqué había robado los clavos. Se acercó a grandes pasos y se paró al ver un cartel clavado en el tronco. Dio la vuelta para poder leerlo y, por segunda vez en dos días, sintió que alguien le daba una patada en el estómago. Era su cartel, el que él mismo había dejado abandonado en el porche, recordó. Frankie había escrito algunas palabras nuevas y había tachado otras, pero el mensaje estaba claro:
Esta cabaña del árbol pertenece al señor Alfonso.
¡No molestar! ¡Sí, me refiero a ti!
—¡Frankie! —gritó mientras observaba cómo las hojas se movían y el chico llegaba arriba—. No estoy muy seguro de comprender lo que significa esto.
Por toda respuesta sólo se hizo el silencio. Luego, por fin, el chico contestó:
—Mi hermano y yo hemos construido este fuerte para que tengas un lugar en el que esconderte de la señorita Chaves.
Paula, que estaba lo suficientemente cerca como para oír lo que Frankie estaba diciendo, se detuvo en seco y escuchó.
Según creía, Pedro no sabía que tenía audiencia. Mejor, se dijo. Pedro sonrió a medias mirando hacia arriba.
—¿Y por qué creíste que quería preservar mi intimidad de Paula?
—Ella es una chica, ¿no es cierto? Y se pasa la vida espiándote... yo la he visto.
No volvería a cocinar galletas para ese chico, se dijo Paula.
Sin embargo aquella escena resultaba tan emocionante que no se atrevía a interrumpirla. Pedro necesitaba acontecimientos como ése en su vida, pensó. Necesitaba que la gente se preocupara por él.
—Hemos terminado el fuerte hoy mismo —añadió Frankie—. Por eso fui a buscarte, pero cuando abriste la puerta te vi tan furioso que... te pusiste a gritar antes de que dijera una sola palabra.
Pedro respiró hondo. Quizá su expresión al abrir la puerta hubiera asustado a Frankie, pensó.
—Lo siento, Frankie. ¿Puedo subir arriba a verlo?
—¿Me vas a pegar?
—No —prometió Pedro.
Paula hubiera podido abrazar a Pedro allí mismo, a Frankie incluso.
—Está bien, sube —gritó Frankie—. El señor Tuttle dice que pronto te marcharás de la ciudad, así que quizá sea ésta tu última oportunidad.
—Frankie, no sabes hasta qué punto tienes razón —contestó Pedro alcanzando la escalera.
Pedro subió al fuerte y apoyó los pies con fuerza en el suelo para probar su resistencia. Por fortuna parecía sostenerse.
Las paredes eran del cartón de una caja de frigorífico. Se sentó y miró a su alrededor apreciando el trabajo de los hermanos Simmons.
—Es bonito. Mi hermano y yo no lo hubiéramos hecho mejor a vuestra edad —comentó sonriendo.
—Lo hemos decorado para ti —señaló Frankie.
En un rincón había dos plantas y un par de cosas más que habían desaparecido del vecindario, y sobre la cabeza de Frankie había colgados tres dibujos de aeroplanos. Uno era un F-15, el mismo que Pedro pilotaba. De pronto Pedro vio la fotografía de él con su avión que Frankie se había llevado. El chico le había robado al mismo tiempo su corazón, pensó.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, que enjugó impaciente.
—Es para ti, privado —añadió Frankie con una expresión cauta al ver el rostro de Pedro—. ¿Es que no te gusta?
—Sí, Frankie, significa mucho para mí. ¿De dónde has sacado la madera?
—De papá. Todo lo demás lo he pedido prestado.
Pedro sacudió la cabeza. Se sentía viejo, inteligente... y al mismo tiempo estúpido.
—Frankie, eso no es pedir prestado, es robar — contestó Pedro sin atreverse a confesar que él había hecho exactamente lo mismo en un par de ocasiones para sobrevivir en las calles—. Y robar está mal, por muy buenas que sean tus intenciones.
—No, no es robar —negó Frankie—. Pensábamos devolverlo cuando tú te fueras de la ciudad, nosotros no necesitamos plantas ni esas cosas.
Pedro tuvo que tragar. Al principio no pudo contestar. No quería discutir sobre el tema del vandalismo. Si Frankie era tan listo como Paula decía, entonces recapacitaría, se dijo.
—De modo que pensaste que necesitaba un lugar en el que esconderme de Paula.
—Sí, ella es muy buena y todo eso —asintió Frankie—, pero está desesperada por tener marido, y ya sabes cómo se ponen las chicas solitarias por un marido.
—¡Vaya! —exclamó Paula desde debajo del árbol—. ¡Te he oído, Frankie Simmons! ¡Tu madre te va a regañar por decir esas cosas!
—¡Pero señorita Chaves, si mamá fue la primera que lo dijo! —gritó Frankie.
—¡Frankie Simmons, espera a que te coja! —gritó Karen Simmons.
—¡Ésa era mamá! —Exclamó Frankie preocupado mirando para abajo y viendo a un montón de gente alrededor de Paula—. ¡Dios mío! —volvió a exclamar echándose atrás y sentándose—. Señor Alfonso, la ciudad entera está ahí abajo mirando.
Pedro miró para abajo. Quizá no fuera la ciudad entera, pensó, pero al menos había ocho personas reunidas: el casero, Jeb Tywall, la madre de Frankie dando pisotones nerviosos sobre el suelo, y otras personas a las que no reconocía. Y por supuesto Paula. Ella lo miró y sonrió despacio, tanteando la situación.
—Hablando de vida privada —comentó Frankie.
Pedro tardó unos minutos en comprender que Frankie se refería a la gente que estaba abajo.
Aquellas palabras habían sonado como si las hubiera dicho él mismo, reflexionó. De pronto se echó a reír. Frankie, orgulloso de haber hecho reír a un hombre tan gruñón, soltó un montón de carcajadas.
—¡Estoy esperando, Frankie! —gritó Karen Simmons.
—¡Ya voy! —contestó Frankie comenzando a deslizarse por un lado de la cabaña.
—¿Frankie? —lo llamó Pedro. El chico lo miró por encima del hombro—. Gracias. Esta cabaña es quizá lo más bonito que haya hecho nunca nadie por mí — añadió enjugándose una lágrima—. Es la alergia —explicó al ver que el chico se quedaba mirándolo.
—Ah, de nada. ¿Aún piensas marcharte de la ciudad?
—No lo sé —contestó Pedro. Aquella sí que era una buena pregunta, se dijo en silencio—. ¿Puedes mandarme a la señorita Chaves aquí arriba, por favor?
—¡Ah, eso sí que no! Por eso construimos el fuerte, para que las chicas no pudieran subir.
—No te preocupes, Frankie —aseguró Pedro en voz baja—. Te prometo que no voy a dejar que me haga trampas.
—Está bien —contestó el chico desilusionado—, le diré que suba.