sábado, 13 de enero de 2018
LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 10
Pedro llamó al timbre y sonrió al oír su voz preguntando quién era.
—Soy Pedro. Ábreme, Paula.
Tuvo que esperar medio minuto más hasta que se abrió la puerta. Ella se asomó por una rendija, tapándose la parte inferior de la cara. Pedro no tardó en darse cuenta de lo que pasaba, una substancia verde clara cubría casi todo su rostro. Llevaba el pelo suelto, pero apartado de la cara con una diadema. Vestía un pijama de seda azul claro, estaba descalza y tenía cara de pocos amigos.
Pero eso no significaba que fuese a librarse de él.
—¿Estás enferma?
—No —con el ceño fruncido, miró por encima de su hombro a ver si había alguien más en el rellano y luego retrocedió.
—¿Estás esperando a alguien?
—¿Tengo aspecto de estar esperando a alguien? —le preguntó, haciéndole un gesto para que entrase—. Pasa antes de que te vean.
Pedro entró y esperó a que cerrase la puerta. A pesar de la mascarilla verde, se dio cuenta de que Paula se había ruborizado.
—¿Cómo has subido hasta aquí?
Él se encogió de hombros.
—Alguien abrió la puerta y yo entré detrás.
—No deberías haber venido.
Pedro estaba empezando a perder la paciencia. Llevaba veinticuatro horas calentándose poco a poco. Había tenido una fuerte discusión con su padre la noche anterior, después de que éste le confirmase sus planes de contratar a un detective privado para que investigase a uno de los directivos de Saul por corrupción. Cada vez era más evidente que el viejo no tenía intención de retirarse, al menos, mientras que Saul siguiese a tiro.
Y al leer los periódicos, Pedro se había enfurecido todavía más.
—Teníamos una cita.
—Te he mandado un mensaje.
Pedro juró entre dientes. Un mensaje en el que no ponía nada: Lo siento, me ha surgido algo.
No le habría importado que anulase su cita semanal si no la hubiesen fotografiado comiendo el viernes con Jeronimo Cook, el playboy más despreciable del planeta. Un ex jugador de rugby profesional que destruía habitaciones de hotel, lanzaba cosas a camareros y despilfarraba el dinero. Y que había tenido un sonado romance con Paula un año antes.
La última campaña de su padre en contra de Saul lo había llevado a tomar la decisión de aliarse con ella, pero la señorita parecía cómoda con el statu quo. Tenía que convencerla de alguna manera de que quisiera más, tenía que desequilibrarla lo suficiente como para que empezase a pensar en él de otra manera.
De ahí la inesperada visita. La idea de que Cook le hubiese puesto las manos encima le ponía enfermo. La agarró del escote del pijama y la atrajo hacia él.
—Os he visto a Jeronimo y a ti en el periódico esta mañana… ¿Te gusta, Paula?
Su cuerpo chocó contra el de él y, con el estirón, se le desabrochó el primer botón, dejando al descubierto un cremoso pecho.
¿Con cuántos hombres compartiría su cuerpo? Aquella pregunta llevaba horas torturándolo. ¿Cuántos hombres saboreaban aquella boca perfecta, mordisqueaban su suave piel?
Ella lo miró fijamente, molesta, y se ruborizó. Apoyó las manos en su pecho y se preparó para contestar.
—No sabía que al hacerme un regalo me convertía en tu propiedad.
—Y no es así, pero tus viernes por la tarde son míos, no de Jeronimo Cook.
—Jeronimo es sólo un amigo —dijo ella, levantando la barbilla de manera desafiante—, pero, de todos modos, eso no es asunto tuyo.
—Un amigo. Pensé que estabas contenta con lo nuestro.
—Y lo estaba. Lo estoy, pero creo que nos están vigilando
Pedro arqueó una ceja, esperó.
Ella suspiró, se cerró el escote del pijama y fue hacia el salón. Pedro la siguió sin perder de vista el balanceo de sus caderas.
Paula tomó un sobre de encima de la mesa y se lo tendió.
—Llegaron ayer.
Pedro abrió el sobre y sacó dos fotografías de Paula entrando y saliendo del hotel. Por la ropa, la fotografía era de su último encuentro.
—A ti siempre hay alguien que te sigue, y que te fotografía —comentó, devolviéndole las fotos—. ¿Cuál es el problema?
—Que me las enviaron ayer por la mañana. No había ninguna nota. Ni el nombre del remitente.
—¿Y por eso has ido corriendo a refugiarte en los brazos de Jeronimo Cook?
—¿Por qué crees que fuimos a Backbencher's Bar, Pedro?
—Porque debe de ser el único sitio en el que todavía le dejan entrar.
—Porque los viernes está lleno de fotógrafos. Era para dejar un rastro falso a la persona que nos estuviese siguiendo.
Pedro procesó su tono, su seria expresión e intentó luchar contra los celos. Lo que decía Paula tenía sentido.
No lo había hecho para ponerlo celoso, ni para arreglar las cosas con su ex amante. Se sintió muy aliviado y pensó en cuál era su objetivo esa noche: despertar el interés de Paula por él.
—Sírvete algo de beber —le dijo ella señalando el pequeño bar que había en un rincón—. Voy a lavarme la cara.
Pedro la siguió con la mirada hasta que desapareció por la primera puerta que había en el pasillo. Debía de ser su habitación. Aquello le daba la ocasión de explorar, de intentar conocerla mejor.
Recorrió el salón mirándolo todo.
Era un apartamento moderno, minimalista, pero sorprendentemente hogareño y cálido. Uno de los sofás de cuero negro estaba cubierto de papeles. También los había encima de la mesita de café, al lado de una taza cuyo contenido humeaba. Las cortinas estaban corridas, pero era evidente que las vistas de la ciudad y el puerto eran impresionantes desde la decimotercera planta de aquel edificio. Las paredes estaban vacías, salvo en la zona del comedor, donde había dos grandes bocetos, uno frente a otro. Uno de ellos representaba a una pareja de los años 20, sentada a una mesa. La mujer apartaba la mirada con timidez y el hombre la agarraba con fuerza por la muñeca y le besaba el brazo. En la otra imagen aparecía una pareja bailando, tal vez un tango, decidió Pedro.
En el bar había de todo, pero a Pedro no le apetecía tomar alcohol. Se acercó al sofá, hizo un montón con los papeles y los dejó en la mesita de café.
En lo más alto había un listado de propiedades, arrancado de una revista inmobiliaria. En él aparecía una vieja casa de campo en Marlborough Sounds, en lo alto de South Island.
Un lugar que no podía interesar a Paula. La señorita podía permitirse comprar la isla entera, ¿para qué iba a querer una casa medio derruida?
Aunque, ¿qué sabía él de lo que le gustaba o no?
Mientras esperaba a que volviese miró la siguiente hoja del montón y vio una carta con el membrete de la Fundación Elpis. El autor era el reverendo Russ Parsons, un viejo amigo de la familia.
Antes de que le diese tiempo a leer su contenido, Paula volvió con la cara limpia y sin diadema. Pedro casi sonrió al darse cuenta de que se había cambiado. Llevaba un jersey color crema y unos pantalones negros, todo mucho menos tentador que el pijama. Era evidente que Paula no confiaba en que fuese capaz de mantener las manos quietas.
La vio sentarse en el brazo del sillón. Seguía descalza y llevaba las uñas de los pies pintadas de rosa. Pedro se tragó los últimos rastros de su ira y de sus celos y pensó que así era Paula cuando estaba sola por las noches. Recién bañada, oliendo a limpio, con el pelo cepillado y brillante, la piel limpia, resplandeciente.
Sin duda, había notado su escrutinio y parecía inquieta.
—Bonito apartamento —comentó Pedro.
Paula se fijó en que tenía las manos vacías.
—¿No querías tomar nada?
No le apetecía nada, pero una copa sería una buena excusa para quedarse más tiempo, romper el hielo.
—Un whisky estaría bien.
Ella torció el gesto, como si no hubiese esperado que aceptase la copa, y se levantó a preparársela con educación, pero de mala gana. Tampoco le sonrió cuando se la llevó.
Pedro tomó la taza que había en la mesita de café, cuyo contenido se estaba enfriando, y se la tendió. La situación le pareció inverosímil. Paula Chaves en casa y sola un sábado por la noche, con una mascarilla en la cara y un tazón de chocolate caliente como única compañía.
Paula aceptó la taza. Ambos siguieron en silencio.
—¿Estás pensando en invertir en alguna propiedad? —le preguntó Pedro, tomando el recorte. Marlborough Sounds era siempre una buena inversión.
—Ya la he comprado.
—No te imagino haciendo chapuzas —comentó extrañado.
Ella hizo una mueca, pero no sonrió.
—Pues te sorprendería.
Pedro se echó hacia atrás y apoyó el brazo en el respaldo del sofá. Se miraron a los ojos durante unos segundos y el deseo empezó a emerger. Estaba tan guapa, tan natural sin maquillaje. Se dio cuenta de que ella también sentía la increíble atracción que había entre ambos. Cada encuentro era como el primero en el ascensor. Un deseo insaciable que lo golpeaba como una bala entre los ojos.
Como en aquel instante.
Paula rompió la magia del momento bajando la mirada a su taza.
—Estás… diferente —le dijo—. ¿Qué ha pasado?
Después de hacerle la pregunta, cambió de posición, como si estuviese inquieta, Pedro no había imaginado que pudiese sentirse insegura.
—Te deseo, Paula —contestó con sinceridad—. Eso no ha cambiado.
—Y puedes tenerme —dijo ella, mirándolo a través de sus tupidas pestañas—. Los viernes. En el hotel.
A Pedro no le sorprendía que se hubiese dado cuenta de su cambio de comportamiento. A pesar de lo poco que habían hablado, había visto en ella a una mujer intuitiva, muy diferente a la heredera mimada que había pensado que era.
Maldijo a su hermano por haberle metido la idea de conquistarla en la cabeza, maldijo a su madre por pensar que era el perenne hijo obediente, y a su padre, también, por ser tan vengativo e intransigente. Si no hubiese sido por todos ellos, habría seguido siendo feliz, como antes. Pero en esos momentos sentía la excitación del placer prohibido.
—Tal vez sea porque te veo en el juicio todos los días —sugirió. Era una buena mentira, como cualquier otra.
Paula asintió.
—Por cierto, siento mucho el comportamiento de mi padre el otro día.
Ella se encogió de hombros y eso hizo que Pedro se fijase en su pecho, no llevaba sujetador debajo del jersey.
—Son los dos iguales.
—¿Qué haría Saul si se enterase de lo nuestro?
—No quiero ni pensarlo.
Aquél era su mayor escollo. Tenía que conseguir que Paula se sintiese tan atada a él que se olvidase de la cólera de su padre.
—¿Y el tuyo? —le preguntó ella de manera educada.
Pedro le dio un trago a su copa y se preguntó si debía ser sincero. Las mentiras tenían las patas muy cortas, así que era mejor no complicarse.
—No le gustaría —contestó—, pero esto no tiene nada que ver con él, ¿no crees?
Paula suspiró y apartó la mirada.
—Tal vez deberíamos…
—Yo no estoy preparado para que dejemos de vernos —la interrumpió, adivinando sus palabras. Estaba que se subía por las paredes después de una semana de abstinencia. Era una tortura verla todos los días en el juicio y no poder tocarla.
—¿Y las fotografías? —insistió ella.
Pedro ya había aguantado suficiente. La deseaba tanto que no podía esperar más. Se levantó y se cernió sobre ella, que levantó la cabeza, sorprendida.
—Eres como una droga para mí —le dijo Pedro—.
Una adicción. Todos los viernes, cuando salgo del hotel, me digo que va a ser la última vez… —confesó mientras luchaba por controlarse, comportarse de forma educada y responsable, como lo había hecho durante toda su vida.
Al fin y al cabo, era un hombre de negocios, no uno de sus playboys. Le acarició el pelo y eso lo tranquilizó.
—Pero luego cambio de idea y empiezo a pensar en el viernes siguiente —terminó.
Le acarició la mejilla y ella agitó las pestañas tal y como él había esperado que hiciera.
—Es sólo sexo, Pedro —murmuró Paula, girando la cara para darle un beso en la palma de la mano.
Él se dio cuenta de que se le había quedado una mancha verde al lado de la oreja y se la limpió con cuidado. Al notar su caricia, Paula entreabrió los labios.
—Sí, lo es —admitió él.
Le acarició la garganta e hizo que se le acelerase el pulso, que se acercase un poco más a él. Tenía la piel muy suave y Pedro se agachó a mordisquearle el cuello, que olía muy bien.
Cuando giró la cara hacia él, Pedro se olvidó de su conversación. No había pretendido besarla, sólo jugar un poco, hacerle ver que ella lo deseaba tanto como él a ella.
Justo antes de que sus labios se unieran, Pedro le acarició la comisura de la boca con el dedo índice y repitió:
—Todavía no estoy preparado para dejarlo.
La expresión de Paula se suavizó. Pedro tomó su boca, la llenó, se sintió aliviado. Su deseó fluyó dentro de ella y volvió a él con mucha más fuerza. La oyó gemir y notó que se incorporaba para apretarse contra su cuerpo. Pedro la ayudó poniéndole una mano en la espalda. El beso se hizo cada vez más profundo.
Pedro metió la otra mano debajo de su jersey y le acarició la sedosa piel. Siempre que la tocaba una parte de su mente registraba la suavidad de su piel. Nunca había acariciado una piel igual. Le acarició el torso y ella se aferró a sus brazos antes de que subiese las manos hasta sus pechos y buscó su pezón endurecido.
Y entonces, notó que se apartaba, que dejaba de besarlo.
Cuando Paula abrió los ojos, Pedro se dio cuenta de la batalla que estaba librando, lo deseaba, pero quería parar al mismo tiempo.
—Aquí no.
—¿Estás segura, Paula? —preguntó él acariciándole de nuevo un pezón.
Paula cerró los ojos y abrió la boca para tomar aire.
—No puedes… —empezó, pero arqueó la espalda para apretarse contra su mano.
Pedro agachó la cabeza y tomó su pecho entre los labios.
—Sí que puedo —susurró mientras sacaba la mano de debajo del jersey y la metía entre sus muslos.
Paula se puso tensa, se retorció.
Pedro sintió su calor.
—Los dos sabemos que puedo —insistió.
Volvió a besarla y notó cómo se rendía. La había tenido tantas veces entre sus brazos que ya sabía cuándo estaba alcanzando el punto de no retorno.
Él también estaba llegando.
Paula lo abrazó por el cuello y lo hizo tumbarse en el sofá con ella, pero el cerebro de Pedro empezó a mandarle mensajes que no quería escuchar en esos momentos. Se puso tenso, escuchó la respiración entrecortada de Paula, notó cómo le desabrochaba la camisa.
Sí, podía tomarla allí mismo, en ese momento. Se lo había demostrado. Pero aquello sólo subrayaría la superficialidad de su relación. Tenía que conseguir que creyera que quería con ella algo más que sexo una vez por semana, que se preguntase si de verdad sentía algo por ella. Y si ése era su objetivo, tenía que parar.
Inmediatamente.
Se incorporó y ella se quedó inmóvil, confundida. La ayudó a levantarse.
—Tienes razón —le dijo—. Aquí no.
Paula se quedó sentada en el brazo del sofá, todavía le costaba respirar. Estaba ruborizada.
Pedro suspiró. No había pretendido ponerla en una situación incómoda.
—No he venido aquí esta noche a acostarme contigo.
Ella apoyó la barbilla en las manos y bajó la mirada. Tenía el pelo brillante y Pedro se lo acarició.
—¿Por qué no vamos a tomar algo juntos? ¿Qué más da si nos ven?
—No puedo salir contigo —contestó Paula negando con la cabeza, sin mirarlo.
—¿Por nuestros padres? ¿Hasta cuándo vamos a dejar que esos dos dirijan nuestras vidas?
—No merece la pena, Pedro —le dijo, casi con tristeza.
—Yo creo que sí.
—Por el momento, sigamos manteniendo las citas de los viernes —le pidió, y le suplicó con la mirada.
Si no le hubiese importado nada, si no hubiese pensado que a él también le importaba, no lo habría mirado así.
Misión cumplida. Al menos, le había dado algo en qué pensar. No debía obligarla a escoger entre su familia y él hasta que no tuviese el éxito asegurado.
Se abrochó los botones de la camisa.
—¿Nos vemos el próximo viernes?
Paula se levantó para despedirlo.
—¿No crees que deberíamos cambiar el día o el lugar?
A Pedro no le preocupaban las fotografías que había recibido Paula.
—Seguro que ha sido algún fotógrafo que andaba husmeando por ahí. Si hubiese tenido algo, te habría mandado otra foto mía saliendo del hotel, o habría intentado hacerte chantaje. Si quieres, quedamos antes, a las dos.
LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 9
El lunes, todo el mundo suspiró aliviado cuando se hizo un descanso en la sala para ir a comer. La mañana había sido larga. Pedro estaba deseando volver a su despacho, aunque fuese únicamente para dejar de sentir la tensión sexual que lo invadía sólo por estar sentado a unos metros del objeto de su deseo, sabiendo que todavía faltaban cuatro días para volver a tenerla.
De pronto, la enjuta figura de Saul Chaves se cernió sobre ellos.
—Rogelio Alfonso —rugió con voz amenazadora—. Mantén a tu cachorro alejado de mi hija.
A Pedro se le detuvo el corazón y el instinto lo llevó a mirar a Paula, que se había puesto de pie de un salto y tenía todo el cuerpo en tensión. Tenía los ojos muy abiertos, pero no lo miraba a él, sino a su padre.
Rogelio se levantó, era mucho más alto que Saul, los separaba la mesa. Pedro también se puso en pie, al lado de su padre.
—Pedro tiene demasiado sentido común… —empezó Rogelio.
—Pero él no —replicó Saul señalando a Adrian, que seguía sentado en el banco de atrás.
¡Adrian! Pedro giró la cabeza muy despacio y, de repente, se le hizo un nudo en la garganta.
Su hermano arqueó las cejas con estudiada despreocupación y se encogió de hombros.
—Conocí a un par de chicas guapas en un bar y me llevaron a una fiesta. ¿Cómo iba a saber que era la fiesta de cumpleaños de Paula?
En ese momento, Pedro casi no se dio cuenta de que Adrian le estaba dando la explicación a él, no a Saul.
A su alrededor, varias personas se habían parado a observar el enfrentamiento. Y su padre les dio lo que querían.
—Si mi hijo es un cachorro, tal vez la tuya sea una perra en celo —sugirió.
Pedro apartó la mirada de su hermano y vio palidecer a Paula. Agarró a su padre del brazo con firmeza y le dijo:
—Discúlpate por lo que acabas de decir.
—¡De eso nada! —exclamó Rogelio.
Las dos mujeres Chaves llegaron al lado de Saul. Eleonora habló en un susurro mientras Paula agarraba a su padre de la manga y tiraba de él sin éxito.
Rogelio intentó zafarse de su hijo, pero Pedro lo agarró con más fuerza.
—Ahora, papá —insistió.
Rogelio aceptó su derrota y frunció el ceño. Se aclaró la garganta y asintió en dirección a Paula.
—Te pido perdón, Paula—luego, se volvió hacia Saul y levantó la barbilla—. Cuando acabe de limpiar el suelo contigo, Saul, volveré a empezar. Si fuese tú, no dejaría que tu abogado se marchase de vacaciones por el momento.
—Te estaré esperando, Rogelio —replicó Saul. Miró por última vez a los tres Alfonso y se marchó, sin ayudar a Paula con la silla de ruedas de su madre.
Avergonzado, Pedro no pudo mirar a Paula, pero cuando pasó por su lado con su madre, ésta lo saludó con la cabeza.
Fue un saludo distante, pero no hostil. A pesar de las ridículas circunstancias que los rodeaban, Pedro sintió admiración por su fortaleza y tranquilidad. En realidad, Eleonor era quien más motivos tenía para odiar a su familia.
Las observó hasta que salieron de la sala y luego se volvió hacia su padre, que estaba mirando fijamente a Adrian.
—¿Bueno? ¿Tú qué tienes que decir al respecto?
Pedro sintió que los celos lo hacían explotar, no quería ni imaginarse a su hermano cerca de Paula.
—¿La… tocaste, besaste, hablaste, bailaste con ella en la fiesta? —lo interrogó entre dientes.
—Pedro, acababa de entrar cuando Saul llamó a seguridad para que me echasen de allí. ¿Por qué?
Pedro se sintió aliviado. Abrió las manos y notó que las tenía sudadas. Sin responder a la pregunta de Adrian, agarró su chaqueta, se la puso, recogió el teléfono móvil y el maletín y aprovechó ese tiempo para reflexionar. «De acuerdo, es evidente que no me gusta pensar que otro hombre pueda tocarla. Bien. Eso podemos resolverlo».
Más tranquilo, miró a su padre muy serio.
—Tengo que volver al trabajo, pero intenta comportarte como es debido esta tarde. Insulta a Saul todo lo que quieras, pero deja a su familia fuera de esto.
Luego, se alejó y no pudo evitar sonreír al oír que su padre le decía a Adrian:
—¿Por qué no te pareces más a tu hermano?
LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 8
Paula llegó tarde a su propia fiesta de cumpleaños. Subió corriendo las escaleras del club, disculpándose en voz alta, ya que sabía que sus padres llevaban media hora esperándola.
Por suerte, todo estaba bajo control y la mayoría de los invitados todavía no habían llegado. El champán estaba helado, delicioso; la iluminación era perfecta; había seguridad en la puerta. De los ciento cincuenta invitados, veinte serían amigos suyos, y el resto, amigos de sus padres, colegas de trabajo, personajes famosos del mundo del arte, la política y los deportes, y un montón de periodistas y fotógrafos. Paula tendría que posar con los mismos de siempre. Y después volvería a casa sola, como el año anterior. Hasta su padre se aburriría con la vida que llevaba últimamente, a excepción de los viernes por la tarde.
Se inclinó a darle un beso a su madre, a sabiendas de que aquél sería el último beso de verdad que recibiría esa noche. Iba a incorporarse cuando Eleonora la agarró y observó sus pendientes con el ceño fruncido.
—Son preciosos, cariño. ¿De dónde los has sacado?
No había podido resistir la tentación de ponérselos, a pesar de saber que lo mejor hubiese sido esconderlos. Eran tan bonitos. Y Pedro no le había dicho que no se los pusiese. Ni siquiera le había pedido que no dijese que se los había regalado él.
La vanidad había ganado esa noche. Los pendientes le iban muy bien al vestido amarillo claro que llevaba puesto.
—Me los ha regalado uno de mis admiradores.
—¿Qué admirador regala diamantes azules?
—El que te regale menos que diamantes, no merece la pena, princesa —comentó su padre.
Los invitados fueron llegando y Paula rió y dio tantos besos que le dolían los labios. Y, de vez en cuando, se tocaba los pendientes y pensaba en el hombre que se los había regalado.
El extravagante presente la había dejado sin habla. En esos momentos, Pedro era el único hombre que había sido sincero acerca de sus intenciones con ella. Sólo quería su cuerpo. Y ninguno de los dos esperaba nada más. Su relación se limitaba a los encuentros semanales que mantenían en la lujosa suite presidencial los viernes por la tarde.
No estaba segura de cuándo había tenido la sensación de que las cosas cambiaban, pero no hacía mucho tiempo. Él había cambiado. De repente, hacía preguntas, asumía riesgos, le hablaba. Esa tarde la había mirado como si quisiese adivinar sus pensamientos. Le había hecho un poco de daño, al admitir que le había hecho el regalo más por su propio placer que por el de ella. No obstante, los hechos hablaban más que las palabras: había visto algo bonito y había pensado en ella.
Lo que sí le había dolido era que le recordase los orígenes de la enemistad entre ambas familias, el motivo por el que su relación nunca podría ir más lejos.
Su amiga Julia se la llevó a la pista de baile y ella no opuso resistencia, pero siguió pensando en Pedro. Miró a su alrededor y se preguntó si le habría gustado aquel lugar.
¿Caería bien a sus amigos, y viceversa? ¿Se le daría bien bailar? En realidad, sabía muy poco de él, sólo sabía que se compenetraban a la perfección en la cama.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Julia, señalando a un hombre alto y guapo que había en la barra, mirándolas—. ¿No es ése…?
Paula se giró y le dio un vuelco el corazón.
—Jeronimo West —dijo consternada.
Era el primer hombre que le había roto el corazón.
—Vamos a ver si averiguamos con quién ha venido —sugirió su amiga.
Paula se preguntó si sería la misma novia por la que le había dejado dos días después de estar con ella.
Se encogió de hombros y se dio la vuelta. Hacía años que no pensaba en él, pero le había hecho darse cuenta de que, a pesar de su dinero y posición social, no había sido lo suficientemente lista, ni guapa, ni interesante como para mantenerlo a su lado ni una semana. Los caprichos que le daba su padre le recordaban que todo el mundo la veía como una atolondrada que lo único que podía ofrecer era su riqueza. Pero no era así. Había cambiado, valía más que eso.
Pedro Alfonso sí que era especial. Era un hombre respetado, inteligente, ambicioso y con éxito. Lo llamase como lo llamase, ella era su amante, y lo mejor sería que protegiese su corazón para no sufrir.
LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 7
Unas horas más tarde, ese mismo día, después de calmar su sed de ella, Pedro salió de la cama y recogió la chaqueta de su traje del suelo.
—Tengo algo para ti.
Paula estaba tumbada en medio de la cama, tapada con la sábana, cuya blancura contrastaba con el tono dorado de su piel. Levantó la barbilla y lo miró con curiosidad.
—Pero antes… —Pedro estiró de la sábana, dejando su cuerpo al descubierto.
Ella se sentó y cruzó las piernas, pero no intentó taparse.
A Pedro le gustaba que no se comportase con malicia ni vanidad en aquella habitación. Y daba la casualidad de que a él tampoco le incomodaba estar desnudo ante ella. Era la primera vez que se sentía tan cómodo con una de sus novias.
Le ofreció la caja con los pendientes.
Paula dudó un momento antes de aceptarla. Lo miró a los ojos.
—¿Es un regalo de cumpleaños? —le preguntó en voz baja, sorprendida.
Pedro se apoyó en el borde de la cama.
—Si tú quieres.
Ella apartó la mirada de él para posarla en la caja. Abrió la boca con asombro y sin dejar de mirar los diamantes dijo:
—¿Qué se supone que debo pensar si un hombre me regala diamantes?
Él se encogió de hombros.
—No tienes que pensar nada.
Paula lo miró, parecía perpleja. Y Pedro se reprendió en silencio por confundirla. ¿Cómo se le había ocurrido cambiar el rumbo de su relación?
—No le des demasiadas vueltas. Creo que he pensado más en mí que en ti.
Ella frunció el ceño, como si no lo comprendiese.
Y Pedro maldijo a Adrian y a sus comentarios. Se acercó a ella, tomó uno de los pendientes, le apartó el pelo e intentó ponérselo.
—Hacían juego con tus ojos. Quería verte desnuda, con ellos puestos. Eso es todo.
No era cierto. Eso no era todo. Estaba harto de ser siempre el hijo bueno, el que nunca creaba problemas.
Aquello pareció tranquilizarla.
—Son un regalo para tu amante —comentó.
A Pedro no le gustaba esa palabra.
—No pienso en ti como en mi amante. Ninguno de los dos está casado. Somos libres de hacer lo que queramos.
Mientras ella lo miraba con solemnidad. Pedro tomó el otro pendiente y le hizo un gesto para que girase la cabeza.
—Entonces, ¿qué soy para ti?
—Si tuviésemos que ponerle un nombre, te diría que eres mi lujo —contestó mientras se lo ponía, y observaba su rostro.
—Tu lujo —repitió ella, sonriendo, no había reproche en su mirada—. Los guardaré para ponérmelos sólo en esta habitación. Serán nuestro secreto.
Pedro se sentó y admiró su obra, estaba preciosa con los pendientes. No obstante, pensó haber oído una nota de sarcasmo en sus palabras.
—No me avergüenzo de nada —dijo. No se avergonzaba de ella. Tal vez un poco de sí mismo, por haberla confundido—. ¡Maldita sea, Paula! Son tuyos. Haz lo que quieras con ellos. Véndelos si quieres.
Aquello pareció herirla.
—No necesito más dinero de ningún Alfonso —dijo en voz baja.
Pedro había vuelto a meter la pata. Con su comentario, había dejado que el pasado entrase en aquella habitación. Tenía que haber sabido que, a pesar de lo que compartían los viernes por la tarde, el pasado siempre sería una barrera entre ambos.
Una noche treinta años antes, el padre de Pedro llevaba a las dos parejas de vuelta a casa cuando tuvieron un trágico accidente que casi terminó con la vida de la esposa de Saul Chaves que estaba embarazada. Eleonora se quedó en silla de ruedas de por vida y perdió al hijo que estaba esperando, aunque cinco años después, tras un complicado embarazo, dio a luz a Paula. Chaves jamás perdonó a Rogelio Alfonso y cuando su situación económica empeoró debido a los gastos médicos, le pidió ayuda. Rogelio le cedió un edificio que tenía en el centro financiero de Wellington dando por hecho que, cuando Saul pudiese, le devolvería lo prestado. Pero el día en que nació Paula, su amargado ex amigo puso el edificio a nombre de su hija.
Debido a la culpabilidad, y a los consejos de su esposa, Rogelio Alfonso lo dejó pasar, pero no se olvidó de ello. Años más tarde, ambos hombres se convertirían en iconos de los negocios en la capital de Nueva Zelanda y la mala sangre seguiría hirviendo a fuego lento, ayudada por los golpes que se iban dando el uno al otro.
Así que, desde el punto de vista técnico, Paula era rica gracias al dinero de los Alfonso, pero a Pedro eso le daba igual. No era culpa ni de ella, ni de él.
La agarró de la barbilla para que girase la cabeza y lo mirase.
—Lo siento. No pretendía hacerte daño…
Paula sonrió, parecía más compungida que herida.
—No lo has hecho —contestó tocándose los pendientes—. Los llevaré con orgullo.
Pedro no se había equivocado al pensar que harían juego con sus ojos. Se miraron y la gratitud y el arrepentimiento se convirtieron poco a poco en conciencia de dónde estaban, y de lo que eran el uno para el otro. El anhelo aumentó y la atmósfera empezó a calentarse.
Se acercaron el uno al otro con urgencia, buscándose con las manos. Paula estaba bien, los dos lo estaban. No había cambiado nada. Había hecho lo correcto, regalándole los diamantes azules, que brillaron cuando la tumbó en la cama, devorándole la boca. Sintió un placer infinito al penetrarla… y le hizo el amor con furia hasta llegar al éxtasis.
Había hecho lo correcto regalándole los pendientes. ¿Qué más daba si lo había hecho por ella o por sí mismo? Los dos los disfrutarían.
No obstante, se marchó del hotel teniendo la sensación de que había perdido una oportunidad, o de que ambos la habían perdido. Si Paula Chaves era su lujo, ¿podría pagar su precio?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)