sábado, 17 de marzo de 2018

CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 3




Paula se puso colorada por su propia audacia.


Al ver cómo la miraba Pedro, bajó la cabeza y puso el vaso en la mesa baja.


—Lo siento —dijo, incapaz de mirarlo—. No he debido pedirte eso.


Empezó a levantarse, pero Pedro le agarró la muñeca.


—Espera. No te vayas. Y no me pidas disculpas —comentó Pedro, haciéndola sentarse nuevamente—. Me has tomado por sorpresa, simplemente. He estado todo el tiempo tratando de no mirar tu boca, de no imaginarte desnuda. Estaba decidido a ser un caballero y ofrecerte un lugar donde pasar la noche… Me refiero a un lugar distinto de mi cama, quiero decir —agregó con una sonrisa—. Así que lo que menos me esperaba era que tú me pidieras que te besara.


Paula agitó la cabeza.


—Lo siento… No he debido…


—¡Eh! Ya te he dicho que no me pidas disculpas. Besar a una mujer guapa no es ningún sacrificio, ¿sabes?


Sus palabras la derritieron. Nadie la había llamado de ese modo. Él la había hecho sentirse guapa.


Paula se pasó la lengua por los labios y dijo:
—Entonces… ¿Vas a hacerlo? Me refiero a… ¿besarme?


Pedro sonrió.


—Sí. Voy a besarte. Sólo que… Espera un momento, ¿vale?


Paula sintió un cosquilleo en el estómago.


¿Por qué no la besaba ya? ¿Había hecho algo mal ella?


Paula cerró los ojos y se acercó a él.


—Paula —lo oyó decir—. Abre los ojos.


Paula obedeció. Y se encontró con la boca de Pedro a centímetros de la de ella. Y entonces, sin que su cerebro pudiera procesar nada más, Pedro la besó.


Sus labios eran como terciopelo, mientras su lengua dibujaba la línea de su boca. Después se adentró en ella.


A Paula la habían besado antes. Pero nunca de aquel modo. 


Nunca antes el solo contacto con unos labios había detenido su corazón. A pesar de la suavidad de Pedro, la estaba devorando, acariciándole la boca por dentro, jugando magistralmente con sus labios.


Cuando por fin la soltó, Paula se cayó hacia atrás en el sofá, y respiró profundamente.


«¡Guau!», pensó. Aquel beso había sido fenomenal.


Miró a Pedro y se dio cuenta de que su reacción tampoco había sido indiferente.


Paula tragó saliva. Luego se relamió el sabor de Pedro de sus propios labios. Pedro la miró con más intensidad, con más deseo. Y ella casi se derritió.


—¿Pensarías muy mal de mí si te digo que me gustaría volver a hacer eso? —preguntó ella, sorprendida ante su propia valentía para hacer aquella pregunta.


—No —respondió Pedro sin dudarlo—. Pero debes de haberme leído el pensamiento.


Pedro le acarició levemente la mejilla.


Ella nunca había sentido aquella sensación de deseo antes, de envolverse alrededor de otro ser humano. O de tenerlo envolviéndola.


Y de pronto supo que si se marchaba de aquel apartamento sin haber hecho el amor con Pedro Alfonso no se lo perdonaría.


—Después de que me vuelvas a besar, ¿crees que tendrás ganas de hacerme el amor también?


El deseo golpeó a Pedro quitándole la respiración. Aquello parecía una fantasía imaginada por él.


No recordaba ninguna oportunidad en que hubiera estado tan excitado como aquélla.


Pero, no obstante, sentía un deseo extraño de proteger a Paula.


—Paula. Tú eres una mujer hermosa, pero…


Paula lo acalló con una mano.


—Por favor… —susurró—. No digas que no. A no ser que no te sientas atraído por mí. Si es así, lo comprenderé.


—No es eso, créeme, no es eso.


—Entonces, tal vez puedas considerarlo como un regalo de cumpleaños. Para mí.


Pedro casi se ahoga. ¿No se daría cuenta Paula de lo difícil que le estaba resultando ser noble?


Pero no quiso pensar en las repercusiones que pudiera tener hacer el amor con ella. Se encargaría de ello más tarde.


Pedro se acercó a ella. Le acarició el pelo. Le puso un mechón detrás de la oreja y le sonrió.


—Quiero que estés segura de que quieres hacer esto, Paula. Quiero que seas tú quien lo decida, y no las dos o tres copas que te has bebido en el club.


—Han sido sólo dos. Y estoy muy, muy segura.


Pedro se alegró de oírlo. Tragó saliva y con un asentimiento de cabeza, se puso de pie. Luego tomó su mano y la invitó a seguirlo.


Había pensado en hacerla suya allí mismo, en la moqueta, o en el sofá. Pero era el cumpleaños de Paula, y se merecía algún detalle.


—Ven —le dijo Pedro, llevándola a su dormitorio.


Paula no miró su apartamento mientras lo atravesaban. No dejó de fijar sus ojos en él. Y él le acarició los nudillos de la mano mientras la llevaba.


Era una intimidad desconocida para él. Por alguna razón, aquella noche quería hacer las cosas despacio.


Cuando llegaron a su dormitorio, Pedro esperó su reacción.


—Nunca había visto una cama tan grande.


—Te gustará —respondió él. Se encargaría de que así fuera, pensó.


Paula se quedó quieta en medio de la habitación, mirando la cama como si fuera a morderla.


—No estés nerviosa, Paula. Iremos despacio…


Ella pestañeó. Luego lo miró.


—No estoy nerviosa. Sólo… Que no sé por dónde empezar.


Pedro se puso frente a ella y le agarró los hombros, y se los acarició suavemente.


—¿Por qué no empezamos con otro beso? El otro ha estado muy bien, ¿no crees? —dijo Pedro con una sonrisa pícara. Y ella lo recompensó con un estremecimiento de sus labios.


Pedro bajó la cabeza y rozó sus labios con su boca. Luego dejó que su lengua los dibujara. Entonces notó que Paula se relajaba con un suspiro. Ella se apoyó en él, rozándole el brazo con sus uñas.


Abrió los labios y se abandonó totalmente al beso, mordiendo, succionando, explorando, excitándolo más y más.


Y si antes había tenido alguna duda de hacer el amor a Paula, ahora no tenía ninguna. Ella estaba apretada contra él, besándolo muy apasionadamente como para que él pudiera resistirse a participar.


Pedro se movió mientras la besaba, y la dejó de espaldas a la cama. Ella sintió el borde de la cama detrás de sus rodillas. Entonces Pedro la hizo sentarse encima de la colcha de seda. 


Luego se sentó a su lado. Paula lo miró y él vio el deseo en sus ojos.


Aquella mujer provocaba en él cosas que nadie había provocado antes. Le aceleraba el corazón. Hacía que su sangre engrosase sus venas. Lo llevaba a una excitación casi dolorosa.


Esperaba que provocase el mismo efecto en ella. Por la expresión de su cara, le parecía que sí. Pero el vestido negro que llevaba no dejaba ver ninguna otra reacción física.


Pedro se apoyó en una rodilla encima de la alfombra, y le acarició los delgados tobillos por encima de las medias de seda. Y empezó a deslizar sus manos hacia arriba.


Notó que Paula respiraba agitadamente. Vio que su pecho se henchía llenando sus senos. ¡Cómo le habría gustado saborearla allí, besar su piel, mirar sus pezones…! ¿Cómo serían? ¿Oscuros como moras o pequeños y sonrosados como el capullo de una rosa?


Pedro le acarició las rodillas, por delante y por detrás. Luego siguió hacia arriba, acariciando sus muslos, acercándose más y más a su femineidad. Debajo del borde de su minúsculo vestido, encontró la suavidad de su piel desnuda. Pedro sintió un estremecimiento. Llevaba medias de verdad, con liguero, no pantys. Algo de encaje negro… O tal vez rojo…


De pronto deseó verla en ropa interior. Había tenido intención de quitarle los zapatos y las medias, buscar luego la cremallera del vestido. 


Pero ahora quería hacer otra cosa.


Se puso de pie, la hizo levantarse y le dijo sonriendo:
—Vamos a hacer otra cosa, ¿te parece?


Ella pareció nerviosa, y tímida. Pero después de un segundo asintió.


Pedro se quitó la chaqueta y la tiró encima de un sillón que había en un rincón. Luego se quitó los zapatos y se desabrochó el cinturón. No quiso intimidarla más quitándose más ropa, puesto que ella estaba totalmente vestida.


—¿Te importa…? —Pedro le señaló la cremallera del vestido.


Ella lo observó jugar con la cremallera. Y una vez más lo miró y asintió con la cabeza. Y entonces él bajó la cremallera.


Poco a poco, su delicado pecho quedó al descubierto. El vestido se aflojó, revelando una piel de porcelana y un sujetador de encaje sin tirantes.


Pedro tomó aliento. Luego se echó atrás y dijo:
—Ahora me toca a mí.


Se quitó la camiseta de algodón, y luego se bajó la cremallera de los pantalones. Se quitó los pantalones y se quedó frente a ella sólo con su boxer, abultado por su excitación.


Ella no podía respirar. Nunca había visto a alguien tan apuesto como Pedro, ni siquiera en las películas. Tenía un pecho musculoso y dorado, con apenas un poco de vello. 


Sus caderas eran estrechas, sus muslos anchos y fuertes.


Pero lo que más le llamaba la atención era aquel bulto en sus calzoncillos.


Le impresionaba saber que ella había causado aquella reacción. Que estaba excitado y que no tuviera vergüenza de mostrárselo.


Ella sintió la curiosidad de tocarlo, de sentir la presión de su erección. ¿Le importaría a él?


Iba a preguntárselo, cuando Pedro se acercó más a ella y metió los dedos por debajo de la cintura del vestido.


—Es injusto… —murmuró—. Si yo voy a estar medio desnudo, quiero que también tú lo estés.


Sin dejar de mirarla, tiró de su vestido y éste cayó a sus pies.


Luego Pedro bajó la mirada hasta el liguero y la minúscula tela de seda que la mujer de la boutique había insistido en llamar braguitas.


Nunca en su vida había usado algo tan diminuto y transparente. Pero la mujer le había dicho que iban con el liguero y el sujetador. Y después de haber comprado aquel vestido tan atrevido, le había dado igual llevarse el atuendo completo.


Ahora se alegraba de haberlo hecho. Por la mirada de deseo que tenía Pedro valía la pena la pequeña incomodidad y pudor que le causaba.


Pedro se lamió los labios y dijo:
—Recuérdame enviar una nota de agradecimiento a Victoria por compartir sus secretos con el resto del mundo.


—No las compré allí. Pero estoy segura de que la dueña de la tienda se alegrará de saber que te han gustado —respondió ella.


—Gustar es poco decir. Antes de que termine la noche les daré cinco estrellas de aprobación. Claro que al menos dos de ellas dependerán de lo fácil que sea quitarlas —Pedro se pasó la lengua por los labios y preguntó—: ¿Quieres averiguarlo?


Ella asintió suavemente.


Pedro se apoyó en una rodilla y le desabrochó el liguero por delante. Ella exclamó cuando la banda elástica pegó contra su piel.


—Lo siento —dijo él con picardía, como si no lo hubiera sentido.


Rodeó su trasero con sus manos y desabrochó el liguero por detrás. Pero no se molestó en hacerlo de forma que no le pegara en las piernas. El cuerpo de Paula se sobresaltó.


—Eso no ha sido agradable —dijo ella.


«Pero esto sí lo va a ser».


Entonces Pedro lamió la piel desnuda por encima del borde de la media. Y ella se estremeció.


—¡Oh, Dios! —suspiró, mientras intentaba que sus débiles piernas la sostuvieran.



CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 2





Algunas noches, Pedro Alfonso se quedaba en la oficina que tenía encima de la pista de baile, sintiendo el ritmo de la música vibrar a través de la estructura de acero inoxidable mientras trabajaba en su escritorio, o miraba, a través de las ventanas insonorizadas, cómo se divertían los clientes de su bar. Otras veces, como aquella noche, bajaba y echaba una mano detrás de la barra para mezclarse con la gente.


El Hot Spot era uno de los clubes nocturnos más importantes de Georgetown, y motivo de orgullo y de alegría para sus habitantes.


Había alquilado y reformado completamente el edificio hacía cinco años. Y desde entonces se había llenado todas las noches.


Alfredo y Karen Banks querían mucho a sus tres hijos y los habían apoyado en todo lo que habían querido hacer. 


Pero Pedro no había querido que sus padres respaldaran económicamente su nueva empresa. Quería que fuera exclusivamente suyo el éxito o el fracaso de cualquier proyecto personal que emprendiese.


Por supuesto que la idea de hacer algo por sí mismo y salir adelante solo no le había hecho gracia a Susana. Razón por la cual era su exesposa.


El divorcio no había entrado en sus planes, pero el estar soltero tenía sus ventajas, sobre todo para un hombre que era el dueño del club nocturno más popular de la ciudad.


Una rubia de formas sinuosas y grandes pendientes, vestida con un traje rosa ajustado, escotado casi hasta el ombligo, apoyó sus grandes senos en la barra. El modo en que lo miró mientras él le preparaba el cóctel, le hizo sospechar que tenía bastantes posibilidades de llevársela a su casa, si quería.


Gracias al Hot Spot, y a su personalidad, quería creer, su cama estaba vacía sólo cuando él quería que lo estuviera.


Le dio la copa a la rubia. Iba a inclinarse hacia delante para hacer su primer movimiento cuando un reflejo de oro al final de la barra llamó su atención. Giró la cabeza y vio la chaqueta verde oliva de polyester, el pelo negro brillante y las excesivas joyas de uno de los clientes habituales de su bar. El hombre, un tipo de mala fama, tenía la costumbre de estar alerta a todos los movimientos del bar, sobre todo si se trataba de mujeres.


Normalmente, Pedro lo consideraba inofensivo. O, al menos, pensaba que cualquier mujer lo suficientemente tonta como para salir con un gigoló se lo merecía. Pero Pedro miró a su acompañante de aquella noche y descubrió algo en su actitud que le chocó y le hizo sospechar que no pertenecía a su clientela habitual.


Su aspecto era el de una mujer de las que acudían a su bar. 


Llevaba un vestido negro ceñido y corto, el cabello rojizo voluminoso y con laca. Pero no la había visto bailar. No se estaba mezclando con la multitud, y no parecía estar interesada en lo que aquel individuo le decía al oído. Estaba mirando fijamente su bebida, y revolviéndola con una pajita. 


Observó al hombre deslizar un dedo por el brazo desnudo de la chica. Y a ésta alzar la mirada, sorprendida, como si acabase de despertarse de un sueño confuso. Luego la vio bajar la mirada y fijarla en los dedos que la acariciaban, tragar saliva y asentir con la cabeza.


El hombre de pelo engominado se levantó del taburete del bar inmediatamente. La mujer terminó su copa, agarró su bolso y lo siguió. 


Pedro sintió un nudo en el estómago.


Había algo que no iba bien. Normalmente no se metía en los asuntos de sus clientes, pero al ver aquella escena tuvo la sensación de ver una enorme y desagradable araña esperando cazar en su red a una diminuta e inocente mariposa.


Pedro caminó hacia el extremo de la barra, deteniéndose a medio camino para decirle al camarero de la barra que una vez más se marchaba de la barra.


Rodeó la barra y se puso frente al gigoló antes de que éste pudiera llevarse a la pelirroja quién sabe dónde. El hombre miró a Pedro. Éste lo miró. Pero luego decidió no perder el tiempo con él.


Dirigió su atención a la mujer y dijo:
—Hola —le dio la mano—. Soy Pedro Alfonso, el dueño del Hot Spot.


Ella lo miró mientras le daba la mano.


Quitando sus zapatos de tacón y el peinado, era muy baja.


Él generalmente estaba con mujeres altas, de piernas largas, que podían cuidarse a sí mismas. Lo opuesto a aquella criatura. Tal vez por ello había sentido esas repentinas ganas de protegerla de aquel depredador de chaqueta de polyester.


Pedro se inclinó hacia delante y le dijo al oído, alzando la voz para que pudiera oírlo por encima de la música alta.


—No quiero entrometerme, pero me da la impresión de que has bebido demasiado y me parece que deberías reconsiderar tu decisión de marcharte con este extraño. Como dueño del bar, quisiera que volvieras sana y salva a tu casa.


Ella asintió, y se puso a su lado.


—Lo siento, muchacho —le dijo al hombre, que se había puesto rojo de indignación—. Pero me parece que te voy a relevar a partir de aquí.


Sin esperar una respuesta, Pedro rodeó la cintura de la mujer y la llevó entre la multitud hasta la entrada del club. 


Luego salieron a la calle. Pedro miró alrededor para pedirle un taxi.


—¿Cómo te llamas? —preguntó Pedro.


Paula pestañeó, esperando que sus ojos se adaptaran de la oscuridad del club a la luz de la calle. No comprendía muy bien qué le había echo pasar de manos de un extraño a otro. 


Lo único que se le ocurría era que el primer hombre era un poco desagradable, y nada atractivo; mientras que el hombre que en aquel momento le tenía la mano era muy atractivo y le producía un cosquilleo en el vientre.


Tenía el cabello castaño oscuro, casi negro. Sus ojos parecían de color avellana, pero podrían ser verdes, y su chaqueta azul realzaba sus hombros anchos. Era alto también, tanto que ella se tenía que poner de puntillas para mirarlo, aun con sus tacones.


Después de echar una ojeada a su cuerpo tan masculino, lo miró a los ojos y recordó que le había preguntado cómo se llamaba.


Paula carraspeó y dijo:
—Paula. Paula Chaves.


—Paula —él sonrió levemente, produciéndole nuevamente aquella sensación de cosquilleo—. Es un nombre muy bonito. Entonces, dime, Paula Chaves, ¿llevas mucho tiempo asistiendo a clubes?


Ella dejó de tirar del bajo del vestido para taparse un poco más las piernas y consideró la pregunta. Sinceramente, no sabía de qué estaba hablando. Se había sentido así toda la noche, preguntándose qué le encontraba de divertido toda aquella gente a aquella música que les rompía los tímpanos. O al calor, o a los apretujones de tantos cuerpos en un sitio tan pequeño.


Pero en cuanto las chicas del salón de belleza que le habían cortado, teñido y peinado el cabello se habían enterado del plan que tenía para su cumpleaños, le habían insistido en que tenía que ir al club más popular de la ciudad para ligar con un hombre picante. Sospechaba que ellas hubieran disfrutado más de su plan que ella, pero tenía que admitir que sin la ayuda de ellas no hubiera llegado ni a la mitad de su plan.


También le habían pintado las uñas y la habían maquillado, y luego la habían mandado a una boutique donde una mujer alta, negra, de mechas fucsia la había embutido en aquel vestido negro de hombros descubiertos y le había puesto aquellos zapatos de tacón de aguja.


—Por tu reacción, me doy cuenta de que no llevas mucho tiempo —dijo él abriendo la puerta del taxi que había parado y haciéndola entrar.


Al ver que el desconocido se sentaba a su lado, Paula frunció el ceño. Le estaba bien empleado por querer tener un comportamiento alocado.


Aquella idea y el saber que aquel hombre atractivo y sofisticado se había dado cuenta de su inexperiencia le hizo sentir ganas de llorar. 


Sus ojos se llenaron de lágrimas.


—Eh, no te pongas así —Pedro extendió la mano y le secó una lágrima con el pulgar.


Con el movimiento se le abrió la chaqueta y ella tuvo un atisbo de su pecho, ancho, debajo de una camiseta negra.


—Me di cuenta de que no eras una cliente habitual de clubes en cuanto te vi —continuó él—. Pero eso no quiere decir que no seas bienvenida en el Hot Spot. Me alegro de que hayas venido a conocerlo —sonrió.


Aquella sonrisa relajó un poco a Paula. Él era muy amable con ella, y si era verdad que era el dueño del establecimiento, tendría mejores cosas que hacer que consolar a una clienta. No obstante, empezaba a creer que había tenido suerte de ser rescatada por Pedro antes de marcharse con aquel hombre de la chaqueta de polyester.


¿Qué le había pasado que había estado dispuesta a irse con él? Tampoco estaba tan desesperada por perder la virginidad, ¿no?


—¿Dónde vives, Paula? Le diré al taxista que te lleve.


Paula estaba a punto de decirle la dirección. 


Pero si se la decía, el taxista la dejaría en su casa y luego volvería con Pedro al club. La noche habría terminado sin un solo acto de abandono. Todos sus esfuerzos por encontrar un nuevo peinado, ropa diferente, y supuestamente una nueva actitud, serían en vano, y ella seguiría siendo una virgen de treinta y un años.


El alcohol que había consumido antes amenazó con producirle náuseas.


—¡No! —exclamó.


—¿No? —preguntó Pedro, confundido y divertido por su repentina exclamación.


Paula agitó la cabeza.


—No quiero ir a casa. Acababa de llegar al bar. Es mi cumpleaños y no voy a irme a mi casa hasta…


—¿Hasta?


—Hasta que esté dispuesta a marcharme —respondió.


—¿Quiere eso decir que quieres volver a entrar al bar? —preguntó Pedro—. Porque no me parece buena idea. Ya has bebido… ¿dos o tres martinis, quizás? No te ofendas, pero no da la impresión de que puedas beber mucho más. Y el tipo que ha intentado ligar contigo está aún allí, así que probablemente vuelva a intentarlo. ¿De verdad quieres eso?


No, realmente, no. Pero si se marchaba en aquel momento lo único que haría sería acurrucarse y llorar hasta dormirse. Y luego estaría tan decepcionada de sí misma que no se volvería a levantar.


Paula levantó la barbilla y dijo:
—No me importa. No voy a irme a casa todavía.


—Si no quieres irte a casa, y no quieres volver a entrar al Hot Spot, ¿adónde quieres ir?


La idea se le iluminó en la mente mágicamente, y el shock le dio un escalofrío al sentir que estaba haciendo una travesura.


—A tu casa.


Lo vio alzar las cejas por la sorpresa. Y entonces ella pensó que, después de todo, debía de tener algunos genes de chica mala en su ADN.


—A mi casa… ¿Estás segura?


Paula tragó saliva y le sostuvo la mirada. Apretó el bolso y sin mirarlo, asintió.


Pedro la miró un largo minuto, inhalando la esencia de su perfume, que afectaba directamente sus partes bajas.


No sería la primera vez que llevase a una mujer a su casa. 


Pero nunca ponía la vista en chicas menuditas que se ponían alegres con un par de copas. Las mujeres con las que se marchaba sabían exactamente en qué se estaban metiendo, y muchas veces iban al club precisamente con ese propósito.


Pero había algo intrigante en Paula. En su forma de caminar, como una jirafa recién nacida, revelándole que no solía usar zapatos de tacón tan altos como aquéllos. Lo notaba en aquella forma de tirar del bajo de su vestido para taparse, como si no estuviera acostumbrada a la ropa sexy.


Por la razón que fuera, Pedro no estaba dispuesto a prescindir de su compañía todavía.


Pedro se volvió al taxista y le dijo:
—Ya la ha oído. Vamos a mi casa —y le dio su dirección.


Esperaba no haber cometido un terrible error.


Pedro la hizo pasar. Dejó las llaves en una mesa y la observó caminar a través de la alfombra hacia el ventanal con vistas a la ciudad.


—¿Te apetece beber algo? ¿Algo sin alcohol?—preguntó Pedro.


Paula giró la cabeza. A pesar de su aspecto de mujer fatal, Pedro volvió a percibir cierta inocencia en ella.


Claro que los clientes del Hot Spot iban al bar por muchas razones. A veces incluso para mezclarse entre la gente, simplemente. ¿Por qué Paula iba a ser diferente? ¿Y qué diablos le importaba a él?


—Sí, algo sin alcohol, por favor —sonrió Paula.


—¿Un refresco, por ejemplo?


Paula asintió con la cabeza y volvió a mirar por la ventana.


—Feliz cumpleaños —le dijo Pedro, dándole una coca-cola con hielo—. ¿No era por eso por lo que estabas en el club?


Paula se dio la vuelta.


—Quería hacer algo divertido por una vez en la vida —respondió ella después de asentir.


—¿Y lo has hecho? Quiero decir, ¿te has divertido?


Los ojos de Paula se oscurecieron. Parecían granos de café, pensó Pedro. O un añejo ron.


—No lo sé, todavía —contestó Paula en voz baja, sensualmente, con incitante voz.


Sin saber por qué, sus palabras y su voz le produjeron un intenso calor. Y Pedro se excitó.


Hasta aquel momento no había pensado en ella en esos términos… O al menos había intentado no hacerlo. Pero no había duda del significado de las palabras de Paula, y todas sus buenas intenciones de ser un buen chico, de entretenerla un rato y llevarla a casa se habían evaporado.


Pedro apretó el vaso que tenía entre los dedos. 


Ella era inocente. Tenía que recordarlo y no aprovecharse de la situación.


Hizo un esfuerzo por reprimir sus ganas de llevarla a la cama y sorbió su bebida. Luego le hizo un gesto hacia el sofá.


—¿Quieres sentarte? —le dijo.


Le pareció que un brillo de decepción atravesaba aquellos ojos marrones de Paula. 


Luego la vio moverse hacia el sofá.


Pedro se sentó a su lado.


—Me gusta tu apartamento —dijo Paula, mirando su moderna decoración.


—Gracias.


Pedro sabía que su apartamento tenía aspecto de vivienda de soltero, y eso era precisamente lo que había querido cuando había contratado al decorador.


—Puedes quedarte a pasar la noche, si quieres —dijo—. Hay una pequeña habitación de invitados. Si es que no quieres volver a tu casa esta noche.


Paula lo miró.


—Ya te he incomodado demasiado. No quiero ser una molestia.


Él sintió una punzada de algo en el estómago, parecido al arrepentimiento. Hacía un momento ella había parecido dispuesta a ofrecerse a él. Y ahora quería marcharse. Y de pronto él no quería que lo hiciera.


Antes de que él contestase, Paula suavemente agregó:
—Hay un favor que quisiera pedirte, si no te parece demasiado descarado por mi parte…


Pedro agitó la cabeza, deseoso de hacer cualquier cosa para retenerla un rato más.


—¿De qué se trata?


Paula respiró profundamente y se lamió el labio inferior. 


Pedro se excitó más.


—¿Podrías besarme, por favor?



CAMBIOS DE HABITOS: CAPITULO 1





Desde el mismo momento en que Paula Chaves abrió los ojos, supo que aquél no sería un típico viernes de septiembre. ¡Oh! Por supuesto que se levantaría, se vestiría y se iría al trabajo como cualquier otro día, pero… Miró al techo, intentando comprender por qué se sentía tan extraña, casi deprimida.


Entonces se acordó. Era su cumpleaños. Y no cualquier cumpleaños, sino su cumpleaños número treinta y uno.


Con un gruñido, se destapó y salió disparada al cuarto de baño. Treinta y un años. Pero se sentía como si tuviera cincuenta. ¿Cómo era posible que hubiera pasado tanto tiempo? ¿Y cuándo se había transformado en poco más que un hámster que da vueltas en una rueda, haciendo todos los días lo mismo, sin cambiar siquiera de escenario?


Los veintinueve habían llegado y se habían ido. Apenas se había dado cuenta de los treinta, sobreviviendo a ellos sin asomo de ninguna temprana crisis de mediana edad. Pero treinta y uno…


La idea de cumplir treinta y un años la tenía malhumorada desde hacía semanas.


Y ahora su cumpleaños había llegado y ya era oficialmente una virgen de treinta y un años.


Una especie de solterona.


¡Oh, Dios! Lo único que le faltaba era una casa llena de gatos. Afortunadamente, el edificio de apartamentos no permitía tener animales domésticos, si no, probablemente hubiera cumplido también con ese requisito del estereotipo. 


No obstante, tenía unos cuantos gatos de cerámica distribuidos por su vivienda.


¿Cómo era posible que una mujer de treinta y un años, más o menos atractiva, no se hubiera ido nunca a la cama con un hombre?, se preguntó Paula. Apretó el tubo de dentífrico sobre el cepillo de dientes y empezó a lavárselos.


No le sorprendía. Sus padres habían sido demasiado sobreprotectores con ella de pequeña, y ella había sido tímida y un poco ratón de biblioteca durante el instituto. 


Había salido con algunos chicos muy majos durante la época de la Universidad. Pero ninguno de ellos había conseguido que le diera un vuelco el corazón, ni que le latiese tan aceleradamente que se le saliera del pecho. Y suponía que nunca había correspondido a sus avances eróticos por eso precisamente.


Después de enjuagarse la boca, se lavó la cara y se la secó. 


Luego levantó la cabeza y se miró al espejo.


Volvió a su dormitorio y miró en su armario ropero. Por primera vez se dio cuenta de que toda la ropa era prácticamente igual. Vestidos de diseños casi infantiles estampados con flores. ¡Dios! ¡No podían ser más ñoños!


Cerró el armario y suspiró, disgustada. Tenía treinta y un años y todavía se vestía como en la época del instituto. Y sabía, sin mirarlos, que todos los zapatos que tenía eran planos y de color negro o marrón. Seguía llevando el cabello liso y largo hasta media espalda, con un flequillo cortado con precisión militar.


Era suficiente para que cualquiera se refugiase debajo de las mantas y no volviera a salir de allí.


Paula se sintió molesta. No iba a dejar que pasara otro año sin un intento, al menos, de sacarle provecho a la vida.


Se giró en la cama y agarró el teléfono. Llamó de memoria a la Biblioteca Pública de Georgetown. Cuando contestó Marilyn Williams, la jefa de los bibliotecarios, y jefa suya, Paula fingió una tos ronca y pidió el día libre.


Marilyn se quedó sorprendida por su petición, teniendo en cuenta que Paula jamás había pedido un día libre por enfermedad, pero enseguida se lo concedió y le dijo que pediría a alguno de los bibliotecarios a tiempo parcial que la reemplazara, si había demasiado trabajo.


En cuanto colgó, Paula se quitó su camisón verde menta, también estampado con pequeñas flores, y se puso una túnica lamentablemente pasada de moda y unos zapatos. 


Agarró la guía telefónica y buscó salones de belleza, y boutiques de moda, para empezar.


No sabía exactamente cuál era su plan, pero con suerte, aquél sería su último día de virgen de treinta y un años.





CAMBIOS DE HABITOS: SINOPSIS




Cumplía 31 años y se había dado un plazo de veinticuatro horas para hacer un cambio radical en su vida.


8:00 a.m. Llamar a la biblioteca para decir que estoy enferma.


8:01 a.m. Buscar el número de una esteticista de emergencia.


10:00 —12:00 Peluquería. Adiós al aburrido pelo castaño, bienvenido el pelirrojo.


12:00 —5:00 p.m. Manicura. Maquillaje. Ropa.


10:00 p.m. Llegar al club como si estuviera acostumbrada a ir a sitios así.


11:00 p.m. Defenderse de las insinuaciones de los babosos y de la sensación de haber fracasado.


11:30 p.m. Refugiarse en los brazos de Pedro Alfonso. No permitir que la caballerosidad del guapísimo propietario del club impida el éxito de la misión.


Cuando se apaguen las luces: perder la virginidad… por fin.