jueves, 18 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 24





El juez dictaminó que Rogelio Alfonso tendría que recibir la suma de quinientos mil dólares, tal y como todo el mundo había imaginado. Pedro no quiso ir a celebrarlo y volvió a su despacho, consciente de la tristeza con la que lo miraba su padre.


Dejó a Julieta que se marchase pronto y se sirvió un whisky mientras intentaba borrar el recuerdo del rostro de Paula, crispado por la ira, el miedo y la decepción.


Pedro odiaba decepcionar a nadie. Pero Paula, Paula, con sus grandes ojos azules, le había llegado al corazón, había conectado con él como nadie. Por mucho que intentase convencerse a sí mismo de que lo suyo era sólo atracción sexual, en el fondo sabía que era real.


Y estaba embarazada de él.


Pedro había decidido unas semanas antes intentar conquistarla, forjar un futuro con ella para terminar con la enemistad de sus padres, pero aquello… no era lo que él había previsto. Sobre todo cuando acababa de enterarse de su propia procedencia.


¿La creía? Sí. Tal vez tomase decisiones equivocadas a veces, pensó Pedro deseando darle un puñetazo a Jeronimo Cook, pero sí decía que el bebé era suyo, era porque era suyo. Era demasiado buena para hacerle cargar con el hijo de otro.


El whisky le bajó muy despacio por la garganta. No solía ahogar sus penas en alcohol. Las bases de su vida acababan de venirse abajo, pero él seguía siendo el mismo. 


Y haría lo correcto con Paula.


Al fin y al cabo, era lo que había querido.;Qué más daba el orden de los acontecimientos? En cualquier caso, aquel niño tendría padre, no como él.


Rogelio llamó a la puerta y asomó la cabeza.


—Hijo, tenemos que hablar. Hay muchas cosas que debería haberte contado hace mucho tiempo.


Pedro asintió y señaló la botella y los vasos con la cabeza. 


No habían hablado del tema desde que él había vuelto de Australia. Y aquél era tan buen momento como cualquier otro.


—Pepe —su padre se acercó al escritorio con su whisky y se sentó.


Parecía preocupado. Pedro sabía que a su padre no se le daba bien hablar con el corazón.


—Si te he hecho sentir que eres menos importante que Adrian, lo siento mucho. No lo he hecho conscientemente. Los dos significáis lo mismo para mí, y erais iguales para vuestra madre. No podría estar más orgulloso de ti.


—Ya lo sé. Por eso me ayudarás cuando le pida a mi abogado que solicite una partida de nacimiento con el verdadero nombre de mis padres.


—¿Sabes que en este país no está permitido adoptar a nadie con más de veinte años de manera legal?


—No lo sabía.


—No creo que haya consecuencias, después de tanto tiempo.


—Las aceptaré —dijo Rogelio—. Y dado que estamos poniendo los puntos sobre las íes, haré un nuevo testamento en el que figures como heredero electo, o como quieras llamarlo. Es lo menos que puedo hacer.


Pedro estudió el rostro de su padre. Era el momento de poner las cartas sobre la mesa.


—He tardado mucho en averiguar por qué te mostrabas reacio a nombrarme presidente, pero creo que empiezo a entenderlo.


Su padre fue a interrumpirlo, pero Pedro no le dejó.


—Te da miedo quedarte solo. Mamá ya no está. Adrian está en Londres. Con esta adopción ilegal… que lleva años cerniéndose sobre tu cabeza… todos los años que has estado levantando este negocio, que quieres que perdure cuando tú ya no estés.


Le dio un trago a su whisky.


—Tal vez no tenga tu sangre, Rogelio, pero estoy tan metido en esto como tú. Me has enseñado bien. Y creo que nunca te he decepcionado.


Rogelio negó con la cabeza.


—Nunca.


—Yo no te dejaré. Ni Adrian tampoco. Te lo prometo. Ya es hora de que dejes de preocuparte por eso.


Rogelio estaba acostumbrado a ocultar sus emociones, pero Pedro vio lo mucho que lo quería y apoyaba en su cara y supo que iba por buen camino.


—Tal vez no tenga tu sangre —repitió—, pero soy tu mejor, o tu única opción para seguir con el negocio, mantener tus valores y tu integridad intactos, e inculcarlos a mis hijos algún día.


Los ojos de su padre brillaron y bajó la vista al raso que tenía en la mano.


—Y tú estarás aquí para verlo —terminó Pedro.


Rogelio se quedó un par de minutos sentado, callado. Luego se puso en pie muy despacio y le dio la vuelta al escritorio.


Pedro. Hijo —le tendió las manos. Pedro se levantó y se las agarró—. No soportaría perderte —murmuró Rogelio, abrazándolo con fuerza. Después retrocedió y se abrochó la chaqueta, dando la imagen de un hombre de negocios haciendo negocios—. Será mejor que empieces a recoger tus cosas para cambiar de despacho —levantó su raso—. Lo anunciaré en mi fiesta de cumpleaños, la semana que viene. Cómprate un traje nuevo y búscate una acompañante.


Una acompañante… Dado que aquél era día de confesiones, Pedro decidió rematarlo.


—Siéntate, papá. Tengo algo más que contarte.



miércoles, 17 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 23






Pedro retrocedió como si le hubiese dado una bofetada. Se quedó pálido y aturdido.


Aquello era demasiado. La miró fijamente. Ella también estaba pálida. ¿Embarazada? Articuló la palabra en silencio.


—No es posible —consiguió decir en un susurro—. Siempre he utilizado protección.


Ella no despegó los ojos de los suyos, tenía los labios apretados.


Pedro dio un paso atrás, intentó controlarse. Durante los últimos días había cambiado mucho su vida, se había enterado de cosas sorprendentes, pero aquello no se lo había esperado.


No se había olvidado de Paula en los diez días que había estado fuera, pero entre el trabajo, conocer a su madre e intentar averiguar el paradero de su padre, no había encontrado el momento de llamarla. A todo eso había que añadir la petición de Eleonora de que dejase de ver a su hija.


Pero no había esperado ver a Paula de nuevo en las revistas. Todo el mundo parecía contento con su reconciliación con Jeronimo Cook, aunque, al parecer, también había salido con otros. Y también la habían pillado borracha. Pedro se había dado cuenta de que era una mujer débil, débil y caprichosa. Y eso no le convenía en esos momentos.


Eleonora Chaves le había hecho un gran favor.


—Quiero que me digas la verdad —le exigió—. ¿Estás embarazada de mí, o no?


Se dio cuenta de que ella estaba sudando y muy pálida, pero le dio igual. Sólo quería la verdad, y la prueba, para decidir lo que iba a hacer.


Ella parpadeó, abrió la boca. Parecía tan afectada como lo estaba él. Prefería verla enfadada a verla así.


—Creo que tengo motivos para preguntártelo —añadió él.


—Me dejaste, cerdo. Ni siquiera me llamaste por teléfono. ¿Durante cuánto tiempo querías que estuviese esperándote?


—Pobrecita Paula. Siempre tienes que ser el centro de la atención, ¿verdad?


Ella retrocedió, tragó saliva, se miró los zapatos. Pedro se dio cuenta de que su bonito pelo rubio estaba apagado, sin vida. Entonces la vio levantar la cabeza y descubrió la decepción en sus ojos.


—Eres como los demás, ¿verdad? —dijo Paula.


Pedro estaba furioso, no quería que se sintiese decepcionada, pero no podía hacer nada más que fulminarla con la mirada. Estaba enganchado a una mujer mimada y caprichosa que llenaba en él un vacío que, hasta entonces, no había sabido que tenía.


¡Embarazada! Qué ironía. Otra mujer se había quedado embarazada hacía treinta y cuatro años, pero había decidido que el dinero era más importante que criar a un hijo.


—¡Pedro! —lo llamó Adrian desde lo alto de las escaleras—. El juez va a volver.


Iban a dar el veredicto ese mismo día. Paula no había levantado la vista al oír a Adrian.


—Ahora no es el momento de solucionar esto —dijo Pedro.


Ella lo miró a los ojos. Pedro no quiso leer lo que vio en ellos.


—No tienes que solucionar nada —replicó ella, se dio la media vuelta y se marchó.


Pedro alzó la cabeza y miró al cielo. Sintió que la ira desaparecía. En esos momentos, sólo había en él necesidad y decepción. Paula era como una droga para él y, a pesar todo, el mono era muy fuerte. Pero una droga era una droga. 


Pedro tenía que luchar por sobrevivir sin ella.



LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 22





El jueves por la mañana llegó tarde al juicio. Hizo ruido con los tacones al entrar y muchas cabezas se giraron a mirarla, el juez le puso mala cara.


—Lo siento —se disculpó en voz alta.


Y entonces lo vio. La estaba mirando con expresión fría. 


Feroz.


Paula se sentó, temblando, absorbiendo la emoción que la invadía cada vez que lo veía. El vacío de su interior empezó a llenarse… pero no pudo sentirse feliz.


Le dolía el estómago. ¿Por qué la había mirado Pedro así? 


Ella era quien debía sentirse agraviada. La había utilizado y la había dejado sin más.


«Tienes que contárselo», se dijo a sí misma.


—Todavía no —susurró. 


Su madre se giró y la miró con preocupación. Paula sacudió la cabeza en silencio.


Todavía no. Los test de embarazo no eran del todo fiables. 


Tenía que ir al médico. ¿A cuál? No se fiaba de la discreción de los de la clínica Elpis, ya que todos eran voluntarios.


Pedro pensaría que lo había atrapado. O peor, dudaría de su paternidad. No pudo evitar pensar mal de él, a pesar de que su sentido común le decía que era un hombre honrado y responsable. Haría lo correcto con ella.


Aquélla fue la mañana más larga de su vida. Consiguió aguantar hasta la hora de la comida y entonces, corrió al baño, donde vomitó por tercera vez en esa semana.


Cuando salió, Pedro estaba saliendo, solo. Paula se sentía fatal, pero no podía seguir así. Se obligó a dejar de temblar y blindó su corazón con determinación.


Él tenía las manos en los bolsillos y la cabeza agachada, por un momento, a Paula le pareció que estaba triste, pero entonces recordó la semana que había pasado ella. Le había hecho sentirse como un fracaso como mujer, amante y amiga. No iba a permitir que se fuese de rositas. Pero su expresión fría y distante la bloqueó.


Aquél no era el hombre que ella conocía, o que creía conocer. Aquélla era otra persona.


Pedro miró a su alrededor al ver que se le acercaba.


—Este no es ni el momento ni el lugar… —le susurró.


—Bueno, si hubieses respondido a mis llamadas… 


Pedro la agarró del brazo y rodeó el edificio con ella.


—Me sorprende que hayas sido capaz de salir de la cama esta mañana. ¿De la cama de quién?, por cierto. ¿Acaso te acuerdas?


Aquello fue como una bofetada.


—¿Puede saberse qué te pasa? —inquirió ella—. ¿Un día lo quieres todo, y otro, nada?


No conocía a aquel hombre y sintió ganas de vomitar. Tuvo miedo. No podía vomitar allí. Tuvo miedo de que aquellas palabras fuesen las últimas que se dijesen.


—Pensé que teníamos… —se le quebró la voz—… algo especial.


La expresión de Pedro no cambió. No había conseguido enternecerlo, sólo le había dado otra oportunidad para machacarla. Estaba furiosa. No volvería a cometer aquel error nunca más.


—Pues parece ser que has estado disfrutado de cosas muy especiales con muchos otros —murmuró él—. ¿Qué tal Jeronimo?


—Bien —respondió Paula. Aunque un poco frustrado, porque había estado resistiéndosele toda la semana.


—¿Cuántos hombres necesitas, Paula, para estar satisfecha?


Aquello era demasiado. ¡Ella no había hecho nada! Era ella la agraviada.


—No tienes derecho a preguntarme eso —contestó enfadada—. No tienes derecho porque todo ha sido una mentira. Me has utilizado. Sólo querías que tu padre se jubilase y te dejase su puesto.


Pedro puso cara de asombro y ella se dio cuenta de que había dado en el blanco.


—Querías que nuestros padres dejasen de pelearse y esperabas conseguirlo conmigo. Sólo tenías que conquistarme y yo, que soy una tonta y una crédula, picaría el anzuelo.


Él no tardó en recuperarse.


—Deja que te diga algo. Nadie te toma en serio, Paula Chaves. No eres más que una niña rica y mimada que escarceas con las obras benéficas como con los hombres.


Paula nunca se había sentido tan enfadada, tan dolida. Se irguió y lo miró con altivez.


—Pues será mejor que vayas empezando a tomarme en serio, porque voy a darte un hijo.




LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 21





Paula salió del juicio el lunes desconcertada con la ausencia de Pedro. Y cuando no lo vio aparecer tampoco el resto de la semana, empezó a preocuparse. ¿Qué días le había dicho que iba a estar fuera? Como estaba medio dormida cuando se habían despedido, no se había enterado bien.


No podía llamarlo a su despacho y no contestaba al teléfono móvil. Como no quería ser pesada, no quiso dejarle un mensaje, pero cada vez estaba más inquieta.


Cuando le dio plantón el viernes por la tarde, en el hotel, la confusión se transformó en ira. ¿Acaso estaba jugando con ella?


Sin importarle que la reconociesen, preguntó por la reserva de la habitación en recepción.


—Lo siento, pero la reserva fue anulada el lunes —le informó la recepcionista, mirándola con tanta lástima que Paula se apresuró a marcharse de allí, tenía ganas de vomitar.


También se había encontrado mal el día anterior, pero lo había achacado a los nervios. Se le pasó por la cabeza que podía haberse quedado embarazada, pero no. Pedro siempre utilizaba protección, y ella tomaba la píldora.


Ese día, le dejó un mensaje en el teléfono de su casa, al que él tampoco contestó. A pesar de sentirse revuelta y sola, esa noche salió con un par de amigas al estreno de una película.


Se encontraron con Jeronimo Cook fueron a tomar algo. 


Como Pedro tampoco la llamó durante el resto del fin de semana, volvió a salir y se aseguró de que la fotografiaran.


El lunes siguiente, Pedro tampoco apareció en el juicio y siguió sin contestar al teléfono. Paula se preguntó por qué había tenido esperanzas, por qué había pensado que era lo suficientemente buena para él. Se había contentado con tener sexo, hasta que él había hecho que se enamorase.


Se dijo que tenía que olvidarlo y llamó a Jeronimo y a un par de amigos más. Fue fácil volver al mundo de las fiestas. Ni siquiera el malestar que no la abandonaba la detenía, aunque era incapaz de beber alcohol. Pedro Alfonso lo había estropeado todo. ¡Nadie rechazaba a Paula Chaves! Iba a ponerlo tan celoso que volvería a ella de rodillas, y entonces, lo trataría como a un perro.


Pero Pedro no volvió. Y Paula siguió fingiendo ser el alma de las fiestas porque no quería meterse en la cama. El único modo en que conseguía aliviar el dolor que tenía dentro era haciéndose un ovillo y abrazándose con fuerza. En su cama, en la que él le había hecho el amor, y se había despedido con un beso por última vez. Las lágrimas la acechaban día y noche, haciendo que le doliesen los ojos. ¿Qué había hecho para que Pedro no quisiese saber nada más de ella?


Una noche, en un bar, alguien le tocó en el hombro y, al volverse, vio a Adrian Alfonso que le sonreía.


—¿También vas a hacer que me echen de aquí? —le preguntó él en tono de broma.


Paula se aferró a su simpatía como si fuese un salvavidas.


Nunca los habían presentado de manera oficial, así que lo solucionaron enseguida. Las amigas de Paula arquearon las cejas y se susurraron las unas a las otras que era muy guapo. Adrian era uno de los solteros más codiciados de la ciudad, pero para Paula, no tenía comparación con Pedro


No había magia en su rostro.


Quería preguntarle por él, pero sabía que estaba demasiado dolida, que su corazón estaba a punto de romperse. Y no quería que nadie se diese cuenta de lo sola, triste y herida que estaba.


Después de un rato charlando juntos y comentando el juicio y lo tremendos que eran sus padres, Adrian le confesó:
—¿Sabes? Le dije a Pedro que la mejor manera de terminar con todo era conquistándote.


Aquello fue como otra puñalada para el corazón de Paula, pero no dejó de sonreír.


—¿De verdad? ¿Y cuándo se lo dijiste?


—Cuando empezó el juicio —contestó él, sonriendo de oreja a oreja a una mujer muy guapa que acaba de entrar.


Paula la reconoció, era la secretaria de Pedro.


—¿Y qué te dijo él?


Pedro es demasiado listo para seguir mis consejos. Me alegro de haber charlado por fin contigo, Paula Chaves. Nos veremos en los tribunales —le guiñó un ojo—. Siempre había querido decir eso.


Paula se quedó otro minuto allí sentada, sonriendo como una tonta, intentando encontrar sentido a lo que Adrian le acababa de contar.


Se preguntó si Pedro había trazado un plan desde el principio. Entonces recordó que había sido al comienzo del juicio cuando había empezado a llevarle regalos y a comportarse como si tuviese celos.


Empezó a costarle trabajo respirar. Estaba claro, no era más que un plan. En realidad, no le gustaba. Sólo había querido que se enamorase de él.


Corrió al baño y vomitó. Alguien la ayudó a salir del bar y a tomar un taxi. Y todos los periódicos recogieron su malestar al día siguiente.


—Creo que te estás pasando. ¿Qué bebiste anoche? —le preguntó su madre.


—Nada —se defendió ella, no queriendo compartir con su madre que tenía el corazón roto—. Debió de ser un virus, nada más.


Después de cinco noches seguidas saliendo, estaba agotada. La falta de sueño y el constante dolor de estómago hacían que le doliese mucho la cabeza, así que el viernes por la noche se compró un test de embarazo. Sólo por precaución. Estaba casi segura de que no estaba embarazada, sólo estaba triste y confundida.


Pero la prueba dio positivo.


«No, no, no. No puede ser verdad».


¿Cuándo había sido su último periodo? Tomó aire y volvió a sacar un segundo test de la caja.





martes, 16 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 20





Después de salir del coche de Eleonora, Pedro fue directo a casa y sacó su partida de nacimiento de la caja fuerte. Se sintió aliviado. Era mentira.


No obstante, seguía estando inquieto. Fue a casa de sus padres y le preguntó al ama de llaves dónde estaban guardadas las fotografías de la familia. A su madre le encantaba hacer fotos. Se pasó horas viendo cajas y álbumes, buscando parecidos. Y no llegó a ninguna conclusión. Él era más grande y ancho que su hermano. Sus rasgos faciales eran también más anchos que los de sus padres, mientras que Adrian se parecía muchísimo a su madre. El color de la piel y de los ojos era el mismo para todos, y eso lo tranquilizó.


Pero la paz le duró sólo hasta que encontró un paquete en el que ponía: Embarazo. Había muchas fotografías de su madre embarazada, pero todas de 1979, que era el año en el que había nacido Adrian, no él. No encontró ninguna fotografía de su madre embarazada en 1975.


Luego volvió a su despacho y le pidió a Julieta que no lo molestasen. Se pasó allí el resto del día, dándole vueltas a la cabeza.


¿Lo habían tratado sus padres de manera diferente? Intentó recordar su niñez. Él era el mayor, siempre había sido muy maduro, así que le habían adjudicado la mayoría de las tareas y habían esperado que cuidase de su hermano pequeño. Los hijos mayores siempre pensaban que los pequeños estaban mimados, y él no era una excepción. Pero Adrian siempre había ido detrás de él, «para ayudarte», decía.


Entre ambos había un estrecho vínculo, pero, ¿y sus padres? Siempre habían puesto el trabajo por delante de la familia.


Se miró el reloj por enésima vez. Aquél estaba siendo el día más largo de toda su vida. Por mucho que intentaba convencerse de que no debía sacar conclusiones precipitadas, algo le decía que Eleonora le había dicho la verdad. Entonces pensó que tal vez por eso su madre le hubiese dejado las acciones a Adrian, su hijo biológico. Y que su padre quisiese que Adrian, su hijo biológico, estuviese al frente de la empresa.


En cuanto Rogelio volvió del juicio, Pedro entró en su despacho, tiró su partida de nacimiento encima de la mesa y le exigió que le contase la verdad. Rogelio insistió en que no sabía de qué le estaba hablando, y cuando Pedro se lo dijo, palideció y no lo negó. Entonces, Pedro tuvo que enfrentarse al hecho de que, hasta entonces, toda su vida había sido una farsa.


Dos años después de haberse casado, les habían dicho que no podían tener hijos. La madre de Pedro, a la que, además, después del accidente Saul le había prohibido que viese a su mujer, había caído en una profunda depresión. Rogelio, por miedo a que su negocio sufriese las consecuencias, la había llevado a una casa de campo en Sydney y había viajado desde Wellington todas las semanas para verla.


Deprimida y sola, su madre se había hecho amiga de una criada que estaba embarazada y soltera. Y habían organizado una adopción ilegal a cambio de mucho dinero. 


Melanie había conseguido incluso una falsa partida de nacimiento. Un año después, había vuelto a Nueva Zelanda con Pedro en brazos. Y habían dicho a todo el mundo que era su hijo. Cuatro años más tarde, Melanie se había quedado embarazada de Adrian.


—Tú lo sabías? —le preguntó Pedro a Adrian que había entrado a mitad de la conversación.


—Claro que no —le aseguró él—, pero no cambia nada, Pedro. Sigues siendo mi hermano.


—Y mi hijo —añadió su padre con voz temblorosa.


—Quiero detalles —pidió Pedro—. Nombres, fechas…


—¿Para qué, Pedro? Te criamos como a un Alfonso, te quisimos desde el primer día. ¿Para qué quieres desenterrar el pasado?


—¿Te preocupa que te metan en la cárcel por fraude, y por haber comprado un bebé? —fue la despiadada respuesta de Pedro a su padre, de la que se arrepintió al instante—. Me marcho a Sydney hoy, en vez del miércoles. No sé cuándo volveré. Necesito la dirección de la casa, el nombre de mi madre, de su amante, mi padre, las fechas en las que ella trabajó allí…


Se preguntó si sus padres biológicos se habrían puesto en contacto con los Alfonso a lo largo de los años. Si habían querido verlo o sólo les había importado el dinero.


—Ya veo por qué quieres que sea Adrian quien dirija la empresa, y no yo.


—Eso no es verdad —protestó Rogelio—. No quiero que la dirija Adrian. Ni tú. Quiero que lo hagáis los dos juntos.


Pedro vio mucho miedo en los ojos de Rogelio. ¿Desde cuándo llevaría temiéndose aquello?


No obstante, en esos momentos no podía llamarlo «papá».


Pedro, sigo pensando lo mismo acerca de la empresa, y de ti —comentó Adrian, que estaba tan pálido como su padre.


Pedro se puso en pie bruscamente. Tenía que irse a casa y hacer la maleta.


—Me iré hacia el aeropuerto dentro de dos horas. Llámame para darme los detalles que te he pedido.


—Iré contigo —dijo Adrian enseguida, levantándose también.


Pedro se detuvo y se volvió a mirarlo.


No era su hermano. Ni siquiera su hermano adoptivo.


—Esto es algo en lo que no puedes ayudarme…


—Pero…


Adrian parecía tan sorprendido con la noticia como Pedro


Siempre habían estado muy unidos. Incluso se parecían. 


¿Cambiaría todo aquello su relación?


Pedro le dio una palmadita en el hombro.


—Gracias, pero prefiero hacer esto yo solo.