martes, 13 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 41





No era cierto que no tuvieran un destino. Conduciría hasta Watsonville, la localidad donde se encontraba el taller de cerámica de Saunders. Donde seguía viviendo la mujer que Saunders había abandonado.


—Una mujer cuya vida se vio destruida en dos meses —había dicho Brian—. Es duro hablar con ella, casi se me saltan las lágrimas.


Si Paula, a quien no le gustaba ver sufrir a la gente, la veía... 


Si sus ojos se abrían al daño que había causado aquella estafa...


No le gustaban los trucos, así que no esperaba disfrutar con aquel viaje.


Pero no contaba con la determinación de Paula para extraer hasta la última pulgada de alegría de los momentos que pasara con Pedro. Momentos que recordaría durante el resto de su vida.


Su rostro no tenía la menor traza del sufrimiento de la noche anterior. Su sonrisa era cálida y su mirada radiante. Llevaba unos pantalones de algodón de color verde pálido y una chaqueta a juego. Tenía un aspecto joven, fresco e inocente. 


Le dieron ganas de estrecharla entre sus brazos. Tragó saliva al ver que llevaba una cesta.


—¿Qué es eso?


Paula sonrió y le tendió la cesta de picnic.


—No querrás morirte de hambre mientras nos internamos en la selva, ¿verdad?


Ciertamente, era la selva. Pensó en las numerosas carreteras que tenían que tomar para llegar hasta Watsonville, y se sintió culpable.


—Vamos a tomar la carretera número uno —le dijo Paula—. Me gustan mucho los acantilados que se ven desde ella.


Parecía tan feliz y expectante que tuvo que mirar a otro lado. 


Les llevaría más tiempo, pero por la carretera número uno también se podía llegar a Watsonville.


Era la misma ruta que había tomado en su excursión en yate a Monterrey, sólo que esta vez lo hacían por tierra. A lo largo de la costa, por curvas muy peligrosas, la carretera serpenteaba por los altos acantilados, siguiendo el océano. 


Había poco tráfico. Era una de las vistas más espectaculares del mundo.


Al llegar al primer mirador, tomaron una taza de café, que llevaban en un termo. Paula había llevado la cámara e hizo muchas fotos. Tenía un entusiasmo contagioso.


—Oh, mira Pedro, ¿no es bonito? ¿Crees que saldrá bien una foto de aquellas focas? Quédate ahí. Quieto.


—Se te está enfriando el café —le avisó él—. Ven, bebe algo y luego quédate ahí para que te haga yo una.


—Sí, hazme una, también quiero salir en alguna.


«Pero ésta será para mí», pensó Pedro, viendo cómo se recortaba su silueta contra el cielo, con el cabello agitado por el viento, el rostro enrojecido y los ojos radiantes de felicidad. ¿Por qué no iba a guardar aquella imagen de ella?


Al volver al coche, volvió a preguntarse hasta dónde llegaba su compromiso con Saunders, ¿cuánto le costaría desenredar la madeja, separarla de él? ¿Querría ella que lo hiciera?


Hizo un nuevo intento.


—Paula, te gusta tu trabajo. ¿Tienes que irte? Puede que haya un manera...


Pedro, me lo prometiste.


—Está bien —dijo él y cambió de tema. 


Hablaron del tiempo, de un artículo que estaba escribiendo, de un préstamo. Pero estaba más decidido que nunca a ir a ver a la ex mujer de Saunders.


Se detuvieron a comer a mediodía. Se sentaron en unas rocas, con el océano a sus pies, a muchos metros de distancia. Envueltos en el resplandor dorado de la luz, se asomaron al acantilado, prendidos por la belleza del lugar.


—Es como estar en la cima del mundo, ¿verdad? —susurró Paula—. Te sientes tan viva y tan tranquila como si fueras parte de todo esto, y tus pequeños problemas dejan de tener importancia. Pero es una tontería, ¿no?


—No, no es ninguna tontería. Paula, ¿quieres casarte conmigo?


—¿Qué?


Aquellas palabras despertaron en ella una corriente eléctrica llena de felicidad y de aprensión. Se estremeció. No podía creer que no la estuviera tocando, tanta era la pasión que había entre ellos. No podía creer lo que había oído.


—¿Qué has dicho?


—Te he pedido que te cases conmigo.


Pedro tampoco podía creerlo, pero fuera quien fuese y hubiera hecho lo que hubiera hecho, lo único que quería era estar con ella.


—Yo... hay algo... —dijo Paula.


Estaba a punto de contarle todo. Había tanto amor, tanta ternura, tanta compasión en aquellos ojos. Tal adoración que le dieron escalofríos. Ni el sol, ni las montañas, ni nadie podían perdonar una mentira y un engaño que costaba cuatrocientos mil dólares.


—Tiempo —dijo—, necesito tiempo.


Tiempo para reunir el valor suficiente.


—Esperaré.


Otro coche aparcó en el área de descanso, rompiendo el encanto del momento. Era un Volkswagen con una pareja menor de veinte años. La chica estaba embarazada, el chico era pelirrojo y lleno de pecas. Una joven y feliz pareja tan asombrada por las vistas como ellos. También tenían una cámara. Muy pronto, las dos parejas se estaban haciendo fotos entre sí. Por primera vez, Paula y Pedro posaban juntos para una foto.


Los cuatro compartieron los bocadillos y el vino que Paula llevó.


—Sólo un vaso para cada uno —dijo—. Necesitamos plenas facultades para rodear estas montañas.


Comiendo un postre que consistía en pastel de frutas y galletas, prosiguieron el viaje en silencio. Cada uno perdido en sus pensamientos. Pedro, decidido a forzar la situación y preguntándose como manejaría la caja de los truenos que estaba a punto de abrir. Paula, deseando, pero temiendo confiar en él.


—Watsonville —dijo Pedro cuando llegaron—. ¿No es aquí donde Eric Saunders tenía el taller de cerámica?


—Sí, aquí es —dijo Paula incorporándose y sorprendida de que él lo supiera—. Me gustaría echarle un vistazo.


Como si nunca lo hubiera visto, pensó Pedro.


Encontraron el lugar sin muchos problemas. Paula se asomó a una ventana sucia mientras Pedro llamaba a la puerta. 


Brian le había dicho que la mujer vivía en el piso de arriba. 


Por fin apareció. Era bajita, y llevaba unos vaqueros y un jersey manchado de pintura. Tenía el pelo rubio y lacio, sin brillo, y los ojos azules tristes y sin vida.


—¿Es usted la señora Saund... ?


Pedro se interrumpió al ver que sacudía la cabeza con énfasis.


—Jane Boyers —dijo—. ¿Qué quiere?


—Ésta es Paula Chaves, de la Agencia de Préstamos, y nos gustaría hablar con usted, si puede.


—Ya he hablado con todo el mundo, ya he dicho todo lo que sabía.


Aquella mujer había pasado por mucho, pensó Pedro. Tal vez estaba siendo demasiado cruel, utilizándola para mostrarle a Paula el estado en que la habían dejado. Fue Paula quien habló.


—No le haremos ninguna pregunta —dijo—. No estamos aquí para molestarla. Pero me gustaría ver el taller. ¿Podemos echar un vistazo, por favor?


La mujer se encogió de hombros.


—Si quiere ver lo que queda de él —dijo y abrió la puerta de una habitación destartalada. Había algunos objetos de cerámica en las estanterías y el suelo estaba lleno de trozos de arcilla, papel y madera.


Jayne Boyers se disculpó.


—Quería limpiar, pero no me quedaban energías.


Les enseñó el resto del taller, que consistía en un pequeño horno, un molino, unos cuantos cubos con arcilla y pinceles. Todo lo que se usaría en una pequeña tienda de trabajos manuales.


—Así es como estaba cuando conocí a Eric —dijo Jane—. Él alquiló más hornos y algún equipo y todo tenía un gran aspecto hasta que... Bueno, ya saben.


Parecía muy a gusto en compañía de Paula y, muy pronto, les contó toda la historia.


Una mujer solitaria de la que Saunders se había aprovechado. Ella le dio todo lo que tenía, incluso el dinero de su plan de pensiones, se llevó sus ahorros, vendió su casa.


—Para poner este negocio, ¿se da cuenta? —finalizó con lágrimas—. Y ya ven cómo ha terminado. Se llevó todo lo que tenía.


Igual que Brian, Pedro estaba tan impresionado que se le saltaban las lágrimas. Por fin había conseguido lo que quería. Paula no podía evitar reconocer la destrucción, el daño que había ocasionado la estafa.


Extrañamente, no parecía sentirse culpable. Compasiva, tal vez interesada, pero no culpable. Estaba junto a la mujer, examinando una figura de arcilla. Una niña tocando una flauta.


—¿Esto lo ha hecho usted?


La mujer asintió.


—¿Y ésta? —dijo Paula señalando un cisne.


Jane volvió a asentir.


Paula la miró con una sonrisa.


—Oh, se equivoca, señora Boyers, Eric Saunders no se llevó todo lo que tenía. ¿No sabe que tiene un talento excepcional?


Pedro miró con asombro a Paula que no dejaba de dar ánimos a la mujer, que empezaba a sonreír a medida que la escuchaba.


—Sí —dijo Paula—. Sigue teniendo lo que tenía cuando conoció a Eric Saunders. Lo que tiene que hacer es usarlo para usted misma.


Siguieron hablando. Paula sacó un bloc y empezó a apuntar cifras.


El edificio estaba en manos de los bancos, pero se podía alquilar. Jane podía seguir viviendo, pero podía convertir la parte de abajo en un pequeño taller y tienda de cerámica.


—Ésta es una comunidad muy turística y sus exquisitas figuras tendrían mucho éxito.


También le dijo que podía montar un taller de aprendices.


—Tiene casi todo el equipo, y la agencia puede concederle un pequeño préstamo.


Pedro la observaba fascinado. Aquella era Paula trabajando. 


Una mujer que demostraba interés, personalidad y perspectiva, así como que sabía desempeñar su trabajo a la perfección. Una mujer demasiado lista como para que la atraparan en un doble juego. Ciertamente, ninguna señal indicaba que fuera cómplice de Saunders.


Lo que se había conseguido con aquel viaje era que una mujer saliera de su depresión y volviera a iniciar su vida, pensaba Pedro al ver el rostro de Jane volver a la vida. Paula seguía inmersa en su bloc de notas, haciendo cálculos. El se sintió orgulloso.


De aquel viaje había resultado algo más. Él estaba más enamorado. Más confuso.


«¿Y ahora qué?»


«Tan seguro como que me llamo Pedro Alfonso, que esta mujer es Deedee Divine».


¿Y si no lo era?



BAILARINA: CAPITULO 40



Pedro no dejaba de dar vueltas en el salón de su casa.


Aquello no encajaba.


Pero ella había admitido que estaba al corriente de todo.


Muy bien, no era una santa.


¿Vulnerable? ¿Fácil de influenciar por alguien a quien amaba? Era honesta y decente, eso podía verlo en su cara. 


No se le iba el poema de la cabeza: «exhibe el lustre de la pureza, la bondad y la gracia... Lleva la belleza escrita en el rostro».


«Eso es lo que te tiene atrapado, amigo, su rostro».


Afirmó con la cabeza, pero no podía quitarse su imagen de la mente. Estaba atrapado, igual que un colegial.


Se acercó al mueble bar, se sirvió una bebida y la bebió muy despacio.


«Muy bien, ya me tiene», se dijo dejando el vaso de un golpe. «Pero no soy ningún imbécil. Sé interpretar el carácter de las personas y Paula Chaves no tiene el carácter de una criminal, no le gusta hacer daño a la gente».


«Pero ni siquiera parpadeó a la hora de recoger tu cheque de cuatrocientos mil dólares, ¿o sí?»


Miró la pulsera. Aquello no encajaba. Si no llegaba al final del asunto...


Levantó el teléfono.



****

Paula se había ido a la cama, pero no podía dormir. Estaba despierta, ojalá pudiera dejar de pensar.


Cuando sonó el teléfono, lo primero que pensó fue que sería su madre y se apresuró a responder.


—¿Sí?


—¿Paula?


—Sí —respondió aferrándose al teléfono. La había llamado, así que no estaba enfadado porque se hubiera marchado tan de repente.


—Escucha, tenemos que hablar.


—No, por favor, yo... —se interrumpió, había cosas que no estaba preparada para compartir.


—De acuerdo. No hablaremos. Sólo... vamos a dar una vuelta.


—¿Una vuelta? ¿Adónde?


—A cualquier parte. Nos meteremos en la autopista y ya está. ¿No quieres?


—Oh. Oh, sí.


Sí, le gustaría, sola con Pedro, solos en el coche, yendo a ninguna parte, sin pensar en nada.


—Bueno, mañana te recojo a las siete, nos iremos todo el día.


—Pero tengo que trabajar.


—Ya sabes lo que dicen sobre trabajar sin parar y no tomarse un día de descanso. Puedes tomarte el día libre, ¿no?


—Sí, pero...


Estaba pensando en las solicitudes que tenía encima de la mesa. Cosas que tenía que terminar antes de marcharse.


—Y como vas a irte muy pronto...


Y no volvería a verlo. Le dio un vuelco el corazón. Sólo quería estar con él, un día entero.



BAILARINA: CAPITULO 39




—Cenaremos en el club náutico —le dijo Pedro por teléfono.


Era un lugar privado, pero estarían rodeados de gente, de modo que Pedro podría mantener la tranquilidad y hablar con la mayor claridad posible. Se vería menos inclinado a estrecharla entre sus brazos y verse sumido en la intoxicante sensación de su cuerpo contra el suyo, suave y lleno de deseo.


Sentados a una mesa en el club, supo que el lugar no importaba. La invitación a abrazarla seguía estando allí, en aquellos ojos azules que lo ahogaban en un magnetismo que anulaba todo pensamiento. Se concentró en la lista de vinos y pidió la cena. Luego, evitando sus ojos se decidió por ir directo al grano.


—¿Sigues pensando en marcharte de la ciudad?


—Sí.


—¿Por qué?


Paula dio un respingo.


—El motivo es... personal.


—¿Tiene algo que ver con el escándalo?


—¿El escándalo?


¿De qué estaba hablando?


—La estafa de Eric Saunders.


—Oh —exclamó Paula. Tenía que darle alguna razón y aquella era tan buena como cualquier otra—. Sí, en parte. Me siento responsable.


Así que era ella.


—¿Fuiste tú la que aprobó el préstamo?


—Sí.


Como jefa de la oficina de préstamos, ella tenía que dar el visto bueno a todos ellos.


Pedro se puso tan furioso que tenía ganas de sacudirla, para que se diera cuenta de lo que había hecho.


—¿Por qué lo hiciste? Doscientos mil dólares es un préstamo demasiado alto para una empresa falsa. Tenías que saber que era falsa —dijo y se inclinó hacia delante deseando que lo negara todo—. ¡Tenía que haber sido tan obvio para ti como para los que lo están investigando ahora!


—Bueno, supongo que... —se interrumpió Paula. ¿Por qué había sacado el tema de Saunders? Nunca habían hablado de él. Incluso en aquella conferencia...


—¿Y bien? —insistió Pedro—. ¿No estás de acuerdo en que doscientos mil dólares es un buen puñado de dinero?


—Sí.


Se sintió desfallecer al ver la furia en sus ojos acerados. La misma mirada que le había dirigido aquella noche en el bar de Spike. Y doscientos mil sólo eran la mitad de lo que había obtenido de él, pensaba. Si llegaba a saber...


—Sé que fue un error —dijo—. Pero entonces, estaba tan ocupada que...


Que se limitó a firmar, pensó, al recordar cómo había ocurrido. Dos trabajos, visitas continuas al hospital, el temor por la vida de su madre.


—En aquellos días tenía muchas preocupaciones.


«Preocupación de que te atraparan», pensó Pedro, pero su furia se suavizó. Una mujer con aquella mirada tan dulce e inocente, con tan gran corazón... sí, fácil de seducir por un canalla como Saunders.


—¿Estás pensando en otras actividades que puedan salir a la luz?


Paula asintió.


—Cuando alguien a quien quieres está en peligro —dijo—, te olvidas de todo lo demás y no siempre te das cuenta de lo que haces.


Se interrumpió, sorprendida, había estado a punto de contárselo todo. De hablarle de su madre, del bar de Spike y de los cuatrocientos mil dólares, pero no podía hacerlo. No podía, porque nunca la perdonaría.


«Alguien a quien quieres», aquella era la clave. ¿Qué había dicho Brian? «Un hombre lleno de atractivo para las mujeres». Sí, Paula, que sólo veía lo bueno de todos, era muy vulnerable. Si se enamoraba...


Aquello lo explicaba todo. La razón de que, a pesar de la pasión que latía entre ellos, siempre se apartara en el momento crítico. Era un mujer honesta capaz de guardar fidelidad a un hombre, que haría cualquier cosa por el hombre al que amaba.


Y se había enamorado de un canalla que la estaba utilizando, y arruinándole la vida. Si pudiera ponerle las manos encima a aquel hijo de...


Paula le acarició el puño cerrado y se quedó desconcertado y la miró. Tenía una mirada culpable y llena de dolor.


—Por favor, no te enfades —le dijo ella—. Fue un gran error. Entiendo muy bien que el resto de la prensa y tú queráis la sangre de la agencia y de la mía, pero...


—No, te equivocas. No sé lo que opina la prensa, pero yo no quiero la sangre de nadie, y menos la tuya —dijo Pedro, y al decirlo se daba cuenta de que era verdad. Lo único que quería era—... Sólo quiero ayudarte, si me dejas.


—Gracias. Espero que hables bien de la agencia. Y como fue un error mío, mi marcha hará más fácil...


— ¡No te vayas! Mira, podemos resolver esto.


De alguna manera la sacaría de aquel lío.


Paula negó con la cabeza. No podía hablar, pero tampoco podía dejar de mirarlo, absorbiendo el amor que... ¿Era amor lo que veía en sus ojos? Le palpitó el corazón y le ardieron las venas. Sólo deseaba estar en sus brazos. Si sólo... 


Apartó la mirada.


—Tengo que irme —susurró. No podría soportar ver cómo aquella mirada se convertía en odio.


—¿Por qué?


—No es sólo el escándalo —dijo y se detuvo para tragar saliva—. Hay algo más.


—Dime.


—No puedo. Tal vez, en otras circunstancias. Con el tiempo, quizá, cuando haya...


«Cuando haya pagado mi deuda», pensó, y perdió la voz, incapaz de mirarlo.


—Lo siento —dijo—. Yo... no... Por favor, llévame a casa.


Pedro vio las lágrimas que corrían por sus ojos. No podía presionarla en aquel momento.


—Claro —le dijo y llamó al camarero.


Cuando la dejó en su casa, ella deslizó algo en su bolsillo. El apenas se dio cuenta. Más tarde, al quitarse la chaqueta, se cayó al suelo. La pulsera, y una nota.



Gracias por el detalle, más valioso que la pulsera, que, debido a ciertas circunstancias, no puedo aceptar.



Leyó la nota dos veces. Ciertas circunstancias. ¿Un novio celoso?



¿Demasiado valiosa?


Era de risa. Una mujer que había estafado cuatrocientos mil dólares no aceptaba un regalo de dos mil. Aquello no encajaba




BAILARINA: CAPITULO 38




El tiempo se estaba acabando.


Paula se sentó en la pequeña mesa que tenía en su habitación y se enfrentó a los hechos. Tenía que tomar una decisión, y tenía que hacerlo pronto. Aceptar una de las ofertas de trabajo que tenía y dejar su empleo.


Aquello era lo más duro. Marcharse.


En California estaban sucediendo cosas espectaculares en el campo de la pequeña empresa. Gente como Joe Daniels o Mary Ables eran independientes por primera vez en sus vidas y no sólo eso, sino que daban empleo a otra gente. 


Algunas de aquellas pequeñas empresas llegarían a convertirse en corporaciones multimillonarias, como había ocurrido con aquella pequeña zapatería.


Sí, le gustaba su trabajo. Le gustaba la reconfortante tarea de ayudar a poner en marcha empresas a partir de grandes ideas. Pensó en las solicitudes que tenía sobre la mesa. 


Peticiones de gente llena de ideas y ambiciones, gente llena de sueños.


Suspiró. Bueno, también en Dallas había gente llena de sueños, y en Albany.


¿Adónde iría?


Levantó los dos sobres que contenían las dos mejores ofertas de trabajo, una en cada mano, como si el peso fuera a determinar su decisión. No le hacía falta volver a abrir los sobres, sabía lo que contenían. Texas, tratando de recuperarse de la peor crisis económica de su historia. Nueva York, a punto de caer en una. Ambos estados necesitaban el tipo de ayuda que a ella le habían enseñado a dar.


Unas enseñanzas que su madre le había pagado gracias a años de bailar en bares cochambrosos de todo el país. Su madre siempre había fingido que era divertido, pensaba Paula. Hasta que no bailó en el bar de Spike no se dio cuenta de las dificultades, de las circunstancias en las que trabajaba vendiendo su talento. Pero su madre lo vendió como ella había hecho.


Aunque no lo lamentaba. Cuando veía a su madre, y veía que había recobrado el espíritu alegre de siempre y el color de sus mejillas, se alegraba de haberlo hecho.


Si tan sólo no hubiera sido Pedro. Si...


Abrió la caja de la pulsera que le había regalado por su cumpleaños y la levantó. Las joyas brillaron al acariciarla. 


Deseaba guardarlo... conservar algo que él le había regalado, pero no podía. Era demasiado precioso, demasiado valioso. Si supiera...


Pero no quería pensar en ello. Devolvió la pulsera a su lugar y la cerró con determinación.


¿Albany o Dallas? Albany sería como volver a casa. Ella y su madre no vivirían lejos de su tía Mariana y de sus primos de la ciudad de Nueva York. Pero Pedro Alfonso iba a Nueva York a menudo, y aunque probablemente nunca se encontrarían...


Dallas era la mejor elección. Un lugar en el que Pedro Alfonso no tendría ningún interés.